Archivos Mensuales: May 2023

Lo visual y lo sonoro como expresión estética de la desaparición y la muerte en la novela colombiana

Orfa Kelita Vanegas

okvanegasv@ut.edu.co

Universidad del Tolima

https://doi.org/10.21500/22563202.5618.

Publicado en la Revista Guillermo de Ockham, Vol. 1 Nº 1, 2023

Resumen
Este artículo se propone revisar en un corpus de novelas colombianas publicadas recientemente, las estrategias de escritura que dan densidad y sentido a personajes alegóricos de los muertos y desaparecidos por la violencia política colombiana. Se indagan, especialmente, las metáforas sonoras y visuales para rastrear la innovación del lenguaje literario al momento de visibilizar, con una clara intención ética, la realidad aciaga de una sociedad, la colombiana. En diálogo directo con estudios críticos afines a nuestro tema eje, buscamos entender la inquietud latente en las novelas sobre el tratamiento del dolor y la dignidad de quien ha caído bajo el peso del terror. La revisión y comparación entre las formas estéticas acostumbradas y las que proponen lo novelistas de los que nos ocupamos en este artículo, da cuenta de un giro estético al momento de significar las consecuencias intangibles del conflicto. Son ahora “las metáforas de los vencidos” las que toman mayor proporción en la escritura. El personaje sufriente gira en símbolo de un cambio del imaginario cotidiano sobre las formas políticas tradicionales y sus ideales de nación. Asimismo, la mirada literaria del pasado y el presente nacional pone a prueba nuestra comprensión de la historia del país, además de cuestionar la sensibilidad del sujeto contemporáneo cada vez más acostumbrado a expresiones de violencia atroz.
Palabras clave: desaparición forzada, novela colombiana, memoria política, metáfora visual, metáforas sonoras, estética política, Pablo Montoya, Evelio Rosero, Miguel Torres, personajes derrotados.

Introducción


En La Vorágine (2015), la frase del poeta Arturo Coba: “Jugué mi corazón al azar y me lo ganó la violencia” , giró en especie de sentencia literaria para los escritores colombianos y los estudiosos de la literatura nacional. Ciertamente, desde 1924, José Eustasio Rivera parece presagiar una realidad decisiva de la condición del intelectual colombiano y, en derivación, del devenir mismo de las letras nacionales. Para las historias de la literatura colombiana la violencia política es un tema que se fusiona con las propuestas estéticas de los novelistas que, a partir de la primera parte del siglo pasado, se han interesado hasta nuestros días en examinar la proporción entre causas y consecuencias de la vida gubernativa. A continuación, este artículo en un corpus de novelas publicadas en la primera década del siglo XXI –Los ejércitos (2010) de Evelio Rosero, La invención del pasado (2016) de Miguel Torres y La sombra de Orión (2021) de Pablo Montoya– indaga las estrategias narrativas que los novelistas ingenian al momento de incorporar las violencias simbólicas del acontecer político del país. Los giros retóricos, el tratamiento del tema eje, la relación entre narradores y narrados, el manejo del tiempo y el espacio, entre otros, conforme se dirimen en este corpus ficcional dice de unas apuestas de escritura interesadas en reconocer una tradición literaria, pero, sobre todo, en desafiar dicha tradición y trazar un nuevo ángulo de sentido sobre lo que nos ha sucedido como sociedad. El dolor, la muerte ominosa del indefenso y el miedo de la persona común, toma ahora proporción y centralidad en el espacio narrativo para develar otras verdades, nuevos matices del imaginario social reciente frente a las políticas de la guerra.
El sufrimiento y el desastre, se reconoce, son fenómenos que han dado profundidad dramática a personajes representativos de la novela colombiana, además de ser fuente de una valiosa tradición literaria; piénsese, por caso, en García Márquez y su viejo coronel que espera la pensión, en el Bolívar ruinoso de Cruz Kronfly o en el narcotraficante intelectual de Cartas Cruzadas (1999). Mas estos héroes, como táctica estética representativa del acontecer nacional, son alegoría del poder y del crimen. También, son parte del conflicto porque así lo deciden, es decir, se está ante personajes simbólicos de quienes producen la violencia, incluso de los victimarios. Una mirada literaria que obedece a la percepción de quienes han detentado el poder. Frente a este enfoque, la novelística de las últimas décadas, consideramos, viene desplazando su interés estético del ángulo de los “vencedores” hacia el ángulo de los “vencidos”, esto es, inquieta ahora a los escritores nacionales las maneras como el ciudadano común vive la arremetida de la guerra. Puede decirse que, en el espacio narrativo colombiano las “metáforas de las víctimas” desplazan a “las metáforas de los victimarios”. No son ya los personajes políticos, militares, héroes patrios, sicarios, narcotraficantes, mujeres de la mafia, entre otros, quienes adquieren visibilidad; por el contrario, las propuestas de escritura reciente vienen poniendo el foco sobre los ciudadanos que han sido tratados como blanco del terror. La pérdida y el dolor cobra nuevos matices en la intención estética interesada por la realidad intangible legada por la guerra. Interesa entonces a este estudio revisar las estrategias literarias que acceden al funesto mundo de los personajes sufrientes. Nos proponemos revisar las metáforas visuales y sonoras que dan dimensión a los “vencidos”, para reconocer cómo la escritura significa y hace tangible la realidad siniestra del asesinato, el horror y la desaparición forzada, y con ello la alusión a una estética de intención política que descifra e interpela las maneras como los colombianos conviven con expresiones de violencia atroz.
Como puede advertirse, las novelas seleccionadas para este análisis se caracterizan por retomar, una vez más, los periodos traumáticos de la política colombiana, asimismo, las propuestas de escritura inventan personajes sufrientes para ubicarse en su mundo íntimo y desde allí indagar lo que nos ha sucedido como sociedad, hacer tangible la realidad ominosa derivada de la guerra y dar representación a quienes han sido silenciados por el poder criminal. Las preguntas qué representar del horror de la muerte ominosa y la desaparición forzada y cómo hacerlo, es la lógica estética cardinal que vincula las novelas y las constituye como artefactos simbólicos. Frente a estos intereses, el estudio ha reclamado la discusión y el comentario de investigaciones especializadas del campo literario (Amar Sánchez, 2010, 2019 y 2022; García Márquez, 1959; Marinone, 2018; Moraña, 2010; Padilla Chasing, 2012; Vanegas, 2020; etc.), además de la filiación disciplinar para presentar una mirada dialógica entre la idea de violencia, la dimensión de la “víctima inerme” (Butler, 2010; Calveiro, 2015; Cavarero, 2009; Moncayo Cruz, 2012; Pécaut, 1997; Sánchez Gómez, 2012;) y la correspondencia entre política y estética. Así entonces, en primer momento, con la intención de ubicar el corpus escogido en el campo de la novelística colombiana, consideramos pertinente hacer un acercamiento al concepto de violencia política , revisar la forma como tradicionalmente la novela del país ha representado ese fenómeno y reflexionar, a su vez, sobre los vínculos entre política y estética. Estos aspectos, anticipamos, se abordan de manera sucinta y como especie de “marco referencial” que permite proyectar nuestro ángulo de análisis de las novelas en cuestión . En un segundo momento, el artículo se concentra en el abordaje de las novelas elegidas a partir de los propósitos de estudio y en correspondencia con las ideas discutidas en la primera parte. Finalmente, se ofrecen las conclusiones en orden a lo discurrido a lo largo de este escrito.

