Narrativas ambulantes. Caminar y narrar el lugar perdido en la novela colombiana

NARRATIVAS AMBULANTES. CAMINAR Y NARRAR EL LUGAR PERDIDO EN LA NOVELA COLOMBIANA

Orfa Kelita Vanegas Vásquez

Universidad del Tolima, Colombia

okvanegasv@ut.edu.co

(Artículo Publicado en Cuadernos del Hipogrifo, Nº 10. Centro de Americanistas de Italia, Roma)

Resumen

El principio del desplazamiento se rastrea en una serie de personajes narradores que recorren los espacios ficcionales sometidos a la violencia atroz. Parte de la novela colombiana reciente se interesa en dar forma a un personaje caminante, especie de flâneur contemporáneo, para contar el impacto de la guerra desde adentro, desde el lugar mismo donde se produce. El narrador desanda los pasos de los desplazados, para dar representación al momento preciso en que estos inician su migración hacia territorios desconocidos. En este orden, la narración misma encarna un movimiento migratorio a través de las zonas del miedo, para recobrar la identidad, el pasado y la memoria de aquellos que ya no están. La intención de la escritura es recuperar la existencia humana arrebatada por la guerra. El destierro y la expulsión del ciudadano colombiano se simbolizan en la narración ambulante de los lugares perdidos.

Abstract

The principle of displacement is traced in a series of storytelling characters that travel through fictional spaces subjected to atrocious violence. Part of the recent Colombian narrative is interested in shaping a walking character, a kind of contemporary flâneur, to tell the impact of the war from within, from the very place where it takes place. The narrator retraces the steps of the displaced to represent the precise moment in which they begin their migration to unknown territories. In this order, the narrative itself embodies a migratory movement through the zones of fear, to recover the identity, the past and the memory of those who are no longer there. The intention of writing is to recover human existence taken away by war. The exile and expulsion of the Colombian citizen are symbolized in the itinerant narration of the lost places.

Palabras claves. Novela colombiana, Narrador caminante, Violencia, Memoria, Migración

Keywords. Colombian novel, Walking narrator, Violence, Memory, Migration

Introducción

Colombia es un país que produce «escapados[1]. Las cifras oficiales estiman que 4,7 millones de colombianos residen actualmente en el exterior, esto corresponde aproximadamente a un 10% de la población total, porcentaje que ubica al país con el mayor número de migrantes de Suramérica. El fenómeno migratorio, se sabe, es global y está en ascenso, sin embargo, en Colombia ha sido una constante desde la década de los setenta del siglo pasado. Las cifras de la Cancillería de Colombia (2018) y estudios especializados señalan tres olas o etapas de salida de nacionales hacia otros países: inicios de los setenta, entre mediados de los años ochenta y noventa, y la primera parte del siglo XXI. Y a esta migración hacia el exterior se suma el desplazamiento interno, el destierro y el éxodo de 7,7 millones de personas dentro del territorio nacional a causa de la violencia política[2].

En Colombia la expansión de la modernidad y el acoplamiento a las políticas neoliberales a partir de finales de los setenta, produjo cambios notorios en la configuración de los espacios políticos, económicos y sociales. Entre las problemáticas ligadas a estos hechos, y que continúan en este inicio de siglo XXI, están el carácter patrimonial y hereditario del régimen de poder político y de la violencia; la desarticulación entre políticas agrarias e industriales; el desarrollo urbano y su ambiguo impacto en la vida económica y espiritual de la población; el desplazamiento de la comunidad rural y el robo de sus tierras. Son circunstancias que explican, asimismo, el surgimiento de nuevas violencias y el recrudecimiento de las ya existentes (Melo, J. 1991: 280). Ante tales circunstancias, que se traducen en falta de oportunidades laborales, un elevado costo de los servicios básicos –educación, vivienda, alimentación– y la amenaza directa de la violencia, la población busca otros destinos, nuevos territorios, con la idea de mejorar la calidad de vida. La literatura que incorpora el dilema del exilio, la diáspora y el desplazamiento representa esta realidad. La huida y la lucha consigo mismo ante un estado de cosas que poco o nada satisface el sentido de pertenencia, toman sentido en escrituras que trabajan el tema de la migración en sus diversos matices.

