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Lo visual y lo sonoro como expresión estética de la desaparición y la muerte en la novela colombiana

Orfa Kelita Vanegas

okvanegasv@ut.edu.co

Universidad del Tolima

https://doi.org/10.21500/22563202.5618.

Publicado en la Revista Guillermo de Ockham, Vol. 1 Nº 1, 2023

Resumen
Este artículo se propone revisar en un corpus de novelas colombianas publicadas recientemente, las estrategias de escritura que dan densidad y sentido a personajes alegóricos de los muertos y desaparecidos por la violencia política colombiana. Se indagan, especialmente, las metáforas sonoras y visuales para rastrear la innovación del lenguaje literario al momento de visibilizar, con una clara intención ética, la realidad aciaga de una sociedad, la colombiana. En diálogo directo con estudios críticos afines a nuestro tema eje, buscamos entender la inquietud latente en las novelas sobre el tratamiento del dolor y la dignidad de quien ha caído bajo el peso del terror. La revisión y comparación entre las formas estéticas acostumbradas y las que proponen lo novelistas de los que nos ocupamos en este artículo, da cuenta de un giro estético al momento de significar las consecuencias intangibles del conflicto. Son ahora “las metáforas de los vencidos” las que toman mayor proporción en la escritura. El personaje sufriente gira en símbolo de un cambio del imaginario cotidiano sobre las formas políticas tradicionales y sus ideales de nación. Asimismo, la mirada literaria del pasado y el presente nacional pone a prueba nuestra comprensión de la historia del país, además de cuestionar la sensibilidad del sujeto contemporáneo cada vez más acostumbrado a expresiones de violencia atroz.
Palabras clave: desaparición forzada, novela colombiana, memoria política, metáfora visual, metáforas sonoras, estética política, Pablo Montoya, Evelio Rosero, Miguel Torres, personajes derrotados.

Introducción


En La Vorágine (2015), la frase del poeta Arturo Coba: “Jugué mi corazón al azar y me lo ganó la violencia” , giró en especie de sentencia literaria para los escritores colombianos y los estudiosos de la literatura nacional. Ciertamente, desde 1924, José Eustasio Rivera parece presagiar una realidad decisiva de la condición del intelectual colombiano y, en derivación, del devenir mismo de las letras nacionales. Para las historias de la literatura colombiana la violencia política es un tema que se fusiona con las propuestas estéticas de los novelistas que, a partir de la primera parte del siglo pasado, se han interesado hasta nuestros días en examinar la proporción entre causas y consecuencias de la vida gubernativa. A continuación, este artículo en un corpus de novelas publicadas en la primera década del siglo XXI –Los ejércitos (2010) de Evelio Rosero, La invención del pasado (2016) de Miguel Torres y La sombra de Orión (2021) de Pablo Montoya– indaga las estrategias narrativas que los novelistas ingenian al momento de incorporar las violencias simbólicas del acontecer político del país. Los giros retóricos, el tratamiento del tema eje, la relación entre narradores y narrados, el manejo del tiempo y el espacio, entre otros, conforme se dirimen en este corpus ficcional dice de unas apuestas de escritura interesadas en reconocer una tradición literaria, pero, sobre todo, en desafiar dicha tradición y trazar un nuevo ángulo de sentido sobre lo que nos ha sucedido como sociedad. El dolor, la muerte ominosa del indefenso y el miedo de la persona común, toma ahora proporción y centralidad en el espacio narrativo para develar otras verdades, nuevos matices del imaginario social reciente frente a las políticas de la guerra.
El sufrimiento y el desastre, se reconoce, son fenómenos que han dado profundidad dramática a personajes representativos de la novela colombiana, además de ser fuente de una valiosa tradición literaria; piénsese, por caso, en García Márquez y su viejo coronel que espera la pensión, en el Bolívar ruinoso de Cruz Kronfly o en el narcotraficante intelectual de Cartas Cruzadas (1999). Mas estos héroes, como táctica estética representativa del acontecer nacional, son alegoría del poder y del crimen. También, son parte del conflicto porque así lo deciden, es decir, se está ante personajes simbólicos de quienes producen la violencia, incluso de los victimarios. Una mirada literaria que obedece a la percepción de quienes han detentado el poder. Frente a este enfoque, la novelística de las últimas décadas, consideramos, viene desplazando su interés estético del ángulo de los “vencedores” hacia el ángulo de los “vencidos”, esto es, inquieta ahora a los escritores nacionales las maneras como el ciudadano común vive la arremetida de la guerra. Puede decirse que, en el espacio narrativo colombiano las “metáforas de las víctimas” desplazan a “las metáforas de los victimarios”. No son ya los personajes políticos, militares, héroes patrios, sicarios, narcotraficantes, mujeres de la mafia, entre otros, quienes adquieren visibilidad; por el contrario, las propuestas de escritura reciente vienen poniendo el foco sobre los ciudadanos que han sido tratados como blanco del terror. La pérdida y el dolor cobra nuevos matices en la intención estética interesada por la realidad intangible legada por la guerra. Interesa entonces a este estudio revisar las estrategias literarias que acceden al funesto mundo de los personajes sufrientes. Nos proponemos revisar las metáforas visuales y sonoras que dan dimensión a los “vencidos”, para reconocer cómo la escritura significa y hace tangible la realidad siniestra del asesinato, el horror y la desaparición forzada, y con ello la alusión a una estética de intención política que descifra e interpela las maneras como los colombianos conviven con expresiones de violencia atroz.
Como puede advertirse, las novelas seleccionadas para este análisis se caracterizan por retomar, una vez más, los periodos traumáticos de la política colombiana, asimismo, las propuestas de escritura inventan personajes sufrientes para ubicarse en su mundo íntimo y desde allí indagar lo que nos ha sucedido como sociedad, hacer tangible la realidad ominosa derivada de la guerra y dar representación a quienes han sido silenciados por el poder criminal. Las preguntas qué representar del horror de la muerte ominosa y la desaparición forzada y cómo hacerlo, es la lógica estética cardinal que vincula las novelas y las constituye como artefactos simbólicos. Frente a estos intereses, el estudio ha reclamado la discusión y el comentario de investigaciones especializadas del campo literario (Amar Sánchez, 2010, 2019 y 2022; García Márquez, 1959; Marinone, 2018; Moraña, 2010; Padilla Chasing, 2012; Vanegas, 2020; etc.), además de la filiación disciplinar para presentar una mirada dialógica entre la idea de violencia, la dimensión de la “víctima inerme” (Butler, 2010; Calveiro, 2015; Cavarero, 2009; Moncayo Cruz, 2012; Pécaut, 1997; Sánchez Gómez, 2012;) y la correspondencia entre política y estética. Así entonces, en primer momento, con la intención de ubicar el corpus escogido en el campo de la novelística colombiana, consideramos pertinente hacer un acercamiento al concepto de violencia política , revisar la forma como tradicionalmente la novela del país ha representado ese fenómeno y reflexionar, a su vez, sobre los vínculos entre política y estética. Estos aspectos, anticipamos, se abordan de manera sucinta y como especie de “marco referencial” que permite proyectar nuestro ángulo de análisis de las novelas en cuestión . En un segundo momento, el artículo se concentra en el abordaje de las novelas elegidas a partir de los propósitos de estudio y en correspondencia con las ideas discutidas en la primera parte. Finalmente, se ofrecen las conclusiones en orden a lo discurrido a lo largo de este escrito.

En estado de violencia


Sin la muerte, Colombia no daría señales de vida.
(R.H. Moreno Durán)

En la novela Los derrotados (2012), el 22 de octubre de 1816, Francisco José de Caldas , el Sabio Caldas inventado por Pablo Montoya, mientras espera su ejecución escribe lo siguiente a quien suplica clemencia: “Pero cuando me preparaba para establecer una geografía general de esta parte de América, irrumpió esta época de odios que llamamos revolución […] Yo soy un aprendiz errático de un país que nunca será” (pp. 246, 248). La queja de Caldas es indicativa del malestar del vencido, del derrotado por el “sino trágico” del colombiano. La vista al pasado revela la desolación de un joven intelectual durante las guerras de independencia. Recuérdese que Montoya imagina la faceta “humanista” de Caldas y por ello lo hace poeta de la naturaleza, colma el héroe de una profunda sensibilidad a través de la cual reconocemos el paisaje inmensurable que lo apasiona, su amor por Manuela y una visión mustia del proyecto independentista. El viso poético de Caldas, de hecho, plantea un nuevo sentido de los sucesos concretos o históricos, por ejemplo, en el pasaje del fusilamiento del héroe, la escritura desestabiliza el imaginario guerrerista que del héroe ha legado la historia oficial porque más que un Caldas en confrontación altiva ante quienes le apuntan o en reflexión sobre su vida militar, se ofrece un hombre ensimismado, embebido en el recuerdo dulce y la sensación del sol o el olor del musgo, poco piensa en su fracaso político cuando está ad portas de la muerte:

El agua me moja la levita, los pantalones, las botas. Eso es lo que deseo. Recordar el agua más allá de la muerte. Busco de nuevo el sol […] Escucho que alguien declara: reo por haber sostenido la rebelión […] Hay otro olor mucho más fuerte que hago mío. Quiero definirlo y no soy capaz. Con una claridad inesperada siento que mi corazón es imparable. Dios, asísteme, digo, cuando la descarga suena. (Montoya, 2012, p. 292)

El temple patrio de Caldas se deconstruye en la escritura de Montoya para dar paso a un hombre que apacigua su angustia a causa de la muerte próxima, con la embriaguez idílica que la naturaleza le ofrece. Los pasajes de la novela dedicados a la vida del Sabio se enfocan especialmente en ahondar en su “estado espiritual” ante el deseo de exploración del territorio colombiano, no con las tropas, sino con sus lápices, pergaminos y artilugios de observación y medición. Prevalece su condición naturalista . Con este héroe la narración enfoca uno de los primeros derrotados de la historia política colombiana, denuncia abiertamente la capitulación de un hombre con un “don” para el descubrimiento y el intelecto. La trama también se ocupa de contar la vida nacional de los años setenta como periodo de la consolidación turbulenta de las guerrillas, especialmente del EPL, a partir de la amistad de tres jóvenes intelectuales: un fotógrafo, un escritor y un botánico: proyección contemporánea de Caldas. El dolor y el fracaso hermana a los personajes y crea un vínculo entre el pasado y el presente político del país.
Los derrotados hace parte de las novelas preocupadas en erigir una retrospectiva literaria de lo que ha significado para cada generación la construcción de un ideal de nación. Los personajes derrotados se ofrecen no solo como metáfora del “eterno retorno” de una realidad aciaga, de la pérdida y el fracaso, sino también, como emblemas históricos de un pasado al estar ubicados en tiempos y espacios precisos, en un antes y un después de la realidad de referencia. Estas formas estéticas de tratar los acontecimientos políticos se inscriben a modo de registro memorístico que desenmascara al héroe para ofrecer una imagen más integral de la historia, que la construida por el discurso oficial. La memoria literaria anclada a una verdad del héroe recorre los entresijos traumáticos del pasado de la nación.
Un mapeo de la narrativa colombiana interesada en la realidad nacional puntearía los inicios, consolidación, rupturas y continuidades de los hechos de violencia. La historia patria en el terreno literario, si bien se descifra desde el ángulo de la ficción, posibilita además, el escrutinio de lo narrado en referencia directa con lo real; las tramas fictivas pueden ubicar en tiempo y espacio cada periodo de violencia significativa –las luchas de independencia, la guerra de los Mil días, el Bogotazo, las refriegas guerrilleras, el narcoterrorismo, las masacres de los paramilitares, entre otras–, como también señalar a sus directos responsables. El referente histórico de cada violencia que ha atravesado al país es elemento necesario para la constitución de las memorias histórica y cultural, por lo tanto, cuando la literatura fija los hechos de violencia a sus causas y consecuencias, contribuye a la preservación del pasado con sus matices políticos .
Las letras del país, tienen, por lo menos, dos preocupaciones al momento de pensar la violencia como tema literario: la primera, consiste en revisar la dimensión política de lo narrado y la segunda, se enfoca en explorar las estrategias de escritura para representar dicho fenómeno. Es, por tanto, lo político vinculado con lo estético lo que viene, en principio, a definir las apuestas de escritura en torno a la historia colombiana. La preocupación por la dimensión política de lo narrado se relaciona, por cierto, con el debate que los especialistas de la violencia sostienen para comprender los tipos de lucha armada entre los diversos cuarteles. Ocupémonos a continuación de este aspecto y luego retomamos su representación en la ficción.
De las luchas de las guerrillas se reconoce su carácter político ligado a “ideologías de izquierda”. No obstante, para algunos estudiosos, cuando los insurgentes empiezan a sostener su proyecto social con negocios de la droga y a practicar el secuestro, la extorsión y la amenaza mortal contra la población, la base política se demuele y la violencia que ejercen adquiere otra “categoría”. Sánchez Gómez (2012) deduce que la insurgencia ya no se mueve hacia una cualificación y, pese a tener numerosos códigos guerrilleros, sus actos son producto de una degradación o involución política (pp. 52-57). Es evidente la brecha entre las guerrillas de los cincuenta y las recientes porque se han sacrificado los principios éticos a los beneficios económicos, desmoronándose, a la sazón, los intereses sociales que justificaron en su momento el nacimiento de ese tipo de grupos. De su parte, Pécaut (1997) afirma que los ciudadanos atrapados en medio de las confrontaciones no leen ya en código político la lucha armada. Desde el momento en que la guerrilla se limitó a controlar el territorio y a protegerse de sus enemigos, Colombia sufre una “despolitización de la guerra”, aclara el investigador francés. “No existe ya la pretensión de ganar la lealtad de la población ni se pone en juego un imaginario cualquiera de representación antagónica al Poder” (Pécaut, 1997, p. 27). En este orden, para Sánchez y Pécaut, lo impolítico vendría, entonces, a ser la característica nuclear de las violencias ejercidas por la reconfiguración de las guerrillas; mas no solo por estas, porque en la misma línea se discuten los actos de las fuerzas armadas nacionales: también son duramente cuestionadas por sus vínculos corruptos con el Poder, negocios con el narcotráfico, la primacía de los intereses pecuniarios propios y la criminalidad contra los ciudadanos. Piénsese, por caso, en los Falsos positivos durante el gobierno de Uribe Vélez y su política de Seguridad democrática.
Aun cuando el Gobierno nacional logró un Acuerdo de Paz, en septiembre de 2016, con la guerrilla de las FARC –y con esto se “retiró” un ejército del territorio, además de viabilizar un espacio importante para la reconciliación y la negociación – la población sigue siendo golpeada de manera atroz. La cifra de muertes inermes no ha descendido, inclusive, aumentó con el asesinato sistemático de los líderes sociales en los últimos seis años. Ahora, a la violencia desatada por las guerrillas aún activas (ELN, EPL) se suma la de las bandas criminales –conformadas, en parte, por disidentes de las FARC–, el paramilitarismo y todo tipo de tropas al servicio de las mafias del narcotráfico y la minería, o de la venta ilegal de armas, entre otras. Ante estas circunstancias actuales de la guerra y la pérdida del anclaje ideológico surge la pregunta sobre el tipo de violencia que el ciudadano sigue resistiendo. ¿Acaso solo es posible mesurar las prácticas atroces bajo el término nebuloso de violencia generalizada o violencia prosaica? Porque, ciertamente, las instituciones de poder de todo tipo son agentes activos en las confrontaciones actuales. Frente a esta inquietud, inicialmente, es necesario precisar que el ejercicio de la violencia compromete siempre la imposición o disputa de un poder, rasgo que la convierte desde el principio en un acto político. Toda fuerza brutal ejercida contra el otro, desde la perspectiva de Calveiro (2015), en entrevista con Peris Blanes, no obedece a un “rastro irracional-animal” inmanente en el corazón humano, al contrario, lleva consigo un elemento fundado cuando la lucha se ancla a imponer, usurpar o mantener un poder. De esta manera, la violencia como acto que daña al otro siempre es y será política, y en este marco, entrarían aquellas que son específicamente políticas, esto es, las que “se ejercen para sostener o modificar el control sobre recursos, territorios, poblaciones, es decir, las estructuras sociales de poder” (Calveiro, 2015, p. 889). De tal modo, cuando Sánchez Gómez y Pécaut señalan lo impolítico o la despolitización de la ofensiva guerrillera se entenderían, estos epítetos, en el marco de lo netamente político, porque las violencias que siguen ejerciendo hoy los grupos insurgentes y todas las demás tropas y ejércitos son, por principio, políticas.
Incluso, la articulación de lo legal con lo ilegal y de lo público con lo privado dan cuenta de una reorganización del aparataje social que no puede entenderse más que políticamente; la violencia actual, se ubica, entonces, en la coyuntura de estas coordenadas. Como bien deduce Calveiro (2015), en el ejercicio de las violencias contemporáneas no se está frente a una lucha del Estado contra las redes delictivas sino a una articulación de unos y otros, en nuevas formas de acumulación y concentración de la riqueza; el control de los territorios, fuente principal de la confrontación, no logra entenderse sin acudir a los actores estatales y privados que se apoyan mutuamente (p. 889). En Colombia, el mercado de la droga y las armas, el uso del migrante para actos criminales, la explotación ilegal minera, son flagelos que se han extendido y enraizado gracias al padrinazgo de actores políticos, sectores de la economía legal y a su relación directa con instancias estatales corruptas. En síntesis, las violencias que siguen azotado a la sociedad hasta nuestros días, si bien no se anclan ya a ideologías y han mutado de diversas maneras, no pierden su carácter estrictamente político.
El “estado de violencia política” en que permanece la sociedad colombiana se aprovecha en la novela para dar un poco de orden al caos emanado de ese flagelo, problematizar los patrones de comportamiento que se derivan de ese mismo caos y recuperar, también, la realidad robada. La condición violenta de la política se impone en la literatura nacional. A propósito, afirma Pedro Cadavid, un alter ego del escritor Pablo Montoya, que el “escritor colombiano de verdad” tarde o temprano se da cuenta de que la realidad que nutre la creación literaria propia, ya sea de trazo íntimo o extraterritorial, está urdida por la tragedia del país.

Las mejores obras de nuestra literatura [prosigue Cadavid], o al menos las más representativas, son el recuento de una hecatombe colectiva que sucede en las selvas, la saga sangrienta así haya resplandores mágicos de una familia de frustrados, el nihilismo de alguien que denuncia con irreverencia la sociedad criminal en que ha nacido. (Montoya, 2012, p. 145)

De esta manera, pensar la violencia deviene, por lo menos desde los años cincuenta del siglo XX, en una cuestión central del hacer literario. Para la escritura lo político se convierte en una pauta decisiva, tanto por el esmero al referenciar los sucesos traumáticos simbólicos, y con ello construir una memoria literaria, como por las maneras como la escritura misma se abre hacia el debate y la resignificación de la violencia a partir de unas apuestas estéticas particulares. En 1959, Gabriel García Márquez fue uno de los primeros en hacer notar el vínculo entre violencia, política y estética, cuando la novela decide incorporar los acontecimientos traumáticos. Dice el Nobel que todas las novelas publicadas hasta ese momento son “malas” por su descuido en la representación de las atrocidades desatadas del conflicto partidista. Apoyado en la estética de la peste en Camus, García Márquez llama la atención sobre la condición literaria de la representación de lo horroroso. La novela no puede limitarse a “poner los pelos de punta” (García Márquez, 1959, p. 1) a razón de una escritura meramente descriptiva de cuerpos desmembrados, tampoco su función es la de un panfleto político. El llamado es, entonces, a revisar el tratamiento estético de la violencia. Esta preocupación del Nobel sobre qué contar de los hechos atroces y cómo hacerlo se actualiza en la discusión que Amar Sánchez (2022), apoyada en Rancière, sostiene sobre la “estética política”.
El nexo entre estética y política inicia por reconocer que “el arte no es político a causa de los mensajes y sentimientos que comunica sobre el estado de la sociedad ni por la manera en que representa las estructuras, los conflictos o las identidades sociales” (Amar Sánchez, 2022, p. 15). Por lo tanto, no es el tema, en principio, lo que define la novela como objeto estético político son, más bien, las estrategias artísticas que la constituyen y con ello el sentido diverso que procura sobre la realidad referenciada. La intención de una estética política se fragua desde el instante en que el escritor toma posición frente a la realidad que le preocupa y se propone inventar un lenguaje para dar forma a esa preocupación. Este proceso de creación reclama, según Rancière, citado por Amar Sánchez (2022), “una estructura de racionalidad: un modo de presentación que vuelve perceptibles e inteligibles las cosas […] un modo de vinculación que construye formas de coexistencia, de sucesión y encadenamiento” (Rancière, 2015, p. 16). De esta manera, la novela de la violencia, y específicamente el corpus elegido para este estudio, se caracteriza como estética política no porque fije su atención en la realidad nacional sino por la forma en que opera, esto es, por el acto mismo de creación, que va desde la inclusión o exclusión de los hechos hasta la invención de una serie de estrategias de escritura, que dislocan el imaginario cotidiano sobre lo representado. La obra en su concepción misma se establece como estética política cuando interviene el ordenamiento común y ofrece una comprensión diferente, un desacuerdo con ese ordenamiento (Amar Sánchez, 2022, p. 17). El intento de una “configuración diferente” de lo existente es donde anida el valor político de una expresión estética. De este modo, revisar la novela de la violencia desde el vínculo entre estética y política es detenerse en su “articulación interna”, en su propia retórica y los modos como esta apropia reflexivamente su entorno social y conforma otros sentidos (Richard, 2005, p. 17).
Para retomar la crítica de García Márquez (1959) y su interés en la correspondencia entre estética y política, llama la atención que su estrategia sea enfocar con mayor luz a los vivos que a los muertos dejados por la refriega:

La novela no estaba en los muertos de tripas sacadas, sino en los vivos que debieron sudar hielo en su escondite, sabiendo que a cada latido del corazón corrían el riesgo de que les sacaran las tripas. Así, quienes vieron la violencia y tuvieron vida para contarla, no se dieron cuenta en la carrera de que la novela no quedaba atrás, en la placita arrasada, sino que la llevaban dentro de ellos mismos. El resto —los pobrecitos muertos que ya no servían sino para ser enterrados— no eran más que la justificación documental. (p. 1)

Para el Nobel la estética de la violencia apela a la realidad intangible, al mundo íntimo de quienes logran salir con vida. Es el sobreviviente quien torna en elemento literario cardinal en la intervención literaria. Cotejar esta estrategia de escritura con la intención estética del corpus de novelas que nos ocupan, es estar frente a dos expresiones artísticas diferentes al momento de ingeniar los artilugios de transformación de lo referencial. En efecto, los muertos para las apuestas de escritura reciente no solo sirven “para ser enterrados” o como “justificación documental”, sino que también, y especialmente, se convierten en una apuesta estética valiosa para presentar el desacuerdo ante la barbarie. En la escritura los muertos desplazan a los sobrevivientes de la masacre ¬–que por lo general son los victimarios–, para contar directamente lo que sucedió. Los escritores de los que nos ocupamos han decidido dar forma a una “estética de los vencidos” a partir de la invención metafórica de las víctimas de la guerra. La constitución de un personaje muerto a partir del lenguaje sonoro o de la expresión visual, como veremos, recobra la humanidad de la víctima, le da representación y permite, asimismo, reflexionar sobre la continuidad de la infamia. Los personajes vivos, los activos del conflicto, que nutren las metáforas de los vencedores, han ido, por lo tanto, cediendo su lugar en el espacio literario.
Los lectores, hasta cierto momento, nos acostumbramos a seguir las causas y efectos de la violencia con protagonistas participantes del conflicto: ejércitos, sicarios, militantes, etc. Con estos la novela ha construido, por supuesto, todo un entramado estético político que remueve las certezas del orden social, pero también recae, en cierta medida, en reproducir la negación que el aparataje gubernativo, legal e ilegal, hace de los muertos, especialmente de las víctimas inermes cuando, por caso, son enlistadas como daño colateral. Víctimas inermes, aclaramos, en el sentido que Cavarero (2009) propone, a saber, las personas “comunes y corrientes”, desarmadas e indefensas, que caen en el fuego cruzado o son usadas como botín de guerra (p. 12) . Es necesario, en este sentido, tener presente que la representación literaria de la víctima inerme recobra su dignidad ante el dolor y la pérdida, le devuelve su estatus humano al otorgarle voz para contar lo que le sucedió. De esta manera, la invención del personaje sufriente, exactamente del protagonista que está muerto o desaparecido, es un recurso manifiesto de una estética política que perturba una disposición ideológica sobre las secuelas de la violencia.
El desplazamiento del ángulo narrativo hacia los muertos puede ser, asimismo, indicativo de un cambio en los imaginarios contemporáneos sobre las políticas violentas, se cuestionan hoy, por ejemplo, los discursos acerca de la necesidad de la guerra y el poder militar –de la llamada seguridad democrática de las últimas dos décadas, por caso – en los procesos de construcción de Nación. La militancia conservadora política con propósitos sociales y de justicia, de igual forma han perdido legitimidad por estar anclada a la lucha armada. En otras palabras, la mirada literaria del devenir violento del país, a partir de los muertos y desaparecidos, abren la discusión en torno al alto costo humano que deja la guerra, a la pérdida de la esperanza y la negación de un futuro prometedor.
En correspondencia con las ideas discutidas en esta primera parte, a continuación intentamos revisar algunas de las estrategias de escritura que constituyen al personaje sufriente de una muerte horrorosa o de la desaparición forzada. El nexo entre política y estética puede justamente develarse en las maneras como las apuestas de los escritores recurren al lenguaje visual y sonoro para reinventarlo en función de la representación de quienes no habitan ya el mundo de los vivos. Dar voz a los muertos es recuperar el testimonio del dolor, dimensionar el sufrimiento del otro y confrontar, especialmente, nuestra (in)sensibilidad ante una realidad ahíta de prácticas de poder inhumanas.