En estado de violencia


Sin la muerte, Colombia no daría señales de vida.
(R.H. Moreno Durán)

En la novela Los derrotados (2012), el 22 de octubre de 1816, Francisco José de Caldas , el Sabio Caldas inventado por Pablo Montoya, mientras espera su ejecución escribe lo siguiente a quien suplica clemencia: “Pero cuando me preparaba para establecer una geografía general de esta parte de América, irrumpió esta época de odios que llamamos revolución […] Yo soy un aprendiz errático de un país que nunca será” (pp. 246, 248). La queja de Caldas es indicativa del malestar del vencido, del derrotado por el “sino trágico” del colombiano. La vista al pasado revela la desolación de un joven intelectual durante las guerras de independencia. Recuérdese que Montoya imagina la faceta “humanista” de Caldas y por ello lo hace poeta de la naturaleza, colma el héroe de una profunda sensibilidad a través de la cual reconocemos el paisaje inmensurable que lo apasiona, su amor por Manuela y una visión mustia del proyecto independentista. El viso poético de Caldas, de hecho, plantea un nuevo sentido de los sucesos concretos o históricos, por ejemplo, en el pasaje del fusilamiento del héroe, la escritura desestabiliza el imaginario guerrerista que del héroe ha legado la historia oficial porque más que un Caldas en confrontación altiva ante quienes le apuntan o en reflexión sobre su vida militar, se ofrece un hombre ensimismado, embebido en el recuerdo dulce y la sensación del sol o el olor del musgo, poco piensa en su fracaso político cuando está ad portas de la muerte:

El agua me moja la levita, los pantalones, las botas. Eso es lo que deseo. Recordar el agua más allá de la muerte. Busco de nuevo el sol […] Escucho que alguien declara: reo por haber sostenido la rebelión […] Hay otro olor mucho más fuerte que hago mío. Quiero definirlo y no soy capaz. Con una claridad inesperada siento que mi corazón es imparable. Dios, asísteme, digo, cuando la descarga suena. (Montoya, 2012, p. 292)