Estudios pormenorizados acerca del desplazamiento y la emigración en la narrativa colombiana (Rueda, M. E. 2004; Giraldo, L. M. 2008, 2011), recorren un amplio panorama de novelas y cuentos que significan la condición de crisis del personaje migrante. La búsqueda desesperada de un lugar donde resguardar la vida y ubicar los sueños, según Luz Mary Giraldo (2008), apunta hacia el profundo sentimiento de pérdida y conflicto frente a la identidad, el hogar perdido o la patria ausente. Mirar a los que se fueron y a los que llegaron, la familia deshecha, la sangre propia y la de otros derramada, la vida sin raíces, el deseo de regresar al paraíso, ha sido preocupación de los escritores colombianos desde fines del siglo XIX hasta nuestros días. Esta tendencia, que aún no concluye, muestra que la historia literaria no puede desprenderse de la historia social y política, y que una situación agobiante no solo reclama un tipo de creaciones, sino formalizaciones específicas que retomen los imaginarios de cada momento, de cada autor y de cada generación (Giraldo, L. M. 2011: 127).

En el presente artículo, si bien se enfoca la problemática de la migración forzada, nos detenemos con especial interés en los lugares que quedan en el silencio, el anonimato y el dolor después del asesinato o escapada de sus pobladores. Las novelas que abordamos proponen un personaje caminante, que desanda los pasos de aquellos que tuvieron que huir de su casa y pueblo a razón de la presión criminal de grupos armados. Quien cuenta, aparece en el escenario ficcional en constante movimiento, es prolongación del fenómeno del desplazamiento, presencia que recorre los espacios donde el terror ha dejado su huella. El desarrollo de la trama se anuda estrechamente a este transitar, pues a medida que el personaje camina surge la realidad que se narra.

 El personaje caminante: registro del terror y el olvido

«La historia comienza al ras del suelo, con los pasos» (De Certeau, 2010)

Se acepta que las diversas manifestaciones de la violencia política han sido siempre fuente de inspiración para los escritores colombianos. Escribir sobre la violencia y sus diversos efectos no es nada nuevo en la literatura nacional. Ubicada en la realidad caótica, la narrativa intenta reinterpretar el pasado, dar forma a otras verdades para explicar el presente y recuperar las memorias que han sido opacadas por el discurso oficial. Igualmente, el campo literario permanece en continua exploración de recursos estéticos e invención de lenguajes que descifren las múltiples facetas de la violencia. El devenir del país, en este sentido, ha sido un detonante poderoso del quehacer del escritor. El narrador de Los derrotados, alter ego del autor, frente a los procesos de lo literario en Colombia deduce:

Las mejores obras de nuestra literatura, o al menos las más representativas, son el recuento de una hecatombe colectiva que sucede en las selvas, la saga sangrienta así haya resplandores mágicos de una familia de frustrados, el nihilismo de alguien que denuncia con irreverencia la sociedad criminal en que ha nacido […] Y si no es la violencia de lo que se debe escribir, sale al paso su consecuencia inevitable: la humillación, la vergüenza, la derrota. (Montoya, P. 2012: 145).    

Las novelas que a continuación exploramos fijan su atención en las violencias de las últimas décadas, aquellas asociadas con el flagelo del narcoterrorismo, la degradación de la lucha armada de las guerrillas, la criminalidad del paramilitarismo y la corrupción de la Fuerza Armada Colombiana. La novedad de estas escrituras reside en el tipo de narrador que articula la historia, ya sea como víctima directa de la reyerta o como testigo documental, es presencia que regresa sobre los pasos de los escapados hasta el lugar donde ocurrieron los hechos desencadenantes del éxodo. Y una vez allí ubicados, enfocan con nueva luz lo sucedido, resitúan en los discursos explicativos del presente nacional la memoria silenciada, la verdad de los pueblos que han quedado sin cabeza ni corazón.