Metáforas sonoras y voces del inframundo

¿No habrá ningún peligro en parodiar a un muerto?: es la pregunta enigmática que da inicio a los sucesos en Los ejércitos (2010) de Evelio Rosero. Obsérvese que con este epígrafe de Molière, el escritor enfoca el interés del acto literario en los muertos. Se sugiere desde la primera línea una particular representación, que, advertimos de inmediato, estaría “a cargo” de los vivos. Parodiar, en cuanto verbo, apunta a crear una realidad otra a partir de una realidad previa. Y la creación de esa existencia contigua se carga, generalmente, de sentidos inversos al original . Ahora bien, si en su acepción tradicional la parodia remite al sentido de transposición de lo serio a lo irónico, lo cómico o grotesco (Agamben, 2005, pp. 47-50), en el caso de la novela en cuestión esta alteración tiene que ver con la experiencia abyecta de la muerte. Es la inversión extrema de la existencia paradisiaca en exterminio horrendo. Es la muerte misma por fuera de su propio estado, expulsada de su sentido humano cuando los habitantes de San José son ejecutados como bestias de matadero. Y, en el relato de esta realidad terrible, parodiar es, asimismo, la risa delirante de Ismael ante la inminencia de su muerte; es seguir el recorrido de su voz vicaria que narra como propio el estertor de la muerte del otro.
La capacidad de Los ejércitos en dar espesor a lo intangible derivado de la guerra y en contar lo que se niega a la articulación del verbo ha sido tema de interés para la crítica literaria (Moraña, 2010; Padilla Chasing, 2012; Vanegas, 2016). Nosotros queremos centrar esta vez el análisis en las maneras como el gemido y el llanto adquieren presencia, se vuelven tangibles y persistentes en la escritura. Ciertamente, la apuesta estética de Rosero reside en la potencia que toma el efecto emocional generado del acto atroz; si bien se nombra el hecho concreto de cortar un rostro, desmembrar dedos y orejas o arrancar una cabeza, la palabra da centralidad a las emociones pánicas generadas de estos sucesos. Por ejemplo, para la figuración del cuadro extremo de horror, como es la decapitación de Oye, un alarido invasivo se instala como ambiente agónico en el espacio narrativo, llevando al protagonista, Ismael Pasos, a la impotencia absoluta y al hundimiento de su yo horrorizado en una oquedad pavorosa:
Busqué la esquina donde Oye se paraba eternamente a vender sus empanadas. Escuché el grito. Volvió el escalofrío porque otra vez me pareció que brotaba de todos los sitios, de todas las cosas, incluso de adentro de mí mismo. “Entonces es posible que esté imaginando el grito” dije en voz alta, y oí mi propia voz como si fuera de otro, es tu locura, Ismael, dije, y el viento siguió al grito, un viento frío, distinto, y la esquina de Oye apareció sin buscarla, en mi camino. No lo vi a él: solo la estufa rodante, ante mí, pero el grito se escuchó de nuevo, “Entonces no me imagino el grito”, pensé, “el que grita tiene que encontrarse en algún sitio.” Otro grito, mayor aún, se dejó oír, dentro de la esquina, y se multiplicaba con fuerza ascendente, era un redoble de voz, afilado, que me obligó a taparme los oídos. Vi que la estufa rodante se cubría velozmente de una costra de arena rojiza, una miríada de hormigas que zigzagueaban aquí y allá, y, en la paila, como si antes de verla ya la presintiera, medio hundida en el aceite frío y negro, como petrificada, la cabeza de Oye: en mitad de la frente una cucaracha apareció, brillante, como apareció otra vez, el grito: la locura tiene que ser eso, pensaba, huyendo, saber que en realidad el grito no se escucha, pero se escucha por dentro, real, real; hui del grito, físico, patente, y lo seguí escuchando tendido al fin en mi casa, en mi cama, bocarriba, la almohada en mi cara, cubriendo mi nariz y mis oídos como si pretendiera asfixiarme para no oír más (Rosero, 2010, págs. 199-200).
Se necesita la transcripción completa del pasaje porque nos interesa la ilación y continuidad de varios aspectos. El grito que irrumpe en el espacio narrativo destrozando la diferencia entre dentro y fuera, perturbando el acontecer exterior y la vivencia interior, y desbordándose como un padecimiento insoportable, que reduce al personaje a un cuerpo deseante de la muerte y la desaparición, es símbolo integral de los padecimientos sufridos por los habitantes de San José. El grito de Oye es único y múltiple, condensa el horror no solo del decapitado ante su propio asesinato sino también la agitación emocional del poblado desde la llegada de los ejércitos. Fenómeno siniestro que el lector logra percibir a partir del delirio del viejo profesor. De esta manera, la escena citada se ofrece como epítome y preludio de dos momentos claves del trayecto último de la trama. Como epítome, condensa la enajenación a la que llega el personaje narrador después de ser testigo de la paulatina amenaza, asesinato y huida de sus vecinos, así como del destrozo del pueblo. Y como preludio, nos “dispone” y empuja, junto a Ismael, hacia el último suceso escabroso de la novela: la violación múltiple del cadáver de Geraldina a manos de los soldados. Momento terminal que señala la cancelación del deseo erótico, de la ilusión y de la vida misma del único sobreviviente del pueblo.
La destrucción del mundo íntimo del personaje lo arroja a la desesperación, al punto de “dejarse caer” en manos de los verdugos; la guerra poco a poco va asfixiando cualquier posibilidad de proyección hacia otro momento. “Quien ha perdido toda esperanza se desespera porque ya nada es posible” (Sofsky, 2006, p. 77). Claramente, el padecimiento aterrado que anega al narrador subsume el yo en el instante inmediato a la muerte y por ello poco importa defenderse. La muerte segura del héroe encarna el desamparo y el horror como fuerzas que devoran el tiempo, el espacio, la consciencia; poco vale entonces ayudarse a sí mismo o pensar en la posibilidad del socorro por parte de los otros, pues se está totalmente solo a merced de los asesinos en medio de un pueblo muerto.
En el pasaje del grito confluyen, a su vez, visión y presentimiento: “como si antes de verla ya la presintiera, medio hundida en el aceite frío y negro, como petrificada, la cabeza de Oye”, dice Ismael. El horror de lo “inmirable” se augura en el grito que con anticipación lo acosa. Si al inicio del relato se nos muestra a un personaje voyeur, fascinado ante la visualidad sensual que le ofrece el cuerpo femenino, en los acontecimientos finales la mirada deseante de este voyeur se invierte de modo radical. Ismael, arrebatado por el delirio a causa del horror que lo avasalla, no logra substraerse del acto de ver. Las imágenes de violencia desenfrenada se le imponen en cada movimiento; si bien, el protagonista sigue siendo un ojo lúcido frente a lo que ve y lo que lo mira, está obligado a observar y ser observado, circunstancia que desfigura su mirada deseante de voyeur. El desborde convulso del sí mismo se produce cuando la mirada voluptuosa se pervierte ante la visión de la cabeza desmembrada. A diferencia del acto de ver voluntario que buscaba el cuerpo deseado como placentera proyección de los sentidos, la obligación de mirar y escuchar lo horroroso lanza al héroe a la experiencia trágica de abandonarse a la muerte y rechazar lo que percibe. Ahora bien, este trance de negación conlleva, de modo recíproco y paradójico, un acto de reconciliación. Cuando Ismael se abandona al delirio y la muerte, el espacio narrativo se abre hacia el reconocimiento de los muertos. En el momento de pasar de espectador de la cabeza decapitada a sufrir el horror de esta, Ismael, como figura vicaria, da voz y representación a la persona ultimada. El dolor de Oye adopta la forma del grito que inunda el mundo interior del personaje narrador. Un grito punzante que nos recuerda el sufrimiento de un ser humano asesinado de manera cruel. El grito recuerda quién fue Oye. De tal forma, la imposibilidad narrativa del decapitado supera y excede su estado en la apuesta narrativa de Rosero. Ingeniar un discurso delirante, pero discurso sobre todo: simbólico e inteligible, da voz y representación a quien ha sucumbido bajo la ira de los soldados.
“Quien ante la violencia cierra los ojos, detiene el asalto de las emociones”, razona Sofsky, (2006, p. 105). Mas para Ismael Pasos es irrealizable no abrir los ojos, su mirada queda expuesta a los cuerpos mutilados, los ruidos y silencios de la guerra. La coraza de la indiferencia o del aislamiento de sí mismo, para bloquear la agresión psíquica que el hecho horroroso inspira, se va fracturando a medida que seguimos al viejo profesor. De observar y narrar la agonía de la víctima, Ismael pasa a ser víctima y observado. La agonía que contempla este héroe se convierte en su propio agonía. La decapitación de Oye es su propia decapitación. Una inversión extrema que da respuesta, quizás, a la pregunta inicial de la novela: ¿No habrá ningún peligro en parodiar a un muerto?
Del grito que persigue al personaje de Rosero llama la atención lo improbable de su manifestación física, es decir, la narración deja ver que la presencia del grito no es acústica efectiva, es el personaje el que lo intuye y siente en sí mismo. El grito es entonces una especie de sonido mudo: “no se escucha, pero se escucha por dentro, real, real”. Esta imposibilidad de la acústica física del grito: símbolo de la cabeza decapitada de Oye, actualiza el efecto de resonancia muda que brota de las pinturas de Medusa. Lo que no puede retenerse en el lenguaje articulado, lo “inverbalizable”, se ofrece como efecto sonoro en el gesto facial de la imagen, por antonomasia, de la decapitación y el horror absoluto. Por ejemplo, la Medusa pintada por Caravaggio (1597) debido a la naturaleza misma de la imagen visual, no lleva la capacidad expresiva del sonido, sin embargo, lo sugiere; mirar de frente la cabeza de Medusa es confrontar y presentir el grito que expele su boca abierta en rictus pavoroso, definiendo un gesto agresivo o de total horror. Mirar este monstruo griego es no solo confrontarse con su mirada paralizante –reforzada en el sinnúmero de ojos de las serpientes que hacen de melena–, sino también, escuchar como un eco reprimido el alarido que su gesto expresa. Obsérvese también, desde este mismo ángulo, el grabado Cabeza de Gorgona, de Louis-Pierre Baltard, la imagen, aún más espeluznante que la de Caravaggio, ofrece la imagen de un grito aterrador que, incluso, nos hace pensar en nuestra propia vulnerabilidad ante la violencia desmedida del otro.
Preguntarse por el sonido doloroso a causa de una muerte atroz, es fenómeno que ha inquietado al arte. Y siendo el escritor colombiano un explorador de las formas como la violencia extrema ha sido representada, efectivamente, retoma esa tradición para recomponer en su escritura otras formas de simbolizar la tragedia del país. Así como Rosero inventa un personaje “testigo imposible” de la decapitación del otro y abre para ello un umbral sonoro de la muerte, Pablo Montoya, en su última novela, también ingenia un protagonista inquieto por los sonidos del inframundo. ¿Cómo suena un muerto enterrado?, ¿qué acústica envuelve a quién desaparece bajo la tierra y los escombros? Parecen ser los interrogantes que dan origen a los pasajes que se ocupan de los desaparecidos.
La sombra de Orión (2021), se interesa en explorar el estatus de los desaparecidos dejados por la Operación Orión en la Comuna 13, de Medellín, Colombia. Entre las estrategias de escritura para recuperar la presencia de los desaparecidos está la de ingeniar un universo siniestro sonoro y penetrar en él a través de la curiosidad acústica de un personaje músico. En Montoya no es la primera vez que la música toma espesor en la escritura y se convierte en lenguaje capaz de articular a su ritmo la intensidad de lo contado. Puede hacerse el trazo del “arte organizado de los sonidos” desde los primeros cuentos, pasando por un libro dedicado exclusivamente a la representación de la formación musical del propio escritor: La escuela de música (2018), hasta la última novela. En verdad, como el mismo autor piensa, el llamado estético a la música adquiere vitalidad cuando decide alejarse del realismo mágico y las formas acostumbradas de los artistas de la palabra. La música es un medio para “entender los fenómenos mismos de la creación artística” (Marinone, Foffani y Sancholuz, 2017, pp. 2, 3). El rap, el trap, la salsa, por ejemplo, son géneros que permiten comprender lo que sucede en las comunas, pero también, el horror reclama una composición sonora diferente y un conocedor profesional de los sonidos.
Mateo Piedrahita es quien se encarga de indagar sobre los muertos desaparecidos del lugar que habita, y para ello inventa una mecánica sofisticada capaz de explorar el territorio de La Escombrera . El proyecto de Piedrahita consiste en la construcción de un catálogo sonoro de los ruidos que graba introduciendo unos micrófonos en lo profundo del terreno, donde podrían estar enterrados los desaparecidos dejados por los criminales de la Operación Orión. Lo delirante se asocia de nuevo a la intención de representar lo inenarrable. Las grabaciones van dando forma a un inventario sombrío del horror, es una colección desmesurada de resonancias extravagantes, agónicas o quebradas, que tienen la intención de recuperar “un algo” de los desaparecidos. En este artista se reúne el interés literario de amalgamar horror y sonido, el miedo mezclado con la escucha. Para Teofrasto, citado por Quignard (1998), más que la visión, el olfato o el tacto, el sentido que abre con mayor amplitud la puerta de las pasiones es el oído, la percepción acústica; el alma puede experimentar la más honda perturbación cuando a los oídos llegan el gemido o el grito doloroso (p. 15). No obstante, en la novela, ese ruido perturbador, Mateo lo dimensiona como posibilidad musical para domesticar la muerte, entenderla en su compleja materialidad. La intención es, en definitiva, conformar con sus grabaciones un lenguaje artístico que interpele a quién se deje atravesar por él. Inclusive, es tan claro el propósito estético de un catálogo sonoro , que se aventura una clasificación simbólica de los sonidos en “húmedos”: asociados al barro, lo pantanoso, al elemento primigenio de la vida, y en “secos y despedazados”, expresivos del sufrimiento atroz, del grito de la muerte dejándose sentir como “un enjambre descomunal [que] aturde cuando se oye” (Montoya, 2021, p. 295).

Imagen visual y redención de los muertos


Los derrotados (2019) es otra de las novelas de Montoya en que las alternativas estéticas se amalgaman con su naturaleza política. Se recurre en esta ocasión al lenguaje visual como posibilidad metafórica para mostrar la muerte violenta. El capítulo diecisiete se conforma de la recreación de una serie de fotos de guerra, de Jesús Abad Colorado. La fijación visual-narrativa de una sucesión de detalles que componen la imagen y la alusión a referentes clásicos de la fotografía bélica –Robert Capa, Mathew Brady, Timothy O’Sullivan– dan forma a una trama autorreflexiva sobre la condición de la fotografía para registrar el dolor. Montoya aprovecha la posibilidad existencial y simbólica intuida por fuera del marco de la imagen, para dar sentido y densidad a los personajes y elementos compositivos ; el deseo estético es, precisamente, captar la visibilidad de lo evidente en la imagen para poder acceder a la invisibilidad, a lo que la imagen no muestra (Marinone, Foffani y Sancholuz, 2017, p. 3).

La fotografía de los cuerpos marcados por la violencia viene tomando un papel protagónico en las letras colombianas, piénsese, por ejemplo, en La forma de las ruinas y la imagen de la vértebra de Gaitán: lacerada por una de las balas que lo asesinó, un motivo visual que reclama la necesidad de mirar al pasado; Vásquez recurre igualmente a fotos alegóricas del narcoterrorismo en su novela El ruido de las cosas al caer y de circunstancias familiares ligadas al comienzo de las guerrillas en Colombia en su último libro Volver la vista atrás: ganadora de la Bienal de novela Mario Vargas Llosa 2021. Otro caso es el de Abad Faciolince con su relato autobiográfico Traiciones de la memoria y el libro El olvido que seremos. En La invención del pasado, Miguel Torres, de su parte, apuesta por el diálogo entre pintura y fotografía. Ciertamente, las imágenes amalgamadas a la poética del lenguaje oxigenan las formas literarias acostumbradas para representar lo violento y buscar entender la presencia del trauma, la muerte y la desaparición. Son fotos que leemos y miramos con una verdad acrecentada cuando la palabra las dialoga. La historia visual de la política siniestra sujeta en la ficción, exige una comprensión y empatía ante el dolor y la pérdida del otro. Con estas novelas del ver comprendemos que la fotografía o “la imagen es cosa viva” y el escritor “le concede alma, o lo intenta” (Mutis Durán, 2020, p. 206).
La invención del pasado, de Miguel Torres, recurre a un personaje pintor dedicado a dejar registro gráfico de los muertos desaparecidos durante los años siniestros posteriores al Bogotazo y la Violencia , los sesenta y setenta. Una vez más, el interés de la escritura enfoca la vista al pasado de la nación para narrarlo con otra perspectiva. Son ahora los ciudadanos de aquel momento quienes van dando forma a la trama a partir de sus experiencias y razonamientos del momento político que los constriñe. Las figuras políticas o el caudillo asesinado poco interesan; toman relevancia más bien los efectos traumáticos intangibles de aquella violencia, se actualizan en el presente ficcional a partir de las peripecias de quien vive indefenso frente al embate de la guerra. Recuérdese que La invención del pasado es la última publicación de la trilogía sobre el Bogotazo. Acá aparece de nuevo Ana Barbusse, protagonista de El incendio de abril; esta vez, para reconocer a través de su historia amorosa-personal, las vicisitudes de una serie de personajes y su confrontación con el momento histórico del que el libro se ocupa.
El epicentro temático de la desaparición se ubica entonces en la memoria dolorosa de Ana. Desde los acontecimientos de El incendio de abril nos enteramos que ella ha perdido a su esposo, justamente, el día del terror desencadenado a razón del asesinato de Gaitán. Por las calles incendiadas y en medio de los escombros vemos a Ana deambular en búsqueda de Francisco, pintor, quien había salido a entregar un cuadro a uno de sus clientes y desde tal instante se desconoce su rumbo. Esta historia se retoma en La invención del pasado, y la figura del esposo desaparecido se unirá a otra serie de relatos de mujeres y hombres que van siendo desaparecidos por el orden gubernativo armado. Son dos, por lo menos, las estrategias de escritura para representar y devolver la humanidad a los muertos desconocidos en su paradero , mas por el espacio de este artículo y los intereses del tema, nos concentramos en la que tiene que ver con la estética de lo visual.
Henry, hijo adoptivo de Ana, recibe el legado de Francisco y deviene pintor. Motivado por el vacío y el silencio triste que lo habita a causa de la desaparición de su joven esposa, Henry se propone rastrear a los desaparecidos que ha ido dejando la persecución de la policía; visita a los familiares, se entrevista con ellos y va compilando una serie de fotos de los seres queridos: hijas, madres, padres, hermanos, para concretar un proyecto artístico, veamos:

[…] lápiz en mano, va trazando el boceto de una cara sin apartar los ojos de las fotografías que reposan, una al lado de la otra, sobre su mesa de dibujo.
Sobre la mesa también hay docenas de bocetos de esas mismas y de otras caras […] Tres de esas fotografías corresponden a Amalia Morales, la amiga de Ana desaparecida hace un año […] Su mano oye a Tchaikovski mientras desliza el lápiz bocetando las cejas enarcadas de Amalia, la desaparecida tiene los ojos fijos en él desde la risueña expresión que conserva en la foto (Torres, 2016, pp. 309-310).

Los estudios sobre la fotografía aceptan la presencia indiscernible de “un algo” particular del rostro o persona enmarcada en la foto (Barthes, 1989; Batchen, 2004). Cuando la cita anterior indica que Amalia fija los ojos en Henry y le sonríe, recalca, justamente, en la manera como la imagen remite solo a la mujer que la ha causado, ella, como referente particular, es el origen físico y químico que constituye la foto. La fotografía afecta a Henry porque expresa “un algo” que va más allá de lo que explícitamente muestra; la sonrisa de Amalia y su afectuosa mirada rasgan “con la contundencia de lo espectral la continuidad del tiempo” (Barthes, 1989, p. 23). El instante en que el pintor mira la imagen de Amalia, la foto misma traspasa las condiciones del tiempo y el espacio que la rodean, para atestiguar el ser, la vida vivida, y con ello la probabilidad terrible de la desaparición forzada de la mujer que desde otro momento nos sonríe.
Ahora bien, la intención de Henry de pintar los retratos de los desaparecidos abre la pregunta sobre el propósito que persigue con esta tarea. ¿Cuál es la finalidad del pintor cuando decide “rehacer” las fotos? Quizás sea un tributo personal a aquellos que ya no están, y también a sus familias. Pero, sobre todo, es evidente que la “imitación estética” de las fotografías resguarda el propósito de otorgar nueva visibilidad a los rostros de los desaparecidos. Este hacer concierta una actitud política del arte. Si la fotografía señala ya lo particular de cada rostro y, a su vez, no deja en el olvido una vida, el lápiz y el pincel reactualiza desde la sensibilidad íntima del artista la trascendencia de esa vida robada. El dibujo conmemora entonces al desaparecido, nos recuerda su transcendencia humana porque sigue fijo a los afectos de alguien. La imagen, en estas coordenadas, se ubica como expresión estética política que arrebata del silencio y el olvido al desaparecido. Mirar por tanto, los retratos de Henry es un “acto de ver desobediente” (Butler, 2010) porque nos devela aquello que el régimen gubernativo no quiere mostrar. El rostro del desaparecido toma nueva dimensión cuando se vuelve imagen pública, trazo estético para ser mirado y sentido. La recepción pública de las imágenes intenta devolver el reconocimiento, la presencia y la humanidad a quienes han sufrido el oprobio del poder político. La atención del ojo público ante el rostro del desaparecido que lo escruta, visibiliza a los culpables y puntualiza las causas del horror.
La presencia de los desaparecidos en los retratos pintados posibilita también el duelo tanto individual como colectivo. El espacio público para extrañar y llorar a los desaparecidos nos congrega como comunidad y nos lleva a construir una memoria plural, incluso cultural, en torno a los afectos y la pérdida: “los familiares que se hicieron presentes estallaron en llanto al ver los retratos de sus seres queridos colgados en los paneles” (Torres, 2016, p. 441). La imagen de quien ha sido desaparecido es una constante hoy en las expresiones culturales latinoamericanas, Blanca Gutiérrez (2020), a propósito de los performativos –imagen, escultura, escenificación– alrededor de los cuarenta y tres estudiantes desaparecidos de Ayotzinapa, en México, sostiene que “delinean una nueva forma de recordar que a su vez produce el contenido de lo que se debe recordar” (p. 154), ciertamente, la comprensión de la imagen como lenguaje político en el espacio literario o público, decide no solo cómo sino también qué recordar de las vidas robadas haciendo esguince al discurso amañado del poder que justifica el crimen; además, la imagen reinscribe “el problema de la violencia en una política visual cuyo núcleo es la afirmación de la responsabilidad con los otros como constitutiva de nuestra subjetividad y de nuestra sociedad” (Gutiérrez, 2020, p. 154). De esta manera, la intención del proyecto artístico de Henry es hacer reconocible los rostros, la vida, de los desaparecidos, restituirlos a su familia y ámbito social. En diálogo con Butler (2010), podría decirse que la comunicabilidad del rostro pintado se vuelve vigorosamente amplia cuando reclama de quien lo mira una respuesta afectiva, ya sea de dolor, rabia o indignación (pp. 113-115), una respuesta, en todo caso, ajena a la indiferencia frente a lo inhumano de la desaparición. Es la cara del otro, en síntesis, y recordando a Levinas (1993), la que reclama una respuesta ética de los asistentes a la exposición de Henry. Lo humano les (nos) llega de manera visual en las fotos y retratos que Torres incorpora a su novela.