El temple patrio de Caldas se deconstruye en la escritura de Montoya para dar paso a un hombre que apacigua su angustia a causa de la muerte próxima, con la embriaguez idílica que la naturaleza le ofrece. Los pasajes de la novela dedicados a la vida del Sabio se enfocan especialmente en ahondar en su “estado espiritual” ante el deseo de exploración del territorio colombiano, no con las tropas, sino con sus lápices, pergaminos y artilugios de observación y medición. Prevalece su condición naturalista . Con este héroe la narración enfoca uno de los primeros derrotados de la historia política colombiana, denuncia abiertamente la capitulación de un hombre con un “don” para el descubrimiento y el intelecto. La trama también se ocupa de contar la vida nacional de los años setenta como periodo de la consolidación turbulenta de las guerrillas, especialmente del EPL, a partir de la amistad de tres jóvenes intelectuales: un fotógrafo, un escritor y un botánico: proyección contemporánea de Caldas. El dolor y el fracaso hermana a los personajes y crea un vínculo entre el pasado y el presente político del país.
Los derrotados hace parte de las novelas preocupadas en erigir una retrospectiva literaria de lo que ha significado para cada generación la construcción de un ideal de nación. Los personajes derrotados se ofrecen no solo como metáfora del “eterno retorno” de una realidad aciaga, de la pérdida y el fracaso, sino también, como emblemas históricos de un pasado al estar ubicados en tiempos y espacios precisos, en un antes y un después de la realidad de referencia. Estas formas estéticas de tratar los acontecimientos políticos se inscriben a modo de registro memorístico que desenmascara al héroe para ofrecer una imagen más integral de la historia, que la construida por el discurso oficial. La memoria literaria anclada a una verdad del héroe recorre los entresijos traumáticos del pasado de la nación.
Un mapeo de la narrativa colombiana interesada en la realidad nacional puntearía los inicios, consolidación, rupturas y continuidades de los hechos de violencia. La historia patria en el terreno literario, si bien se descifra desde el ángulo de la ficción, posibilita además, el escrutinio de lo narrado en referencia directa con lo real; las tramas fictivas pueden ubicar en tiempo y espacio cada periodo de violencia significativa –las luchas de independencia, la guerra de los Mil días, el Bogotazo, las refriegas guerrilleras, el narcoterrorismo, las masacres de los paramilitares, entre otras–, como también señalar a sus directos responsables. El referente histórico de cada violencia que ha atravesado al país es elemento necesario para la constitución de las memorias histórica y cultural, por lo tanto, cuando la literatura fija los hechos de violencia a sus causas y consecuencias, contribuye a la preservación del pasado con sus matices políticos .
Las letras del país, tienen, por lo menos, dos preocupaciones al momento de pensar la violencia como tema literario: la primera, consiste en revisar la dimensión política de lo narrado y la segunda, se enfoca en explorar las estrategias de escritura para representar dicho fenómeno. Es, por tanto, lo político vinculado con lo estético lo que viene, en principio, a definir las apuestas de escritura en torno a la historia colombiana. La preocupación por la dimensión política de lo narrado se relaciona, por cierto, con el debate que los especialistas de la violencia sostienen para comprender los tipos de lucha armada entre los diversos cuarteles. Ocupémonos a continuación de este aspecto y luego retomamos su representación en la ficción.
De las luchas de las guerrillas se reconoce su carácter político ligado a “ideologías de izquierda”. No obstante, para algunos estudiosos, cuando los insurgentes empiezan a sostener su proyecto social con negocios de la droga y a practicar el secuestro, la extorsión y la amenaza mortal contra la población, la base política se demuele y la violencia que ejercen adquiere otra “categoría”. Sánchez Gómez (2012) deduce que la insurgencia ya no se mueve hacia una cualificación y, pese a tener numerosos códigos guerrilleros, sus actos son producto de una degradación o involución política (pp. 52-57). Es evidente la brecha entre las guerrillas de los cincuenta y las recientes porque se han sacrificado los principios éticos a los beneficios económicos, desmoronándose, a la sazón, los intereses sociales que justificaron en su momento el nacimiento de ese tipo de grupos. De su parte, Pécaut (1997) afirma que los ciudadanos atrapados en medio de las confrontaciones no leen ya en código político la lucha armada. Desde el momento en que la guerrilla se limitó a controlar el territorio y a protegerse de sus enemigos, Colombia sufre una “despolitización de la guerra”, aclara el investigador francés. “No existe ya la pretensión de ganar la lealtad de la población ni se pone en juego un imaginario cualquiera de representación antagónica al Poder” (Pécaut, 1997, p. 27). En este orden, para Sánchez y Pécaut, lo impolítico vendría, entonces, a ser la característica nuclear de las violencias ejercidas por la reconfiguración de las guerrillas; mas no solo por estas, porque en la misma línea se discuten los actos de las fuerzas armadas nacionales: también son duramente cuestionadas por sus vínculos corruptos con el Poder, negocios con el narcotráfico, la primacía de los intereses pecuniarios propios y la criminalidad contra los ciudadanos. Piénsese, por caso, en los Falsos positivos durante el gobierno de Uribe Vélez y su política de Seguridad democrática.
Aun cuando el Gobierno nacional logró un Acuerdo de Paz, en septiembre de 2016, con la guerrilla de las FARC –y con esto se “retiró” un ejército del territorio, además de viabilizar un espacio importante para la reconciliación y la negociación – la población sigue siendo golpeada de manera atroz. La cifra de muertes inermes no ha descendido, inclusive, aumentó con el asesinato sistemático de los líderes sociales en los últimos seis años. Ahora, a la violencia desatada por las guerrillas aún activas (ELN, EPL) se suma la de las bandas criminales –conformadas, en parte, por disidentes de las FARC–, el paramilitarismo y todo tipo de tropas al servicio de las mafias del narcotráfico y la minería, o de la venta ilegal de armas, entre otras. Ante estas circunstancias actuales de la guerra y la pérdida del anclaje ideológico surge la pregunta sobre el tipo de violencia que el ciudadano sigue resistiendo. ¿Acaso solo es posible mesurar las prácticas atroces bajo el término nebuloso de violencia generalizada o violencia prosaica? Porque, ciertamente, las instituciones de poder de todo tipo son agentes activos en las confrontaciones actuales. Frente a esta inquietud, inicialmente, es necesario precisar que el ejercicio de la violencia compromete siempre la imposición o disputa de un poder, rasgo que la convierte desde el principio en un acto político. Toda fuerza brutal ejercida contra el otro, desde la perspectiva de Calveiro (2015), en entrevista con Peris Blanes, no obedece a un “rastro irracional-animal” inmanente en el corazón humano, al contrario, lleva consigo un elemento fundado cuando la lucha se ancla a imponer, usurpar o mantener un poder. De esta manera, la violencia como acto que daña al otro siempre es y será política, y en este marco, entrarían aquellas que son específicamente políticas, esto es, las que “se ejercen para sostener o modificar el control sobre recursos, territorios, poblaciones, es decir, las estructuras sociales de poder” (Calveiro, 2015, p. 889). De tal modo, cuando Sánchez Gómez y Pécaut señalan lo impolítico o la despolitización de la ofensiva guerrillera se entenderían, estos epítetos, en el marco de lo netamente político, porque las violencias que siguen ejerciendo hoy los grupos insurgentes y todas las demás tropas y ejércitos son, por principio, políticas.
Incluso, la articulación de lo legal con lo ilegal y de lo público con lo privado dan cuenta de una reorganización del aparataje social que no puede entenderse más que políticamente; la violencia actual, se ubica, entonces, en la coyuntura de estas coordenadas. Como bien deduce Calveiro (2015), en el ejercicio de las violencias contemporáneas no se está frente a una lucha del Estado contra las redes delictivas sino a una articulación de unos y otros, en nuevas formas de acumulación y concentración de la riqueza; el control de los territorios, fuente principal de la confrontación, no logra entenderse sin acudir a los actores estatales y privados que se apoyan mutuamente (p. 889). En Colombia, el mercado de la droga y las armas, el uso del migrante para actos criminales, la explotación ilegal minera, son flagelos que se han extendido y enraizado gracias al padrinazgo de actores políticos, sectores de la economía legal y a su relación directa con instancias estatales corruptas. En síntesis, las violencias que siguen azotado a la sociedad hasta nuestros días, si bien no se anclan ya a ideologías y han mutado de diversas maneras, no pierden su carácter estrictamente político.
El “estado de violencia política” en que permanece la sociedad colombiana se aprovecha en la novela para dar un poco de orden al caos emanado de ese flagelo, problematizar los patrones de comportamiento que se derivan de ese mismo caos y recuperar, también, la realidad robada. La condición violenta de la política se impone en la literatura nacional. A propósito, afirma Pedro Cadavid, un alter ego del escritor Pablo Montoya, que el “escritor colombiano de verdad” tarde o temprano se da cuenta de que la realidad que nutre la creación literaria propia, ya sea de trazo íntimo o extraterritorial, está urdida por la tragedia del país.

Las mejores obras de nuestra literatura [prosigue Cadavid], o al menos las más representativas, son el recuento de una hecatombe colectiva que sucede en las selvas, la saga sangrienta así haya resplandores mágicos de una familia de frustrados, el nihilismo de alguien que denuncia con irreverencia la sociedad criminal en que ha nacido. (Montoya, 2012, p. 145)