En Los ejércitos (2007), de Evelio Rosero, el narrador principal, Ismael Pasos, va contando el desmoronamiento de su poblado mientras busca en diversos lugares a su esposa, quien ha desaparecido cuando los militares invaden la población –el nombre mismo del personaje es indicativo de su papel en el relato–. El andar de Ismael es fatigoso y terrorífico, su enfermedad y el profundo horror que lo atraviesa guían un relato alucinado de la experiencia inmediata de la violencia inhumana. El registro de la guerra, que todo lo destruye con su voracidad feroz, se encadena al trasegar de este «flâneur de la miseria y la muerte» (Valencia Solanilla, C. 2010: 110). Los derrotados (2012), de Pablo Montoya, por su parte, propone dos personajes nómades: Santiago Hernández, un joven botánico que desilusionado por las injusticias sociales decide alistarse en la guerrilla con la esperanza de cambiar la realidad del país; a partir de las andanzas de este héroe, la escritura de Montoya configura la experiencia de la insurgencia desde su propio seno. Una realidad de pesadumbre y sobrevivencia, que aplasta el «sueño romántico» de quien creyó ver en este tipo de lucha una salvación para el país. Andrés Ramírez, es el otro personaje, caminante también del desastre, su oficio lo lleva a lugares destazados por la violencia. Como fotógrafo de guerra[3], Ramírez hace un registro visual de los «territorios del miedo», transita por poblaciones exterminadas mientras enfoca con su cámara los rostros del horror y el desamparo:

La verdad es que Ramírez lleva varios días sin dormir. Desde que trabaja para El Colombiano, cubriendo las zonas de guerra en Antioquia, el sueño le falta […] Una vez, cuando regresó de Segovia, donde cubría la masacre de Machuca, durmió tres días seguidos en su apartamento […] Su cuerpo, por fortuna respondía bien a esas pruebas físicas. En ocasiones lo sorprendían fatigas depresivas, pero ellas sucedían en los días de asueto. Los ojos vuelven a cerrársele en tanto fotografía a un niño que dormita, arrodillado, sobre las escaleras del atrio. Está descalzo, tiene una pantaloneta que le queda grande y una camisilla estrecha para su estómago inflado. Después se dirige hacia un grupo de campesinos que han montado fogones. (Montoya, P. 2012: 153)

El principio del desplazamiento también lo podemos rastrear en El ruido de las cosas al caer (2011), de Juan Gabriel Vásquez. Recuérdese que Antonio Yammara, protagonista de los hechos, emprende la búsqueda del nefasto pasado que lo marcó recorriendo diversos lugares de Bogotá –específicamente, el sitio donde ocurrió el atentado homicida– y visitando ciudades cercanas, casas, museos y diversos lugares, para ubicar y entender el colapso de la nación a manos del narcotráfico, su propia experiencia de exilio íntimo y de los que se fueron del país en ese periodo «sintiendo que de una u otra manera se salvaban, [pero que] al salvarse traicionaban algo […] se convertían en las ratas del proverbial barco por el hecho de huir de una ciudad incendiada» (255). Delirio (2004), de Laura Restrepo, asimismo, pone en movimiento a su heroína. Agustina logra descubrir la razón de su evasión síquica, el delirio, desandando lo vivido, desplazándose hasta el escondite de Midas McLister, y a través del testimonio de este reconocer no solo su historia personal, sino también la de un país hundido en el dolor y la angustia a causa de la violencia desatada por el negocio de la droga. Con Hot Sur (2012), Restrepo, nuevamente, da forma a un personaje femenino, María Paz, para registrar la condición del migrante «tercermundista». La novela representa el desamparo y la vulnerabilidad que atraviesan al ciudadano forzado a salir de su propio país[4].

El narrador de El olvido que seremos (2006), de Héctor Abad Faciolince, por su parte, sitúa su vista al pasado y también emprende una búsqueda de registros e información sobre un momento histórico preciso. Viajar a diferentes lugares es acto necesario para reconstruir la memoria del padre y, a través de esta, el pasado del país durante la década de los ochenta, especialmente[5]. De otro lado, los personajes de Santiago Gamboa viven en constante huida. Gran parte de lo narrado en Plegarias nocturnas (2012), toma forma en la recta final de un abrupto camino recorrido por sus dos protagonistas, Manuel y Juana. Manuel, a pocas horas de terminar por mano propia con su vida, se traslada al pasado y recorre cada uno de los espacios que lo llevaron hasta una cárcel de Bangkok. Nuevamente, en esta novela, la desaparición de un ser querido empuja la errancia del héroe y con esto la representación de un país de migrantes. En el El síndrome de Ulises (2005), Gamboa también cuenta el desplazamiento hacia países ajenos. La crisis de identidad, la disolución de la esperanza de quien trata de adaptarse a una nueva cultura, a una nueva lengua, y salir de la soledad y el abandono uniéndose a otros inmigrantes, igualmente desamparados. En esta novela los personajes son todos parte de una diáspora de extranjeros en una ciudad cosmopolita, París, semejante a un monstruo, que los devora o los rechaza.