Conclusiones


En orden a las ideas discutidas a lo largo de este artículo, puede concluirse que la novela colombiana reciente relaciona la violencia, la estética y la política al momento de pensar sus estrategias de escritura en la representación del dolor y la realidad intangible derivada de la guerra en el país. Los escritores de los que nos ocupamos esta vez –Evelio Rosero, Pablo Montoya y Miguel Torres– coinciden en alejarse de las formas acostumbradas por la novelística del país al momento de representar la violencia política; no se ocupan ya de la figuras visibles del poder para dar forma a sus metáforas sino y, especialmente, ponen en el centro de sus apuestas de escritura a la víctima, esto es al sujeto sufriente, al muerto y al desaparecido. En este giro estético, los textos elegidos dan cuenta de un cambio de imaginario sobre las formas políticas para construir un país; se debate, desde las “metáforas de los vencidos”, el alto costo humano que deja la guerra y el impacto que esta tiene sobre nuestra sensibilidad. Ciertamente, la mirada de la violencia como práctica intrínseca al poder político, además de la negación de las víctimas cuando son registradas como una cifra más, un daño colateral, en la confrontación de los ejércitos, edifica sujetos insensibles ante el horror, acostumbra los sentidos a la crueldad de un mundo, cada vez más empeñado en habituarnos a vivir en un estado de emergencia y sus prácticas atroces.
Recurrir al lenguaje visual y sonoro para alentar otras formas expresivas de la palabra literaria dice de una estética que renueva su condición política, no tanto por recrear la realidad nacional, sino por las formas como el acto creativo mismo, esto es la postura del escritor ante la violencia y la forma como esta postura se reconfigura en las estrategias literarias, permite contar de otra manera, desde la sensibilidad del muerto y el desaparecido, la historia del país. Las metáforas visuales y sonoras se establecen como espacio para la reflexión del poder del arte: escritura, imagen, música, desestabilizan imaginarios colectivos, nos confrontan con el horror que se vive en los lugares de la guerra y traen al presente las infamias del pasado con la intención, acaso, de revisar y no repetir el legado violento.


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En conversación con Pablo Montoya. Iluminaciones de la palabra. A propósito de La sombra de Orión

Orfa Kelita Vanegas

Universidad del Tolima

okvanegasv@ut.edu.co

Entrevista publicada en la Revista de Literaturas Modernas Julio-diciembre 2021

La siguiente es una entrevista realizada en el marco de las jornadas “Literatura y actualidad” organizadas por el Instituto de Literaturas Modernas a Pablo Montoya, escritor colombiano, profesor de literatura en la Universidad de Antioquia, Colombia. Ganador en 2015 del Rómulo Gallegos con la novela “Tríptico de la infamia”. Ha sido reconocido también con el José Donoso (2016) y el premio de Casa de las Américas (2017), entre otros merecidos premios y distinciones. Ha publicado numerosos libros de ensayo literario, cuento, novela, poesía y relatos. Entre sus libros más destacados están: Novela histórica en Colombia 1988-2008: entre la pompa y el fracaso, 2009, Un Robinson cercano, diez ensayos sobre literatura francesa del siglo XX, 2013, Cuaderno de París, 2007; Lejos de Roma, 2008; Los derrotados, 2012; La sombra de Orión, 2021.

Kelita: Antes de entrar de pleno en tu libro quisiera que nos hablaras un poco de ti. Tú has planteado que hay quizás hasta el momento cuatro periodos en tu devenir artístico, periodos que además ubicas en lugares y tiempos específicos, Tunja y la música, París: el idioma la cultura, tu crecimiento intelectual y creativo, el retorno a Colombia a inicios del 2000, etc. ¿Quieres hablarnos de estos momentos y de qué manera ha estado la escritura ahí presente?

Pablo: Antes que nada quiero agradecerte por tu comentario sobre esta novela, que sigo pensando que es muy dura, muy difícil, muy oscura, en cierta medida tenebrosa, pero que siempre sentí que había que escribirla; que en mí había caído la dificilísima responsabilidad de escribir un libro sobre los desaparecidos en Colombia. El asunto de los periodos que has mencionado se debe a que las entrevistas son las que me han hecho pensar esos momentos de mi pasado como escritor. No crean que los escritores somos tan ociosos como para ponernos a pensar esas cosas. Aunque, siempre hay entrevistas o preguntas que finalmente lo lanzan a uno a hacer una retrospectiva y a organizar ese itinerario existencial en torno a la escritura. Entonces sí, en efecto creo que es muy importante Tunja, donde fui a estudiar música. Es una ciudad que queda cerca de Bogotá, que en algún momento fue un centro cultural muy importante, en la época de la colonia –es una ciudad pequeña, intermedia como le decimos en mi país-, que luego entró como en una especie de olvido. Allí fue donde yo empecé a estudiar música, allí también estudié Filosofía y Letras, y allí fue donde comencé a escribir y a pensar en esa idea de que algún día podría ser escritor. Sigue luego el periodo de París. Allí hice un doctorado en estudios hispánicos y es donde asumo verdaderamente mi oficio de escritor. Antes había sido músico, y llegué a París con la idea de financiarme mi vida con la música, por lo que tuve un primer periodo muy marginal, muy difícil, en el que fui músico callejero en el metro. Tuve otros oficios para poder sobrevivir, hasta que finalmente obtuve mi diploma. Y es en París donde publiqué mi primer libro de cuentos. Luego regresé a Medellín y me ocupé de asumir la relación entre el trabajo académico, porque comencé a trabajar en la Universidad de Antioquia de Medellín como profesor de literatura, y la escritura. En este momento empecé a publicar con mayor decisión y con mayor frecuencia, pero también me enfrenté a la escritura de la novela, ya que asumo la novela en un periodo tardío, no lo hice a los 20 o a los 30 sino que empecé a escribir novelas a los 40…

Nueve preguntas a Pablo Montoya

Nueve preguntas a Pablo Montoya.

Peregrinaciones del artista, el pensador y el personaje literario[1]

Orfa Kelita Vanegas

Universidad del Tolima

okvanegasv@ut.edu.co

Entrevista publicada en Pasavento. Revista De Estudios Hispánicos9(2), 483-492.

https://erevistas.publicaciones.uah.es/ojs/index.php/pasavento/article/view/1469

Pablo Montoya es uno de los escritores e intelectuales más notables en el campo de las letras colombianas actuales. Ha publicado un número importante de cuentos, novelas y ensayos de crítica literaria y estética. Su novela Tríptico de la infamia ganó el Rómulo Gallegos 2015, y le mereció otros premios importantes, aparte de la visibilidad y reconocimiento más allá de las fronteras latinoamericanas. He seguido el recorrido de la escritura de Pablo Montoya por más de una década, cuando publicó su libro de cuentos Réquiem por un fantasma. No obstante, es a partir de 2012, con la publicación de Los derrotados, que inicié un estudio más cercano y académico a las apuestas de escritura que sus publicaciones ofrecen. El diálogo estrecho entre lenguaje visual, lenguaje sonoro-musical y lenguaje literario ha sido el núcleo no solo de mis intereses de investigación sino también de otros estudiosos de la narrativa de Montoya, entre ellos Susana Zanetti, Ana María Amar Sánchez, Mónica Marinone, Carolina Sancholuz, Jingting Zhang. En esta ocasión he querido diseñar un encuentro directo con Pablo para conversar sobre aspectos inherentes a su estilo literario, su mirada ética y política del hacer literario y conocer quizás, sobre sus futuros planes de escritura.

Comencemos con las nueve preguntas a Pablo Montoya:

  1. Dice Borges recordando a Heráclito: “el hombre de ayer no es el hombre de hoy y el de hoy no será el de mañana.” Cuando miras hacia atrás tu devenir escritor ¿cuáles serían para ti los cambios más decisivos en tu proceso literario y en tu perspectiva sobre el rol del escritor en el panorama social contemporáneo?

Creo que ha habido una relación continua entre mi proceso literario y el rol social que he desempeñado como escritor. En este sentido, ubico cuatro períodos en mi “devenir artístico”. El primero se sitúa en Tunja, ciudad donde publiqué mis primeros textos. Es un tiempo, sobre todo, de aprendizaje. Allí están los cuentos musicales de La sinfónica, mis primeros ensayos y poemas en prosa. En Tunja también nació, nítida, la idea de lo que más tarde sería La escuela de música. Durante esos años (1984-1993), leí a autores fundamentales: Dostoievski, Tolstoi, Kafka, Mann, Borges, Carpentier, Rulfo, Cortázar, entre otros. Al lado de este aprendizaje literario, sucede el de la música, el acercamiento a la obra de los grandes compositores, el estudio de la filosofía. Y comencé también a forjar mi proyección social como escritor. Fundé, en compañía de algunos amigos, una revista cultural, fui miembro de un cine club, músico de una orquesta sinfónica y de varios conjuntos de música popular, me vinculé con actividades artísticas y políticas en la UPTC. Recuerdo que cuando la policía asesinó a Tomás Herrera Cantillo, estudiante amigo de esta universidad, escribí un texto de protesta que pegamos en uno de los muros de esta universidad. Conservo ese texto y allí ya se ve con claridad mi posición antimilitarista siguiendo las enseñanzas del viejo Tolstoi. También escribí notas de programa de mano para los conciertos del Festival Internacional de la Cultura. Este primer período culminó con la obtención del Premio Nacional de cuento Germán Vargas, organizado por el periódico El Tiempo, mi obtención de la licenciatura en filosofía y letras de la Universidad a distancia de Santo Tomás de Aquino y mi partida a Francia.

Luego vino el período de París (1993-2002) donde se presentaron el aprendizaje de la lengua francesa y mis estudios de maestría y doctorado en la Sorbona. En esos años comprendí que el viaje y el exilio serían temas fundamentales en mi obra. Asimilé de la mejor manera la literatura francesa, desde Villon hasta Houellebecq. Resultaron esenciales mis lecturas de Montaigne, Baudelaire, Flaubert, Víctor Hugo, Schwob, Céline, Guide, Camus, Yourcenar, Tournier y Quignard. Ayudado por ellos, fui encontrando mi voz en la escritura. Fue en París, por lo demás, donde dejé la interpretación de la música (durante más de diez años fui flautista) para dedicarme completamente a la literatura. Empecé, a su vez, mi carrera académica que es crucial en mi proceso intelectual y creativo. Ahora bien, el puente con lo social en Francia se estableció desde mi condición de asilado político colombiano. Recuerdo, por ejemplo, las lecturas de algunos de mis cuentos y poemas en eventos organizados por Amnistía Internacional, en numerosos eventos de cultura latinoamericana y mi participación en las marchas. Participé en muchas, desde las que protestaban por el genocidio de Ruanda y por la situación de los habitantes sin domicilio fijo, hasta las que rechazaban la xenofobia, las guerras de la OTAN y los proyectos contaminantes de energía nuclear. Fue en París, y desde París, donde publiqué mis primeros libros (Cuentos de Niquía (1996), La sinfónica (1997), Habitantes (1999), Viajeros (1999) y Razia (2001). Y fue allí donde comprendí que debía ser un escritor comprometido con las luchas en cuyo centro está la defensa de la dignidad humana frente a los atropellos de los poderosos del mundo.

El tercer período inició cuando regresé a Medellín, en 2002, y culminó con la obtención del premio Rómulo Gallegos, en 2015. Me vinculé como profesor de literatura de la Universidad de Antioquia y, desde esta trinchera, he escrito la mayor parte de mis libros. En 2004 publiqué mi primera novela, La sed del ojo, que comienza una serie de obras que yo denomino de artista, porque sus personajes principales son fotógrafos, poetas, pintores, músicos que enfrentan desde sus oficios las sociedades turbulentas que les corresponden. Estas novelas son Lejos de Roma (2008), Los derrotados (2012), Tríptico de la infamia (2014), La escuela de música (2018) y La sombra de Orión (2021). Fue un período en que participé en muchos coloquios y congresos y publiqué una buena parte de mi obra ensayística, poética y cuentística. Incluso, desde mi puesto de profesor de literatura, he asumido una determinada proyección social. Todo este movimiento intelectual, de todas maneras, pasó en las coordenadas del mundo académico. A veces, recibía invitaciones para ir a ferias del libro o a festivales literarios. A la sazón era un escritor más o menos invisible, puesto que la mayoría de mis libros habían sido publicados por editoriales pequeñas y universitarias.

Pero esto terminó con la obtención del premio Rómulo Gallegos. Desde ese año, 2015, y hasta hoy, se ha configurado el que me parece es el cuarto período. Me volví un escritor “público”. Mi nombre, mi figura, algunos de mis libros, aparecieron en los periódicos y los espacios culturales del país y América Latina. Ha sido un tiempo de numerosos viajes, de otros premios y condecoraciones y reconocimientos. He seguido escribiendo y publicando otros libros en medio de este intenso vértigo público. Y aunque sigo vinculado a pequeñas editoriales, Penguin Random House se ha encargado de editar una parte de mis libros. He aprovechado, por otro lado, esta visibilidad para manifestar mi descontento frente a la crisis climática. Desde Medellín he levantado una voz en defensa de los derechos de la naturaleza. Me he vuelto, como se dice, un intelectual comprometido con la defensa de la ecología. He manifestado, públicamente, mi rechazo al militarismo, a las fuerzas más reaccionarias de la política colombiana, a sus élites crueles y corruptas, y he criticado a las oposiciones armadas con las que, en algún momento de mi vida, tuve una cierta simpatía. He expresado con claridad mi posición de pacifista radical en medio de un país dominado por toda suerte de guerreros legales e ilegales. Quizás el momento culminante de esta posición la represente La sombra de Orión, en la que hago una radiografía del horror de la desaparición forzada en Colombia.   

  • Tus novelas se alimentan de diversos lenguajes de las artes: la pintura, la fotografía, el grabado, la música. Y, a su vez, cuando leemos tus novelas y cuentos constatamos que tu escritura entra también a nutrir esas manifestaciones estéticas que incorporas. No es posible leer Tríptico de la infamia sin remitirse a mirar, por caso, el cuadro de François Dubois: “La masacre de San Bartolomé”, o en La escuela de música ensayar su lectura sin escuchar de Theodorakis el “Canto General” o el “Réquiem” de Berlioz. ¿Consideras que estas apuestas estéticas de vincular otros lenguajes artísticos llevan a nuevas expresiones, a una oxigenación, de la producción literaria colombiana?

Mi formación académica me ha llevado a tener una idea más o menos completa de la literatura colombiana. Comprender, por ejemplo, cómo han evolucionado nuestras letras desde la colonia hasta nuestros días. Esto, sin duda, ha influido en mi escritura. De hecho, Pedro Cadavid expresa en varios momentos lo que significa escribir en un país como Colombia. En varios pasajes, en los libros donde es protagonista, se pregunta de qué manera se pueden oxigenar esas formas de narrar un proyecto nacional vapuleado por la violencia. Esa ha sido, pues, una de las formulaciones esenciales de mi obra. Plantearle al lector la dimensión de estas preguntas y mostrarle cómo se presenta una posible renovación. Desde mi época de Tunja, tuve consciencia de que una de las formas de escribir era apoyándome en lo artístico y así abordar la violencia, tanto la colombiana como la ecuménica, de un modo distinto. Mis dos primeros libros, Cuentos de Niquía (que son relatos más o menos oníricos con fondo de violencia), y La sinfónica (que son cuentos de artista dedicados a la música) marcan ese rumbo con la claridad de quien ya sabe para donde va. Y luego estos dos temas (el arte y la violencia) se irán imbricando de forma cada vez más compleja en las novelas de la madurez, como sucede en Los derrotados, Tríptico de la infamia y La sombra de Orión.

  • En cuanto al lenguaje musical en tu escritura, recuerdo que la omnipresencia de la música en la existencia de los personajes que recorren tu novela La escuela de música, se insinúa desde el inicio con el epígrafe de Verlaine: De la musique encore et toujours ! Y se sabe también de tu pasión literaria y musical por Carpentier y el papel decisivo que este ha jugado en tus apuestas estéticas. Mas, quizás, se conoce un poco menos de los escritores o artistas que han motivado tu interés por el lenguaje visual y su diálogo directo con la palabra literaria. ¿Hay acaso un escritor tan importante como Carpentier al momento de revisar la tradición literaria que nutre tu interés por el lenguaje visual?

En varias ocasiones he señalado a Carpentier como el escritor que más me acompañó en el tránsito de la música a la literatura. Pero no fue el único. A su lado, hay autores de los que me he nutrido continuamente. Está el caso, por ejemplo, de Thomas Mann. Creo que una novela como La escuela de música le debe mucho más al alemán que al cubano. La mía es una novela de formación más emparentada a La montaña mágica que a Los pasos perdidos. La verdad es que pude resolver los problemas literarios que me planteó La escuela de música acudiendo al magisterio de Mann que, en cierta medida, es un descendiente del Goethe del Wilhelm Meister. Con lo visual hay varios autores que fui conociendo durante mi estancia en París. Está el caso de Baudelaire y de sus textos sobre pintura y fotografía. De hecho, La sed del ojo la escribí como un thriller erótico con un telón de fondo histórico donde las ideas de Baudelaire sobre la fotografía y la pintura son cruciales. La sed del ojo es una respuesta ficcional a los planteamientos con que este escritor repudió la llegada de este arte advenedizo y, según él, de segunda categoría al comparársele con la poesía y la pintura. En realidad, fueron los escritores franceses quienes me ayudaron a entender mejor la interesantísima relación existente entre literatura e imagen. Y ahí están las Piezas artísticas de Paul Valéry; las consideraciones de André Malraux en El museo imaginario; las maneras poéticas en que Élie Faure asume la historia del arte desde el paleolítico hasta la primera mitad del siglo XX; las aproximaciones literarias al mundo de la pintura de Proust, Yourcenar y Quignard; y las que hace Michel Tournier al de la fotografía. Todos ellos me fueron introduciendo a un universo apasionante donde la sensibilidad ante lo visual está apoyada siempre en una especie de erudición histórica y literaria. Pero no podría dejar pasar por alto, para situarnos en el terreno latinoamericano, la presencia de Octavio Paz. La lectura de sus ensayos y poemas dedicados a pintores y pinturas han sido para mí, desde que los conocí en mis años parisinos, como una carta de navegación.     

4. Con el personaje Pedro Cadavid, tu alter ego de escritor, se admite que hay en gran parte de tus novelas una “intromisión” in corpore e in verbis del autor en el mundo narrado, ¿Podríamos decir en tono “flaubertiano” que “Pedro Cadavid c’est moi[2]? en el sentido que hay en la conciencia de Pablo Montoya tal presencia de su propio personaje que llega a sentir su tragedia o felicidad, las que él mismo ha creado.

Durante un tiempo sentí una suerte de pudor de entrometer mi vida directamente en los libros que iba escribiendo. Por tal razón, decidí ocultarme, o disfrazarme, o mimetizarme. Podría decir que, en Viajeros, Trazos (2007) y Programa de mano (2014), me escondo detrás de los personajes de la historia y la imaginación que propongo a través de estas prosas poéticas. Pero en algunos cuentos de Réquiem por un fantasma(2006) empieza a configurarse la presencia de un personaje que, más tarde, será el Pedro Cadavid de las novelas. En Los derrotados es evidente la apuesta metaficcional que tiene como autor principal a este alter ego mío. Es como si al abordar la novela, que para mí ha sido el género de la madurez literaria, se me hubiera dado el permiso de construir un personaje que, a su vez, me ha posibilitado expresarme como persona, artista, intelectual y ciudadano. Por eso el personaje que articula mis libros sobre la violencia en Medellín es Pedro Cadavid. La fórmula flaubertiana me parece plausible en el vínculo entre ambas instancias, una real y otra ficcional. Sobre todo, cuando Cadavid se asume como un escritor que no solo escribe literatura, sino que se pregunta constantemente cómo escribirla. En esto reside el puente con Flaubert, un autor al que he leído y releído hasta llegar a traducir sus Tres cuentos al español. Flaubert es, por lo demás, el escritor que asume la aventura de la escritura como un paraíso y un infierno, como salvación y condena. Esta lucha con la palabra justa, con la búsqueda de un estilo literario que pretende rozar la perfección, son asuntos que me conciernen demasiado. O sea que Flaubert podría servir como un espejo en que parte de mi labor escritural se refleja.  

5. En relación con la pregunta anterior y aceptando que la identidad nominal está íntimamente ligada al ser que señala y contiene por ello una buena dosis simbólica y afectiva, he rastreado en tu narrativa el sentido del nombre de tu personaje y encontré, quizás, un indicio en el cuento “Las formas del silencio”, en que el narrador, un escritor que ha abandonado el mundo de la música y la vida sonora, se identifica con el San Pedro apóstol de una crónica cristiana apócrifa. Como este, el narrador-escritor se siente taciturno y proclive a la soledad. Comparten el deseo del silencio absoluto como estado de reconciliación consigo mismo y acceso a la “verdad” y la plenitud del amor. ¿Hay alguna relación entre Pedro Cadavid y el San Pedro apócrifo, o de dónde surge el nombre Pedro Cadavid?

Cuando era adolescente, y empezó a manifestarse mi rebeldía en el seno de una familia muy conservadora antioqueña, no me gustaba mucho mi nombre. Pablo significa pequeño, persona humilde. Eso me gustaba, por supuesto. Pero la alusión al personaje apóstol no me llamaba mucho la atención. San Pablo para mí ha sido uno de los personajes más polémicos de la Antigüedad. Su publicidad del cristianismo me produce escozor y sus cartas, la verdad sea dicha, no me atraen demasiado. Pedro y su alusión a la piedra, como solidez y resistencia, en cambio, me llamó poderosamente la atención por aquellos años. Tal vez esta fascinación por este nombre griego y posteriormente latinizado y españolizado haya influido en esta mi literaria. El Cadavid, por su parte, es uno de mis apellidos familiares, muy arraigado, como el Montoya y el Campuzano, en Antioquia. Ahora bien, la alusión a San Pedro en el cuento “Las formas del silencio” tiene que ver con una lectura que hice de los ensayos de Pascal Quignard, El odio a la música, otro autor al que he traducido varias veces. Allí hay un ensayo sobre la relación anómala entre San Pedro y los sonidos que me pareció pertinente citar a propósito de esa fobia sonora que padece el personaje de mi cuento. Personaje que trato con cierta amplitud en La sombra de Orión, ya que el protagonista de “Las formas del silencio” es el músico que en la novela registra los rastros sonoros de los desaparecidos de la escombrera.

6. El interés por los muertos inermes y la política criminal de la muerte son un motivo de recurrente preocupación por todos tus personajes artistas: escritor, músico, pintor, fotógrafo. Incluso, en La sombra de Orión, Pedro Cadavid se pregunta por la tradición estética de los novelistas colombianos en la figuración de la violencia a partir del cuestionamiento de García Márquez sobre las formas literarias que venían alimentado una “literatura de urgencia” y la fijación literaria en un punto ajeno a lo explícito de los muertos. ¿Cuál sería para ti el giro moral que ha dado hoy la reflexión sobre la violencia política en el discurso literario, cuando, justamente, el cuerpo deshecho, los muertos y los desaparecidos empiezan a ocupar el primer plano en una parte de las propuestas de escritura colombiana?

