Identidad narrativa y “yo escritor” en la obra de Pablo Montoya
Orfa Kelita Vanegas
okvanegasv@ut.edu.co
Universidad del Tolima
https://doi.org/10.21500/22563202.5618.
Publicado en la Revista Estudios de literatura colombiana Nº 53, julio-diciembre 2023
Resumen: Pablo Montoya inventa un alter ego de autor que puede leerse como metáfora del “escritor deseado”, como un “yo auto(r)ficcional” con libre movimiento entre los libros que lo incorporan. Este “yo escritor que se quisiera ser” entrega en cada recorrido poético una faceta nueva de quien escribe, narra y es narrado, así como una serie de reflexiones sobre el suceso mismo de la escritura. Seguir la ruta narrativa de Montoya es armar pieza por pieza la “totalidad” de un “yo escritor”. Se identifica una identidad narrativa en continua suspensión, un héroe en trazo permanente, que además es en cuanto narración del acto propio de escritura.
Introducción
Para desarrollar un personaje, hay que seguir narrando
Frank Kermode (1979)
Gran parte de la narrativa de Pablo Montoya constituye y sostiene la presencia del personaje escritor Pedro Cadavid como principio estético que articula diferentes preocupaciones temáticas y estilísticas de su creador. Cadavid es personaje protagonista en Los derrotados (2012), La escuela de Música (2018) y La sombra de Orión (2021); asimismo, por inferencia lo reconocemos en el tono discursivo y la indicación de experiencias comunes —viajes, publicaciones, ocupación— en Tríptico de la infamia (2014), Cuaderno de París (2016) y en cuentos como “Réquiem por un fantasma” (2006), “Exhumación” (2006) y “Tomás” (2010). Es evidente la intención estética del autor por seguir dando densidad a un personaje en su proyecto creativo hasta llegar a consolidar un alter ego, un “yo escritor”, con la viveza de lo real y siempre en continuo trazo. El relato nuevo dialoga, recuerda y anticipa aspectos de Cadavid, lo que genera un efecto de héroe inconcluso. Montoya pareciera apostar por la construcción de un “yo escritor deseado”, por la invención de una figura literaria trascendental, en el sentido en que Pedro Cadavid se nutre no solo de experiencias imaginadas, sino también de lo vivido por su creador. El personaje está siempre “tratando de ser” en su naturaleza misma de narrador de una realidad, tanto individual como social, inestable y huidiza. Desde la idea unamuniana acerca del carácter plural del yo, donde preexiste un yo radical y voluntarioso, el que uno quiere ser, la invención de un personaje como Pedro Cadavid recala en el empeño de la invención del sí mismo del autor a partir de lo que se anhela, se está dejando o se rechaza ser. No es el acontecer de Montoya o del país tal como ha sido lo que la escritura recompone, sino como se hubiese deseado, temido o esquivado ser en y con ese pasado, incluso en el futuro. Una decisión estética que, si bien está permeada por acontecimientos factuales, ubica a la escritura en el campo netamente ficcional y del deseo.
A partir de estas ideas iniciales, este artículo indaga la estructura, sentido y efecto simbólico del personaje principal —Pedro Cadavid— de las novelas del escritor colombiano. Sugerimos que Montoya aprovecha recursos de la autoficción para dar forma a un protagonista ficcional que establece paralelismos autobiográficos entre autor, narrador y narrado. Las “intromisiones” in corpore e in verbis del autor en el mundo ficcional, esto es, la alusión intradiegética a experiencias concretas como viajes y profesión, además del razonamiento moral y la citación de publicaciones anteriores —“autotextualidad” (Toro, Schlickers y Luengo, 2010) —, indican el interés del escritor colombiano en enfocar más allá de la experiencia propia, la preocupación estética-ontológica del hacer literario y la postura misma del escritor —factual y ficcional— ante la realidad caótica que le preocupa y reconstruye con su novelística. Montoya erige un entramado literario a partir de un personaje de carácter auto(r)ficcional (Toro, Schlickers y Luengo, 2010). Ciertamente, Pedro Cadavid es una identidad autoficcional en cuanto se exhibe de forma imprevista y metaléptica como el autor del texto que estamos leyendo —mise en abyme aporistique (Dällenbach, 1977)— y del cual se sabe parte. Las técnicas literarias, abiertamente expuestas, acreditan la artificialidad del relato y la complejidad de la escritura cuando se anima a figurar lo intangible ominoso y su impacto en el estado íntimo de quien escribe y narra.
Para el análisis dialogamos diversas categorías y conceptos propuestos por estudiosos interesados en la intromisión del yo en la ficción (Ricœur, 1999; Colonna, 1989; Gasparini, 2004; Alberca, 2007; Casas, 2014, etc.). No sobra indicar que si bien nos interesa indagar desde el ángulo de la autoficción, el personaje escritor que Montoya construye, no circunscribimos la obra al campo autoficcional. No es propósito de este estudio rotular las novelas en cuestión como autoficciones, porque pueden ser leídas desde diversas gamas novelescas, incluso desde la hibridez genérica cuando se reconoce que las tramas se nutren de varios modelos textuales a la vez: ensayo literario, crítica estética, comentario político, cartas, etc.