En definitiva, la violencia del país de origen, la huida, la cárcel, la corrupción, el pasado destruido, son elementos que agrupan a los héroes en una especie de fraternidad de la desgracia. Lo narrado se configura como «testimonio ambulante», construido al ritmo del trasegar de los protagonistas por ciudades y pueblos, o lo que queda de ellos. El motivo del personaje-caminante, un tipo de flâneur, aparece en las novelas, para encarnar los síntomas característicos de una sociedad en proceso de descomposición. Quien camina para contar, va articulando un registro coherente de los despojos y restos de la violencia, y en los intersticios de esta práctica, el miedo, la amargura y el rencor de los expulsados logran ubicarse en el espacio ficcional y tener significación.

En la narrativa, el desplazamiento del héroe, tradicionalmente, se unió al deseo utópico, a la necesidad de fundar un espacio nuevo, en el cual encontrar las explicaciones a la pregunta por sí mismo o como lugar para la evasión. El lugar, desde este ángulo, es respuesta a una escisión o disconformidad con lo real. Comala, en la novela de Rulfo, y Macondo, en el universo narrativo de Gabriel García Márquez, son dos ejemplos de esta circunstancia. Graciela Speranza, considera que los narradores latinoamericanos recientes recuperan la tradición del paseante urbano, para crear relatos capaces de albergar los desechos y las diferencias de los espacios citadinos contemporáneos. En la marcha, dice la académica, se compone fábulas «que extrañan o reencantan el paisaje caótico o disciplinado, o simplemente confiesan que ya no hay iluminaciones posibles en las ciudades latinoamericanas» (Speranza, G. 2012: 81).

Caminar, viajar, recorrer, tradicionalmente han sido praxis asociadas con el deseo del ser humano de fundar nuevos mundos y encontrar sentido para su propia existencia. La utopía surge del movimiento incesante. La imaginación de ciudades alternas representan la añoranza de realidades diferentes a la propia. Y el desplazamiento físico y espiritual es la base para la fundación de nuevos lugares. El «flâneur» de Walter Benjamin (2005) y el «caballero andante» que propone Michel Maffesoli (2004), son figuras que miran el horizonte o la ciudad con ojos ilusionados, recorren territorios con la intención de encontrar un algo que alivie la pesadez tóxica de lo instituido.

El caminante también se ha asociado con la figura del migrante, que aparece en la novelística sobre ciudad. La naturaleza del desplazamiento se proyecta como fenómeno para indagar lo urbano como espacio fluido, plural y contingente, aunque agresivo y problemático. Con el migrante citadino lo marginal aparece ahora en el centro, y se visibiliza la lucha para dar al otro un lugar y reconocer la alteridad (Jaramillo, M. et al. 2000: 69).

Ahora bien, no es desconocido en los estudios que indagan la figura del flâneur, del paseante, o algún símil, el cuestionamiento a su uso indiscriminado por parte de la crítica literaria latinoamericana. En el texto Olvidar a Benjamin, Beatriz Sarlo llama la atención sobre la generalización que se le ha dado a tal categoría:

[…] extranjeros, marginales, conspiradores, dandies, coleccionistas, asesinos, panoramas, galerías, escaparates, maniquíes, modernidad y ruinas de la modernidad, shopping-centers y autopistas. Un murmullo donde las palabras flâneur y flânerie se usan como inesperados sinónimos de prácticamente cualquier cosa que tenga lugar en los espacios públicos. Se habla de la flânerie en ciudades donde, por definición, sería imposible la existencia de un flâneur. (2000: 78).

En la representación de las ciudades contemporáneas, es cierto, resulta problemático avocar a la práctica del andar conforme se hizo en la capital decimonónica europea: París, específicamente. El peatón de hoy, no tiene derecho a la velocidad del paseo, marcha al ritmo vertiginoso, en la poco caminable, ciudad contemporánea (Luiselli, V. 2010: 39). La finalidad de transitar el espacio citadino, en este sentido, parece haberse desligado de su función inicial: momento para la evasión y la reflexión. No obstante, a pesar de este aspecto, los procesos literarios que configuran el espacio urbano persisten en la figura del flâneur. Aunque cuestionada por resultar «anacrónica» en el espacio citadino contemporáneo, el paseante sigue transitando las ciudades literarias de hoy. Danilo Santos López, en su estudio sobre la relación de los personajes comunes en la novela negra chilena y el principio del desplazamiento por la urbe, reformula la categoría flâneur. Dice el ensayista, que los detectives literarios para resolver los casos realizan recorridos urbanos, «devaneos callejeros», como parte de cierto proceso de disección visual de la ciudad. Se continúa, por tanto, con las lógicas del flâneur, serían «practicadores de la nueva flânerie en Latinoamérica» (Santos López, D. 2009: 79).