García Márquez renovó la literatura de la violencia en Colombia. Fue una labor que hizo en compañía de Cepeda Samudio, Mejía Vallejo, Hernando Téllez y Eduardo Caballero Calderón, entre otros. La postura de García Márquez consistió en escribir una literatura donde lo explícito de la violencia es rechazado. Yo he tomado, de algún modo, un camino diferente. Me apoyo, y en esto estoy de acuerdo con el Nobel, en la necesidad de demostrar oficio, manejo de técnicas narrativas, dominio de un estilo literario en lo que se escribe. García Márquez, a propósito, decía que el gran problema de la literatura de la violencia partidista era la falta de oficio que manifestaban los escritores de entonces. Desde los personajes artistas de mis libros, y distante a la propuesta de García Márquez, yo he elaborado una serie de catálogos del horror. Ahí está el catálogo de las masacres descrito desde una serie de fotografías en Los derrotados. El catálogo del exterminio indígena hecho desde la interpretación de una serie de grabados en Tríptico de la infamia. Y el catálogo de desaparecidos presentado en La sombra de Orión donde poesía y periodismo confluyen. ¿Por qué hacerlo? Una explicación apuntaría, al menos en mi caso, al hecho de que la violencia colombiana se ha desbordado de tal forma que sería difícil desconocer su ubicuidad tenebrosa. Como dejar pasar por alto, en la literatura, que somos un país donde hay más de cien mil desaparecidos, con una guerra permanente que ha dejado cientos de miles de asesinados, con exterminios políticos que no cesan, con miles de falsos positivos, con más de seis millones de desplazados internos y otros tantos que están en el exilio. Estas cifras demuestran el rotundo fracaso del proyecto nacional llamado Colombia. Es verdad que la novela es, entre otras cosas, una recreación poética de la realidad, como decía García Márquez. Pero también es cierto que nuestra realidad está moldeada por la violencia. Pero otra posible explicación sería la de introducir, en estos catálogos de muertes, una necesaria dosis de ética. Este giro moral al que te refieres, me parece esencial. De hecho, uno de los problemas que me suscita una buena parte de la literatura de la violencia colombiana es su poco espesor moral. Algo que termina convirtiéndola en algo banal, espectacular y amarillista.

7. Se reconoce que los estudios sobre la novela colombiana que tematiza la violencia se han apoyado, sobre todo, en conceptos de las ciencias sociales y del discurso histórico, remarcando en las causas políticas y sociales del conflicto. Y cuando se reflexiona sobre los efectos psicosociales se enfocan habitualmente los elementos activos que los desencadenan –sicarios, narcotraficantes, personajes de perfil político, narradores militantes, etc.–. Las metáforas del poder juegan de este modo un rol central en gran parte de la crítica literaria. Tú como estudioso de la literatura colombiana ¿qué mirada tienes sobre las formas como la violencia atroz se ha figurado en las letras colombianas?

Se nos dijo, durante un tiempo, que el gran conocedor de las dinámicas del poder en Colombia era García Márquez. Y nos mostraban, por ejemplo, los militares de su obra que, generalmente, son vencidos. Aureliano Buendía, el coronel al que nadie le escribe son dos personajes que hicieron la guerra de los Mil días, pero terminan siendo vencidos. También nos dijeron que el mayor exponente de ese tipo de poder militar era el dictador de El otoño del patriarca. Lo que me ha preocupado a mí, al respecto, son los vencidos civiles y no los guerreros. Y para hacerlo, repito, me he apoyado en un tipo de víctimas. De hecho, el patriarca de García Márquez siempre me ha parecido un personaje repudiable, no solo porque es un victimario, sino porque carece de espesor moral y ético. En el fondo de ese delirio verbal, que ha subyugado a tantos y con el cual se construye la novela, se agita un espécimen repugnante. Y es que si pasamos revista a una buena parte de la literatura de la violencia en Colombia se constata que lo que prevalecen son asesinos, sicarios, mafiosos, personas, en fin, que carecen de cualquier catadura humana. O si la poseen, esta se oculta detrás de psicologías y anatomías hechas para matar o provocar el mal. La narcoliteratura, la paraliteratura, la sicaresca han caído de hinojos ante estas figuras aciagas. Cuando estaba escribiendo los cuentos de Réquiem por un fantasma me di cuenta de que debía ocuparme del otro lado del fenómeno, es decir, de las víctimas. Y creo que este rumbo lo continúa La sombra de Orión. Mírese, por ejemplo, el catálogo de desaparecidos llamado “La escombrera”. Lo conforman 26 semblanzas cuyos protagonistas son casi anónimos. Todos ellos de origen popular, gente pobre y humilde, personas buenas, pero que han sido embestidas por el flagelo de la desaparición forzada. Considero, en esta perspectiva, que la metáfora de los vencidos colombianos de ahora la conforman los miles de desaparecidos que ha provocado la dinámica política de este país.

8. Y, frente a las metáforas de los vencidos colombianos ¿cuál consideras que es el papel de la crítica literaria?

Hablar de crítica literaria es referirse a historias de la literatura, a aspectos polémicos como el canon y la recepción y difusión de los libros y sus autores. Es sopesar, además, esa movilidad cultural en que aparecen los dueños del poder económico, político y religioso para intervenir en los asuntos de la valoración literaria. En este sentido, desde la Antigüedad hasta nuestros días, la literatura se ha valorado, o criticado, desde esas orillas. Esto no significa, por supuesto, que la literatura asociada al poder de los vencedores sea negativa. Solo basta mirar el caso de la Eneida. Virgilio la escribió para el beneplácito de Augusto, pero quiso destruirla, antes de morir, porque le pareció imperfecta y quizás cuestionable hacer un libro para enaltecer el poder militar de Roma. Pero terminó escribiendo una de las obras más esenciales, y más impresionantes justamente por su altura estética, de la cultura occidental. Sin embargo, en el fondo lo que se nos cuenta en la Eneida está lleno de sufrimientos y pareciera que se estuviera cantando una serie de derrotas humanas. Lo mismo sucede con Homero. Leemos la Ilíada y nos sentimos atraídos por los troyanos, que son los vencidos en la larga guerra. Si hay un pasaje que nos entristece es la muerte de Héctor. Y lloramos esperanzados cuando, por fin, el anciano Príamo puede rescatar el cadáver de su hijo de las manos de un Aquiles estremecido por la rabia y la desolación. Lo que quiero decir es que muchos de los grandes libros de la literatura son narraciones o cantos del fracaso, de la crisis y la conflagración de los hombres. Y son esos libros, extraña paradoja, los celebrados por los vencedores. Incluso, se podría afirmar que una buena parte de la crítica literaria, al oficializarse, se vuelve una suerte de instrumento hermenéutico del poder. Ahora bien, si esto ha sucedido durante siglos, lo que está presentándose en la actualidad, con la crisis de las democracias neoliberales y el cambio climático, las pandemias, los grandes movimientos de protesta planetaria y las nuevas y transgresoras epistemologías de la cultura, es muy sugestivo. Se está poniendo en tela de juicio, desde la antropología, la filosofía, la sociología, la historia y el arte, ese poder que nos tiene como nos tiene, en tanto que civilización y especie. Un poder, es casi una perogrullada decirlo, que ha estado vinculado al sistema patriarcal, que es masculino, misógino, militar y monoteísta en buena parte. Y esto es evidente cuando observamos el caso de la literatura colombiana y su valoración. Las primeras historias de nuestra literatura, por ejemplo, fueron escritas por hombres defensores de las grandes instituciones oficiales de la nación tales como la Iglesia católica, los dos partidos políticos tradicionales y las fuerzas militares del Estado. Todas estas historias surgieron, por lo demás, en uno de los períodos más reaccionarios que como país hemos tenido, el de las últimas décadas del siglo XIX e inicios del XX. La crítica literaria en Colombia nació y se ha desarrollado en estos contextos ideológicos. Lo cual nos permitiría decir que son valoraciones de obras de los vencedores o, en algunos casos, de los vencidos pero que han sido asimiladas por el poder vencedor. De hecho, me atrevería a pensar que el fenómeno de la recepción por parte de la crítica de las novelas de la violencia en Colombia, donde es claro ver la oposición entre vencedor y vencido, entraría en estas coordenadas. Son novelas que narran traumas de derrotados pero que atraen al poder victorioso y éste apuesta por su canonización. Sin embargo, ahora estamos presenciando grandes mutaciones sociales que la crítica literaria asimilará de un modo u otro. Vendrán nuevas lecturas interpretativas de esas obras literarias que han sido enaltecidas por ese poder mencionado (el periodístico, el editorial comercial, el político y hasta el académico), y que, quién sabe, si lo seguirán siendo en el futuro. El panorama entonces está, por fortuna, transformándose, y aparecerán metáforas más eficaces y esclarecedoras de los vencidos.                

9. Y, para finalizar, has comentado que con la reciente publicación de La sombra de Orión cierras el ciclo de escritura sobre la violencia colombiana. Por tanto, ¿cuáles son en este momento tus proyectos literarios cercanos, qué otros intereses creativos podrían motivar más adelante nuevas novelas o cuentos?

La verdad es que, además de cerrar este ciclo, que inició con mi primer libro, Cuentos de Niquía, con la escritura de La sombra de Orión he quedado extenuado. No sé muy bien si es un cansancio ocasionado por la envergadura de la empresa acometida, o si se trata de un agotamiento generado por el mismo tema de la desaparición. Cuando lo abordé, fui consciente de que pisaba terrenos donde casi todo es frustración, desolación, oscuridad, resentimiento, impotencia, maldad. Sé que he llegado, en todo caso, a una especie de punto final. La sombra de Orión es la culminación de un proceso. En sus páginas confluyen temáticas, personajes, pesquisas estilísticas y literarias que he trabajado en otros libros. Por tal razón, lo que sigue apuntará a otros mundos y a otras épocas. Siento, por ejemplo, una profunda atracción por el pasado. Ese pasado se llama la Roma antigua, a la que tanto debe Lejos de Roma y Hombre en ruinas (2018). También es el Renacimiento flamenco, que nutre una buena parte de Tríptico de la infamia. Asimismo, está el pasado colombiano, que moldea Los derrotados y Adiós a los próceres (2010). Y en medio de esas épocas se ha levantado siempre la figura del artista, del pensador, del personaje libertario que tanto me han atraído. Creo que mi próxima narrativa volverá sobre esos tópicos y esos tiempos. Pero está, igualmente, la escritura ensayística. Por lo pronto, y al terminar La sombra de Orión, me he sumergido en una serie de crónicas ensayos que tratan sobre escritores que para mí han sido fundamentales. Hago el viaje a uno de los sitios emblemáticos del escritor seleccionado (una casa natal, algún museo, una tumba), y a partir de esta experiencia escribo lo que podría ser un relato de viaje. Pero, a la vez, hago un balance general de esa obra que me ha enseñado a mirar el mundo, a comprender la condición humana, a gozar de la literatura como si ella fuera lo más importante que a mí, como ser humano, me ha sucedido. Pronto tendré sesenta años y es hora, pienso, de hacer estos balances personales. Por este motivo, este proyecto, que he titulado Peregrinaciones literarias, no es más que un gesto de gratitud a la tradición literaria. Sin ella, sin esos autores admirados, amados, criticados, lo mío sería poca cosa en esta maravillosa aventura de la escritura.   

El Retiro, julio de 2021


[1] Esta entrevista se inscribe en el proyecto de investigación “Tramas emocionales y sociedad percibida en la narrativa colombiana reciente” (2019-2022. CÓD. 30120), adscrito al grupo de investigación Estudios Interdisciplinarios en Literatura, Arte y Cultura (EILAC), de la Universidad del Tolima, Colombia,

[2] Si bien se discute hoy la autoría de la frase Madame Bovary, c’est moi, expresada por Flaubert, esta proposición sigue intacta en su sentido porque conserva aún la idea del “personaje vivo” como efecto de la tensión entre la sensibilidad del autor y el acto mismo de su escritura.

Imaginarios políticos del miedo en la narrativa colombiana reciente (libro)

Imaginarios políticos del miedo en la narrativa colombiana reciente

Orfa Kelita Vanegas

Editorial Universidad del Tolima, 2020. ISBN 978-958-5151-53-6

http://repository.ut.edu.co/bitstream/001/3225/2/Imaginarios%20pol%c3%adticos%20del%20miedo%20impresion.pdf

PRÓLOGO
ENTRE LA PARÁLISIS DEL MIEDO Y LA ESPERANZA

La preocupación teórica por las emociones data de mediados de la década de 1990 especialmente en el área de los estudios anglosajones, aunque el interés por ellas es de larga data. El llamado “giro afectivo” está basado en

propuestas epistemológicas tales como las teorías sobre la subjetividad, teorías del cuerpo, la teoría feminista, el psicoanálisis lacaniano vinculado con los estudios de la teoría política. Todo ello ha dado como resultado el resurgimiento de una economía de las emociones. Los nombres en danza para darnos una idea genealógica de las vertientes teóricas van de Baruch Spinoza a Gilles Deleuze y Félix Guattari. El movimiento desafió las oposiciones convencionales entre la emoción y la razón, el discurso y el afecto, poniendo de relieve la compleja relación entre poder, subjetividad y emoción de la teorización política. Como puede apreciarse estamos ante posturas teóricas interdisciplinarias, transdisciplinarias y de alcance extendido.

El “giro afectivo” en las ciencias sociales y humanidades se origina debido a diversas insatisfacciones epistemológicas. Entre las que podríamos nombrar proceden de los estudios de género, la excesiva mirada cientificista del cuerpo y la desatención de que se trata también de un constructo cultural, ya que el cuerpo no puede identificarse con el individuo. El cuerpo, de tal manera, es desplazado hacia otros campos de especialización. Las emociones propias del cuerpo y diferenciadas culturalmente fueron rechazadas por las ciencias sociales, y como consecuencia fueron relegadas hacia la psicología o la medicina. Surge entonces una pregunta de rigor: qué entidad accede a los vínculos sociales, ¿el cuerpo o el individuo? Recuerda Vanegas:

[…] entender lo emocional como “energía nomádica” o impulso que impacta los cuerpos de manera espontánea y que “sigue de largo”, niega la ilación de la persona afectada con su propio cuerpo, contexto y elemento racional; es decir, que el sujeto afectado pareciera sostenerse en la inexperiencia y la inconsciencia, pues si el afecto se entiende como acto automático –por exceso de conciencia– o como algo que no se experimenta conscientemente, así sea de manera mínima, tampoco se relaciona con la experiencia pasada.

El miedo acompaña a la existencia humana y ha encaminado la vida de hombres y mujeres frente a las amenazas y el desconocimiento. La emoción del miedo afecta sin dudas el cuerpo, pero tanto sus causas como sus efectos poseen además una dimensión sociocultural. El miedo suele desplazarse desde una respuesta psico-corporal hacia una cultura que da forma a las subjetividades en la esfera pública. América Latina en reiteradas ocasiones a lo largo de su historia ha sido escenario de culturas del miedo. Desde el plano estrictamente literario la novelística del dictador es un buen ejemplo de la manera como la ficción ha representado estados emocionales amenazantes procedentes del poder político despótico. Tanto la dimensión psíquica como social se conjugan en las estructuras narrativas de esa novelística.

El “giro afectivo” se impuso revisar los dualismos modernos: cuerpo y mente, razón y pasión, naturaleza y cultura. La persistencia de estos dualismos habría que buscarla, por un lado, en el ascenso del individualismo que caracteriza nuestra época y, por otro, en un retorno del positivismo y el racionalismo. En este contexto, las teorías de las emociones como herramienta metodológica en los estudios literarios latinoamericanos se encuentran en desarrollo, aunque parezca paradójico si tenemos en cuenta que la literatura es el campo más propicio para la expresión de las emociones, las pasiones o sentimientos. No importa aquí realizar una debida y necesaria distinción.

De aquí que sea de suma importancia la investigación de la narrativa colombiana reciente desde la perspectiva de una de las emociones de carácter social y político como el miedo. Vanegas ha reunido un corpus de novelas de calidad, premiadas y con proyección internacional para llevar a cabo sus objetivos. Se ocupa de las siguientes obras: Delirio y Hot Sur de Laura Restrepo; El ruido de las cosas al caer de Juan Gabriel Vásquez; Los derrotados y Tríptico de la Infamia de Pablo Montoya; Plegarias Nocturnas de Santiago Gamboa; El olvido que seremos de Héctor Abad Faciolince; y Los ejércitos de Evelio Rosero. Estas novelas comparten tramos temporales comunes (pertenecen a la primera parte del siglo XXI), tratan las violencias de las últimas décadas (las del narcotráfico, enfrentamientos entre diversos grupos armados), no eluden la política (abordan

la degeneración de la política), y las tramas ficcionales se despliegan desde alguno de estos núcleos. El estudio propone que estas propuestas ficcionales conectan la violencia con la emoción experimentada por la víctima. La atención en la víctima permite visualizar otras afecciones traumáticas como el dolor, la infelicidad, la inquietud, el desasosiego.

Los vínculos sociales, nos preguntábamos anteriormente, se establecen entre los cuerpos o los individuos, a la luz del “miedo político” podemos invertir los términos y pensar de qué manera impacta el miedo socialmente establecido tanto en el individuo como en los cuerpos. Vanegas ha introducido un significante crítico denominado “miedo político” socialmente establecido y de incidencia latente o manifiesta en los personajes de las novelas que estudia. Es uno de los aportes más significativos de su ensayo. En el corpus narrativo estudiado el lector accede a atmósferas asfixiantes gracias a la categoría de análisis del miedo. También la emoción del miedo permite percibir cambios en la naturaleza de los personajes: desde aquel con protagonismo público al personaje anónimo, quien padece los efectos de una conflictividad en la que de espectador inicial pasó a ser una víctima. El padecimiento en tales personajes es mayor en tanto no se le reconoce el estado sufriente. Vanegas abandonó el canónico camino de concebir la violencia productora de lo macabro a enfocarse en la escritura que da cuenta de los efectos desde una perspectiva emocional. En otras palabras, pasó de un abordaje de la novelística asentada en el enfoque sociohistórico al estudio del imaginario que se generó a partir de la violencia.

El miedo es una de las emociones más políticas conocidas, como quedó dicho, de ahí que lo emocional es el “lugar -escribe la autora- donde la novela logra llegar para descubrir una de las zonas más enigmáticas y ocultas de lo humano sometido a la crueldad atroz del poder.” El miedo desde la antigüedad ha sido una emoción impropia de los héroes y por lo tanto condenable. Era atribuido a las clases populares, que exentas de hidalguía, no contaban con esa barrera protectora contra el miedo. El miedo es el más antiguo recurso para el ejercicio del poder. Vanegas deja claramente establecido esta dimensión del miedo cuando afirma que una “antropología” del miedo demostraría que “en el plano político y cultural son especialmente importantes los efectos del imaginario colectivo en el desarrollo de los miedos, porque ese imaginario puede crearse, inflarse y manipularse, transmitirse y difundirse hasta convertirlo en pánico o en situaciones desenfrenadas de terror y horror absoluto.”

Desde el punto de vista de la crítica literaria estamos ante un trabajo innovador porque propone una categoría de análisis proveniente de la teoría de las emociones y abre de ese modo otros caminos de indagación de la narrativa colombiana y latinoamericana. Asimismo, la investigación lleva la impronta del compromiso con la sociedad a la que la autora pertenece. Parte de la literatura para recorrer las profundidades de la historia y la política, alumbrando aquellos espacios más oscuros. Finalmente, en el acto mismo de la elección de las novelas la autora se sitúa del lado de las víctimas con una empatía que le posibilita exhibir los sufrimientos de una sociedad hastiada del ejercicio de una historia circular.

Claudio Maíz

La pesadilla de la felicidad en La perra, de Pilar Quintana

La pesadilla de la felicidad en La perra, de Pilar Quintana[1]

Orfa Kelita Vanegas Vásquez

Universidad del Tolima, Colombia

okvanegasv@ut.edu.co

(Artículo publicado en Cuadernos del CILHA, Nº 33, Universidad Nacional de Cuyo, Argentina)

Resumen: Se propone la idea de (in)felicidad como principio estético que define los elementos compositivos de la novela La perra, de Pilar Quintana. Planteamos que a partir de la indagación de un yo entristecido a causa de una “promesa de felicidad” deshecha, la escritura da forma a una estética de la lejanía de lo deseado, que manifiesta en imágenes de la desolación expone lo más íntimo de los personajes y los sucesos. El tono de la narración produce una atmósfera densa: habitada por el alejamiento del deseo y la huida de lo bello. Los lugares, el tiempo, el tema, los giros del lenguaje se constituyen como epicentro simbólico de quien nada tiene, pero que arriesga todo en la búsqueda de aquello que lo extravíe del tormento de lo cotidiano. La estética del deseo frustrado significa la pérdida de la capacidad de producir un futuro y, a su vez, indaga el estado infeliz del sujeto alienado que no deja de soñar, así los sueños muden en horror o pesadilla.

Palabras clave: (in)felicidad, novela colombiana, maternidad, emociones políticas, Pilar Quintana.

Abstract: The idea of (un)happiness is proposed as the aesthetic principle that defines the compositional elements of the novel La perra, by Pilar Quintana. We propose that based upon the exploration of a saddened self because of an undone «promise of happiness», the writing style shapes an aesthetic of the remoteness of what is desired, which expressed through images of desolation, exposes the most intimate aspects of the characters and the events. The tone of the narration produces a dense atmosphere: inhabited by the remoteness of desire and the escape of beauty. The places, the time, the topic, the turns of language are constituted as the symbolic epicenter of who possesses nothing, but risks everything in pursuit of that something that will distance him from the dread of routine. The aesthetics of the frustrated desire means the loss of the ability to produce a future and, at the same time, it explores the unhappy state of the alienated subject who does not stop dreaming, although dreams turn into horror or nightmare.

Keywords: (un)happiness, Colombian novel, maternity, political emotions, Pilar Quintana.

Lo que habita la escritura

Cada mujer tiene sangre para cuatro o cinco hijos y cuando

no los tiene se le vuelve veneno, como me va a pasar a mí

(García Lorca: Yerma [1934])

La voz de Yerma en el epígrafe anterior señala el rumbo temático que este texto busca recorrer. Se percibe en el personaje de García Lorca no solo una advertencia frente al deseo frustrado de ser madre sino también un profundo martirio afectivo, que anticipa y determina el movimiento de la heroína a lo largo del drama. La sangre convertida en veneno es metáfora del estado de desdicha por la imposibilidad de la maternidad, por los hijos que nunca llegaron. Un estado de desdicha manifiesto en la tristeza, la envidia, la vergüenza, la ira y el miedo. Esta situación emocional femenina nos confronta, una vez más, en La Perra (2017), de Pilar Quintana[2]. La lectura de La perra ubica al lector en el yo íntimo de un personaje femenino que proyecta su felicidad en el rol de madre. Con virtuosismo literario la escritora colombiana reinventa a Yerma el personaje de García Lorca, en su novela Damaris es Yerma, una mujer con un cuerpo estéril, recorrido por el veneno.

Si bien no es objetivo de este estudio realizar una lectura comparativa entre el drama de García Lorca y la novela de Quintana, sí resulta necesario dilucidar la estrecha relación de algunos aspectos temáticos relevantes entre las dos obras. El rasgo emocional, en este orden, adquiere capital importancia porque es quizás el elemento que define con cuidadosa precisión el carácter de los personajes femeninos; tanto Yerma como Damaris logran hondura dramática a través de la conciencia de su propio estado de infelicidad. De esta manera, la novela en cuestión posibilita la indagación de los modos como la escritura relaciona el imaginario de felicidad con el deseo de ser madre. Nos interesa descubrir el sentido que consigue en la escritura el hijo como “promesa de felicidad” y las consecuencias nefastas del incumplimiento de tal promesa. La palabra de Quintana habita el mundo de la infelicidad y crea mundo a partir de esa infelicidad. En esta línea, se entiende que nuestro análisis entra en diálogo con los estudios interesados en la exploración de los afectos, especialmente, de las emociones públicas, es decir, del fenómeno emocional que interfiere no solo en los imaginarios y comportamientos socioculturales sino también en la forma como el sujeto actúa y se percibe en su papel individual y colectivo[3].