Pedro Cadavid, soy yo
La creación del “personaje vivo” como resultado de la tensión entre la sensibilidad del autor y el acto mismo de la escritura se revela en la famosa frase flaubertiana Madame Bovary, c’est moi. En efecto, y de acuerdo con Vouilloux (2014), cuando el escritor francés inventa su heroína se incorpora en ella y luego se proyecta (p. 7). Esto es, que el creador vive en su creatura en el instante mismo que la escribe, para después reconocerse en ella. En palabras de Flaubert (2007):
Mis personajes literarios […] me afectan, me persiguen, o más bien soy yo quien está en ellos. Cuando escribía el envenenamiento de Emma Bovary, tenía tan el sabor del arsénico en la boca, estaba tan bien envenenado yo mismo, que me di dos indigestiones una sobre otra, dos indigestiones muy reales, luego vomité toda mi cena (p. 562).
De la cita se derivan diferentes situaciones, entre estas, la fuerte incidencia del personaje creado sobre su propio creador y la conciencia de la capacidad genésica-afectiva de la escritura. El escritor está en su personaje, mas no en el sentido autobiográfico del hecho, sino, más bien, en el de la sensibilidad; Flaubert está en Madame Bovary en tanto siente en ella y con ella su estado agónico. La imagen gustativa, sensorial, de la declaración anterior deriva de un escritor lúcido frente a su obra; sabe que sus personajes son imaginarios, sin embargo, se ve afectado por ellos. Como bien precisa Cheminaud (2011), hay en la conciencia de Flaubert tal presencia de sus propios personajes que llega a sentir sus afectos, los que él mismo ha puesto en marcha (p. 82). Creador y creatura, en este orden, se saben entidades autónomas, el escritor siente la dicha o la desgracia del personaje como experiencia que pertenece a “otro”, gesto en el que descansa la autonomía de su creación. El reconocimiento de lo sensible ajeno desliga al personaje de su creador, incluso llega a producirse el efecto ficcional de “mirarse” el uno al otro desde la complicidad de la coexistencia literaria. La invención de Pedro Cadavid se ubica en estas coordenadas estéticas. Pedro Cadavid, soy yo, insinúa Montoya cuando afirma que este es un alter ego de sí mismo. La estrecha relación entre escritor personaje y escritor factual se alimenta de la conciencia que cada uno tiene del otro y de la destreza de la escritura en dar forma a una creatura independiente, si consideramos que esta toma vida a partir de la intensidad afectiva e intelectual del propio creador. En palabras precisas, la potencia de la vitalidad de Cadavid no está en la incorporación de una suma de vivencias de su creador, sino en la pericia de la palabra que lo moldea, en la cuidadosa composición de la escritura para lograr espesor en cada pensamiento y emoción que lo remueve.
Cadavid es una identidad de autor, pero es una identidad que se quiere ficcional y busca tomar distancia de un reflejo mimético del escritor real, aunque no deja de suscitar, por supuesto, un “efecto reflectante” (Colonna, 1989, p. 248).
Son dos los principios retóricos que se juegan en las novelas para fijar la identidad narrativa autónoma y un pacto de lectura ficcional. El primero es narrar en estilo indirecto libre, y el segundo toma forma en la heteronimia. Empecemos con la explicación del primer principio a partir de las siguientes citas:
Él sonreía con timidez, mirando hacia abajo, como si lo avergonzara el destino de su padre. Tuvo la sospecha de que retomar el ritmo de sus estudios musicales iba a ser arduo. Temía que le llegara una de esas abulias ingratas que sobrevienen en los duelos, pero Cadavid superaba los obstáculos con relativa facilidad (Montoya, 2018, p. 305).
[…] le estrechó la mano a Cadavid con entusiasmo. Le dijo: Maestro. Él se sorprendió y le pidió que lo llamara Pedro. El joven explicó que lo admiraba porque era un escritor. Él no supo qué responder e inesperadamente se sonrojó (Montoya, 2021, p. 229).
Las citas indican un narrador en tercera persona contando en pretérito indefinido no solo aspectos manifiestos del comportamiento de Pedro, sino también aquellos que no vemos: “temía que le llegara una de esas abulias ingratas” o “Él no supo qué responder”. Lo que pasa en la vida de Cadavid lo sabemos desde el punto de vista de una tercera voz que integra la palabra y los pensamientos de Cadavid en el tejido de la narración. Es decir, y reflexionando con Ricœur (1999, pp. 215-230), la identidad de Pedro se erige desde la integración del discurso del narrador en tercera persona que asume el del personaje escritor al prestarle su voz, mientras que tal narrador se pliega al tono de Cadavid. Es un juego narrativo que fusiona la intención referencial de la tercera persona con la intención reflexiva de la primera persona del relato, es decir, de Cadavid. Así entonces, estamos frente a un narrador, en apariencia extradiegético, que da la ilusión de establecer una relación de efectividad con lo narrado y poner ante el lector una conciencia cuasi omnipresente que medita, revisa y juzga todo acto y pensamiento. De igual forma, como se indagará más adelante, este “narrador simbiótico” articula reflexiones y digresiones acerca de la verdad del yo y la capacidad de realidad de la escritura.