Para Jorge Locane, la idea de flânerie y de flâneur, al abandonar el contexto de su nacimiento, ha devenido ante todo una figura retórica –independientemente de cuál sea el uso específico que se le quiera dar– especialmente fructífera para significar los atributos del espacio urbano y, sobre todo, de la metrópoli sometida a transformaciones abruptas (Locane, J. 2016: 169). Los espacios urbanos tomaron forma y se consolidaron como ciudad moderna a partir de los procesos de modernización. Tanto la ciudad del siglo XIX europeo como la actual de América Latina, son producto del caótico proceso modernizador. Así entonces, como advierte Keith Tester (1994), si el flâneur representa la capacidad de observar y buscar significado a su modernidad, no es contradictorio que siga apareciendo como recurso literario. Las villas, pueblos o urbes de la novelística reciente, se conforman de los procesos absolutistas y agresivos de la modernización y el neoliberalismo, por consiguiente, la función del flâneur se reactualiza, aparece de nuevo en este contexto social e histórico para seguir nombrando lo citadino como proyecto moderno inacabado.

Las particularidades que distinguieron al caminante del siglo XIX se adaptan de manera coherente en la representación de los territorios urbanos de hoy. «La figura del flâneur, como personaje que deambula por la gran ciudad sin dirección ni meta, debe ser vista como un ‘paradigma abierto’» (Neumeyer, H. 1999: 17). Apropiada por la ficción contemporánea, la flânerie y el flâneur, en fin, siguen abriendo caminos para comprender las estructuras sociales y la existencia de los espacios contemporáneos. En correlación con estas ideas, nosotros indagamos las especificidades de los protagonistas de las novelas en cuestión.

La idea de transhumancia utópica que identifica a las figuras del “caballero andante”, el paseante o «flâneur», no se corresponde del todo con los personajes que abordamos. Aunque estos conservan el principio del movimiento y de la búsqueda constante, la finalidad de su divagar es recuperar la existencia arrebatada por la violencia, no comenzar una nueva. Esto es, que si bien la escritura aboga por el desplazamiento para dar forma a una realidad, esta misma no es producto de nuevas experiencias del deseo de ser otro, sino de la recuperación del pasado y la memoria obturada. Además, si la utopía emerge del deseo por configurar la sociedad por medio de una fisonomía específica, distribuyéndola y disponiéndola espacialmente, es decir, creando e imaginando un territorio urbano que la habite (Heffes, G. 2013: 21), la condición nomádica de los personajes que estudiamos fractura toda idea de horizonte utópico. Su caminar decidido diseña una geografía de la hecatombe, da forma a una cartografía de la no pertenencia, donde el sujeto devastado es símbolo del desplazamiento y el terror. En estas circunstancias espaciales y psíquico-emocionales, la utopía entendida como horizonte futurista para situar la realidad deseada es inimaginable.

Ciertamente, la naturaleza de los lugares en la realidad ficcional influye poderosamente en el narrador-caminante. La situación de violencia empuja al movimiento continuo para resguardar la vida propia, o en otros momentos como medio para registrar los acontecimientos y recuperar del olvido a aquellos que ya no están. En los modos como el caminante toma consistencia en la escritura, se reconocen los procesos de des-subjetivación derivados de la des-territorialización. Cuando se pierden los referentes espaciales, se pierden, en efecto, parte de la identidad del sujeto y del reconocimiento de la tradición. El menoscabo abrupto del territorio propio, recuerda Daniel Pécaut (1999), fragmenta las raíces culturales y la herencia del pasado. Situación que influye en los procesos de recordación, pues la memoria individual se emplazaría en el vacío, no tendría lugar concreto donde posicionarse.