Antes de centrarnos en el tema eje de estudio es necesario advertir que el ángulo desde donde exploramos los afectos en la escritura literaria, se deriva de las diversas pesquisas que entienden lo emocional como fenómeno inseparable de la conciencia y la razón[4]. Lo emocional se coliga al marco moral, social, histórico, en el que se produce. Martha Nussbaum (2014) correlaciona los afectos con el recuerdo y la memoria. Toda emoción pasa por el tamiz de la tradición y la cultura para habituarse a los intereses individuales y de la comunidad en que se ha crecido. La respuesta emocional pública afecta la lógica del orden social y está mediada por la razón, es condición que fortalece o erosiona los lazos comunitarios y genera la ilusión de una identidad colectiva (164-165). Sara Ahmed (2015), de su parte, explica lo afectivo como fenómeno que solo adquiere sentido en función de la experiencia previa. Si bien hay cierto grado de inconsciencia en las emociones, estas en sí mismas están mediadas por vivencias anteriores que influyen en su reconocimiento. Como gesto racional, lo afectivo, en tanto concepto, relativiza su rasgo natural, preconsciente y biológico, a la vez que reconoce su ambigüedad expresiva, cultural y semántica. De esta manera, el estudio sobre el principio de (in)felicidad que define la estética de La perra entra en abierto diálogo con esta visión de las emociones. Como veremos, la idea de felicidad anclada a la promesa de ser madre no puede desprenderse del contexto social, político y cultural que la circunscribe.

El concepto felicidad es complejo, está sujeto a una larga historia de miradas y enfoques disciplinares así como a diversos momentos históricos y contextos sociales y culturales[5]. No resulta fácil proponer (y no es la idea) una definición única de la felicidad en este artículo. Sin embargo, se hace necesario trazar una perspectiva sobre tal emoción y la manera como toma sentido y consistencia en el imaginario colectivo. Ahmed (2019) inicia reconociendo la felicidad como “algo” que comienza en un lugar distinto del sujeto (61). No solamente entiende la felicidad como un estado emocional o forma de conciencia que evalúa una situación de vida alcanzada en el transcurso del tiempo sino, y sobre todo, como una emoción que se orienta hacia un “objeto” externo deseado, es decir, hacia algo que en principio no hace parte de nuestra “esfera cercana”. Por esta razón, la felicidad emana de la proximidad a los “objetos” que nos afectan de manera positiva. Ver en un “objeto” la razón de la felicidad es revestir de valor subjetivo dicho objeto, además de incorporarlo a nuestro mundo como algo que nos genera placer y, en derivación, percibirlo como un “objeto feliz”. Para la investigadora “la felicidad involucra las dimensiones del afecto (ser feliz es sentirse afectado por algo), la intencionalidad (ser feliz es ser feliz por algo) y la evaluación o el juicio (ser feliz por algo hace que ese algo sea bueno)” (61). Así entonces, la emoción de felicidad compromete siempre un gesto psíquico-corpóreo, deseamos la proximidad y experimentación de aquellas cosas que nos hacen sentir de la mejor manera posible, que despiertan en nosotros afectos de bienestar y hasta de esperanza. En diálogo con esta primera aproximación a la idea de felicidad se intenta descubrir los elementos estéticos que significan la (in)felicidad en la novela de Quintana. A lo largo del estudio se discuten varias categorías del tema desde otras fuentes y perspectivas.

La lejanía de la felicidad: El deseo de ser madre

Te diré, niño mío, que sí,

tronchada y rota soy para ti.

¡Cómo me duele esta cintura

donde tendrás primera cuna!

Cuándo, mi niño, vas a venir.

¡Cuando tu carne huela a jazmín!

(García Lorca: Yerma, [1934])

Un aspecto que no pasa inadvertido en La perra es la falta de compasión de la escritora para con su personaje protagonista. Quintana pareciera ir al núcleo más doloroso del mundo emocional de Damaris para luego regresar y contar lo que hay allí. En La perra lo primero que reconocemos en su heroína es la profunda consciencia que tiene de su propia vulnerabilidad y amargura. Es una mujer pobrísima, que vive en un pueblo costero desfavorecido, quizás en el Pacífico colombiano. Hija de madre soltera: su padre, un soldado de paso por el pueblo, nunca la reconoció; que crece al cuidado de los tíos porque la madre trabaja en Buenaventura y viaja de vez en cuando a visitarla. Queda huérfana cuando iba a cumplir quince años (la madre es asesinada por una bala perdida justo antes de la fiesta de quince[6], que había preparado junto a su hija). Cumple años un primero de enero (“una fecha horrible para un cumpleaños” [Quintana, 2017: 30]). A quién sus vecinos miran como “ave de mal agüero” porque se le señala como responsable del accidente de Nicolasito (el “niño blanco rico”, arrastrado por una ola en el acantilado). Muerte por la que recibió treinta y tres latigazos: los días que el mar demoró en devolver el cuerpo del niño. Este hecho la azota con la culpa y la necesidad de demostrar que es buena. No tiene amigas ni amigos, y la prima-hermana: Luzmila, quien es la persona más cercana a la protagonista, se comporta de manera intrigante y cruel. Damaris es una mujer negra, grande y gorda, a la que no le agrada su propio físico y que, además, tiene un cuerpo estéril, incapaz de gestar hijos. Pero, (y en esto tal vez la autora le da un lenitivo), Damaris se enamora y es amada. Rogelio, su compañero, es un hombre recio, pescador en marea tempestuosa, que si bien no se muestra amoroso con ella y en algunos momentos es insolente, tiene gestos de cariño, la apoya y acompaña en la búsqueda de solución a su estado de infertilidad.

Como se aprecia, los sucesos reclaman un enfoque desapasionado, una presentación directa y cruda de los hechos. Muchas veces se tiende a admitir que frente al dolor ajeno es mejor la discreción, incluso, evitar su divulgación, para no revictimizar a quien sufre. No es fácil exponer las causas del dolor injusto o de la inocencia del necesitado, pero la literatura lo intenta. Y por esto quizás se le juzgue de cruel; descubrir la desdicha y el sufrimiento rechaza el gesto compasivo. Paradójicamente, la literatura juega un doble papel emocional ante la miseria ajena, porque si bien se aleja del afecto compasivo señalando directamente el dolor, asimismo, por su capacidad empática intuye como grave el daño del otro y hace parte de su sufrimiento. Más aún, frente al dilema de mostrar el dolor ajeno el lenguaje artístico, por su riqueza plurisignificativa y capacidad afectiva, lleva el sufrimiento a otro plano, donde la compasión “crítica” se redefine como una emoción necesaria para entender a la persona que sufre, devolverle la identidad y recobrar su dimensión social activa. La compasión no debe prestarse de fundamento acrítico en la indicación de la infelicidad. La escritura de lo cruel ensancha el “nosotros” y afecta a quien se deja “tocar” por ella, haciéndolo partícipe del sufrimiento ajeno. Por esta razón, si Quintana, simuladamente, no se apiada de su personaje, el lector sí (acaso sea este efecto el que persigue el estilo escritural de La perra). A lo largo de las páginas nos conmovemos frente al infortunio de Damaris, reconocemos la gravedad de su sufrimiento, sabemos que ella no es la causa principal de su propio dolor y nos damos cuenta de que su situación “le puede pasar a cualquiera”, en particular a una mujer, por lo tanto, el sufrimiento narrado es una posibilidad real no solo para el personaje sino también para el lector o lectora[7].

La narración comienza in medias res, encontramos a Damaris hablando con doña Elodia sobre una perra negra envenenada, que recién había parido una camada de diez perritos, “tan pequeños que no habían abierto los ojos” (Quintana, 2017: 10). Desde esta primera escena el lector empieza a conocer a Damaris; a partir de unos diálogos directos entre los personajes y la intromisión de un narrador testigo, ajeno a los hechos, se nos va desvelando una mujer sencilla, un poco naïve (piensa que sus vecinos son incapaces de envenenar a los perros) y con un profundo deseo-necesidad de tener “algo” para cuidar o proteger. De esta manera, en las primeras páginas nos enteramos de la adopción de una perrita por parte de Damaris: doña Elodia se la regala. Aparece también el primer indicio que alerta al lector sobre la historia que comienza: “Como no tenía donde meter a la perra, se la puso contra el pecho. Le cabía en las manos, olía a leche y le hacía sentir unas ganas muy grandes de abrazarla fuerte y llorar” (11). Tal como se anunció en párrafos anteriores, Damaris es como Yerma, no puede tener hijos, y sufre terriblemente por ello. Cuando adopta la perrita ya tiene más de 40 años y ha perdido la esperanza de ser madre. De esta situación nos enteramos una vez avanzamos en la narración.

En la cita última despierta interés la fuerte respuesta afectiva del personaje al poner sobre su pecho al animal. El énfasis del narrador en la expresión emocional de Damaris deja al descubierto el placer intenso que le produce tener a la perra cerca y saberla suya. Es evidente que se proyecta sobre la perra un afecto maternal; como sostiene Leonardo-Loayza (2020), Damaris sustituye con la perra el hijo que nunca tuvo, asumiendo así una “maternidad protésica” (162). En efecto, en esa primera escena la perrita aviva en Damaris un estado emocional fronterizo con la felicidad anhelada de ser madre. No es gratuito que se diga que el animal olía a leche y se señale lo pequeña que es. Al inicio de la novela la perra se convierte en un “objeto feliz”, en algo, que como tratamos de indagar más adelante, condensa “la promesa de la felicidad” (Ahmed, 2019) al generar en la protagonista el ensueño de sentirse mamá.

La condición de tristeza y desolación que atraviesa la narración brota de la no aceptación de la protagonista de su estado de infertilidad. Recurre a todo tipo de remedios, tratamientos y “medicina alternativa” (bebedizos, rezos, limpias, etc.), que merman su ya precaria economía, sin lograr quedar embarazada. Su compañero Rogelio no solo paga tales procedimientos sino que hace parte de ellos, la acompaña siempre. Varios son los momentos en que la narración se detiene contando el esfuerzo de la pareja por lograr la gestación:

El jaibaná vio a Damaris durante largo tiempo […] El verdadero tratamiento consistía en una operación que le haría […] sin abrirla por ninguna parte, para limpiar los caminos que debía recorrer su huevo y el esperma de Rogelio y preparar el vientre que recibiría el bebé. Era muy costosa y tuvieron que ahorrar durante un año para poderla pagar […] Cuando estuvieron solos, el jaibaná le dio a beber un líquido oscuro y amargo y le dijo que se acostara en el suelo […] Damaris ni siquiera tuvo un atraso […] se sintió […] derrotada e inútil, una vergüenza como mujer, una piltrafa de la naturaleza (Quintana, 2017: 23-24).

Con casi cuarenta años Damaris acudió al jaibaná, fue el último intento por quedar embarazada. Después no ensayó más, se dijo que había llegado a la edad “en que las mujeres se secan, como le había oído decir una vez a su tío Eliécer […] aunque ella siempre lo estuvo” (Quintana, 2017: 25, 58). Incluso, no vuelve a tener sexo con Rogelio, lo rechaza. Esto deja en claro que los encuentros sexuales se reducían a la idea de la procreación; para Damaris el placer y el disfrute sensual de los cuerpos parecen no hacer parte de la relación de pareja. De cualquier modo, el reconocimiento de la pérdida frente a la naturaleza del cuerpo propio intensifica la tristeza del personaje, y con esto la cancelación de la esperanza de ser madre; durante dos décadas esta esperanza se fue conservando en cada tratamiento proyectado, pero una vez consciente de su edad la esperanza de los hijos, es decir “la promesa de la felicidad”, se quiebra totalmente, y con esto llega la desolación y el “dolor de alma”. Por otra parte, a medida que la historia avanza al lector lo acecha la pregunta sobre la real razón de Damaris por empeñarse en ser mamá. En la misma medida que sucede en Yerma, de García Lorca, vemos en el personaje una lucha constante consigo misma y una especie de obcecación al no consentir una vida sin hijos. Dice Yerma, resentida contra su esposo:

-Pero yo no soy tú. Los hombres tienen otra vida, los ganados, los árboles, las conversaciones; las mujeres no tenemos más que ésta de la cría y el cuidado de la cría.
JUAN.-Todo el mundo no es igual. ¿Por qué no te traes un hijo de tu hermano? Yo no me opongo.
YERMA.-No quiero cuidar hijos de otros. Me figuro que se me van a helar los brazos de tenerlos (García Lorca, [1934]: 17).

En los dos casos narrativos ambas mujeres son queridas y los cónyuges aceptan seguir en pareja (aunque, parecen no dimensionar la tragedia de la esposa). A la sazón, son ellas las que insisten contra toda posibilidad de sus vientres estériles en ser madres. El llamado de atención que hace Yerma sobre la ocupación de los hombres es indicativa del rol de género que cada quien debe jugar en la relación marital y por ende frente al medio social, este aspecto sumado a la “vergüenza como mujer” que expresa Damaris frente a su propia infertilidad, conlleva a entender que tanto la actitud de Yerma como la de Damaris frente al férreo deseo del embarazo, obedece más a la necesidad de cumplir la función social como mujer casada que a una “inclinación maternal”[8].

A la vergüenza de Damaris por no poder dar a luz un hijo se suma la culpa por “dejar morir” al niño de los Reyes. Se podría deducir, incluso, que el tormento de Damaris es sentirse inepta en reponer a Nicolasito, quizás con un hijo propio podría alivianar la culpa que la atraviesa y compensar de alguna manera lo sucedido. La culpa la afana a demostrar a sus vecinos que es una mujer buena y que debería cumplir siempre con su deber. Sin embargo, el deber fundamental se le niega, no logra formar una familia. Su “vergüenza como mujer” responde a este hecho; no ha sido capaz de mostrar a los demás su maternidad. Recuérdese aquí, que la vergüenza como concepto es el (auto)descubrimiento de una debilidad que infringe las características que la sociedad dominante valora como deseables. Esta emoción punzante se dirige al estado presente del yo y está estrechamente relacionada con un rasgo de la persona (Nussbaum, 2014: 434-455). La aflicción vergonzosa de Damaris se deriva, por tanto, de la exigencia de los otros, del mundo de afuera y sus normas sociales y culturales. Los silencios, las preguntas y opiniones incómodas de la familia y los vecinos empujan al personaje a la desesperación. Son casi veinte años de sentimiento de vergüenza, lo que lleva a la protagonista a menospreciarse y sentirse inferior a su prima Luzmila y demás mujeres del pueblo. En una crisis nerviosa, llorando, le confiesa a Rogelio: “de lo horrible que era que todo el mundo pudiera tener hijos y ella no, de las cuchilladas que sentía en el alma cada que veía una mujer preñada, un recién nacido o una pareja con un niño” (Quintana, 2017: 22). Ella cree no responder a la medida del ideal de mujer exigida por la cultura heteropatriarcal que la circunscribe[9]. Incluso, le resulta inconcebible, no lo piensa siquiera, que sea Rogelio el estéril.

Si Damaris no puede procrear entonces no podrá ser feliz. Esta coyuntura trágica define el presente y el futuro del personaje. La vergüenza y la tristeza calan con mayor potencia debido al contexto que las enmarca, sabemos que hombres y mujeres por estar inmersos desde la infancia en un grupo social que defiende y labra un conjunto de emociones públicas, no pueden escindir enteramente sus modos de ser ni sus hábitos de pensamiento de lo aprehendido colectivamente (Nussbaum, 2014: 15-25). De esta manera, para la protagonista de La perra el principio de felicidad que la determina es un principio ideológico inalcanzable, el cuerpo infecundo es incompatible con la felicidad, por lo tanto, el “valor moral” de ser madre actúa con Damaris de manera mezquina, la aplasta con todo su poder cultural. Ciertamente, la felicidad para la heroína no es el deseo de una vida pretérita perdida. La recordación del pasado vivido no es sino una cadena de sucesos trágicos, una vida alimentada por la desgracia: el abandono del padre, el asesinato de la madre, la caída en desgracia del tío que la crió, la muerte de Nicolasito, la pobreza, etc. en estas condiciones es esperable que la felicidad se proyecte en desear la vida de los otros; en envidiar, por ejemplo, a Nicolasito: “porque él vivía con sus papás, el señor Luís Alfredo, que le decía ‘Campeón, vamos a hacer un pulso’ y siempre lo dejaba ganar, y la señora Elvira, que sonreía cuando lo veía llegar y le pasaba la mano por el pelo para organizárselo” (Quintana, 2017: 99). O en querer tener varios hijos como su prima Luzmila. Empero, la felicidad le resulta esquiva, hasta cuando adopta a Chirli, la perrita que doña Elodia le regala.

Chirli es el nombre que Damaris hubiese puesto a su hija. El nombre de una reina de belleza (Quintana, 2017: 19). Llamar a la perra Chirli confirma, una vez más, la proyección amorosa materna del personaje hacia el animal. Líneas atrás decíamos que la perra se convierte en un “objeto feliz” y, en consecuencia, causante de felicidad[10], un “sellador de grietas” (Ahmed, 2019: 77). Si bien la escritura no expresa abiertamente “Damaris se sentía feliz”, es claro que el comportamiento que adopta el personaje para con la perra es el de una mujer afortunada, esto es, el de una mujer mamá. La felicidad está en acto. La primera impresión del cambio emocional de la protagonista la notamos cuando pone a la perra sobre su pecho, la proximidad sensorial con el animalito: su olor a leche y su fragilidad, fija residencia en el horizonte corporal de Damaris. El cuerpo es afectado de manera positiva en la cercanía a “ese algo” que promete bienestar, el contacto íntimo con las cosas deviene de la felicidad (Ahmed, 2019: 63-67). Damaris se revaloriza como mujer en los cuidados que brinda a la perra, incluso, su “cuerpo inútil” lo percibe ahora como “primera cuna” y lugar de refugio para su protegida: “Durante el día […] llevaba a la perra metida en el brasier, entre sus tetas blandas y generosas, para mantenerla calientita. Por las noches la dejaba en la caja de cartón […] con una botella de agua caliente y la camiseta que había usado ese día para que no extrañara su olor” (Quintana, 2017: 16). La satisfacción se produce en los cuidados que ofrece a Chirli. El personaje experimenta en toda su extensión la ilusión de la maternidad a través del tacto, la vista, el olfato, etc. La vivencia corporal del animal no solo le produce felicidad, sino que también define el propio horizonte corporal cuando la vida cotidiana en la pequeña cabaña se reorganiza en función de las necesidades de la perra; el mundo de Damaris empieza a girar en torno a Chirli, la necesita en su esfera familiar porque encuentra en ella un contento para su existencia.

Llama la atención que desde antes de llegar Chirli, la cabaña de Damaris estuviera habitada ya por varios perros: Danger, Mosco y Olivo, y que si bien han sido cuidados desde cachorros, no despierten en la protagonista afectos maternales. Esta situación deja ver la disposición emocional del personaje: en principio, por ser machos ella asocia a los perros con su marido, los ve como una responsabilidad y especie de compañía (casi compañeros) de Rogelio. De igual forma, cuando los perros fueron llegando Damaris no había perdido aún la esperanza de ser madre, por eso su indiferencia hacia ellos. De otra parte, siempre deseó una hija llamada Chirli. Por estas circunstancias, cuando aparece la perrita el personaje desborda sus afectos. Damaris tiene la sensación de que Chirli sale a su encuentro porque existe ya en su mundo íntimo una predisposición emocional. El objeto deseado no es neutral, recuerda Ahmed (2019), pues siempre está investido de valor positivo (80). Así entonces, cuando nos emocionamos por algo lo estamos evaluando, y el valor de este afecto se expresa en la forma como reaccionamos. Si lo que se experimenta es amor, placer o felicidad, deseamos que ese algo, motivo de mi emoción, siga siendo parte de mí. Adquirimos hábitos o cambiamos rutinas como respuesta al deseo de tener en nuestra “esfera personal” aquello que me hace feliz.

Sin perder de vista que la perra no tiene el estatus humano de un hijo, Damaris cuida al animal como si de un infante se tratase, a la rutina de reorganizar los compromisos domésticos y a los difíciles viajes hacia el pueblo (bajo la lluvia, nadando en marea alta) para comprar el alimento para Chirli, se suma la clasificación de los espacios en la cabaña: no “la obligó a vivir debajo de [las estacas de la casa] como a los otros perros. A la perra le dio un sitio en el quiosco, donde estaría protegida de la lluvia y los perros tenían prohibida la entrada” (Quintana, 2017: 41). Chirli así, no solo encarna el anhelo de ser madre sino también, la vida cotidiana deseada. La protagonista disfruta de cada nueva situación que le reclama el cuidado del animal. La percepción del “objeto feliz”, de esta manera, se amplía en todo su sentido hacia el placer de vivir, la felicidad no se reduce a la agradable sensación de tener a la perra, se amplía hacia el logro de la vida anhelada, da base, aún más, a un proyecto vital a largo plazo. Cuando la perra ya había cumplido los seis meses uno de los miedos que acecha a Damaris es que se muera, le angustia el hecho de que sea de las últimas de la misma camada. Sueña con verla crecer y que la acompañe por un buen tiempo.

El futuro fracturado

Yerma. – Marchita. Marchita, pero segura. Ahora sí que lo sé de cierto. Y sola.

[…] Voy a descansar sin despertarme sobresaltada, para ver si la sangre

me anuncia otra sangre nueva. Con el cuerpo seco para siempre.

¿Qué queréis saber? No os acerquéis, porque he matado a mi hijo,

¡yo misma he matado a mi hijo!

 (García Lorca, [1934]: Yerma)

Sugiere Ahmed (2019) que la felicidad no solo es aquello que se desea, sino lo que se obtiene a cambio de desear de manera apropiada. La relación entre Damaris y Chirli va demostrando que para ser feliz es necesario orientar los sentimientos en la dirección favorable. A pesar de los problemas que la perra ocasiona a medida que va creciendo, el afecto hacia ella sigue intacto. Damaris la excusa por las cosas dañadas, el desorden, las pillerías. Con todo y los inconvenientes el personaje sigue proyectando sobre la perra su deseo de cuidarla, de ser obedecida, de sentirse correspondida en sus afectos. Mas el carácter promisorio y de expectativa que incorpora el fenómeno de la felicidad puede hacer que las cosas se tornen decepcionantes. En efecto, en un momento de la narración la percepción de la mujer hacia su perra da un giro radical. Las emociones de Damaris cambian de rumbo. La voz narrativa en la novela nos alerta sobre esta situación: “Damaris siguió mimando a la perra hasta que se perdió en el monte” (Quintana, 2017: 49). A partir de este anuncio asistimos a una especie de deterioro progresivo y acelerado de los afectos positivos hacia Chirli. Cumpliendo con su instinto la perra empieza a irse de la cabaña y a perderse por varios días en la selva con los demás perros. La primera vez que esto sucede Damaris se hunde en una tristeza terrible, “su ausencia le dolía en el pecho como si fuera una piedra. La echaba de menos a todas horas” (Quintana, 2017: 60). Después de varias búsquedas infructuosas adentro del monte la mujer pierde la esperanza de que su perra esté viva, pero, el animal regresa treinta y tres días después. De nuevo, se juega acá con esta cifra aciaga: treinta y tres días aguantó los latigazos del tío, hasta que el mar devolvió el cuerpo de Nicolasito, y treinta y tres días de angustia pasaron hasta que la selva regresó a la perra.

Damaris la limpió, le desinfectó las heridas con alcohol y preparó un caldo de pescado, que le sirvió con una cabeza, lo que la dejó a ella sin comida. Después bajó al pueblo y le pidió a don Jaime, con vergüenza, pues ese mes no habían podido abonar nada a la deuda de lo que él les fiaba, que le prestara plata para comprar el Gusantrex, un ungüento que evitaría que le dieran gusanos […] El Gusantrex llegó en la última lancha, y los días que siguieron Damaris los dedicó a cubrirle las heridas a la perra con el ungüento, alimentarla con caldos y consentirla (Quintana, 2017: 65).

Ahora bien, si con en este primer regreso de Chirli la felicidad retorna a Damaris, no sucede lo mismo con las demás fugas. El animal se escapa de nuevo y Damaris se muestra más enojada que preocupada. En el segundo de los regresos la regaña, le dice “perra mala”, la enlaza y le aconseja que debe ser una perra obediente y no debería escaparse nunca más (69-70). No obstante, no hay nada más vulnerable que cuidar de alguien porque nos obliga, no solo a concentrar todas nuestras energías en algo que no somos nosotros, sino también a cuidarlo de todo aquello que está más allá o fuera de nuestro control (Ahmed, 2017: 373), incluso del control mismo de quien cuidamos; Chirli por condición natural huye una vez más de la atención de Damaris y se pierde por varias semanas. Es evidente que la protagonista no puede gobernar sobre el comportamiento instintivo de la perra y frente a ello se siente absolutamente desilusionada, no acepta la idea de que su Chirli no la obedezca y toma las acciones de esta como una afrenta. El “objeto de la felicidad” se va convirtiendo así en algo extraño que no extiende ya los buenos sentimientos de la mujer, las expectativas puestas en el animal empiezan a alejarse junto con sus constantes fugas y con esto la protagonista deja de sentir la felicidad como la promesa de la maternidad cumplida en el momento en que puso sobre su pecho a la perrita.