De otro lado, y en referencia con el segundo principio retórico, la heteronimia, Montoya “bautiza” su alter ego como Pedro Cadavid. Este personaje comparte con su autor los estudios en el Liceo Antioqueño, la formación musical en Tunja, la migración a París, el escribir una novela sobre el exilio, otra sobre Caldas y una más acerca de La Escombrera. Mas, aun cuando existen estas situaciones comunes entre creador y creatura, el hecho de llamarse Pedro Cadavid autentica una autonomía que, si bien se equipara con la identidad del autor, la heteronimia libera, incluso, busca negar el yo del creador. De esta manera, la intención ficcional de la escritura toma fuerza. El nombre propio, como sugiere Alberca (2007), “no es una simple etiqueta, sino que está íntimamente ligado a la construcción de nuestra propia personalidad, individual, familiar y social” (p. 3). Denominarse entonces de forma diferente al autor ratifica un carácter fictivo y acentúa el distanciamiento entre ambas presencias. La relación de lo real y lo imaginario ubica lo narrado en el ámbito de la ficción, aunque la fuerza del autor siga latente en la vida de su personaje y viceversa. La identidad de Pedro Cadavid se nutre de la semejanza y la diferencia entre el autor real y su figuración literaria, sugiere una negación pero también una afirmación de lo relatado con su referente. Pedro es y no es al mismo tiempo idéntico y diferente al autor. Podría parecer confusa esta posibilidad de existencia literaria, pero en esta ocasión, una vez más, se actualiza la inquietud de Alberca (2007) de ¿si no es acaso en el plano de la ficción donde se puede ser y no ser al mismo tiempo, donde lo imposible se hace posible y si la paradoja, justamente, no es un valor de la ficción frente a otro tipo de discurso o representación de la realidad?
Ahora bien, la identidad nominal del personaje eje de las novelas del escritor colombiano motiva la cuestión por el origen del nombre “Pedro Cadavid”. Claramente, no es impensado nombrar a un personaje de cierta manera cuando con él se proyecta una faceta cardinal del sí mismo. El juego nominal va más allá de un “golpe de dados” si asentimos con Colonna (1989) que “el nombre en su evidente función distintiva compromete simbólica y afectivamente a la persona” (p. 47), y en este caso a la proyección de autor. Se acepta que el nombre que nos distingue es fruto de un acto arbitrario, en el sentido en que surge de la voluntad afectiva de quien nos lo endilgó. Pero dicha arbitrariedad es necesaria y hasta trascendente cuando vemos que en ella habita el reconocimiento individual, colectivo y normativo. “Todo pasa por el nombre propio” (p. 47), propone Colonna (1989). Cualquier confusión que afecte la identidad nominal puede desencadenar el quebranto de la constitución íntima, devenir, incluso, en sensación de extrañamiento, pesadilla o usurpación (Alberca, 2009, p. 228).
La escritura de Montoya poco indica el simbolismo del nombre de su personaje. Sin embargo, en una entrevista que le hicimos al escritor (Vanegas, 2021), nos revela que el nombre Pedro viene de su admiración por el Pedro apóstol, que alude a la piedra, la solidez y la resistencia. La mención de San Pedro aparece también en el cuento “Las formas del silencio”. En esta ocasión el personaje narrador, un escritor que ha abandonado el mundo de la música y la vida sonora, se identifica con el San Pedro apóstol de la crónica cristiana apócrifa de El odio a la música, de Pascal Quignard. Como el santo de Quignard, el narrador del cuento de Montoya tiene una fobia sonora, se siente taciturno y proclive a la soledad. Comparten la búsqueda del silencio absoluto como acceso a la reconciliación consigo mismo, a la verdad y la plenitud del amor. Una significación apológica que también se relaciona con el alter ego de Montoya, quien en varias ocasiones expresa su malestar frente al ruido cotidiano de los espacios habitados. En todo caso, preguntarse por la raíz simbólica del nombre “Pedro Cadavid” es transitar una suerte de laberinto ontológico donde diversas trayectorias de ser se entrecruzan, donde confluyen no solo la identidad del escritor deseado, sino también fragmentos de identidades otras. Como veremos, Pedro es un personaje múltiple: a través de él y con él se expresan los desaparecidos, los olvidados, los asesinados de la tragedia política colombiana. La concurrencia numerosa de presencias trágicas en la identidad narrativa amplifica un efecto fantasmagórico en el yo factual, esto es, una intención reflectante del deseo de Montoya de convertirse, a su vez, en el plano ficcional, en la voz y presencia plural de los “vencidos”; aspecto que revela el carácter complejo de la identidad de quien escribe, narra y es narrado. Dice también, esta intención estética, de un compromiso ético, no tanto por el tema explícito de las consecuencias de la violencia sino, y sobre todo, por la apuesta a nuevas modalidades expresivas de lo retórico, por la invención de un personaje particular como lo es Pedro Cadavid, y con este la construcción de un discurso que transgrede la palabra oficial frente al tema de la desaparición forzada y las muertes criminales en manos de todo tipo de ejércitos: legales, ilegales y paralegales. Ciertamente, la narrativa de Montoya articula violencia y política, ética y estética con la intención de desenmascarar el verdadero rostro de la infelicidad política y ofrecer una realidad ficcional mucho más cercana a lo sucedido. La desaparición forzada que La sombra de Orión configura dice de una práctica atroz del gobierno de Uribe Vélez y su programa “Seguridad democrática”. Sobre este punto volveremos más adelante.