Si la conciencia topográfica del escritor ha imaginado ciudades, mundos, villas, calles, parques, etc., como sitios alternativos donde ubicar la experiencia anímica y anclar la memoria, por triste que fuera, en las narrativas en cuestión, la invención del lugar da paso al vacío del mismo. Los caminantes-narradores no fundan nuevos territorios, son testigos de la destrucción de estos; su nomadismo se enfoca en dejar registro de la pérdida:

 Ramírez solo permaneció en la iglesia de Bojayá media hora. El olor era insoportable, lo dejaron entrar con varios hombres. Estos sacaron los cuerpos mutilados y los metieron en bolsas (…) recorrió los vestigios del templo. En algún momento hizo una pausa para mirar dónde pisaba. Vio un perro carbonizado. Vio un manojo de miembros humanos que no logró identificar. Vio el Cristo crucificado (…) Se distanció, enfocó su cámara y disparó. La cabeza, el tórax sin brazos y un pedazo de pierna del Cristo están en primer plano. Bancas, ropas, tablas, libros, cocas, platos destrozados en medio de la tierra y el agua. Al fondo está la puerta y las ventanas derruidas. La luz de afuera entra por ellas con sed descomunal. (Montoya, P. 2012: 220)

La cita es indicativa del tipo de relación entre lugar y sujeto que la escritura propone. El acercamiento a los detalles materiales de la masacre se hace exponiendo el cuerpo del narrador, se experimenta con los sentidos –con la vista, el olfato, las manos, el oído– las minucias de un territorio herido, que los documentos públicos, y mediatizados, poco nombran. Ramírez sabe que, en su oficio, es necesario estar suficientemente cerca para atrapar la esencia de las situaciones, y «estar cerca de los acontecimientos [es] estar cerca de la desgracia» (Montoya, P. 2012: 106). Una visión panorámica de lo sucedido es impensable para el narrador, no solo no captaría aspectos particulares, sino que asignaría al espectador un rol pasivo, impidiéndole reaccionar ante lo que la imagen configura. La mirada detallista a la que se someten los lugares se complementa con el andar, a través de estas prácticas la verdad de los hechos toma realidad. «La historia comienza al ras del suelo, con los pasos», señala Michel De Certeau (2010: 109), y si a ellos se suma la mirada, el corazón del territorio logra expresarse, y con ello la presencia de aquellos que lo habitaron.

El enfoque del narrador en los detalles escabrosos genera una sensación de horror, efecto que toma mayor fuerza cuando se reconoce que, en este caso, la realidad ficcional es una especie de prolongación de la vivencia real de la guerra. La fotografía que alimenta este pasaje es verídica, es registro fehaciente de un suceso histórico en Bojayá, municipio colombiano[6]. Los «marcos de guerra» de Los derrotados, en este orden, fijan un acto de ver insumiso porque muestran lo más tétrico de la guerra, muestran lo que el Estado no quiere que se muestre. Asimismo, las imágenes ubicadas a lo largo del decurso narrativo son rastro del principio nómade que la narración personifica, ellas son el mapa visual de los territorios del horror que el protagonista ha transitado. La contradicción entre el país sufriente y el representado por la retórica oficial, se refleja en el desplazamiento de Andrés Ramírez por los pueblos arrasados. Ciertamente, el señalamiento de la condición infame a la que el gobierno y demás fuerzas de poder ha sometido a miles de colombianos, se hace posible en el movimiento incesante por los lugares del miedo del protagonista fotógrafo.

Es posible establecer una relación directa entre el lugar de la arremetida de la guerra que Ramírez ha fotografiado y el espacio ficcional que Rosero construye en Los ejércitos:

Estas sombras que veo temblar alrededor, igual o peor que yo, me sumergen en un torbellino de voces y caras desquiciadas por el miedo […] otros soldados han hecho su entrada por la esquina de arriba, y se gritan con los de abajo, precipitados; los tiros, los estallidos se recrudecen […] ¿a dónde correr? […] «Guerrilleros» grita de pronto, abarcándonos con un gesto de mano, «ustedes son los guerrilleros» […] apuntó al grupo y disparó una vez; alguien cayó a nuestro lado, pero nadie quiso saber quién, todos hipnotizados en la figura que seguía encañonándonos […] Todos corrimos ahora, en distintas direcciones, y algunos, como yo, iban y volvían al mismo sitio, sin consultarnos, como si no nos conociéramos […] Una tremenda explosión se escuchó al borde de la plaza, el mismo corazón del pueblo: la grisosa nube de humo se esfumó y ya no vi a nadie; detrás de la polvareda emergió únicamente un perro, cojeando y dando aullidos […] otra detonación, un estampido más fuerte aún se remeció en el aire, al otro lado de la plaza, por los lados de la escuela. Entonces me encaminé a la escuela, hundido en el peor presentimiento. (Rosero, E. 2006: 95-97)