De esta manera, pensar la violencia deviene, por lo menos desde los años cincuenta del siglo XX, en una cuestión central del hacer literario. Para la escritura lo político se convierte en una pauta decisiva, tanto por el esmero al referenciar los sucesos traumáticos simbólicos, y con ello construir una memoria literaria, como por las maneras como la escritura misma se abre hacia el debate y la resignificación de la violencia a partir de unas apuestas estéticas particulares. En 1959, Gabriel García Márquez fue uno de los primeros en hacer notar el vínculo entre violencia, política y estética, cuando la novela decide incorporar los acontecimientos traumáticos. Dice el Nobel que todas las novelas publicadas hasta ese momento son “malas” por su descuido en la representación de las atrocidades desatadas del conflicto partidista. Apoyado en la estética de la peste en Camus, García Márquez llama la atención sobre la condición literaria de la representación de lo horroroso. La novela no puede limitarse a “poner los pelos de punta” (García Márquez, 1959, p. 1) a razón de una escritura meramente descriptiva de cuerpos desmembrados, tampoco su función es la de un panfleto político. El llamado es, entonces, a revisar el tratamiento estético de la violencia. Esta preocupación del Nobel sobre qué contar de los hechos atroces y cómo hacerlo se actualiza en la discusión que Amar Sánchez (2022), apoyada en Rancière, sostiene sobre la “estética política”.
El nexo entre estética y política inicia por reconocer que “el arte no es político a causa de los mensajes y sentimientos que comunica sobre el estado de la sociedad ni por la manera en que representa las estructuras, los conflictos o las identidades sociales” (Amar Sánchez, 2022, p. 15). Por lo tanto, no es el tema, en principio, lo que define la novela como objeto estético político son, más bien, las estrategias artísticas que la constituyen y con ello el sentido diverso que procura sobre la realidad referenciada. La intención de una estética política se fragua desde el instante en que el escritor toma posición frente a la realidad que le preocupa y se propone inventar un lenguaje para dar forma a esa preocupación. Este proceso de creación reclama, según Rancière, citado por Amar Sánchez (2022), “una estructura de racionalidad: un modo de presentación que vuelve perceptibles e inteligibles las cosas […] un modo de vinculación que construye formas de coexistencia, de sucesión y encadenamiento” (Rancière, 2015, p. 16). De esta manera, la novela de la violencia, y específicamente el corpus elegido para este estudio, se caracteriza como estética política no porque fije su atención en la realidad nacional sino por la forma en que opera, esto es, por el acto mismo de creación, que va desde la inclusión o exclusión de los hechos hasta la invención de una serie de estrategias de escritura, que dislocan el imaginario cotidiano sobre lo representado. La obra en su concepción misma se establece como estética política cuando interviene el ordenamiento común y ofrece una comprensión diferente, un desacuerdo con ese ordenamiento (Amar Sánchez, 2022, p. 17). El intento de una “configuración diferente” de lo existente es donde anida el valor político de una expresión estética. De este modo, revisar la novela de la violencia desde el vínculo entre estética y política es detenerse en su “articulación interna”, en su propia retórica y los modos como esta apropia reflexivamente su entorno social y conforma otros sentidos (Richard, 2005, p. 17).
Para retomar la crítica de García Márquez (1959) y su interés en la correspondencia entre estética y política, llama la atención que su estrategia sea enfocar con mayor luz a los vivos que a los muertos dejados por la refriega:

La novela no estaba en los muertos de tripas sacadas, sino en los vivos que debieron sudar hielo en su escondite, sabiendo que a cada latido del corazón corrían el riesgo de que les sacaran las tripas. Así, quienes vieron la violencia y tuvieron vida para contarla, no se dieron cuenta en la carrera de que la novela no quedaba atrás, en la placita arrasada, sino que la llevaban dentro de ellos mismos. El resto —los pobrecitos muertos que ya no servían sino para ser enterrados— no eran más que la justificación documental. (p. 1)

Para el Nobel la estética de la violencia apela a la realidad intangible, al mundo íntimo de quienes logran salir con vida. Es el sobreviviente quien torna en elemento literario cardinal en la intervención literaria. Cotejar esta estrategia de escritura con la intención estética del corpus de novelas que nos ocupan, es estar frente a dos expresiones artísticas diferentes al momento de ingeniar los artilugios de transformación de lo referencial. En efecto, los muertos para las apuestas de escritura reciente no solo sirven “para ser enterrados” o como “justificación documental”, sino que también, y especialmente, se convierten en una apuesta estética valiosa para presentar el desacuerdo ante la barbarie. En la escritura los muertos desplazan a los sobrevivientes de la masacre ¬–que por lo general son los victimarios–, para contar directamente lo que sucedió. Los escritores de los que nos ocupamos han decidido dar forma a una “estética de los vencidos” a partir de la invención metafórica de las víctimas de la guerra. La constitución de un personaje muerto a partir del lenguaje sonoro o de la expresión visual, como veremos, recobra la humanidad de la víctima, le da representación y permite, asimismo, reflexionar sobre la continuidad de la infamia. Los personajes vivos, los activos del conflicto, que nutren las metáforas de los vencedores, han ido, por lo tanto, cediendo su lugar en el espacio literario.
Los lectores, hasta cierto momento, nos acostumbramos a seguir las causas y efectos de la violencia con protagonistas participantes del conflicto: ejércitos, sicarios, militantes, etc. Con estos la novela ha construido, por supuesto, todo un entramado estético político que remueve las certezas del orden social, pero también recae, en cierta medida, en reproducir la negación que el aparataje gubernativo, legal e ilegal, hace de los muertos, especialmente de las víctimas inermes cuando, por caso, son enlistadas como daño colateral. Víctimas inermes, aclaramos, en el sentido que Cavarero (2009) propone, a saber, las personas “comunes y corrientes”, desarmadas e indefensas, que caen en el fuego cruzado o son usadas como botín de guerra (p. 12) . Es necesario, en este sentido, tener presente que la representación literaria de la víctima inerme recobra su dignidad ante el dolor y la pérdida, le devuelve su estatus humano al otorgarle voz para contar lo que le sucedió. De esta manera, la invención del personaje sufriente, exactamente del protagonista que está muerto o desaparecido, es un recurso manifiesto de una estética política que perturba una disposición ideológica sobre las secuelas de la violencia.
El desplazamiento del ángulo narrativo hacia los muertos puede ser, asimismo, indicativo de un cambio en los imaginarios contemporáneos sobre las políticas violentas, se cuestionan hoy, por ejemplo, los discursos acerca de la necesidad de la guerra y el poder militar –de la llamada seguridad democrática de las últimas dos décadas, por caso – en los procesos de construcción de Nación. La militancia conservadora política con propósitos sociales y de justicia, de igual forma han perdido legitimidad por estar anclada a la lucha armada. En otras palabras, la mirada literaria del devenir violento del país, a partir de los muertos y desaparecidos, abren la discusión en torno al alto costo humano que deja la guerra, a la pérdida de la esperanza y la negación de un futuro prometedor.
En correspondencia con las ideas discutidas en esta primera parte, a continuación intentamos revisar algunas de las estrategias de escritura que constituyen al personaje sufriente de una muerte horrorosa o de la desaparición forzada. El nexo entre política y estética puede justamente develarse en las maneras como las apuestas de los escritores recurren al lenguaje visual y sonoro para reinventarlo en función de la representación de quienes no habitan ya el mundo de los vivos. Dar voz a los muertos es recuperar el testimonio del dolor, dimensionar el sufrimiento del otro y confrontar, especialmente, nuestra (in)sensibilidad ante una realidad ahíta de prácticas de poder inhumanas.