La primera desilusión de la protagonista frente a su “objeto de la felicidad” se recrudece hasta el límite del rechazo total cuando siente que la perra la traiciona en uno de sus puntos más vulnerables:

–Tan bella mi perra –dijo para que Rogelio la oyera–: ya se ajuició.

[…]

–Eso es solo porque está preñada –dijo [Rogelio]

Para Damaris fue como un golpe en el estómago: sintió que se quedaba sin aire. No pudo ni siquiera negarse a aceptarlo porque era evidente. La perra tenía las tetas infladas y la barriga redonda y dura (Quintana, 2017: 74).

La preñez de la perra estalla la fantasía de la maternidad lograda con la crianza. Con este golpe emocional no hay manera ya de sostener en el tiempo y reenviar hacia el futuro el deseo de ser madre. La perra no solo confronta a Damaris en su incapacidad de procrear sino que, además, la despoja de sus buenos sentimientos. Por ello se hunde en un estado de parálisis y desamparo:

[…] la cubrió la tristeza y todo –levantarse de la cama, preparar la comida, masticar los alimentos– le costaba un trabajo enorme. Sentía que la vida era como la caleta y que a ella le había tocado atravesarla caminando con los pies enterrados en el barro y el agua hasta la cintura, sola, completamente sola, en un cuerpo que no le daba hijos y solo servía para romper cosas […] la lluvia se derramaba sobre el mundo y la selva, amenazante, la rodeaba sin acompañarla, igual que su marido, que dormía en otro cuarto y no le preguntaba qué le pasaba, su prima, que venía nada más que para criticarla, su mamá, que se había ido para Buenaventura y luego se había muerto, o la perra, a la que había criado solo para que la abandonara (Quintana, 2017: 75).

El estado actual de la relación entre el personaje y el animal deja al descubierto lo efímero de la felicidad, además de constatarse que el bienestar que producen los objetos no reside dentro de ellos, depende de la impresión que causan sobre nosotros. El interés afectivo se ancla siempre a “algo” que se considera importante para el bienestar propio. Como bien precisan Lyons (1980) y Nussbaum (2008), las emociones, indefectiblemente, siempre son acerca de algo, es decir, tienen objeto. La identidad del miedo, por ejemplo, depende de algo, si este algo se elimina, la emoción de miedo desaparece o se transforma en otra cosa. De este modo, si el objeto nos provoca determinadas emociones, se deduce que ese objeto, ese algo, es de carácter intencional, esto es, que está subordinado al juicio o consideración de quien lo percibe. Toda relación con el objeto que motiva la emoción entraña un modo complejo e individual de percibir; está ligado a una manera íntima, subjetiva de ver e interpretar, este factor resulta incluso imprescindible para entender qué tipo de emociones nos están atravesando. De esta manera, con la huida de lo bello se da paso a la tortura de Damaris por tener que soportar la presencia y docilidad de la perra preñada: “’Andate’, le decía, ‘dejame’”. Mientras la perra subsanaba el “dolor de alma” era percibida como algo bueno, que generaba bienestar, mas una vez se siente que ya no cumple con lo anhelado produce irritación tenerla cerca y se le expulsa del horizonte corporal.

El trato humano que Damaris da a la perra, su cuasi humanización, tiende a diluir el sentido de su condición animal, la protagonista pareciera no percatarse de que la perra sigue los dictados de su especie y que, de cierta manera, viene “programada” en su función reproductiva. Así entonces, cuando Damaris verifica lo que “no quería ver” la decepción la lleva, más que a admitir el estado de gravidez del animal, a confrontar, por enésima vez, la desventura propia de saberse infértil. El personaje se compara con la perra y siente rabia, la envidia por su capacidad reproductiva. Incluso, la novela deja ver que frente a la lucha que Damaris establece contra su propia infertilidad ella se ubica al nivel de la perra, esto es, que en su razonamiento sobre la procreación toda mujer-hembra está “programada” para engendrar, entonces ella también debería estarlo. Damaris, rotundamente, no quiere una vida diferente a la de ser madre y se niega la libertad de construir otra forma de existencia. El animal nace programado por los preceptos de su especie, pero el ser humano puede elegir y elige qué hacer con su vida, por deseo propio se autoprograma y desespecializa (Savater citado por Camp, 2011: 250-253). “La praxis del hombre es autopoiética”, afirma Aristóteles. Es cierto que el mundo de Damaris ofrece pocas posibilidades de realización, pero más allá de esta situación insalvable, destaca abiertamente la obstinada búsqueda de la felicidad en algo que no puede ser. Ella renuncia a la reinvención de sí misma, incluso, a la posibilidad de seguir viviendo. Aquí podría hacerse otro paralelo con el infortunio de Yerma:

[…] Yo quiero tener a mi hijo en los brazos para dormir tranquila, y óyelo bien [a la Vieja concejera nº 1] y no te espantes de lo que digo: aunque yo supiera que mi hijo me iba a martirizar después y me iba a odiar y me iba a llevar de los cabellos por las calles, recibiría con gozo su nacimiento, porque es mucho mejor llorar por un hombre vivo que nos apuñala, que llorar por este fantasma sentado año tras año encima de mi corazón (García Lorca, [1934]: Acto III)

En la misma medida que los razonamientos de Damaris, el relato de García Lorca expresa la no querencia de su protagonista de cancelar su desdichado anhelo. La desgracia toma así el camino del deseo equivocado. Ambos personajes no admiten razones y reniegan contra la propia naturaleza; dejan que el tormento coincida con la evasión de sí mismas, ya sea a través de la locura en Yerma o en la búsqueda de la muerte en Damaris, como se verá luego. Ninguna de las dos se reconcilia consigo misma ni con los otros, mucho menos con su propia humanidad, por esta razón es preferible desaparecer, y con esto la posibilidad de la autopoiesis. La pesadilla de la felicidad para estas mujeres no es tanto la naturaleza estéril del cuerpo como sí la negación a desear de manera ventajosa.

Perdidos los buenos sentimientos hacia Chirli el estado de ánimo de Damaris es negativo. La ausencia de la llegada de la felicidad: de sentir un hijo en las entrañas como si se tuviera “un pájaro vivo apretado en la mano” (García Lorca, [1934]: 4) vuelve a punzar el alma de la protagonista. La rabia se dirige ahora contra el objeto que fracturó la promesa de hacerla feliz y, sin dejar de asombrar a Rogelio, la mujer regala a la perra con el afán de deshacerse de ella, de ponerla fuera del espacio familiar. Pero el animal insiste en volver, lo que acrecienta en la protagonista el disgusto, un profundo fastidio que también se dirige hacia la nueva dueña de Chirli. Insulta mentalmente a Ximena por no estar atenta de la perra y dejarla regresar a la cabaña: “‘vieja bruta’ […] ‘el vicio es el que te tiene así, ¿no te dije que la amarraras?” (Quintana, 2017: 88). El rechazo de la proximidad de la perra afecta de “mala manera” todo lo que tiene que ver con ella. Así como algo cercano al objeto feliz puede resultar feliz por asociación, la cosa rechazada igualmente puede generar desprecio por aquello que la rodea. El valor afectivo de una situación u objeto compromete instantáneamente a las personas y circunstancias que están detrás de dicho objeto, es decir, las condiciones de su aparición (Ahmed, 2019: 66-67).

De otro lado, si bien la protagonista se siente aliviada por alejar al animal, en el fondo de su corazón se remueve la tristeza. Torna con mayor insistencia la culpa por la muerte de Nicolasito: “’Maldita la ola que se lo llevó’ […] No, maldita ella que no lo detuvo, que no lo impidió, que se quedó ahí, sin hacer nada, sin ni siquiera gritar” (Quintana, 2017: 97). Ya no hay un “objeto feliz” que evada al personaje de su pasado y le ofrezca un futuro venturoso, los recuerdos por ello regresan lacerantes. Y estos se suman ahora a la frustración de la crianza de la perra. En un vaivén emocional Damaris poco a poco retoma sus quehaceres cotidianos, limpia la casa grande, lava y pone a secar las cortinas del cuarto de Nicolasito. La casa permanece deshabitada hace más de tres décadas. La novela insiste a lo largo de sus páginas en la presencia del niño en cada uno de los objetos que Damaris repara y mantiene limpios. El cuarto de Nicolasito con sus juguetes, la cama, la ropa y, especialmente, las cortinas con motivos de El libro de la selva conforman una especie de santuario de la reconciliación para la protagonista. La culpa se aliviana con el sostenimiento de la casa sin pedir por ello estipendio. Por esta razón, cuando en uno de sus porfiados regresos la perra destroza las cortinas del cuarto del niño, Damaris descarga contra ella toda su furia:

[…] enlazó a la perra por detrás […] Jaló la soga para que el nudo se apretara, pero en vez de detenerse […] siguió apretando y apretando, luchando con toda su fuerza mientras la perra se retorcía ante sus ojos, que parecían no registrar lo que veían, que lo único que registraron fueron las tetas hinchadas del animal.

“Estás preñada otra vez”, se dijo y siguió apretando con más ganas […] hasta mucho después de que la perra cayó extenuada, se hizo un ovillo y dejó de moverse (Quintana, 2017: 100-101).

La ira de la mujer se desprende de la laceración de sus afectos. Las cortinas destrozadas se vuelven epicentro de la hostilidad contra Chirli, el rechazo se reconcentra entonces contra ella hasta extinguirla. Las cortinas rotas giran en alegoría de lo poco que vale ante los otros, y especialmente ante Damaris misma, la redención de la culpa por la muerte de Nicolasito. El pasado que la demuele desde la niñez no logra superarse con las buenas intenciones de sostener la casa grande, habitada por el vacío y el silencio, desde el funesto accidente del pequeño. Asimismo, la brecha que se abre entre la promesa de felicidad confiada en la perra y su cumplimiento efectivo se resuelve en una desmoralización violenta, y a esto se suma con mayor contundencia el reconocimiento adverso de la preñez de la perra, por segunda vez, mientras que el vientre de Damaris sigue seco.

En el epígrafe que da inicio a este apartado, Yerma se lamenta de matar a su posible hijo en el acto propio de estrangular a Juan, su esposo. Esta situación puede leerse en paralelismo simbólico con el asesinato de la perra. Matar al esposo significa para Yerma la cancelación absoluta de la concepción del hijo, no solo por perder a su compañero sino también porque la consecuencia de todo el tormento es la locura y con ello la pérdida del yo. De su parte, la muerte de la perra revoca toda esperanza de maternidad proyectada en ella y, asimismo, arroja a Damaris a un estado de delirio; una vez la acorrala la conciencia del horror de su acto criminal la mujer huye despavorida hacia la selva devoradora, donde le espera una muerte inminente, que ella acepta como castigo y purgación (Quintana, 2017: 108)[11]. Estos finales trágicos confirman la abolición del futuro en los sueños frustrados. La locura y la muerte concentran el rechazo a la existencia sin hijos, son respuesta a la pérdida de la capacidad reproductiva y, por ende, síntoma de la imposibilidad de producir futuro. Mucho antes de ser deseados el mundo social ha conferido a los hijos el valor emocional de la felicidad, ellos guardan de antemano los afectos positivos y el deseo de trascendencia del ser humano; son producidos por la imaginación afectiva de quien los desea como una especie de regalo bienaventurado esperando en alguna parte.

Si los niños cargan con el peso de la fantasía de la felicidad de la vida familiar, la ausencia de ellos para quien los desea conlleva a la desilusión y la pérdida de la esperanza en el mañana. La cancelación del porvenir anclado a la memoria y el pasado se liga al cuerpo infecundo. Como seres finitos nos enfrentamos con angustia a la ausencia de futuro, por esta razón los hijos se convierten en una especie de dispositivo de la posteridad, el horizonte trazado hacia ellos genera la esperanza de sostenernos en el tiempo. Mas frente a esto, siguiendo a Ahmed (2019), podría decirse también que, más allá de pensarse la reproducción con el objetivo de postergar una generación, el ser humano tiende a resistir las luchas en el presente postergando la esperanza de felicidad en algún punto en el futuro, así entonces, cuando no hay hijos, lo que está en juego quizás sea la falta de algo o alguien por quien sufrir (367-369). Bajo esta idea, para Damaris la existencia sin hijos carece de sentido, pero no solamente porque “ningún hijo” represente sencillamente “ningún futuro”, sino porque no hay nadie que pueda compensarla, y en cuyo nombre postergar la esperanza y justificar el actual sufrimiento.

En orden a las reflexiones propuestas podemos concluir que, el arte literario de La perra consiste en la reelaboración de la realidad derivada del deseo frustrado. Con la invención de un personaje como Damaris la escritora concibe un mundo profundamente real, desde la reflexión sobria y desilusionada de las cosas. La perra como un regalo prometido, hábilmente se torna en el relato en un “objeto (in)feliz” a través del cual se percibe la ambivalencia de las emociones y el fracaso violento cuando el ser humano se siente desmoralizado. La maternidad irrealizable traza lo problemático de la idea de felicidad porque esta depende de “algo” ajeno a nuestro dominio, a nuestro cuerpo, e investido al mismo tiempo, de un valor moral y social positivo. La novela, en esta línea, se deja leer como una narración que cuestiona y pone en crisis la idea de felicidad anclada a los hijos como posibilidad máxima de realización de la mujer. Vemos que, si bien el fenómeno de la felicidad se deriva de desear de la manera correcta, que en el caso del personaje de Quintana se entiende como el anhelo de cumplir con el deber social de la mujer casada con la procreación de los hijos, este tipo de deseo puede girar en la experiencia perturbadora de la negación de la existencia propia cuando la naturaleza del cuerpo no está de nuestro lado. Con la promesa del hijo como hecho incumplido y, por esto, desencadenante de la tragedia, la narración exterioriza la angustia íntima de la mujer que no logra ser madre; se expone en toda su complejidad el fenómeno de la (in)felicidad como acto derivado del marco moral de la sociedad heteropatriarcal, que proyecta el bienestar familiar en la capacidad reproductiva. Una problemática ya indagada en el bellísimo drama de García Lorca, Yerma [1934].

La felicidad entendida como emoción pública y política es necesaria para comprender las formas como las sociedades toman representación y carácter a partir de preceptos afectivos, capaces de sostener o desgastar los vínculos comunitarios y generar, incluso, el efecto de una identidad compartida. Si bien los personajes son construidos como sujetos individuales inmersos en el tormento o alegría de sus propias emociones, la causa de su estar afectivo va estrechamente ligado al contexto que los circunscribe[12]. La felicidad, en tal dirección, se deriva de responder no solo a los deseos propios, personales, sino y, sin duda, a aquello que el mundo social ha determinado como beneficioso. Lo emocional es pensado entonces como respuesta psíquica, íntima y personal a la experiencia consigo mismo, con los otros y el contexto. De esta manera, si la propuesta de escritura de Quintana significa los afectos como un fenómeno que determina a sus personajes, necesariamente se constituyen con lo cognitivo y lo corporal. Toda experiencia emocional no solo se corporiza o expresa a través del cuerpo, sino que también obedece a procesos de carácter ético y cultural.

El estudio aquí presentado ha dialogado con la necesidad de entender la respuesta emocional como expresión espontánea y efecto subjetivo, derivado de un trasfondo social y cultural que enmarca al sujeto. Este enfoque abre otras rutas de acceso a la comprensión de las dinámicas del mundo contemporáneo; especialmente, permite problematizar las realidades derivadas de la manipulación de lo emocional colectivo. Seguimos la idea de Bartra (2012) sobre la importancia que toman los afectos para indagar lo real en su expresividad simbólica y vocabularios estéticos, dice el autor que el “estudio de las emociones se impone sobre el análisis de las razones. Las texturas sentimentales parecen más interesantes que los textos, los discursos y los archivos” (19-20). La visibilidad que viene tomando lo emocional se correlaciona con circunstancias socioculturales, procesos trasnacionales y locales enlazados a las dinámicas de la globalización. Los nuevos contextos a causa de la violencia extrema, el hiperconsumismo, la radicalización de lo abyecto, la sobreexposición de muertes atroces, entre otros, reclaman otros vocabularios que los signifiquen en la magnitud de su impacto en la cultura y la sociedad. El lenguaje de las emociones se presta entonces como ruta potencial para entender lo que nos atraviesa y avasalla en los ritmos sociales a los que pertenecemos.

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[1] Artículo derivado del proyecto de investigación “Tramas emocionales y sociedad percibida en la narrativa colombiana reciente”, inscrito al plan de trabajo del grupo de investigación “Estudios Interdisciplinarios en Literatura, Arte y Cultura” (EILAC), de la Universidad del Tolima, Colombia.

[2] Pilar Quintana (1972) es escritora colombiana. Ha publicado varias novelas y libros de cuentos, entre estos, Cosquillas en la lengua (2003), Conspiración iguana (2009), Coleccionistas de polvos raros (2010), Caperucita se come al lobo (2012). La perra (2017) fue ganadora del emblemático premio Biblioteca de Narrativa Colombiana, en su versión número IV.

[3] No nos interesa la felicidad personal o privada, aquella fruto de una alegría momentánea por un regalo o situación individual favorable, este afecto es elaboración de la psicología o vivencia individual, y poco impacta más allá del espacio personal. Nos enfocamos entonces en la felicidad como emoción pública y política, la que resulta de los discursos, actos, exigencias, normas, imaginarios y disposiciones socioculturales, y que tiene impacto y consecuencia en la esfera colectiva. La felicidad como emoción política se vuelve unidad de medida de la calidad de vida, del bienestar o frustración de una persona y/o sociedad.

[4] Los enfoques de reflexión sobre las emociones son múltiples y complejos, entre estos han predominado especialmente dos variantes; las comentamos de forma breve: la primera, entiende la emoción como impulso visceral escindida de la conciencia, aunque se manifiesta en el cuerpo. Habitualmente, se explica como especie de “energía nomádica” (Moraña, 2012), desterritorializada e impersonal (Massumi, 2000), que no reconoce fronteras ni se somete a normas (Ticineto Clough y Halley, 2007; Gregg y Seigworth, 2010). Gran parte de los estudios que dan forma al llamado “Giro afectivo” alimentan este enfoque. Sus posturas teóricas tienden a rechazar cualquier elemento cognitivo, racional o histórico en la caracterización de los afectos. Estos son producto de una fuerza instintiva, de una energía abstracta, que circula entre los cuerpos, los atraviesa y sigue su curso. La segunda variante, cuestiona el rasgo presentista y universalista que los teóricos anteriormente citados quieren dar a los afectos. Reconocen entonces el elemento histórico, moral y social que los circunscribe, además de un rasgo racional o consciente. Asimismo, los términos afecto y emoción son utilizados indistintamente, no se precisa diferencia conceptual entre estos (Rosenwein 2002, 2010; Ahmed, 2015; Boquet y Nagy, 2009, 2011; Nussbaum, 2008, 2014; Del Sarto, 2012; Peluffo, 2016).

[5] Para profundizar en el tema de la (in)felicidad, el ennui, la tristeza y emociones relacionadas, desde varios enfoques especializados, remitirse a: Nancy (2003), Bueno (2005), Peluffo (2005, 2016), Bauman (2009), Nussbaum (2008, 2012, 2014), Camp (2011), Russell (2016), Ahmed (2019), entre otros.

[6] La fiesta de quince años es un ritual social y religioso en Colombia (y en otros países latinoamericanos). Cuando la jovencita llega a esta edad la familia realiza una gran celebración como buen presagio para la vida adulta de la joven. Se acepta también que es la edad en que se le reconoce “en sociedad”, y es señal del paso de la pubertad a la vida adulta.

[7] Para la comprensión de la compasión nos hemos basado en el estudio de Nussbaum (2014).

[8] Nótese que Yerma es publicada en 1934, y representa parte de las costumbres de la sociedad española de ese momento. Es llamativo que en La perra haya la intención de reescribir Yerma (Quintana, 2018) y que en tal propósito se recree también, con su matiz particular, un imaginario en torno al rol social que se espera cumpla la mujer casada. Es asimismo característico, que sea la mujer misma quién más se aferra al deber moral de ser madre, para sentirse orgullosa y feliz.

[9] No es nuestro objetivo discutir sobre la mirada heteropatriarcal acerca del rol de la mujer en la sociedad. Pero, de manera abreviada, recordamos que, aún hoy, en diversas sociedades, se espera de ella la gestación de los hijos, el cuidado de estos, la dedicación al hogar y el respeto al esposo. Recae sobre sus espaldas el equilibrio de un hogar feliz.

[10] Para Ahmed (2019) los objetos no son tanto un “medio-de-felicidad”, sino, y especialmente, una “causa-de-felicidad”. El objeto que percibimos como feliz es resultado justamente del hecho de causarnos placer o bienestar por el hecho de tenerlo o lograrlo. Un aspecto que resulta mucho más potente que ver en el objeto “un medio”, muchas veces se hacen o se tienen determinadas cosas que nos acercan a la felicidad sin necesariamente causarla (72, 109).

[11] Valga acá la digresión, mas pensamos que la idea de la (in)felicidad podría esclarecer también el sentido que toma la representación de la naturaleza en La perra. Notoriamente, la selva se vuelve un personaje más en la novela, una entidad que ya no produce el efecto tranquilizador y de solaz que, por ejemplo, el Romántico vio en los paisajes agrestes, sino que genera miedo y conmoción. El lugar que envuelve a Damaris es amenazador, obra en la trama como una presencia siempre opresiva y retadora del diario vivir. Como lugar donde suceden los hechos, la selva, junto al mar tempestuoso o el cielo denso, no solo ambientan el devenir de Damaris, sino que a partir del hábil manejo de la “falacia patética” se convierten en espejo y reflejo de la emocionalidad del personaje. Ante esta relación entre naturaleza y emociones, interesante resulta recordar que la felicidad durante el Romanticismo toma el símbolo de la “flor azul” (Novalis). La “flor azul” significa una felicidad siempre latente y nunca alcanzable, y por esto mismo una promesa luminosa, una lejanía habitada por el deseo de lo bello (Han, 2019). De esta manera, cuando observamos el simbolismo aciago y violento que toma la naturaleza en la novela de Quintana, se torna inquietante que la “flor azul”, como esperanza de un más allá lleno de felicidad se extravíe entre el follaje espeso, verde, oscuro, de una selva que todo lo devora, hasta los sueños y esperanzas de quien se atreve a explorarla.

[12] Este tema lo hemos trabajado en varios estudios, Vanegas (2019a, 2019b, 2019c, 2020).

Imaginario emocional de la violencia en narrativas colombianas recientes

IMAGINARIO EMOCIONAL DE LA VIOLENCIA EN NARRATIVAS COLOMBIANAS RECIENTES

Orfa Kelita Vanegas Vásquez

Universidad del Tolima, Colombia

okvanegasv@ut.edu.co

(Artículo publicado en la Revista Chilena de Literatura, Nº 100, Universidad de Chile)

RESUMEN

 En un conjunto de novelas colombianas de reciente publicación, lo emocional surge con fuerza protagónica para significar la realidad intangible derivada de la violencia política. Los escritores que abordamos retoman preocupaciones recurrentes de la literatura colombiana (la guerra, la humillación, la derrota, etc.), para tratarlas desde el filtro de lo afectivo y presentar otra lógica de lo violento. Lo afectivo, como elemento literario, permite no solo la exploración estética del estado anímico del sujeto que ha vivido en contextos traumáticos, sino también una aproximación a la violencia que vaya más allá de la lógica de sus causas, victimarios y efectos materiales, aspectos que han tenido mayor visibilidad en los textos y discursos. Narrar desde lo afectivo la realidad caótica de un país, da cuenta de un imaginario emocional de la violencia y del impacto que ha surtido en la identidad social.

Palabras claves: Emociones políticas, novela colombiana, violencia, trauma, identidad social.