Esta escena de espanto y fuga podría ser la masacre que Ramírez enfoca después con su cámara. Las propuestas de escritura de Montoya y Rosero coinciden no solo en la representación del estado de horror a causa de la guerra, sino también en las figuras narrativas que transitan en diferente momento los mismos espacios devastados. Los cuerpos mutilados que la foto de Ramírez muestra podrían ser los despojos de los vecinos de Ismael. Figuradamente, es como si el personaje fotógrafo de Los derrotados se desplazará hasta el espacio ficcional de Los ejércitos para dejar registro visual de la masacre del pueblo. Y, a su vez, en el testimonio ambulante y horrorizado de Ismael pareciera explicarse lo que la foto de Ramírez enmarca.

La destrucción progresiva de los lugares de Los ejércitos gira en alegoría del aniquilamiento mismo del personaje, no solo como cuerpo susceptible a la desaparición sino, y sobre todo, como sujeto con una identidad, una cultura y una memoria. A medida que Ismael Pasos recorre su villa en proceso de destrucción, paradójicamente, también va dejando registro de su lugar en el mundo; un lugar que va cayendo de la manera más atroz y arrastrando en tal dinámica la total existencia de quien lo habita. El derrumbe de los referentes espaciales es liquidación del pasado personal. El andar aterrado de Ismael por el pueblo, buscando a Otilia, su mujer, es signo del trascurso de desterritorialización al que lo han sometido los actores de la guerra, de la pérdida de la identidad de persona. Todo ser humano está sujeto a una trayectoria espacial: a la casa habitada, la plaza, la escuela, el lugar de solaz, entre otros; por lo tanto, cuando no queda nada de estos sitios una conmoción interna desgarra lo propio del sujeto. La «vida vivida» no encuentra sitio concreto donde posicionarse. Los lugares perdidos son también la pérdida de sí mismo.

El principio de desplazamiento, afín al del flâneur, que las novelas incorporan, traza una trayectoria de la violencia en la que voces entrecortadas, escombros y gestos alterados componen un lenguaje, que si bien no logra reintegrar materialmente lo perdido, sí consigue nombrar a quien sufre, dar voz y forma al terror y al trauma, para rescatar del silencio la verdad real de la guerra. Armar un discurso coherente de lo innombrable y fugitivo de la violencia se convierte en un reto para el escritor. En el caso de Los derrotados y Los ejércitos, la ubicación espacio-temporal del narrador en lugares estratégicos es la habilidad retórica que da representación a ese tipo de circunstancias del conflicto. Cada propuesta se ubica en el seno mismo de la masacre, aunque en momentos diferentes: el instante mismo de la arremetida y el después de ese suceso. Si bien, en ambas novelas el desplazamiento es la fuerza propulsora del relato, la narración de Ismael transcurre en el instante mismo de la huida y el terror, mientras que la de Ramírez se hace después de estos hechos. Son circunstancias claves que determinan el tono y la escritura de la violencia.

Se puede decir que en Los derrotados la inflexión del relato obedece más a la percepción razonada de alguien que mira los sucesos sangrientos desde «afuera”; aunque ubicado en el propio lugar de la masacre, la percepción de Ramírez es claramente la de alguien que no ha sido agredido directamente. El héroe, sin dejar de sentirse impactado ante el panorama espelúznate, se toma el tiempo de fijar la atención en detalles precisos a medida que recorre el lugar; su discurso, en este orden, se desarrolla de manera mesurada y explicativa. Del otro lado, Rosero ha optado por dar forma a una narración atravesada por el efecto psíquico y corporal inmediato de lo atroz. Contar la guerra a partir del momento de su desencadenamiento y, desde la impresión instantánea del sujeto que escapa y sufre, da forma a una narración ajena a la explicación de lo representado.