Metáforas sonoras y voces del inframundo

¿No habrá ningún peligro en parodiar a un muerto?: es la pregunta enigmática que da inicio a los sucesos en Los ejércitos (2010) de Evelio Rosero. Obsérvese que con este epígrafe de Molière, el escritor enfoca el interés del acto literario en los muertos. Se sugiere desde la primera línea una particular representación, que, advertimos de inmediato, estaría “a cargo” de los vivos. Parodiar, en cuanto verbo, apunta a crear una realidad otra a partir de una realidad previa. Y la creación de esa existencia contigua se carga, generalmente, de sentidos inversos al original . Ahora bien, si en su acepción tradicional la parodia remite al sentido de transposición de lo serio a lo irónico, lo cómico o grotesco (Agamben, 2005, pp. 47-50), en el caso de la novela en cuestión esta alteración tiene que ver con la experiencia abyecta de la muerte. Es la inversión extrema de la existencia paradisiaca en exterminio horrendo. Es la muerte misma por fuera de su propio estado, expulsada de su sentido humano cuando los habitantes de San José son ejecutados como bestias de matadero. Y, en el relato de esta realidad terrible, parodiar es, asimismo, la risa delirante de Ismael ante la inminencia de su muerte; es seguir el recorrido de su voz vicaria que narra como propio el estertor de la muerte del otro.
La capacidad de Los ejércitos en dar espesor a lo intangible derivado de la guerra y en contar lo que se niega a la articulación del verbo ha sido tema de interés para la crítica literaria (Moraña, 2010; Padilla Chasing, 2012; Vanegas, 2016). Nosotros queremos centrar esta vez el análisis en las maneras como el gemido y el llanto adquieren presencia, se vuelven tangibles y persistentes en la escritura. Ciertamente, la apuesta estética de Rosero reside en la potencia que toma el efecto emocional generado del acto atroz; si bien se nombra el hecho concreto de cortar un rostro, desmembrar dedos y orejas o arrancar una cabeza, la palabra da centralidad a las emociones pánicas generadas de estos sucesos. Por ejemplo, para la figuración del cuadro extremo de horror, como es la decapitación de Oye, un alarido invasivo se instala como ambiente agónico en el espacio narrativo, llevando al protagonista, Ismael Pasos, a la impotencia absoluta y al hundimiento de su yo horrorizado en una oquedad pavorosa:
Busqué la esquina donde Oye se paraba eternamente a vender sus empanadas. Escuché el grito. Volvió el escalofrío porque otra vez me pareció que brotaba de todos los sitios, de todas las cosas, incluso de adentro de mí mismo. “Entonces es posible que esté imaginando el grito” dije en voz alta, y oí mi propia voz como si fuera de otro, es tu locura, Ismael, dije, y el viento siguió al grito, un viento frío, distinto, y la esquina de Oye apareció sin buscarla, en mi camino. No lo vi a él: solo la estufa rodante, ante mí, pero el grito se escuchó de nuevo, “Entonces no me imagino el grito”, pensé, “el que grita tiene que encontrarse en algún sitio.” Otro grito, mayor aún, se dejó oír, dentro de la esquina, y se multiplicaba con fuerza ascendente, era un redoble de voz, afilado, que me obligó a taparme los oídos. Vi que la estufa rodante se cubría velozmente de una costra de arena rojiza, una miríada de hormigas que zigzagueaban aquí y allá, y, en la paila, como si antes de verla ya la presintiera, medio hundida en el aceite frío y negro, como petrificada, la cabeza de Oye: en mitad de la frente una cucaracha apareció, brillante, como apareció otra vez, el grito: la locura tiene que ser eso, pensaba, huyendo, saber que en realidad el grito no se escucha, pero se escucha por dentro, real, real; hui del grito, físico, patente, y lo seguí escuchando tendido al fin en mi casa, en mi cama, bocarriba, la almohada en mi cara, cubriendo mi nariz y mis oídos como si pretendiera asfixiarme para no oír más (Rosero, 2010, págs. 199-200).
Se necesita la transcripción completa del pasaje porque nos interesa la ilación y continuidad de varios aspectos. El grito que irrumpe en el espacio narrativo destrozando la diferencia entre dentro y fuera, perturbando el acontecer exterior y la vivencia interior, y desbordándose como un padecimiento insoportable, que reduce al personaje a un cuerpo deseante de la muerte y la desaparición, es símbolo integral de los padecimientos sufridos por los habitantes de San José. El grito de Oye es único y múltiple, condensa el horror no solo del decapitado ante su propio asesinato sino también la agitación emocional del poblado desde la llegada de los ejércitos. Fenómeno siniestro que el lector logra percibir a partir del delirio del viejo profesor. De esta manera, la escena citada se ofrece como epítome y preludio de dos momentos claves del trayecto último de la trama. Como epítome, condensa la enajenación a la que llega el personaje narrador después de ser testigo de la paulatina amenaza, asesinato y huida de sus vecinos, así como del destrozo del pueblo. Y como preludio, nos “dispone” y empuja, junto a Ismael, hacia el último suceso escabroso de la novela: la violación múltiple del cadáver de Geraldina a manos de los soldados. Momento terminal que señala la cancelación del deseo erótico, de la ilusión y de la vida misma del único sobreviviente del pueblo.
La destrucción del mundo íntimo del personaje lo arroja a la desesperación, al punto de “dejarse caer” en manos de los verdugos; la guerra poco a poco va asfixiando cualquier posibilidad de proyección hacia otro momento. “Quien ha perdido toda esperanza se desespera porque ya nada es posible” (Sofsky, 2006, p. 77). Claramente, el padecimiento aterrado que anega al narrador subsume el yo en el instante inmediato a la muerte y por ello poco importa defenderse. La muerte segura del héroe encarna el desamparo y el horror como fuerzas que devoran el tiempo, el espacio, la consciencia; poco vale entonces ayudarse a sí mismo o pensar en la posibilidad del socorro por parte de los otros, pues se está totalmente solo a merced de los asesinos en medio de un pueblo muerto.
En el pasaje del grito confluyen, a su vez, visión y presentimiento: “como si antes de verla ya la presintiera, medio hundida en el aceite frío y negro, como petrificada, la cabeza de Oye”, dice Ismael. El horror de lo “inmirable” se augura en el grito que con anticipación lo acosa. Si al inicio del relato se nos muestra a un personaje voyeur, fascinado ante la visualidad sensual que le ofrece el cuerpo femenino, en los acontecimientos finales la mirada deseante de este voyeur se invierte de modo radical. Ismael, arrebatado por el delirio a causa del horror que lo avasalla, no logra substraerse del acto de ver. Las imágenes de violencia desenfrenada se le imponen en cada movimiento; si bien, el protagonista sigue siendo un ojo lúcido frente a lo que ve y lo que lo mira, está obligado a observar y ser observado, circunstancia que desfigura su mirada deseante de voyeur. El desborde convulso del sí mismo se produce cuando la mirada voluptuosa se pervierte ante la visión de la cabeza desmembrada. A diferencia del acto de ver voluntario que buscaba el cuerpo deseado como placentera proyección de los sentidos, la obligación de mirar y escuchar lo horroroso lanza al héroe a la experiencia trágica de abandonarse a la muerte y rechazar lo que percibe. Ahora bien, este trance de negación conlleva, de modo recíproco y paradójico, un acto de reconciliación. Cuando Ismael se abandona al delirio y la muerte, el espacio narrativo se abre hacia el reconocimiento de los muertos. En el momento de pasar de espectador de la cabeza decapitada a sufrir el horror de esta, Ismael, como figura vicaria, da voz y representación a la persona ultimada. El dolor de Oye adopta la forma del grito que inunda el mundo interior del personaje narrador. Un grito punzante que nos recuerda el sufrimiento de un ser humano asesinado de manera cruel. El grito recuerda quién fue Oye. De tal forma, la imposibilidad narrativa del decapitado supera y excede su estado en la apuesta narrativa de Rosero. Ingeniar un discurso delirante, pero discurso sobre todo: simbólico e inteligible, da voz y representación a quien ha sucumbido bajo la ira de los soldados.