En el turbulento mundo contemporáneo, la identidad es maleable y plural. A diferencia de lo que hasta cierto momento se pensó sobre la identidad como la capacidad de permanencia de un “algo” inamovible, o de un elemento de continuidad que compone el verdadero sí mismo y da forma a un sujeto fijo, pensar hoy la identidad es constatar su descentramiento de lo individual absoluto, es reconocer la dinámica cambiante, la experiencia vital, personal y colectiva, y los giros temporales que la alteran y rehacen (Hall, 2014, pp. 373-383). La identidad como algo mutable va en ritmo paralelo con la pérdida de su unidad. La saturación social, por ejemplo, habilita una multiplicidad de lenguajes del yo que provocan resonancias de múltiples sentidos sobre nosotros mismos. La unidad del yo se fragmenta cuando nos vemos empujados a desempeñar múltiples roles, muchas veces incomparables entre sí. De este modo, la idea de un “yo auténtico”, único e inamovible, resulta imposible, se esfuma. Así entonces, “el yo plenamente saturado deja de ser un yo” (Gergen cit. en Alarcón, 2014, p. 17), se pierde la unidad. Desde este ángulo interpretativo, la identidad de Pedro Cadavid sería entonces una identidad saturada, un yo múltiple, que habitado por la presencia de los desaparecidos es, además de un yo personal, un amplio abanico de “yoes” manifiestos del trauma social. Sin dejar de ser sí mismo, Pedro se abre a toda una extensión de “yoes”, que toman representación y sentido a través de su palabra. “El yo se multiplica por cada relación que poseemos” (p. 117), no existe, por tanto, una identidad única y definitiva. El personaje de Montoya está siempre en incesante búsqueda de sí mismo y de los otros que lo habitan, inclusive, dicha característica se refleja en el modo como este personaje persiste y se alimenta de nuevas facetas en el proyecto narrativo del autor.
Como breve repaso, recordemos que son cerca de 1600 páginas —cinco libros y varios cuentos— que vienen narrando las peripecias de Pedro. La escritura repasa sus años de adolescencia en el Liceo Antioqueño, la vida familiar, las complicidades de la amistad, la profesión musical en Tunja, las primeras impresiones del exilio en París, la dedicación al oficio de escritor, su faceta de profesor universitario, los escarceos y plenitudes amorosas, la enfermedad psíquica y corporal, el indignado desarraigo, el ejercicio intelectual y la respuesta a su condición de colombiano. La trama existencial de todo este tejido narrativo ofrece una vida ficcional en continuo devenir. El entrecruce de las numerosas historias del personaje-escritor semejan un caleidoscopio de diversos trazos y aristas que adquieren sentido y proyección según el ángulo de luz que lo atraviese. A esta lúdica identitaria confluyen un sinfín de preocupaciones acerca de la vida personal más íntima y, sustancialmente, de la relación del escritor con la realidad política que lo avasalla. ¿Qué hacer con la muerte?, o de manera más precisa, ¿qué hacer con los muertos? (Montoya, 2021, p. 219). Son interpelaciones siempre presentes en la inquietud literaria de Pedro. “Y se angostaban más cuando estas muertes no eran naturales” (p. 219). El interés por los muertos y las formas siniestras de la muerte son incluso un motivo estético recurrente para todos los personajes artistas —escritor, músico, poeta, pintor, fotógrafo, grabador— de la novelística del escritor colombiano. En Tríptico de la Infamia al pintor hugonote François Dubois lo asedia la siguiente situación:
Lo que habría que preguntarse ahora es qué hacer con esos fantasmas insepultos ¿De qué manera lograr que con unos cuantos rasgos se exprese la dimensión de un mundo despiadado? ¿Cómo unir en los ojos de quien mira dos fenómenos diferentes pero que deben complementarse?, pues sé que jamás es lo mismo una masacre que su representación (Montoya, 2014, pp. 184-185).