En Los ejércitos, Rosero no retiene a su personaje para analizar o profundizar en las causas y consecuencias de la devastación, tampoco para aclarar una mirada personal del conflicto, ni mucho menos para dejar explícito un discurso sobre la realidad violenta de un país. La narración del terror se registra como una imagen fugaz; la voz y la mirada de Ismael van al ritmo de su trasegar. De esta manera, los hechos conforme se van contando son afines al callejeo escabroso de quien narra, la fijación de una idea explicativa sobre lo que se ve y se siente es innecesaria para significar la profundidad del fenómeno. La suma de los sobresaltos y las impresiones de terror conforman una narración en la que el discurso aclaratorio sería redundante. Ismael no cuenta con un intervalo de tiempo para razonar sobre lo que está padeciendo, por esta razón, a medida que huye de la amenaza, va refiriendo la situación de manera descriptiva y presurosa. El personaje ubicado en el corazón mismo del desastre es la exploración emocional pura del impacto de lo atroz en quienes son forzados a huir de sus propio hogar.

En orden a las ideas desarrolladas a lo largo de este texto, podemos concluir que las propuestas de escritura abordadas recurren a un personaje-caminante, narrador ambulante, que transita por lugares que ya no son. Aunque no es fundador de nuevos territorios, como se simbolizó tradicionalmente en el motivo del flâneur, al narrar los lugares destruidos recupera el pasado y la memoria de quienes los habitaron. La metáfora del vacío y la destrucción que los héroes encarnan, paradójicamente, es también fuerza expresiva de vida y existencia, redención del estado de persona de quienes murieron en el anonimato o escaparon hacia lugares ajenos. Ciertamente, la fuerza expresiva de las novelas abordadas se deriva del constante desplazamiento de los héroes. El principio nómada que la palabra encarna es una práctica tanto estética como política, deja registro de la fragilidad del sujeto en territorios asediados por la violencia.

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[1] «Los escapados», en este estudio, son los personajes obligados a dejar su lugar de origen a causa de las circunstancias sociales, políticas y personales que los estrechan. El término lo retomamos de la frase «Colombia produce escapados, eso es verdad», que el narrador de El ruido de las cosas al caer pronuncia en un momento de reflexión sobre el destino de muchos jóvenes durante la década del noventa, a razón del narcoterrorismo en Colombia. (Vásquez, J. G. 2011: 254). Frente a la situación actual de migración en el panorama internacional, los conceptos «migrante», «refugiado», «desplazado», «exiliado político», entre otros, empiezan a mostrarse insuficientes y problemáticos, no alcanzan a abarcar la compleja realidad migratoria contemporánea. Así entonces, el personaje escapado lo proponemos como figura literaria que intenta caracterizar los diversos movimientos forzados de población colombiana, que se originan en el territorio nacional e internacional.

[2] La agencia de la ONU para los refugiados (ACNUR), con motivo del Día Mundial de los Refugiados, 20 de junio, difundió el nuevo informe anual, 2017-2018, sobre las cifras de refugiados a nivel internacional. En este informe, Colombia, lamentablemente, aparece en primer lugar, encabezando la lista sobre desplazamiento interno.

[3] Recuérdese que una de las estrategias novedosas de Montoya en esta novela es la incorporación metafórica, escrita, de una serie de fotografías reales sobre la violencia colombiana. Fotografías de Abad Colorado, reconocido fotógrafo del país. Sobre la función de la fotografía en esta novela tenemos un estudio previo: Vanegas (2015).

[4] La condición del inmigrante latino la trabajamos en esta novela en un estudio anterior, incorporando el concepto de miedo y asco político: Vanegas (2017).

[5] Abad Faciolince cuenta su experiencia de escritura de El olvido que seremos en un libro posterior: Traiciones de la memoria. Aquí devela su éxodo por diversos lugares dando forma al pasado del padre y su asesinato.

[6] La masacre de Bojayá se inscribe en el continuo y cruento enfrentamiento que entre el 20 de abril y el 7 de mayo de 2002 sostuvieron la guerrilla de las FARC y un comando paramilitar en las inmediaciones de las cabeceras municipales de Bojayá. La población se vio enlutada tras la explosión de una pipeta de gas llena de metralla que las FARC lanzaron contra los paramilitares, quienes se ocultaban tras el recinto de la iglesia donde se refugiaban más de 300 personas.

Acerca de Orfa Kelita Vanegas

Doctora en Letras por la Universidad Nacional de Cuyo, Argentina. Magister en Literatura por la Universidad Tecnológica de Pereira, Colombia. Profesora e investigadora Asociada de la Universidad del Tolima, Colombia.

Publicado el febrero 1, 2019 en crítica literaria, Literatura contemporánea, Literatura hispanoamericana, Literatura y ciudad. Añade a favoritos el enlace permanente. Deja un comentario.

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