“Quien ante la violencia cierra los ojos, detiene el asalto de las emociones”, razona Sofsky, (2006, p. 105). Mas para Ismael Pasos es irrealizable no abrir los ojos, su mirada queda expuesta a los cuerpos mutilados, los ruidos y silencios de la guerra. La coraza de la indiferencia o del aislamiento de sí mismo, para bloquear la agresión psíquica que el hecho horroroso inspira, se va fracturando a medida que seguimos al viejo profesor. De observar y narrar la agonía de la víctima, Ismael pasa a ser víctima y observado. La agonía que contempla este héroe se convierte en su propio agonía. La decapitación de Oye es su propia decapitación. Una inversión extrema que da respuesta, quizás, a la pregunta inicial de la novela: ¿No habrá ningún peligro en parodiar a un muerto?
Del grito que persigue al personaje de Rosero llama la atención lo improbable de su manifestación física, es decir, la narración deja ver que la presencia del grito no es acústica efectiva, es el personaje el que lo intuye y siente en sí mismo. El grito es entonces una especie de sonido mudo: “no se escucha, pero se escucha por dentro, real, real”. Esta imposibilidad de la acústica física del grito: símbolo de la cabeza decapitada de Oye, actualiza el efecto de resonancia muda que brota de las pinturas de Medusa. Lo que no puede retenerse en el lenguaje articulado, lo “inverbalizable”, se ofrece como efecto sonoro en el gesto facial de la imagen, por antonomasia, de la decapitación y el horror absoluto. Por ejemplo, la Medusa pintada por Caravaggio (1597) debido a la naturaleza misma de la imagen visual, no lleva la capacidad expresiva del sonido, sin embargo, lo sugiere; mirar de frente la cabeza de Medusa es confrontar y presentir el grito que expele su boca abierta en rictus pavoroso, definiendo un gesto agresivo o de total horror. Mirar este monstruo griego es no solo confrontarse con su mirada paralizante –reforzada en el sinnúmero de ojos de las serpientes que hacen de melena–, sino también, escuchar como un eco reprimido el alarido que su gesto expresa. Obsérvese también, desde este mismo ángulo, el grabado Cabeza de Gorgona, de Louis-Pierre Baltard, la imagen, aún más espeluznante que la de Caravaggio, ofrece la imagen de un grito aterrador que, incluso, nos hace pensar en nuestra propia vulnerabilidad ante la violencia desmedida del otro.
Preguntarse por el sonido doloroso a causa de una muerte atroz, es fenómeno que ha inquietado al arte. Y siendo el escritor colombiano un explorador de las formas como la violencia extrema ha sido representada, efectivamente, retoma esa tradición para recomponer en su escritura otras formas de simbolizar la tragedia del país. Así como Rosero inventa un personaje “testigo imposible” de la decapitación del otro y abre para ello un umbral sonoro de la muerte, Pablo Montoya, en su última novela, también ingenia un protagonista inquieto por los sonidos del inframundo. ¿Cómo suena un muerto enterrado?, ¿qué acústica envuelve a quién desaparece bajo la tierra y los escombros? Parecen ser los interrogantes que dan origen a los pasajes que se ocupan de los desaparecidos.
La sombra de Orión (2021), se interesa en explorar el estatus de los desaparecidos dejados por la Operación Orión en la Comuna 13, de Medellín, Colombia. Entre las estrategias de escritura para recuperar la presencia de los desaparecidos está la de ingeniar un universo siniestro sonoro y penetrar en él a través de la curiosidad acústica de un personaje músico. En Montoya no es la primera vez que la música toma espesor en la escritura y se convierte en lenguaje capaz de articular a su ritmo la intensidad de lo contado. Puede hacerse el trazo del “arte organizado de los sonidos” desde los primeros cuentos, pasando por un libro dedicado exclusivamente a la representación de la formación musical del propio escritor: La escuela de música (2018), hasta la última novela. En verdad, como el mismo autor piensa, el llamado estético a la música adquiere vitalidad cuando decide alejarse del realismo mágico y las formas acostumbradas de los artistas de la palabra. La música es un medio para “entender los fenómenos mismos de la creación artística” (Marinone, Foffani y Sancholuz, 2017, pp. 2, 3). El rap, el trap, la salsa, por ejemplo, son géneros que permiten comprender lo que sucede en las comunas, pero también, el horror reclama una composición sonora diferente y un conocedor profesional de los sonidos.
Mateo Piedrahita es quien se encarga de indagar sobre los muertos desaparecidos del lugar que habita, y para ello inventa una mecánica sofisticada capaz de explorar el territorio de La Escombrera . El proyecto de Piedrahita consiste en la construcción de un catálogo sonoro de los ruidos que graba introduciendo unos micrófonos en lo profundo del terreno, donde podrían estar enterrados los desaparecidos dejados por los criminales de la Operación Orión. Lo delirante se asocia de nuevo a la intención de representar lo inenarrable. Las grabaciones van dando forma a un inventario sombrío del horror, es una colección desmesurada de resonancias extravagantes, agónicas o quebradas, que tienen la intención de recuperar “un algo” de los desaparecidos. En este artista se reúne el interés literario de amalgamar horror y sonido, el miedo mezclado con la escucha. Para Teofrasto, citado por Quignard (1998), más que la visión, el olfato o el tacto, el sentido que abre con mayor amplitud la puerta de las pasiones es el oído, la percepción acústica; el alma puede experimentar la más honda perturbación cuando a los oídos llegan el gemido o el grito doloroso (p. 15). No obstante, en la novela, ese ruido perturbador, Mateo lo dimensiona como posibilidad musical para domesticar la muerte, entenderla en su compleja materialidad. La intención es, en definitiva, conformar con sus grabaciones un lenguaje artístico que interpele a quién se deje atravesar por él. Inclusive, es tan claro el propósito estético de un catálogo sonoro , que se aventura una clasificación simbólica de los sonidos en “húmedos”: asociados al barro, lo pantanoso, al elemento primigenio de la vida, y en “secos y despedazados”, expresivos del sufrimiento atroz, del grito de la muerte dejándose sentir como “un enjambre descomunal [que] aturde cuando se oye” (Montoya, 2021, p. 295).