La atención de la escritura de Montoya en el tratamiento estético de la muerte actualiza la inquietud de la novelística colombiana frente al tratamiento literario de la violencia política. Recuérdese la crítica que García Márquez (1959) hace a la novela que se limitaba a registrar minuciosamente los vejámenes macabros dejados por el enfrentamiento entre liberales y conservadores. Decía el Nobel que la riqueza de lo literario no estaba en “los muertos de tripas sacadas sino en los vivos que debieron sudar hielo en su escondite” (p. 12), para enfatizar en la necesidad de una poética de la sugerencia del clima emocional derivado del acto horroroso. Los muertos en su materialidad deben desaparecer del escenario ficcional, según García Márquez. Ciertamente, la apreciación del Nobel resultó significativa para la renovación artística. Sin embargo, si se mira desde el ángulo actual de quien reclama justicia, otra arista se desprende de dicho enfoque. Si bien hay un esmero en la escritura, los muertos son ahora las figuras más visibles en la trama ficcional. Los muertos con sus cuerpos desaparecidos o profanados ocupan el primer plano en varias propuestas recientes de la narrativa colombiana.
La naturaleza de lo literario ante la violenta realidad colombiana, insistimos, es una preocupación estética continua en la narrativa de Montoya. En Los derrotados, Pedro Cadavid reconoce que como “escritor colombiano de verdad”:
[…] tarde o temprano te darás cuenta […] de que la realidad que nutre [las] circunstancias, digamos íntimas, o subjetivas, o extraterritoriales, está urdida por la violencia. Las mejores obras de nuestra literatura, o al menos las más representativas, son el recuento de una hecatombe colectiva que sucede en las selvas, la saga sangrienta así haya resplandores mágicos de una familia de frustrados, el nihilismo de alguien que denuncia con irreverencia la sociedad criminal en que ha nacido (Montoya, 2012, p. 145).
La cita revela la traza hereditaria de las violencias en las letras del país. Es evidente que el discurrir incesante de lo violento a lo largo de la historia política colombiana ha ido en relativo paralelismo con la también incesante producción literaria. Y, aunque el escritor creado por Montoya (2021) en ocasiones piense que “uno de los objetivos de la literatura […] sería, justamente, liberarse de […] nociones deterministas y superar la violencia que parece una rémora aferrada a ese tiburón voraz denominado nación colombiana” (p. 81), prevalece la preocupación inmutable por reinventar el lenguaje, para seguir dando sentido a esa rémora insaciable. Requiere el escritor componer otra verdad, restituir la memoria de los olvidados y posibilitar otros imaginarios de la identidad política del país. La identificación con los sufrientes y los muertos, narrar la angustia y el desamparo desde diversas ópticas artísticas es la apuesta estética de Montoya. El escritor permite a la muerte habitar a sus personajes; los que ya no están entran en el mundo íntimo del protagonista para reconocerse metafóricamente en los hechos narrados. De esta manera, el yo saturado de Pedro Cadavid deviene en presencia luminosa, para recuperar la identidad de los desaparecidos y devolverles la dignidad.
Soy una fosa. “Estoy lleno de muertos”
Pedro reconoció por fin que él no era el hombre cloaca que suponía, sino el lugar de todas las exhumaciones. Pablo Montoya (2021).
Si yo no diera fe de ello, no quedaría huella de la presencia de esa desconocida y de la de mi padre en un coche celular en febrero de 1942, en los Campos Elíseos. Solo serían personas —muertas o vivas— a las que se clasifica en la categoría de “individuos no identificados”. Patrick Modiano (2009).
Para los epígrafes que abren este apartado, son los “individuos no identificados” y el olvido turbio lo que asedia la intimidad del escritor. Para Modiano y Montoya el novelista es elegido por los “muertos perdidos” para recuperarles la realidad, la historia y su comunidad. La inquietud del escritor colombiano por los desaparecidos se expresa con mayor fuerza en su última novela La sombra de Orión; no obstante el tema ya había sido tratado en el cuento “Exhumación”, del libro Réquiem por un fantasma, publicado en 2006.
“¿Cómo delimitar a un desaparecido? Ni siquiera otorgándole la muerte es posible hacerlo” (Montoya, 2021, p. 304). Esta inquietud dirige la escritura de Cadavid. La sombra de Orión adquiere un rasgo metaficcional complejo cuando el lector advierte que el libro que está leyendo es el mismo libro que Pedro apenas comienza a escribir, hay acá una mise en abyme aporistique o paradoxal. Este juego estético de auto-inclusión viene a acoplar la intención estética tanto de Cadavid como de Montoya en lo referente a la posición del escritor ante el fenómeno de la desaparición. La trama novelesca se sostiene en la deliberación literaria sobre el papel de la ficción frente a la realidad anómala. “Nada de sicarios y narcotraficantes. Nada de guerrilleros y paramilitares. Ningún asomo de esos personajes que eran los heraldos de la más reciente literatura colombiana” (p. 226). Por esta razón, el escritor inventado de Montoya —y por relación directa Montoya mismo en el juego paradoxal que la escritura establece— apropia en su proyecto narrativo una serie de presencias fantasmagóricas, las “almas” de los desaparecidos, en un intento por recuperar la vida y la humanidad caso por caso, por retener lo individual de quienes nombra.