  1. EMOCIONALIDAD TEXTUAL Y VIOLENCIA

Lo emocional es una respuesta psíquica, íntima, tradicionalmente pensada como especie de “energía nomádica” que atraviesa los cuerpos y que está privada de razón[1]. Sin embargo, ya Baruch Spinoza en Ética demostrada según el orden geométrico (1677), se refiere a las emociones como “ideas confusas” que, dependiendo del marco moral y social en el que se producen, afectan al sujeto en diversos grados de intensidad y de variadas maneras. La respuesta afectiva, entendida como idea, se anuda al estar cultural de la persona. Hablar de emociones como lo hace Spinoza es relativizar su rasgo natural, preconsciente y biológico, y rescatar a la vez su ambigüedad cultural y semántica. Sara Ahmed explica lo emocional como fenómeno que solo toma sentido si se relaciona con la experiencia previa. El dolor íntimo a causa de una experiencia traumática, por caso, es indicativo de impresiones pasadas, así no se esté totalmente consciente de ello. Aunque puede existir cierto grado de inconsciencia en la experiencia de los afectos, estos en sí mismos están mediados por vivencias anteriores que influyen en su reconocimiento (55). Por su parte, Martha Nussbaum correlaciona la emoción con el recuerdo y la memoria. Los afectos pasan por el tamiz de la tradición y la cultura para habituarse a los intereses individuales y de la comunidad en la que se ha crecido. Toda respuesta emocional afecta la lógica del orden social y está mediada por la razón, es condición que fortalece o erosiona los lazos comunitarios y genera la ilusión de una identidad colectiva (379-382). Estas observaciones sobre la complejidad de lo emocional, servirán en este artículo como punto de partida para reflexionar sobre los modos como parte de la narrativa colombiana de reciente publicación, articula desde una vasta red de emociones la violencia sociopolítica, abriendo con ello nuevas rutas de comprensión de la realidad social del país.

En los últimos años numerosos estudios han ido revalorizando lo emocional como elemento notable para entender no solo lo inefable, sino también las estructuras sociales básicas que conforman la vida cotidiana del sujeto contemporáneo. Las texturas sentimentales se muestran más interesantes que los textos, los discursos y los archivos, para indagar la realidad en sus diversos vocabularios y simbolismos. El estudio de las emociones viene imponiéndose sobre el análisis de las razones (Bartra 20). Esta revitalización de lo emocional se ancla a situaciones socioculturales, procesos trasnacionales y locales, enlazados a las dinámicas de la globalización. Las relaciones de fuerza que dan orden al ámbito internacional contemporáneo, delimitan nuevos procesos de construcción de subjetividades e imaginarios colectivos. Circunstancias como la alteración de los modos de vida a causa del desplazamiento, la migración y el exilio, o el incremento de la violencia asociada al terrorismo internacional, el narcotráfico y la trata de personas “ponen sobre el tapete el factor del afecto como un nivel ineludible para el estudio de las formas con frecuencia inorgánicas y discontinuas a partir de las cuales se manifiesta y expresa lo social” (Moraña El lenguaje 314).

En Latinoamérica la escalada de la violencia, en sus múltiples expresiones, genera climas de miedo que envuelven al ciudadano en una sensación de constante amenaza, y motiva sentimientos de fracaso, apatía, resentimiento, entre otros. Esta realidad viene reclamando nuevos vocabularios que nombren lo intangible de su naturaleza, pues el lenguaje que tradicionalmente ha definido lo violento tiende a priorizar las causas concretas, el contexto histórico y sus directos responsables, dejando de lado el impacto afectivo de la víctima (Cavarero, Butler). Sobre esta situación, Sofsky tiene razón al advertir que el lenguaje enfocado en los agentes y el conflicto impide el acceso a la verdad de la violencia, es sordo y ciego para el suplicio de las víctimas (65). Entender lo que nos sucede hoy como sociedad necesita de la exploración de la respuesta psíquico-afectiva de quien sufre el impacto de la violencia. El gesto emocional apunta hacia los modos como se constituyen hoy los imaginarios sociales. De esta manera, parte de la novelística en Colombia, paulatinamente, viene representando los afectos como estrategia para indagar la identidad emocional de una sociedad signada por prácticas atroces de poder. La narrativa, al correr en relativo paralelismo con las dinámicas sociales, “sitúa la mirada de la violencia en un punto de permeabilidad constante entre los sucesos violentos y la forma como éstos van siendo entendidos y narrados” (Rueda 9).

Escribir sobre violencia política no es nada nuevo en la literatura colombiana. Las diversas manifestaciones de violencia, sus causas y efectos, han sido siempre fuente de inspiración para los escritores nacionales. Ubicada en la realidad caótica, la narrativa reinterpreta el pasado, da forma a otras verdades para explicar el presente y recuperar las memorias que han sido opacadas por el discurso oficial. Asimismo, ante la necesidad de indagar las múltiples facetas de la violencia, el campo literario permanece en continua exploración de recursos estéticos e invención de lenguajes. El devenir del país, en este sentido, es detonante poderoso del quehacer del escritor. El narrador de Los derrotados, alter ego del autor, frente a los procesos de lo literario en Colombia, deduce:

Las mejores obras de nuestra literatura, o al menos las más representativas, son el recuento de una hecatombe colectiva que sucede en las selvas, la saga sangrienta así haya resplandores mágicos de una familia de frustrados, el nihilismo de alguien que denuncia con irreverencia la sociedad criminal en que ha nacido […] Y si no es la violencia de lo que se debe escribir, sale al paso su consecuencia inevitable: la humillación, la vergüenza, la derrota (Montoya 145).

Los textos elegidos para este ensayo, nuevamente recurren a la violencia y sus variantes. Pero esta vez, la escritura se articula al lenguaje de las emociones para explorar de renovada manera las consecuencias íntimas de la violencia en el seno social. Desde la afectividad del personaje-sufriente la historia del trauma político adquiere otros sentidos. Se reconoce que a partir de la década de los sesenta del siglo pasado, la narrativa nacional empezó a representar los conflictos bélicos, tomando como eje las consecuencias anímicas que éstos dejan en la sociedad y el sujeto. De un primer momento, que se detuvo en significar la violencia contando los actos materiales más crudos, se pasó a la valorización de su huella psicosocial. Desde esa época, el reto de los escritores colombianos ha sido el de no sacrificar el valor estético en aras de figurar minuciosamente la crueldad con que se cometen los crímenes más atroces. García Márquez, fue uno de los primeros en señalar que “la novela no estaba en los muertos de tripas sacadas, sino en los vivos que debieron sudar hielo en su escondite” (12). Es decir, que la riqueza –estética, cultural, política– del drama literario se centra en la recreación del ambiente emocional, que se desprende del escenario del crimen.

No obstante, ese primer giro de la novela hacia la valorización literaria de los efectos íntimos, pese a que matizó la descripción de escenas dantescas, siguió enfocando con mayor luz las causas del conflicto y a sus directos responsables. Esto es, que la orientación narrativa seguía más interesada en develar la posición crítica –y muchas veces política– de los actores concretos de la violencia, que en visualizar el impacto intangible, el aspecto emocional de quien la sufre directamente, especialmente de aquellos que no participan de las contiendas, que, incluso, permanecen ajenos a inclinaciones ideológicas. La obra de García Márquez es representativa de este enfoque: El coronel no tiene quien le escriba y La mala hora, en concreto.

Suele aceptarse que los escritores más contemporáneos han fijado la atención en las prácticas estéticas de sus antecesores. No obstante, la representación de los efectos de la violencia se configuran ahora a partir de lo emocional traumático más íntimo: el dolor, la desdicha, el horror, entre otros. En novelas de reciente publicación, las emociones emergen con poder protagónico, significan lo puramente afectivo de quien es avasallado por la guerra o el hecho atroz. Los elementos ficcionales –tiempo, lugares, tema, personajes– adquieren densidad gracias a la intimidad perturbada de quien narra. Sin dejar de lado la alusión a elementos socio-históricos, que sugieren al lector las causas del conflicto, varios escritores vienen mostrando un marcado interés por nombrar la sensibilidad herida, por dar forma a la particularidad emocional del ciudadano común, que sin ser parte activa de la guerra y demás violencias, se ve arrasado por estas. Los escritores colombianos elegidos para este estudio, van al lugar de los afectos lesionados para luego regresar y contar lo que hay en ellos. Lo emocional es el lugar donde la novela logra llegar para descubrir una de las zonas más enigmáticas y ocultas de lo humano, en su condición individual y social.

  1. LA REALIDAD EMOCIONAL DE LA VIOLENCIA EN LA FICCIÓN

 Dentro del conjunto de textos que viene explorando el lenguaje de las emociones como espacio para situar otros ángulos de indagación de la violencia, prevalecen aquellos que problematizan el mundo del narcotráfico. La manifestación psíquico-afectiva de quien padece, directa o indirectamente, las prácticas criminales derivadas del negocio de la droga, toma especial simbolismo en narrativas publicadas en años recientes. Estas propuestas se caracterizan por trascender lo anecdótico y no dar ya centralidad a la descripción de actos atroces, ni al papel de sus figuras representativas: narcotraficantes y sicarios. Sobresalen, más bien, las consecuencias psíquicas y emocionales de ese flagelo. El miedo, la desesperanza y el resentimiento son agentes que movilizan la ficción. De hecho, elementos como el impacto cultural y la configuración territorial de la ciudad a raíz de la criminalidad del narcotráfico –que fue en su momento tema central de ficciones icónicas como La virgen de los sicarios y Rosario Tijeras– aparecen ahora como “telón de fondo” o se referencian de manera tangencial.

Delirio, de Laura Restrepo, es una de las primeras ficciones nacionales que indaga el elemento psíquico-afectivo derivado de la violencia del narcotráfico. La escritora inventa una zona de tensión entre personajes de diferente índole, simbólicos de la respuesta emocional de la sociedad colombiana al poder devastador del negocio de la droga. Por su representación explícita de la enfermedad psíquica, el delirio, la novela ha sido objeto de estudio no solo desde el eje histórico y sociológico, sino también en relación con conceptos del campo del psicoanálisis, lo fenoménico y lo axiológico. La propuesta de escritura de Restrepo reordena la red emocional de la sociedad de los años ochenta del siglo pasado, que fue la década en que el narcotráfico golpeó al país con mayor fuerza. El delirio se figura como “síntoma sensitivo que explica el desorden sensorial de la realidad” (Blanco 12). Desde la perspectiva de Jaramillo Morales, la narración de la autora colombiana es un recorrido de la elaboración del dolor íntimo, para remediar en algo el estado melancólico de la sociedad. La escritura, desde esta perspectiva, conduce al recobro de las “memorias sepultadas” (130), para dar forma a un pasado nefasto y conducir con ello a cierta redención.

La figuración del delirio como estado íntimo traumático derivado de la violencia, correlaciona a su vez una gama de emociones de rasgo político, es decir, de afectos que intervienen directamente en la conformación de la sociedad y condicionan los imaginarios culturales (Robin, Nussbaum, Ahmed). Bajo este ángulo, la historia de Midas McLister, narrador central de Delirio, toma importancia porque a través de sus andanzas se registran las emociones públicas derivadas de la confrontación social y económica entre ricos y pobres. Se recordará que tal personaje es el enlace entre los estratos sociales del país: de familia humilde pasa a posicionarse en la clase alta gracias al lavado del dinero del narcotráfico. Para Suárez, uno de los mayores aciertos de la novela de Restrepo es “la tensión que crea McLister y su función acusadora de la inversión de valores resultado del narcotráfico” (115). La narración se sirve de este protagonista para denunciar el anquilosado paradigma social de inclusión/exclusión que la economía del narcotráfico fue incapaz de solventar y de la cual, por el contrario, agudizó sus diferencias y fomentó una cultura de la apariencia y la ostentación. Dice la ensayista, que McLister le recrimina a Agustina, figura representativa de la burguesía, que la “diferencia infranqueable” entre su mundo y el de él es únicamente “la apariencia y el brillo externo”, le reprocha también que su familia lo trate como un “sultán” por su posición de nuevo rico, y le señala, además, la doble moral de sus parientes que han roto todas sus bien cuidadas convenciones para aceptar su lavado de dinero del narcotráfico (115).

Con Suárez estamos de acuerdo en el notable papel que McLister juega en la novela para retratar la doble moral de la sociedad colombiana frente al negocio de la droga, también consideramos acertadas sus reflexiones sobre la capacidad de la escritura de Restrepo, para escenificar los estragos causados por el narcotráfico en el tejido social, no obstante, somos de la opinión que Midas McLister no se ufana de su papel de “nuevo rico” y de su posicionamiento en la burguesía bogotana. En el presente de la narración el héroe con “el dolor [del] alma” acepta que se equivocó (Restrepo 136). Sabe que cometió el error de creer que el contraste entre ricos y pobres era solo “cuestión de empaque”, de “brillo externo” (182). Midas entiende que pese a su riqueza material, nunca fue parte del mundo de la familia de Agustina. Los ricos solo lo reconocen en la medida que facilita los negocios con Pablo Escobar, nunca ven en McLister a alguien de su rango y mucho menos a un amigo. Esta situación le genera al personaje gran desdicha. En una especie de autoconfesión expresa: “ante mi se arrodillan y me la maman porque si no fuera por mí estarían quebrados, con sus haciendas que no producen nada […] Pero eso no quiere decir que me vean. Me la maman pero no me ven” (Restrepo 137). La voz remarca en la profunda desazón íntima que produce saberse menospreciado por carecer de linaje y “verdadero” estatus social.

Con McLister, la escritura de Restrepo propone la formación emocional de un sujeto en un mundo donde el valor de la persona depende del abolengo y el dinero: “¿Alcanzas a entender el malestar de tripas y las debilidades de carácter que a un tipo como yo le impone no tener nada de eso, y saber que esa carencia suya no la olvidan nunca aquéllos, los de ropón almidonado por las monjas Carmelitas?” (Restrepo 137). Remarcar sobre la carencia produce una sensibilidad resentida, que acusa las formas discriminativas del engranaje social. La anulación del otro como persona a causa de su desfavorable origen, se suma a los actos de injusticia y cultiva sentimientos de rencor y frustración. A medida que el lector se va enterando de las estratagemas ilegales de McLister para trepar socialmente, asiste también al develamiento de las hondas disparidades en la calidad de vida de una sociedad fuertemente estratificada. El poder, el dinero y el prestigio social que en determinado momento Midas logra tener, paradójicamente, no hace sino recordarle su condición de desamparo y segregación.

Pese a que “conquista” una posición económica, el personaje sigue sintiéndose excluido, situación que le empuja a una estimación más baja de sí mismo y a sentir un profundo rencor. Por esta razón, cuando al final se queda solo y sin dinero, Midas McLister se siente víctima, pero no tanto de la persecución de los jeques de la droga y de sus propios equívocos, sino más bien de la clase privilegiada del país, que ennoblece a unos cuantos y fija límites más allá de los cuales siempre queda alguien en condición de excluido. La precisión y el tono irónico con el que el héroe cuenta su propia vida, exterioriza una sensibilidad abatida, que reconoce que ha perdido la jugada contra una sociedad esnobista y mentirosa. El desenmascaramiento del rostro falaz de la burguesía bogotana y de sus devaneos con el narcotráfico, se hace a través de la emocionalidad de McLister, del profundo resentimiento que le despiertan aquellos en los que confió y que luego le abandonaron. En este orden de argumentos, podemos decir, que lo afectivo se construye en la ficción como el intersticio en el cual los procesos de subjetivación, derivados del orden social y del impacto íntimo del narcotráfico, se revelan y logran tener representación.

Inequidad, desprecio y desdicha, son términos por los que también transitan los personajes de Plegarias Nocturnas. La novela de Santiago Gamboa representa el panorama de una sociedad sacudida por los revuelos políticos de la primera década del siglo XXI en Colombia. Manuel, joven filósofo, narra su pasado mientras está prisionero en una cárcel de Bangkok, esperando la pena máxima: acusado, sin serlo, de traficante de drogas. Sabemos que este personaje abandona el país con la idea de reunirse en Japón con su hermana, quien había migrado dos años atrás a causa de la amenaza de un grupo criminal asociado con instituciones del Estado. Empero, la otra razón por la que Manuel se va, es el repudio hacia la realidad opresiva que atravesaba tanto a su familia como a la sociedad en general:

éramos parte de algo oscuro, triste, que ninguno […] podría ya cambiar. El aroma de loción barata, el brillador de suelos, el perfume de gabardinas y chaquetas, no lo sé. El intenso olor de una familia humillada, que creía merecer una segunda oportunidad, sin jamás tenerla […] Siempre odié lo que define la vida en ese lugar: el arribismo, el afán de figurar, el odio, la tacañería congénita, la envidia […] ¡la época más horripilante! Un presidente mafioso, un ejército asesino y torturador, medio Congreso en la cárcel por complicidad con los paracos, más desplazados que en Liberia o Zaire, millones de hectáreas robadas a bala […] este país se sostiene a punta de masacres y fosas comunes (Gamboa 20, 65).

El momento histórico que Gamboa escenifica se corresponde con los dos periodos de gobierno de Álvaro Uribe Vélez, 2002-2006 y 2006-2010, años cruentos disfrazados de progreso económico y políticas de seguridad democrática. Desde la perspectiva del politólogo Miguel Herrera Zgaib, durante esa etapa presidencial, Colombia fue dirigida con una especie de fórmula de gobernabilidad legal (no) democrática, un régimen para-presidencial que se concretó en el proyecto regionalizado de la para-república bajo control de las autodefensas desmovilizadas con la “Ley de justicia y paz”, cuyos jefes, no sobra decir, fueron extraditados por narcotráfico. El investigador colombiano caracteriza este periodo como la “(de)generación democrática de Colombia” (253), en la que se validó la política de guerra en la opinión pública.

El modo como las circunstancias más crudas del país entran en Plegarias nocturnas y atraviesan la vida afectiva de los personajes, da consistencia a la realidad impalpable y crea un espacio epistémico para las emociones. El recurso literario consiste en ubicar a los héroes en situaciones históricas precisas, como el caso de los Falsos positivos[2], para narrar emocionalmente los acontecimientos (Gamboa 211). Este artilugio genera en el lector cierta ilusión de veracidad sobre lo que se cuenta, efecto que a su vez da mayor peso a la contestación de la situación social y política que la escritura persigue. El disgusto hacia el estado de cosas en el país, se traza en la novela como gesto emocional que simboliza la desilusión ante el futuro, y el quiebre de la esperanza de proyectos alternativos optimistas. La narración se diseña a modo de queja. Es una descarga de indignación contra un Sistema que frustra las aspiraciones e infunde en la población más joven una sensación de vacío de futuro.

La escritura de Gamboa representa la realidad del país a partir de una violencia no siempre visible y mediatizada. En entrevista con Albinson Linares el autor expresa su preferencia por dejar de lado los factores más conocidos de la violencia en Colombia –el tráfico de drogas, las guerrillas y los paramilitares–, para visibilizar con mayor fuerza los sucesos traumáticos individuales, que se derivan de esa otra “gran violencia” y, asimismo, socaban el equilibrio de la vida social y cotidiana[3]. De esta manera, Plegarias nocturnas, aun cuando relaciona en su trama los desafueros criminales de un Gobierno y sus vínculos con organizaciones ilegales, presta mayor atención a la realidad mustia que empaña la vida de los personajes, conduciéndolos al desamparo y el suicidio. La ubicación en la novela de dos espacios de violencia, uno nacional y otro familiar, aunque coligados entre sí, identifica lo emocional como elemento articulador de la vida social y el universo personal. Manuel, al referir situaciones concretas de confrontación con sus padres y hermana, transforma el conflicto con su entorno familiar y la lucha continua contra sí mismo, en experiencia anímica social. En este sentido, el espacio privado se construye en la escritura a modo de topos-afectivo, simbólico de los grandes estados anímicos de la contemporaneidad nacional e internacional. La narración del lugar personal trasciende en espacio potencialmente emocional para significar el síntoma de la crisis de porvenir y del sentimiento de intrascendencia, que se viene reproduciendo en diversas sociedades desde finales de los setenta, a raíz de la fractura de las utopías modernas y de la degeneración política. Un estado de cosas que tiende a agravarse en contextos tan caóticos como el colombiano y que impacta con mayor brutalidad, en el universo emocional del sujeto y la sociedad.

El malestar hacia una época nacional en la que la vida personal y social parecía invivible, es también motivo de escritura para Juan Gabriel Vásquez. El ruido de las cosas al caer es la exploración de los estragos íntimos causados por el narcotráfico en la sociedad colombiana. A diferencia de Restrepo, que enfoca el delirio como estado psico-afectivo para desenmascarar otras verdades de la realidad del país, Vásquez centra la atención en el miedo. Esta emoción es el elemento en torno al cual la narración rastrea el efecto anímico del narcoterrorismo en la esfera pública. La escritura da forma a la sensibilidad de la generación nacida en la década de los setenta y que vivió su juventud temprana durante los conmocionados años ochenta –periodo al que pertenece tanto el escritor como su narrador protagonista–.

Al inicio de la novela, de manera intempestiva, brota en Antonio Yammara el pasado como un espectro, lo acosan las bruscas invasiones de un episodio de su vida que creía cerrado, pero que resurge a causa de una imagen publicada en una revista. La evocación involuntaria se filtra en el presente del personaje obligándolo a desandar lo vivido, a fusionar el “orden afectivo” con el “orden intelectual” de la memoria, en el sentido que cada retazo de recuerdo, conservado u olvidado a capricho de la emoción íntima, toma forma y densidad cuando el narrador decide reconstruirlo con palabras[4]. En el registro de un pasado, que comprometió la vida social del país, el héroe de Vásquez rehace uno de los momentos más dolorosos de su juventud temprana, cuenta su lucha por salir del estado de horror y desamparo a causa de un atentado homicida dirigido a un amigo, pero en el que él también salió gravemente herido. A partir de este suceso ficcional, la escritura explora la emocionalidad traumática de la sociedad colombiana durante la década de los ochenta, años dominados por un clima de miedo a razón del narcoterrorismo. Este periodo se erige en la narrativa como espacio de confrontación entre la mirada externa de la violencia –los victimarios, las bombas, las estadísticas– y la percepción anímica –el dolor y la turbación–.

El texto cuenta una época en la que los más jóvenes se hicieron “temerosamente adulto[s] mientras a [su] alrededor la ciudad se hundía en el miedo y el ruido de los tiros y las bombas” (Vásquez 254). La inscripción literaria del miedo como elemento fundamental de la memoria compartida por una generación, lo desborda de las fronteras de lo íntimo, de la sensibilidad individual, para transformarlo en fenómeno afectivo social. Como bien deduce Gaitán, la obra del escritor colombiano presenta una “radiografía del miedo”, que hace lectura tanto de las causas del negocio de la droga como de “los desajustes emocionales que habrían de perdurar entre quienes alguna vez fueron víctimas o vieron vulnerada su ciudad” (1). El miedo de Yammara, en consecuencia, solo puede comprenderse en relación con las circunstancias sociales y políticas que cercaron el devenir de una generación. Este modo de contar lo violento, de dar forma estética a lo inefable, recalibra el valor literario de las propuestas de escritura que tematizan la violencia del narcotráfico más allá de la descripción de escenas macabras. No es la escenificación de la expresión visible de la violencia –sicarios, narcotraficantes, destrozos materiales, torturas–, es lo íntimo muy propio lo que toma protagonismo en el relato para significar el elemento psíquico-afectivo de una sociedad en un momento histórico determinado.

Vásquez remarca tanto en el impacto momentáneo del miedo, es decir, en la conmoción que se produce en el instante inmediato de la amenaza, como en las secuelas psíquicas que perduran a lo largo de la vida. Han transcurrido cerca de quince años cuando el narrador se decide a contar el pasado que lo marcó de manera tan aciaga. Pese a que muchas de las impresiones de esos años terribles parecían haberse ido al olvido, la narración, desde el presente ficcional, arroja nueva luz sobre lo ocurrido y descubre que el miedo sigue permeando la realidad actual de Yammara.

La intención nemotécnica del relato no hace otra cosa que evidenciar cómo el miedo no se circunscribe únicamente al momento de la amenaza, sino que extiende sus tentáculos hacia espacios y tiempos insospechados. El miedo, se sabe, sigue latente en la rutina cotidiana de sociedades que ahora viven en relativa calma después de atravesar años de guerra. Es una emoción que socava silenciosamente la intimidad del habitante de las grandes urbes (Rotker, Martín Barbero), que prescribe, incluso, por varias generaciones los imaginarios culturales o de representación de la realidad. Este continuum emocional adverso es el que, paulatinamente, empieza a tomar significación cardinal en la novelística colombiana reciente.