Imagen visual y redención de los muertos


Los derrotados (2019) es otra de las novelas de Montoya en que las alternativas estéticas se amalgaman con su naturaleza política. Se recurre en esta ocasión al lenguaje visual como posibilidad metafórica para mostrar la muerte violenta. El capítulo diecisiete se conforma de la recreación de una serie de fotos de guerra, de Jesús Abad Colorado. La fijación visual-narrativa de una sucesión de detalles que componen la imagen y la alusión a referentes clásicos de la fotografía bélica –Robert Capa, Mathew Brady, Timothy O’Sullivan– dan forma a una trama autorreflexiva sobre la condición de la fotografía para registrar el dolor. Montoya aprovecha la posibilidad existencial y simbólica intuida por fuera del marco de la imagen, para dar sentido y densidad a los personajes y elementos compositivos ; el deseo estético es, precisamente, captar la visibilidad de lo evidente en la imagen para poder acceder a la invisibilidad, a lo que la imagen no muestra (Marinone, Foffani y Sancholuz, 2017, p. 3).

La fotografía de los cuerpos marcados por la violencia viene tomando un papel protagónico en las letras colombianas, piénsese, por ejemplo, en La forma de las ruinas y la imagen de la vértebra de Gaitán: lacerada por una de las balas que lo asesinó, un motivo visual que reclama la necesidad de mirar al pasado; Vásquez recurre igualmente a fotos alegóricas del narcoterrorismo en su novela El ruido de las cosas al caer y de circunstancias familiares ligadas al comienzo de las guerrillas en Colombia en su último libro Volver la vista atrás: ganadora de la Bienal de novela Mario Vargas Llosa 2021. Otro caso es el de Abad Faciolince con su relato autobiográfico Traiciones de la memoria y el libro El olvido que seremos. En La invención del pasado, Miguel Torres, de su parte, apuesta por el diálogo entre pintura y fotografía. Ciertamente, las imágenes amalgamadas a la poética del lenguaje oxigenan las formas literarias acostumbradas para representar lo violento y buscar entender la presencia del trauma, la muerte y la desaparición. Son fotos que leemos y miramos con una verdad acrecentada cuando la palabra las dialoga. La historia visual de la política siniestra sujeta en la ficción, exige una comprensión y empatía ante el dolor y la pérdida del otro. Con estas novelas del ver comprendemos que la fotografía o “la imagen es cosa viva” y el escritor “le concede alma, o lo intenta” (Mutis Durán, 2020, p. 206).
La invención del pasado, de Miguel Torres, recurre a un personaje pintor dedicado a dejar registro gráfico de los muertos desaparecidos durante los años siniestros posteriores al Bogotazo y la Violencia , los sesenta y setenta. Una vez más, el interés de la escritura enfoca la vista al pasado de la nación para narrarlo con otra perspectiva. Son ahora los ciudadanos de aquel momento quienes van dando forma a la trama a partir de sus experiencias y razonamientos del momento político que los constriñe. Las figuras políticas o el caudillo asesinado poco interesan; toman relevancia más bien los efectos traumáticos intangibles de aquella violencia, se actualizan en el presente ficcional a partir de las peripecias de quien vive indefenso frente al embate de la guerra. Recuérdese que La invención del pasado es la última publicación de la trilogía sobre el Bogotazo. Acá aparece de nuevo Ana Barbusse, protagonista de El incendio de abril; esta vez, para reconocer a través de su historia amorosa-personal, las vicisitudes de una serie de personajes y su confrontación con el momento histórico del que el libro se ocupa.
El epicentro temático de la desaparición se ubica entonces en la memoria dolorosa de Ana. Desde los acontecimientos de El incendio de abril nos enteramos que ella ha perdido a su esposo, justamente, el día del terror desencadenado a razón del asesinato de Gaitán. Por las calles incendiadas y en medio de los escombros vemos a Ana deambular en búsqueda de Francisco, pintor, quien había salido a entregar un cuadro a uno de sus clientes y desde tal instante se desconoce su rumbo. Esta historia se retoma en La invención del pasado, y la figura del esposo desaparecido se unirá a otra serie de relatos de mujeres y hombres que van siendo desaparecidos por el orden gubernativo armado. Son dos, por lo menos, las estrategias de escritura para representar y devolver la humanidad a los muertos desconocidos en su paradero , mas por el espacio de este artículo y los intereses del tema, nos concentramos en la que tiene que ver con la estética de lo visual.
Henry, hijo adoptivo de Ana, recibe el legado de Francisco y deviene pintor. Motivado por el vacío y el silencio triste que lo habita a causa de la desaparición de su joven esposa, Henry se propone rastrear a los desaparecidos que ha ido dejando la persecución de la policía; visita a los familiares, se entrevista con ellos y va compilando una serie de fotos de los seres queridos: hijas, madres, padres, hermanos, para concretar un proyecto artístico, veamos:

[…] lápiz en mano, va trazando el boceto de una cara sin apartar los ojos de las fotografías que reposan, una al lado de la otra, sobre su mesa de dibujo.
Sobre la mesa también hay docenas de bocetos de esas mismas y de otras caras […] Tres de esas fotografías corresponden a Amalia Morales, la amiga de Ana desaparecida hace un año […] Su mano oye a Tchaikovski mientras desliza el lápiz bocetando las cejas enarcadas de Amalia, la desaparecida tiene los ojos fijos en él desde la risueña expresión que conserva en la foto (Torres, 2016, pp. 309-310).