El capítulo “La Escombrera” de La Sombra de Orión (Montoya, 2021, pp. 297-383) se compone de veintiséis semblanzas de desaparecidos. Las semblanzas están narradas en primera persona. La voz de Pedro media para dar voz y presencia individual a las víctimas. A lo largo de la lectura se siguen de cerca las reflexiones de Pedro y sus recorridos materiales concretos —visitas, entrevistas, pesquisas—. Esta apuesta de escritura logra un efecto de “verdad”, en el sentido que nos convence la exégesis del escritor sobre su propia exploración de campo y la interpretación que ofrece de documentos y archivos: registros estatales, fotos particulares, entrevistas con familias, visita a los lugares de la muerte, fichas judiciales, etc. La escritura adopta un tono empático —además de seguir el estilo reflexivo del relato documental o de la crónica de opinión— cuando refiere las circunstancias individuales de cada desaparecido y testimonia el vacío emocional y la angustia de los familiares; particularmente, de madres, amantes, esposas y hermanas —especie de Antígonas contemporáneas—. Dice Pedro:
Cuando escucho a las víctimas de desaparición forzada, cuando leo las fichas de estos destinos truncos, cuando pongo los discos y casetes donde hablan sus familiares, cuando voy a los museos de memoria y frecuento sus archivos, cuando participo en los plantones y veo sus fotografías, concluyo que en ellos no hubo maldad. Que no fueron guerrilleros, ni milicianos, ni paramilitares, ni narcotraficantes, ni miembros de bandas criminales, ni policías ni soldados. Y así hayan sido sus amigos, sus allegados o sus amantes, fueron gentes humildes que cayeron en el magma de las confrontaciones (Montoya, 2021, p. 306).
El oficio de escritor se nutre así de un compromiso ético, que también es político. La intención de la ficción es recuperar lo singular de cada persona desaparecida. En la intersección entre el tiempo presente de la enunciación de Pedro y el tiempo pasado de los desaparecidos, la novela se ofrece como memoria recuperada, individual y colectiva, de las nefastas consecuencias de la Operación Orión. Descubrir quién era, qué hacía, qué lugar ocupaba en su familia y círculo social lleva al lector a coincidir con la víctima, a identificarse empáticamente con la singularidad de ese devenir cotidiano y la red afectiva que lo enlaza a los otros. Los muertos perdidos son rescatados en el testimonio de la ficción. Nombrar al desaparecido con todo lo que este es contrapone la capacidad de singularización de la palabra literaria a lo abstracto de los informes oficiales y sus porcentajes de listas monótonas de muertes indiferenciadas. Parafraseando la metáfora del vaso con agua que Juan Gabriel Vásquez (2018) propone, en la que el vaso es alegoría de la historia objetiva en su frialdad y solidificación, mientras que el agua viene a representar la experiencia humana que el novelista devuelve a esa historia; la cifra escueta y deshumanizada de los expedientes oficiales sobre los desaparecidos se convierte en la escritura de Montoya en el agua vivificante, en “algo que le pasa a alguien” (Vásquez, 2018, p. 147). Las cifras de los desaparecidos vuelven a llenarse con “el destino particular, el sufrimiento particular, la victoria y la derrota particular de una sola persona” (p. 147). La novela se aparta de la comprensión fría y distante que adquiere el fenómeno de la desaparición en el registro oficial, para devolverla en relatos provistos de una absoluta humanidad.
Los desaparecidos se posicionan con voz propia en el relato de Pedro. La narración de la identidad de los otros se posibilita en la afirmación de la identidad narrativa del yo escritor. Pedro existe dentro y fuera del campo ficcional a condición de ser narración y, en este sentido, los desaparecidos no existen más que a condición de ser narración y preocupación estética de Pedro. La palabra encarna, da voz y cuerpo a cada muerto rastreado hasta constituir una identidad de escritor alternativa y polivalente. Ofelia María Cifuentes, el Zarco, Machuca, Juan Raúl, Piquiña, y todos los desaparecidos nombrados en el capítulo “La escombrera” son en cuanto identidad auto-narrada de Pedro Cadavid en su propia escritura. De esta manera, la escritura auto(r)ficcional practica la verdad con la potencia de la ficción; la experimentación retórica reconstruye una dimensión real de cada desaparecido.
El alter ego del escritor recurre a los nombres, a los gestos individuales y marcas de pertenencia —cicatrices, lunares, tatuajes—, como expresión posible para devolver lo material-corporal y su respectiva dimensión moral a los desaparecidos. Nombrar un cuerpo perdido, un N.N., restaura inmediatamente su estatus humano. Desde el principio uno de los intentos eje de la narrativa de Montoya ha sido la redención de las víctimas. Si bien La sombra de Orión se centra en los desaparecidos, novelas como Los derrotados, Tríptico de la infamia, La escuela de música, Lejos de Roma, además de varios de sus poemas en prosa y cuentos, iluminan en sus tramas a quienes padecen todo tipo de vejámenes o caen bajo el peso del terror. La escritura centrada en la víctima necesariamente apuesta por la reposición de lo humano. Allí “donde el poder buscó despersonalizar, deshumanizar, volver irreconocibles los cuerpos, la resistencia [literaria] tiene que pasar por la restitución de la persona, la identidad, el nombre, la biografía” (Giorgi, 2014, p. 211). El vacío doloroso y el rechazo a la pérdida se convierten, a la sazón, en el axioma al que se ancla la escritura de Pedro cuando decide articular las diversas historias de muerte y desaparición. La novela construye un catálogo ominoso de gente desaparecida.