Así como la propuesta de escritura de Juan Gabriel Vásquez explora la emocionalidad de la persona que ha sido blanco de un acto atroz, y el modo como esta experiencia deriva en alegoría de una sensibilidad de época, Evelio Rosero también propone un texto que hace del impacto emocional inmediato de la violencia, el núcleo de su narración. La novela titulada significativamente Los ejércitos, refleja con virtuosismo literario la vivencia cotidiana del terror sin acudir a la explicación de sus referentes políticos –mas dejando latente en el relato que estos son la causa–. El personaje narrador, un viejo profesor jubilado, cuenta los golpes diarios de la guerra a los que se ven sometidos tanto él como sus vecinos. Ismael, protagonista central, experimenta con alucinado terror la devastación de su pueblo a manos de unos “ejércitos anónimos”. Estos ejércitos pueden ser del gobierno, de la guerrilla y de los paramilitares, pero la novela no hace distinción entre ellos porque “nada importan las diferencias entre los tres ejércitos para el anciano narrador y los habitantes de ese poblado, civiles víctimas de la impunidad, hundidos en el mayor de los desamparos” (Castellanos Moya 62-63). Para un sociólogo o especialista quizás sea evidente la confrontación por el poder, pero para un sujeto desamparado en medio del cruce armado resulta imposible e incluso intrascendente entender cómo funciona la dinámica militar que lo arrasa. Por esta razón, en la realidad ficcional los bandidos “son todos [Estado constitucional y Estado de facto] pues afectan del mismo modo al ciudadano, que no reconoce el conflicto como suyo sino en tanto lo padece” (Hoyos 285). Con Rosero, la escritura del miedo, que a momentos se transforma en estado de horror puro, simboliza la insensatez de la guerra en Colombia, la crisis de la razón y la negación de todo discurso que pretende darle una lógica a la historia del conflicto. El lector se ubica ante un paisaje trágico, que le presenta “la intrincada penetración de la guerra en los meandros de la vida ordinaria y su capacidad asombrosa de minar las fronteras del yo” (Moraña La escritura 195).

El tono íntimo y mesurado con el que el narrador cuenta su propio estado emocional, devela una sensibilidad que parece habituada a convivir con el terror. “Rosero configura el estado mental […] la manera como viven los colombianos la guerra” (Padilla Chasing 122). El miedo, en este sentido, es efecto no de una amenaza que surge de manera inesperada, sino de la suma de diversos momentos surcados por actos de violencia; es una especie de ambiente afectivo que se instala a lo largo del tiempo y el espacio. El testimonio personal de Ismael, “más que registrar datos de la realidad, cuenta la experiencia del horror” (Van Der Linde 189). Desde el comienzo de la narración nos enteramos que la percepción del pasado, el presente y el destino del pueblo y sus habitantes está regida por las circunstancias violentas.

La experiencia del miedo abre historias pasadas de asociación cuando el narrador revive conmociones traumáticas de su juventud. De hecho, la novela toma forma a partir de esta lógica asociativa. La historia entre Ismael y Otilia es resultado de tal procedimiento narrativo. Recuérdese que el narrador rememora que cuando ve por primera vez en la terminal de buses a quien será su mujer, un hombre es asesinado, justo en ese momento y lugar. La pareja de esposos es testigo, a lo largo de sus años de convivencia, de la intensificación de la guerra, y en el presente de la realidad ficcional son víctimas directas por la desaparición de Otilia. Con ella desaparece también el pueblo mismo y la existencia propiamente humana del narrador. “El deterioro físico y mental [y emocional] de Ismael progresa al ritmo de la violencia creciente” (Van Der Linde 181). Al final de la novela el narrador no es más que una presencia fantasmal tratando de conservar la memoria del país (Fonseca 163-174), que es justamente la memoria del dolor y el miedo. Lo emocional traumático derivado de la guerra, en consecuencia, deviene fenómeno articulado al recorrido existencial del héroe, es hilo que se teje a sus deseos y desesperanzas:

En la montaña de enfrente, a esta hora del amanecer, se ven como imperecederas las viviendas diseminadas, lejos una de otra, pero unidas en todo caso porque están y estarán siempre en la misma montaña, alta y azul. Hace años […] me imaginaba viviendo en una de ellas el resto de la vida. Nadie las habita, hoy, o son muy pocas las habitadas; no hace más de dos años había cerca de noventa familias, y con la presencia de la guerra […] solo permanecen unas dieciséis. Muchos murieron, los más debieron marcharse por fuerza: de aquí en adelante quién sabe cuántas familias irán a quedar, ¿quedaremos nosotros?, aparto mis ojos del paisaje porque por primera vez no lo soporto (Rosero 61).

La cita deja ver que la conmoción afectiva del personaje no puede entenderse sin relacionar su pasado personal, pero tampoco sin mencionar la historia de su propio pueblo. La angustia del narrador, no es solamente la recordación de proyectos particulares frustrados, es también la negociación con el tiempo histórico de la violencia política del país. Aunque narración de la experiencia individual de la violencia, el estado emocional de Ismael es también revelación de los afectos colectivos, del clima emocional de la sociedad. Rosero, en efecto, no da forma a emociones inocentes y casuales emanadas de la psiquis perturbada de un individuo, sino que ante todo personifica de modo notable, la sensibilidad de una sociedad socavada por décadas de violencia. La tentativa de la narración de dar voz a un estado emocional como el horror[5] –que es junto al dolor uno de los fenómenos que con mayor contundencia se cierra a la posibilidad del lenguaje (Sofsky 65)–, explora de modo sugestivo “las conexiones entre sentimiento y conocimiento, subjetividad, empiria y discurso, realidades materiales y simbólicas, historia y ética” (Moraña La escritura 193). En suma, la vindicación estética de lo afectivo, que no implica la cancelación del elemento racional, logra significar los diversos elementos del conflicto de manera más decisiva que si la novela estuviese atravesada por un discurso de país o manifiesto político.

La narrativa al involucrar las diversas maneras en que funciona la experiencia del miedo, ya sea en la cultura pública o en la vida cotidiana, se dispone como fuente de conocimiento que traduce los efectos derivados de la relación emocional de un colectivo. Tanto Rosero como Vásquez, con la representación del miedo ponen en juego una de las emociones más complejas y determinantes de los imaginarios de la sociedad nacional, y del mundo contemporáneo en general (Beasley-Murray, Robin, Nussbaum). La reconstrucción literaria de determinados momentos de la historia del país evidencia que el miedo ha sido originado y encausado por todo tipo de gobierno –oficial o de facto–, para controlar en su amplia gama existencial al colombiano, como individuo y ser social. La escritura, en este orden, se abre como posible camino para identificar cómo el miedo y sus variantes definen el funcionamiento social y el orden político.

Para cerrar este apartado, no sobra anotar que la narración emocional de la violencia comienza también a revisitar y reinterpretar la Historia nacional para contar desde la óptica del oprimido otra verdad. La propuesta de escritura de Miguel Torres es decisiva en este propósito. En El incendio de abril[6] el enfoque de la violencia política se hace desde el dolor, la angustia y la desesperación de los capitalinos ante las circunstancias históricas que el país imponía. Los sucesos ficcionales giran en torno al miedo y la consternación de personas comunes que huyen del lugar del atentado y de quienes no encuentran a sus seres queridos: desaparecidos durante la reyerta. El asesinato del caudillo aparece solo como escenario de fondo. No prima la idea de reubicar la memoria de Gaitán y valorizarlo como actor destacado de la historia política del país, es la presencia afectiva derivada de ese momento caótico lo que palpita en la palabra. Lo afectivo, en este orden, abre otros horizontes hacia la comprensión de las dinámicas sociales y la historia. Los nuevos contextos surgidos de la violencia extrema, la sobreexposición del dolor, el desencanto político, entre otros, desbordan los lenguajes que hasta el momento se habían construido para significar la realidad. El fuerte valor de las emociones y su rol ineludible en la formación de los imaginarios culturales contemporáneos, se propone como ruta posible para discernir los nuevos contextos. De esta manera, la narrativa colombiana empieza a reconocer y problematizar los discursos y la praxis de la violencia, paulatinamente, incorpora el componente afectivo para fundar un nuevo lenguaje que descifre y visibilice la vida cotidiana en escenarios de guerra, el universo íntimo derivado de esa realidad y su potencial simbólico de la historia nefasta de una nación.

  1. NARRACIÓN DE LO ÍNTIMO Y FORMAS DE LO COLECTIVO

 El lenguaje emocional de la narrativa en cuestión expresa un pensamiento y sensibilidad social contemporánea, que recién comienza a sacar a la luz la otra cara de la guerra. Después de más de seis décadas de conflicto armado en Colombia, que ha dejado miles de civiles muertos y desaparecidos, es tan solo en las últimas décadas que inicia en el país una progresiva valorización de la palabra de quienes lo han sufrido directamente: desplazados, hijos huérfanos, viudas, ex-secuestrados, mujeres víctimas de violación, entre otros. Estas voces, poco a poco han empezado a visibilizar la realidad oculta de la violencia, sus relatos dan forma a la invisible geografía de sentimientos y emociones que surcan a las comunidades más golpeadas por la arremetida de los diversos actores armados.

La consolidación del género testimonial en Colombia, a finales de los ochenta y durante la década de los noventa, es uno de los pasos más decisivos en la reelaboración del pasado –por cercano que sea– a partir de la memoria emocional del sujeto afectado. Idóneo para indagar en temas referentes al conflicto bélico y recurrente en la narrativa de los años noventa, lo testimonial anunció cambios importantes en la concepción de la literatura (Jaramillo, Osorio y Robledo 44). Precisa Rueda, que si bien en Colombia ya se habían publicado testimonios sobre la Violencia[7], estos aparecieron como fundamento de estudios sociológicos o históricos para mostrar las causas generales del conflicto o como ejemplo de sucesos atroces. Es a partir de mediados de la década de los ochenta, que se inicia la publicación de la narrativa testimonial en el formato que prevalece actualmente, y con el objetivo de visibilizar el trauma social desde una voz personal (126-155). Es decir, que se nombraba la violencia para reconocerla como suceso histórico pero no primaba el objetivo de dar visibilidad a la víctima, cuestión que derivaba en la negación de los afectos y del sujeto en sí mismo.

Dos casos de publicaciones testimoniales, con buena recepción por parte de la crítica, son Los años del tropel: relatos de la violencia, de Alfredo Molano y Las mujeres en la guerra, de Patricia Lara. El propósito de Molano fue el de contribuir a la creación de un archivo histórico alterno, que recogiera las experiencias aún indocumentadas de gente que sufrió la Violencia de mediados de siglo XX; mientas que para Lara primó el dar voz a mujeres que sufrieron la violencia sociopolítica: viudas y madres de personas asesinadas, víctimas de secuestro o desplazamiento, excombatientes de la insurgencia armada, entre otras. La construcción de estos relatos, en primera persona, se ofrecen como umbral en el cual el dolor, el rencor, el miedo, y acaso la esperanza, coexisten y perseveran en la búsqueda de su camino hacia el reconocimiento y la representación.

Dentro del género testimonial también aparecen textos que cuentan la experiencia del secuestro, por ejemplo, Cautiva, de Clara Rojas y No hay silencio que no termine, de Ingrid Betancourt. Todos estos testimonios tienen un carácter colectivizante, pues aunque surgen de la necesidad de narrar lo vivido, de llevar a la palabra una experiencia personal, son eco a su vez de muchas voces que se identifican con tal experiencia. La narrativa testimonial en la cual las memorias, la ficción, la entrevista y otros materiales se entrelazan, capturan una verdad –individual y colectiva– que de otra manera sería inaprehensible (Giraldo y Gómez 18-23). De esta manera, la vida emocional derivada de situaciones de violencia toma forma; lo afectivo social se hace palpable en los relatos personales del trauma. Como recuerda Moraña en La escritura del Límite, retomando a Taussing, es en esta clase de textos, en los que aflora lo íntimo, más que en la Historia de la violencia y el miedo, donde puede captarse “la cualidad persistentemente irreal de la realidad” (187).

Una situación más que deseamos resaltar, porque resulta igualmente decisiva en el proceso que ha llevado la narrativa en la recuperación de la memoria emocional de la violencia, es el empoderamiento que se le ha dado a los investigadores del Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH). En la última década, el propósito de esta institución de indagar el impacto social de las secuelas afectivas de la guerra, ha dado prioridad al relato de quienes vienen sufriendo en la propia piel la situación de violencia del país. A partir de las voces de las víctimas, lo “persistentemente irreal” de la violencia va tomando representación y sentido. Este proceso ha ido consolidándose en una serie de informes que, además de situar espacial y temporalmente cada acontecimiento de guerra, narran las vicisitudes, las impresiones y reflexiones de cada entrevistado[8]; particularizan a la víctima devolviéndole su papel social, su capacidad de voz y resistencia. Se testimonia la voluntad de muchos para superar el trauma. Los informes construidos desde la verdad subjetiva, traza una memoria contundente y veraz sobre la historia social y política del país. Publicados a partir de 2008, las voces de las víctimas comienzan a dar forma a lo “fantasmagórico” de la lucha armada. La subjetividad de sus relatos es lenguaje válido para significar una realidad todavía indocumentada de la historia nacional.

Por otra parte, entendemos que las formas como actualmente la realidad caótica del país va siendo entendida y narrada, es además respuesta al colapso de los discursos tradicionales que asocian la guerra y las prácticas de violencia con la construcción de nación. Las lógicas habituales que se usaban hasta hace pocas décadas para entender la praxis de la violencia, han perdido credibilidad y validez (Pécaut, Mbembe). En Colombia, parte del origen de esa problemática puede situarse en la creciente vinculación del Estado en prácticas clandestinas e ilícitas, y en el cambio de estrategias de combate presentadas por los cuadros guerrilleros. Hechos como el secuestro, la extorsión, el tráfico de droga y el asesinato deliberado de civiles, erosionan los principios éticos e institucionales que deben distinguir a todo tipo de gobierno. El impacto social de estas circunstancias, en efecto, se vislumbra en el conjunto de emociones que como espacio epistémico se configuran en la narrativa reciente con el objeto de descifrar el estado de cosas de un país.

Antes de cerrar este texto, queremos hacer un breve comentario sobre la fase actual de parte de la crítica literaria en Colombia. La narrativa de la violencia ha sido estudiada principalmente desde el marco de las ciencias sociales y del discurso histórico, haciéndose especial énfasis en las causas políticas y sociales de la guerra y sus efectos. Si bien se reflexiona sobre las consecuencias psicosociales de tantas décadas de conflicto son los elementos activos que lo desencadenan: los victimarios y la historia de la nación, los que concentran la atención. La metáfora del Poder ha jugado el rol central al momento de relacionar las propuestas de escritura de los autores colombianos con el contexto de referencia[9]. Este enfoque sigue abriendo valiosos panoramas de comprensión de la sociedad nacional y motiva cuestionamientos para la exégesis de las novelas; sin embargo, consideramos que la novelística que viene descifrando los contextos de violencia a partir de lo emocional traumático reclama nuevos ángulos de interpretación. El miedo, el rencor y el sufrimiento íntimo son la contracara de la metáfora del poder, necesitan, por tanto, de una mirada crítica que los reconozca como lenguaje que articula y da representación a las realidades no siempre perceptibles de la vida social en el país.

En relación con el argumento anterior, vale citar aquí algunos estudios recientes que, aunque no se vinculan de manera directa con lo emocional, proponen otras rutas explicativas del simbolismo estético de la escritura que incorpora los conflictos nacionales. Estos estudios no siguen los enfoques tradicionalmente utilizados por la crítica literaria en Colombia. Por ejemplo, Jaramillo Morales en su libro Nación y melancolía: narrativas de la violencia en Colombia (1995-2005), relaciona novela y cine con conceptos del psicoanálisis. Esta investigación explora los modos como lo estético simboliza la sensibilidad melancólica, un estado psíquico-afectivo que, según la académica, definió el comportamiento social de la Colombia de finales del siglo XX. Por su parte, Rueda en La violencia y sus huellas. Una mirada desde la narrativa colombiana, propone una exégesis diferente de los estragos del conflicto armado a partir del elemento ético. La investigadora pone en el centro de la discusión “la ética del lector” para revisitar corpus narrativos de inicios de siglo XX y de textos testimoniales recientes. El debate gira en torno a conceptos como ética y violencia, términos que por su recurrencia misma se han cristalizado en su sentido y se citan en diversas reflexiones de manera impensada. Residuos de la violencia. Producción cultural colombiana, 1990-2010, de Fanta Castro, asocia la literatura con la pintura, la escultura y el cine, para explorar la dinámica simbólica de lo marginal-corpóreo en los contextos de violencia contemporánea y los procesos de subjetivación derivados de tal situación. Este tipo de trabajos son bienvenidos, ya que contribuyen, desde perspectivas, metodologías y disciplinas particulares, a una cuestión tan estimulante como es la estética de la violencia en las letras colombianas. Son pesquisas que trazan nuevas coordenadas de análisis, abren un renovado espacio de indagación, y confrontan paradigmas no solo de rasgo metodológico sino también de carácter conceptual[10].

Para concluir, el enfoque socio-histórico de los estudios literarios en Colombia ha dado forma a un entramado crítico valiosísimo, productor de múltiples lecturas en torno a la tensión entre los procesos literarios nacionales y las dinámicas de la historia social y política. Sin embargo, se reconoce que ese transcurso analítico así como ha propuesto una serie de caminos significativos para ahondar en los diversos sentidos que propone lo literario, paradójicamente, también ha nublado la posibilidad de líneas de indagación desde otras ópticas. El estado actual de la crítica literaria en Colombia deja ver que hasta hace muy poco los estudios que no se alineaban a la mirada canónica quedaban al margen o pasaban inadvertidos (Suárez, Rueda). La indagación de la violencia en relación con fundamentos conceptuales del campo fenoménico, del psicoanálisis o de las diversas líneas de profundización sobre los afectos y las emociones, que proponen, por ejemplo, los estudios culturales, la crítica de género, la historia, la filosofía o la psicología, son relativamente pocos en el campo académico-literario en Colombia, en comparación a los de enfoque socio-histórico. Ante este paisaje, y las nuevas lecturas que la narrativa viene haciendo de la realidad social, es necesario abrir otras rutas de exploración que vindiquen lo emocional como vía de acceso a lo real, lo simbólico y lo imaginario de las dinámicas sociales del país.

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[1] Una de las líneas de reflexión más relevantes en torno a las emociones y el llamado “Giro afectivo”, nombra como afecto toda respuesta sentimental del ser humano a estímulos del mundo real. Esta mirada rechaza cualquier elemento cognitivo, racional o cultural en esa respuesta; la manifestación emocional, o afectiva, es producto de una fuerza instintiva, de una energía abstracta que circula entre los cuerpos, los atraviesa y sigue su curso. Una mera intensificación del cuerpo. Se ignora, en este enfoque, el carácter sobredeterminado de los procesos corporales. Para profundizar en el tema remitirse a Parables for the Virtual: Movement, Affect, Sensation (2000), de Brian Massumi; “El afecto y la poshegemonía” (2008), de Beasley-Murray, y El lenguaje de las emociones. Afecto y cultura en América Latina, de Mabel Moraña e Ignacio M. Sánchez Prado (2012).

[2] Ejecuciones extrajudiciales cometidas por unidades militares de las Fuerzas Armadas de Colombia. Las víctimas eran asesinadas por soldados para obtener ganancias personales, pues el Gobierno reconocía económica y simbólicamente a los comandos que más guerrilleros dieran “de baja”.

[3] Recuérdese, por ejemplo, que Perder es cuestión de método (1997) se articula en torno a la investigación del asesinato de un hombre anónimo. Situación “aislada” que lleva al protagonista por diversas rutas de indagación que van revelando las violencias más visibles, aquellas generadas del contrabando, el crimen y la corrupción política. Por su parte, El síndrome de Ulises (2005), concentra la atención en la lucha por la supervivencia de los exiliados pobres en París. Nuevamente, la trama se ancla a situaciones traumáticas particulares para reflejar a su vez situaciones de índole social y político: los indocumentados, la pobreza y los inmigrantes desamparados en las grandes urbes del “Primer mundo”.

[4] En un estudio anterior de El ruido de las cosas al caer analizamos la incorporación estética de la fotografía en la trama narrativa. La novela se sirve de la imagen visual como recurso narrativo y motivo afectivo, para proyectar una nueva mirada del pasado reciente del país. La imagen en la novela establece un “acto de ver desobediente” que cuestiona la regulación visual y memorativa de los entes de poder –legales y de facto– sobre los modos violentos como se ha construido el país y los imaginarios de nación e identidad.

[5] Son varios los estudios que tratan de descifrar la imposibilidad de la instancia narrativa de Los ejércitos, pues si se tiene en cuenta la realidad ficcional que persigue y aplasta al personaje que cuenta, desde una lógica no ficcional y punto de vista narratológico, es imposible que se pueda articular un discurso con la lucidez expresiva como la que se desarrolla a lo largo de toda la narración (Moraña La escritura). Para entender esa imposibilidad del agente narrativo que Rosero inventa, Buiting actualiza la idea del “narrador imposible” de Agambem. La autora sostiene que la imposibilidad de la narración y la inhumanidad experimentada y confrontada por el personaje narrador de Los ejércitos, están inextricablemente relacionadas, por tanto, las técnicas narrativas utilizadas por el autor colombiano se fusionan de manera estratégica, se logra la verosimilitud en la conjugación de los elementos ficcionales.

[6] Esta es la segunda novela de la Trilogía el 9 de abril, que narra el Bogotazo: la barbarie desencadenada horas después del asesinato de Jorge Eliecer Gaitán, el 9 de abril de 1948. Las otras dos obras son El crimen del siglo (2006) y La invención del pasado (2016).

[7] Recuérdese aquí que la Violencia, con mayúscula, señala el periodo de entre mediados de la década de 1940 y comienzos de la de 1960, cuando desemboca la brutal confrontación entre miembros de los partidos políticos liberal y conservador. Según Sánchez Gómez, fue una guerra entre las clases dominantes y en cuanto tal una versión tardía de las guerras civiles decimonónicas; pero también fue una guerra entre las clases dominantes y el movimiento popular. Cabe destacar también, que el recrudecimiento de esta Violencia se desató a causa del asesinato del líder político popular Jorge Eliécer Gaitán el 9 de abril de 1948.

[8] Los informes del CNMH contienen relatos precisos de muchos ciudadanos colombianos que han sufrido los vejámenes más horrorosos a manos de los combatientes –Estado, guerrilla, narcos, paramilitares–. Se pueden consultar en el sitio web del CNMH: http://www.centrodememoriahistorica.gov.co/informes

[9] El propósito de este ensayo se deslinda de la discusión específica en torno a la tradición de los estudios críticos en Colombia. Para profundizar en este aspecto, recomendamos las pesquisas de Jaime Alejandro Rodríguez Ruíz publicadas en su blog Novela Colombiana. Siglo XX. Novela reciente; asimismo, el monográfico Literatura colombiana entre milenios, de la Revista Literatura: teoría, historia, crítica (2012), de la Universidad Nacional de Colombia; también resulta valioso el libro producto de investigación: Hallazgos en la literatura colombiana. Balance y proyección de una década de investigaciones (2011), de Juan Alberto Blanco, Cristo Rafael Figueroa, Luz Mary Giraldo, Blanca Inés Gómez y Jaime Alejandro Rodríguez. Los libros de Oscar Osorio igualmente son referente clave en este tema: El narcotráfico en la novela colombiana (2014) y La virgen de los sicarios y la novela del sicario en Colombia (2014). Y el ya citado libro Literatura y cultura: narrativa colombiana del siglo XX (2000), de las compiladoras de Jaramillo, Osorio y Robledo.

[10] Los estudios literarios desde la perspectiva de género y queer han aportado una valiosa teoría de los afectos para confrontar el racionalismo heteronormativo y analizar la construcción de masculinidades y femineidades. Hibridez y alteridades, volumen III del estudio Literatura y cultura: narrativa colombiana del siglo XX, (2000). Editado por María Mercedes Jaramillo, Betty Osorio y Ángela Inés Robledo, es una fuente importante sobre este enfoque de análisis.