Los estudios sobre la fotografía aceptan la presencia indiscernible de “un algo” particular del rostro o persona enmarcada en la foto (Barthes, 1989; Batchen, 2004). Cuando la cita anterior indica que Amalia fija los ojos en Henry y le sonríe, recalca, justamente, en la manera como la imagen remite solo a la mujer que la ha causado, ella, como referente particular, es el origen físico y químico que constituye la foto. La fotografía afecta a Henry porque expresa “un algo” que va más allá de lo que explícitamente muestra; la sonrisa de Amalia y su afectuosa mirada rasgan “con la contundencia de lo espectral la continuidad del tiempo” (Barthes, 1989, p. 23). El instante en que el pintor mira la imagen de Amalia, la foto misma traspasa las condiciones del tiempo y el espacio que la rodean, para atestiguar el ser, la vida vivida, y con ello la probabilidad terrible de la desaparición forzada de la mujer que desde otro momento nos sonríe.
Ahora bien, la intención de Henry de pintar los retratos de los desaparecidos abre la pregunta sobre el propósito que persigue con esta tarea. ¿Cuál es la finalidad del pintor cuando decide “rehacer” las fotos? Quizás sea un tributo personal a aquellos que ya no están, y también a sus familias. Pero, sobre todo, es evidente que la “imitación estética” de las fotografías resguarda el propósito de otorgar nueva visibilidad a los rostros de los desaparecidos. Este hacer concierta una actitud política del arte. Si la fotografía señala ya lo particular de cada rostro y, a su vez, no deja en el olvido una vida, el lápiz y el pincel reactualiza desde la sensibilidad íntima del artista la trascendencia de esa vida robada. El dibujo conmemora entonces al desaparecido, nos recuerda su transcendencia humana porque sigue fijo a los afectos de alguien. La imagen, en estas coordenadas, se ubica como expresión estética política que arrebata del silencio y el olvido al desaparecido. Mirar por tanto, los retratos de Henry es un “acto de ver desobediente” (Butler, 2010) porque nos devela aquello que el régimen gubernativo no quiere mostrar. El rostro del desaparecido toma nueva dimensión cuando se vuelve imagen pública, trazo estético para ser mirado y sentido. La recepción pública de las imágenes intenta devolver el reconocimiento, la presencia y la humanidad a quienes han sufrido el oprobio del poder político. La atención del ojo público ante el rostro del desaparecido que lo escruta, visibiliza a los culpables y puntualiza las causas del horror.
La presencia de los desaparecidos en los retratos pintados posibilita también el duelo tanto individual como colectivo. El espacio público para extrañar y llorar a los desaparecidos nos congrega como comunidad y nos lleva a construir una memoria plural, incluso cultural, en torno a los afectos y la pérdida: “los familiares que se hicieron presentes estallaron en llanto al ver los retratos de sus seres queridos colgados en los paneles” (Torres, 2016, p. 441). La imagen de quien ha sido desaparecido es una constante hoy en las expresiones culturales latinoamericanas, Blanca Gutiérrez (2020), a propósito de los performativos –imagen, escultura, escenificación– alrededor de los cuarenta y tres estudiantes desaparecidos de Ayotzinapa, en México, sostiene que “delinean una nueva forma de recordar que a su vez produce el contenido de lo que se debe recordar” (p. 154), ciertamente, la comprensión de la imagen como lenguaje político en el espacio literario o público, decide no solo cómo sino también qué recordar de las vidas robadas haciendo esguince al discurso amañado del poder que justifica el crimen; además, la imagen reinscribe “el problema de la violencia en una política visual cuyo núcleo es la afirmación de la responsabilidad con los otros como constitutiva de nuestra subjetividad y de nuestra sociedad” (Gutiérrez, 2020, p. 154). De esta manera, la intención del proyecto artístico de Henry es hacer reconocible los rostros, la vida, de los desaparecidos, restituirlos a su familia y ámbito social. En diálogo con Butler (2010), podría decirse que la comunicabilidad del rostro pintado se vuelve vigorosamente amplia cuando reclama de quien lo mira una respuesta afectiva, ya sea de dolor, rabia o indignación (pp. 113-115), una respuesta, en todo caso, ajena a la indiferencia frente a lo inhumano de la desaparición. Es la cara del otro, en síntesis, y recordando a Levinas (1993), la que reclama una respuesta ética de los asistentes a la exposición de Henry. Lo humano les (nos) llega de manera visual en las fotos y retratos que Torres incorpora a su novela.

Conclusiones


En orden a las ideas discutidas a lo largo de este artículo, puede concluirse que la novela colombiana reciente relaciona la violencia, la estética y la política al momento de pensar sus estrategias de escritura en la representación del dolor y la realidad intangible derivada de la guerra en el país. Los escritores de los que nos ocupamos esta vez –Evelio Rosero, Pablo Montoya y Miguel Torres– coinciden en alejarse de las formas acostumbradas por la novelística del país al momento de representar la violencia política; no se ocupan ya de la figuras visibles del poder para dar forma a sus metáforas sino y, especialmente, ponen en el centro de sus apuestas de escritura a la víctima, esto es al sujeto sufriente, al muerto y al desaparecido. En este giro estético, los textos elegidos dan cuenta de un cambio de imaginario sobre las formas políticas para construir un país; se debate, desde las “metáforas de los vencidos”, el alto costo humano que deja la guerra y el impacto que esta tiene sobre nuestra sensibilidad. Ciertamente, la mirada de la violencia como práctica intrínseca al poder político, además de la negación de las víctimas cuando son registradas como una cifra más, un daño colateral, en la confrontación de los ejércitos, edifica sujetos insensibles ante el horror, acostumbra los sentidos a la crueldad de un mundo, cada vez más empeñado en habituarnos a vivir en un estado de emergencia y sus prácticas atroces.
Recurrir al lenguaje visual y sonoro para alentar otras formas expresivas de la palabra literaria dice de una estética que renueva su condición política, no tanto por recrear la realidad nacional, sino por las formas como el acto creativo mismo, esto es la postura del escritor ante la violencia y la forma como esta postura se reconfigura en las estrategias literarias, permite contar de otra manera, desde la sensibilidad del muerto y el desaparecido, la historia del país. Las metáforas visuales y sonoras se establecen como espacio para la reflexión del poder del arte: escritura, imagen, música, desestabilizan imaginarios colectivos, nos confrontan con el horror que se vive en los lugares de la guerra y traen al presente las infamias del pasado con la intención, acaso, de revisar y no repetir el legado violento.


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