Hacer visible lo impalpable y lo orgánico del cuerpo al que se le desconoce su paradero debe pasar por el nombre. Aquí, paradójicamente, lo inmaterial de la identidad nominal recupera lo material del ser que define. Recuérdese, como se indicaba líneas antes, que “todo pasa por el nombre propio” (Colonna, 1989, p. 87); al enigma identitario lo recubre el nombre personal. De hecho, este “contiene todo el laberinto de la novela familiar” (Macé cit. en Colonna, 1989, p. 47). El nombre afirma así su grado superior ontológico; se es en cuanto se posee un nombre. En La sombra de Orión un desaparecido le dice a Pedro: “sé que me llamo Tulio Andrés Acevedo” (p. 319), y le hace ver, asimismo, que no es fácil hablar de su condición actual ni decir quién es ni reconocer dónde está. Pero como aún recuerda su nombre, puede ubicarse en un tiempo pasado, en un lugar y círculo familiar. De hecho, desde la imposibilidad misma de la enunciación —Tulio habla desde las entrañas de la tierra, está bajo las piedras y los desechos (Montoya, 2021, pp. 319-320)—, y reconociendo su condición de N.N. para quienes arriba siguen vivos, el vigor de su presencia lo adhiere a su grafía nominal. En la interpelación de Tulio a Pedro sale a flote una vida; Pedro le da la palabra a este desaparecido, escucha su relato y deja a la narración construirse a partir de la reflexión íntima que el muerto le confiesa.
La instancia narrativa propuesta en estos pasajes, donde los desaparecidos hablan, toma resonancia simbólica cuando la pensamos desde la categoría del “narrador imposible” (p. 29) que propone Agamben (2000). La voz que escuchamos en el relato corresponde a un testigo imposible y no al testigo real, pues quien ha vivido la experiencia extrema del terror está muerto; por esta razón, quién ahora habla, el testigo imposible, el personaje muerto a quien Pedro da la palabra, recuerda un hecho improbable de decir: su propia muerte y desaparición, su relato es lenguaje y figuración de quien ya no está . Desde este ángulo, la escritura de Montoya acoplaría estratégicamente tres elementos claves: la imposibilidad de la narración por el propio desaparecido, lo inhumano experimentado por este y la identidad polivalente del personaje-escritor. El relato contado directamente por el desaparecido a través de la narración de Pedro logra tanto la expresión de lo imposible como también una conjugación verosímil de los elementos ficcionales. Seguimos la voz de los desaparecidos como situación verídica, la prosa los constituye con la potencia de lo acaecido.
Junto al lenguaje literario, La sombra de Orión reactualiza la estética visual y sonora —utilizadas en otras novelas de Montoya— para seguir las huellas de los desaparecidos y dar un orden a la calamidad. Mateo Piedrahita, personaje músico, si bien considera que la recuperación del rastro sonoro de los desaparecidos es un intento por humanizarlos, acepta que su archivo audible, otro catálogo de la muerte, existe únicamente para una especie de consolación propia. La sonoteca de sonidos espectrales toma un sentido irracional: es una labor inútil, dice su propio creador, incluso incompresible en su lenguaje mismo para los otros. Sucede lo mismo con el proyecto de Ovario de Jesús Serna y la cartografía descomunal de los asesinatos de la Comuna 13. Más que una representación o abstracción gráfica de la realidad, el mapa es una extensión equivalente del terror, una red abigarrada de lugares, sitios y calles inabarcables e incomprensibles en lo anárquico mismo de su expresión y tamaño; es como si el cartógrafo, a partir de su intuición, creara una realidad paralela del horror no solo en su dimensión material, sino también en la imposibilidad de abarcar de arriba abajo su saturado sentido. Mas, ante tal tipo de proyectos, los artistas continúan porque reconocen en su labor el duelo propio y una forma, aunque distópica, de reconciliación plural con los muertos.
Pedro constantemente también se está preguntado por la trascendencia de su empresa. Son varios los momentos en que su reflexión moral cuestiona la literatura como espacio de recuperación y memoria. Esta preocupación es inmutable en todo el trayecto narrativo de Pedro Cadavid. Desconfía, aunque la esté trazando, de la palabra poética como remedio para la pérdida de la realidad. En cierto momento, una de las desaparecidas que habitan en su narración, con ironía y desesperanza, le cuestiona al escritor su creencia sobre el poder reparador de la escritura: “¿Crees que tu escritura lo hará? ¡Qué iluso eres, Pedro!” (Montoya, 2021, p. 383). Esta sentencia cierra el capítulo La Escombrera. Sin embargo, el personaje escritor no desfallece y, pese a sentirse enfermo a causa de las energías mortificadas que lo hunden en el insomnio, la escritura avanza. Podría entenderse en este acto contradictorio que si la escritura es la causa de la enfermedad —una fosa habitada por las presencias ominosas que no dejan a Pedro conciliarse consigo mismo—, también es un espacio lenitivo y de liberación. Si en un momento la conciencia perturbada le hace sentir “como un hombre cloaca […] un vertedero en el que desemboca toda la bazofia de una ciudad” (pp. 403-404), llega el tiempo en que Pedro se exhuma a sí mismo con los desaparecidos que han retornado en su narración. La palabra transforma la realidad del personaje escritor, de ser terreno de oprobio y olvido resurge con la escritura como “lugar de todas las exhumaciones” (p. 432). El yo escritor es punto de referencia y esperanza para el recobro de lo humano y la consecuente identidad de los desaparecidos.
Para las conclusiones de este artículo quisiéramos citar de nuevo a Patrick Modiano porque, sabemos, es referencia importante para Montoya cuando decide escribir sobre La Escombrera . El personaje escritor inventando por el Nobel francés, después de darse cuenta de que el lugar que visitaba —Internado del Sagrado Corazón de María— en búsqueda de las huellas de la desaparecida sobre quien escribía, Dora Bruder, era el mismo que en su momento Victor Hugo representó como lugar de escape y refugio para Jean Valjean y su hija Cosette, dice lo siguiente:
Como muchos antes que yo, creo en las coincidencias y a veces también en el don de clarividencia de los novelistas (la palabra “don” no es exacta porque sugiere una especie de superioridad); no, eso forma parte del oficio: el esfuerzo de imaginación imprescindible en la profesión, la necesidad de fijar la atención en los pequeños detalles —y eso de manera obsesiva— para no perder el hilo y dejarse llevar por la pereza, toda esa tensión, esa gimnasia cerebral pueden sin duda provocar a la larga fugaces intuiciones “concernientes a sucesos pasados y futuros”, como dice el diccionario Larousse en la entrada “Clarividencia” (Modiano, 2009, p. 51).
De acuerdo con lo expuesto en la cita, las coincidencias en temas, lugares y tiempos son parte de los trayectos andados por los novelistas. Excesivos son los muertos y los horrores que pueblan las sociedades en toda época y lugar, entonces coincidir en una zona concreta como umbral de acceso al pasado y viceversa es siempre posible en el plano literario. No obstante, es el escritor avisado el que da cuenta de ello, la capacidad de seguir cada pequeño aspecto referente a la realidad que le preocupa motiva la invención de una realidad capaz de animar la existencia de aquellos que la Historia y la memoria selectiva silencian. El “don de clarividencia” del novelista reclama la voluntad de creación de un lenguaje nuevo, que en los giros de la palabra penetre la situación vital y psicológica del otro. Las fugaces intuiciones del escritor con respecto a sucesos pasados y futuros abandonan las abstracciones de la historia para dar paso a la experiencia concreta, a la dicha o el sufrimiento de un ser humano.
La creación de un personaje como Pedro Cadavid, quien por su identidad múltiple e inacabada logra participar del sentimiento de extrañeza, dolor y marginación de los otros, se instala en el amplio trayecto narrativo de Montoya como alegoría del “escritor que se desea ser” y da forma a la “clarividencia” de un novelista. Cierto es, que la red ontológica de “yoes” que se articulan a Pedro identifican al escritor como parte de algo que lo trasciende, de una tradición plural del desamparo que poco o nada dice a los registros históricos. La presencia in corpore e in verbis de Montoya en el relato, el uso de elementos retóricos de la auto(r)ficción, reponen en clave ficcional la realidad intangible, descifran el silencio y el vacío dejados por la infamia política.
Recorrer de la mano de Pedro Cadavid las novelas de Montoya lleva a la pregunta sobre la incertidumbre del escritor real frente a la propia capacidad estética para penetrar la realidad que convoca en su escritura. Es como si Montoya, en las ideas iniciales de su proyecto narrativo, oscilara entre la exigencia de simbolizar el horror que lo inquieta y cierta imposibilidad de hacerlo como desearía. Sea por esto, tal vez, que necesite de una identidad de escritor incrementada, de Pedro Cadavid, de una figura literaria poderosa y excedida de los márgenes de la ficción y la realidad; un personaje simbiótico que logra incorporar la búsqueda incesante de un yo escritor, que se indaga a sí mismo como sujeto y objeto de lo narrado, además de proyectarse como metáfora agónica manifiesta del sufrimiento individual y la pena colectiva.
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Publicado el agosto 18, 2023 en Didáctica de la literatura. Añade a favoritos el enlace permanente. 1 comentario.
Hola Kelita, Felicitaciones por la publicación en esa revista. El texto voy a leerlo plácidamente y te contaré lo que pienso. Abrazos.
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