Lo visual y lo sonoro como expresión estética de la desaparición y la muerte en la novela colombiana

Orfa Kelita Vanegas

okvanegasv@ut.edu.co

Universidad del Tolima

https://doi.org/10.21500/22563202.5618.

Publicado en la Revista Guillermo de Ockham, Vol. 1 Nº 1, 2023

Resumen
Este artículo se propone revisar en un corpus de novelas colombianas publicadas recientemente, las estrategias de escritura que dan densidad y sentido a personajes alegóricos de los muertos y desaparecidos por la violencia política colombiana. Se indagan, especialmente, las metáforas sonoras y visuales para rastrear la innovación del lenguaje literario al momento de visibilizar, con una clara intención ética, la realidad aciaga de una sociedad, la colombiana. En diálogo directo con estudios críticos afines a nuestro tema eje, buscamos entender la inquietud latente en las novelas sobre el tratamiento del dolor y la dignidad de quien ha caído bajo el peso del terror. La revisión y comparación entre las formas estéticas acostumbradas y las que proponen lo novelistas de los que nos ocupamos en este artículo, da cuenta de un giro estético al momento de significar las consecuencias intangibles del conflicto. Son ahora “las metáforas de los vencidos” las que toman mayor proporción en la escritura. El personaje sufriente gira en símbolo de un cambio del imaginario cotidiano sobre las formas políticas tradicionales y sus ideales de nación. Asimismo, la mirada literaria del pasado y el presente nacional pone a prueba nuestra comprensión de la historia del país, además de cuestionar la sensibilidad del sujeto contemporáneo cada vez más acostumbrado a expresiones de violencia atroz.
Palabras clave: desaparición forzada, novela colombiana, memoria política, metáfora visual, metáforas sonoras, estética política, Pablo Montoya, Evelio Rosero, Miguel Torres, personajes derrotados.

Introducción


En La Vorágine (2015), la frase del poeta Arturo Coba: “Jugué mi corazón al azar y me lo ganó la violencia” , giró en especie de sentencia literaria para los escritores colombianos y los estudiosos de la literatura nacional. Ciertamente, desde 1924, José Eustasio Rivera parece presagiar una realidad decisiva de la condición del intelectual colombiano y, en derivación, del devenir mismo de las letras nacionales. Para las historias de la literatura colombiana la violencia política es un tema que se fusiona con las propuestas estéticas de los novelistas que, a partir de la primera parte del siglo pasado, se han interesado hasta nuestros días en examinar la proporción entre causas y consecuencias de la vida gubernativa. A continuación, este artículo en un corpus de novelas publicadas en la primera década del siglo XXI –Los ejércitos (2010) de Evelio Rosero, La invención del pasado (2016) de Miguel Torres y La sombra de Orión (2021) de Pablo Montoya– indaga las estrategias narrativas que los novelistas ingenian al momento de incorporar las violencias simbólicas del acontecer político del país. Los giros retóricos, el tratamiento del tema eje, la relación entre narradores y narrados, el manejo del tiempo y el espacio, entre otros, conforme se dirimen en este corpus ficcional dice de unas apuestas de escritura interesadas en reconocer una tradición literaria, pero, sobre todo, en desafiar dicha tradición y trazar un nuevo ángulo de sentido sobre lo que nos ha sucedido como sociedad. El dolor, la muerte ominosa del indefenso y el miedo de la persona común, toma ahora proporción y centralidad en el espacio narrativo para develar otras verdades, nuevos matices del imaginario social reciente frente a las políticas de la guerra.
El sufrimiento y el desastre, se reconoce, son fenómenos que han dado profundidad dramática a personajes representativos de la novela colombiana, además de ser fuente de una valiosa tradición literaria; piénsese, por caso, en García Márquez y su viejo coronel que espera la pensión, en el Bolívar ruinoso de Cruz Kronfly o en el narcotraficante intelectual de Cartas Cruzadas (1999). Mas estos héroes, como táctica estética representativa del acontecer nacional, son alegoría del poder y del crimen. También, son parte del conflicto porque así lo deciden, es decir, se está ante personajes simbólicos de quienes producen la violencia, incluso de los victimarios. Una mirada literaria que obedece a la percepción de quienes han detentado el poder. Frente a este enfoque, la novelística de las últimas décadas, consideramos, viene desplazando su interés estético del ángulo de los “vencedores” hacia el ángulo de los “vencidos”, esto es, inquieta ahora a los escritores nacionales las maneras como el ciudadano común vive la arremetida de la guerra. Puede decirse que, en el espacio narrativo colombiano las “metáforas de las víctimas” desplazan a “las metáforas de los victimarios”. No son ya los personajes políticos, militares, héroes patrios, sicarios, narcotraficantes, mujeres de la mafia, entre otros, quienes adquieren visibilidad; por el contrario, las propuestas de escritura reciente vienen poniendo el foco sobre los ciudadanos que han sido tratados como blanco del terror. La pérdida y el dolor cobra nuevos matices en la intención estética interesada por la realidad intangible legada por la guerra. Interesa entonces a este estudio revisar las estrategias literarias que acceden al funesto mundo de los personajes sufrientes. Nos proponemos revisar las metáforas visuales y sonoras que dan dimensión a los “vencidos”, para reconocer cómo la escritura significa y hace tangible la realidad siniestra del asesinato, el horror y la desaparición forzada, y con ello la alusión a una estética de intención política que descifra e interpela las maneras como los colombianos conviven con expresiones de violencia atroz.
Como puede advertirse, las novelas seleccionadas para este análisis se caracterizan por retomar, una vez más, los periodos traumáticos de la política colombiana, asimismo, las propuestas de escritura inventan personajes sufrientes para ubicarse en su mundo íntimo y desde allí indagar lo que nos ha sucedido como sociedad, hacer tangible la realidad ominosa derivada de la guerra y dar representación a quienes han sido silenciados por el poder criminal. Las preguntas qué representar del horror de la muerte ominosa y la desaparición forzada y cómo hacerlo, es la lógica estética cardinal que vincula las novelas y las constituye como artefactos simbólicos. Frente a estos intereses, el estudio ha reclamado la discusión y el comentario de investigaciones especializadas del campo literario (Amar Sánchez, 2010, 2019 y 2022; García Márquez, 1959; Marinone, 2018; Moraña, 2010; Padilla Chasing, 2012; Vanegas, 2020; etc.), además de la filiación disciplinar para presentar una mirada dialógica entre la idea de violencia, la dimensión de la “víctima inerme” (Butler, 2010; Calveiro, 2015; Cavarero, 2009; Moncayo Cruz, 2012; Pécaut, 1997; Sánchez Gómez, 2012;) y la correspondencia entre política y estética. Así entonces, en primer momento, con la intención de ubicar el corpus escogido en el campo de la novelística colombiana, consideramos pertinente hacer un acercamiento al concepto de violencia política , revisar la forma como tradicionalmente la novela del país ha representado ese fenómeno y reflexionar, a su vez, sobre los vínculos entre política y estética. Estos aspectos, anticipamos, se abordan de manera sucinta y como especie de “marco referencial” que permite proyectar nuestro ángulo de análisis de las novelas en cuestión . En un segundo momento, el artículo se concentra en el abordaje de las novelas elegidas a partir de los propósitos de estudio y en correspondencia con las ideas discutidas en la primera parte. Finalmente, se ofrecen las conclusiones en orden a lo discurrido a lo largo de este escrito.

En estado de violencia


Sin la muerte, Colombia no daría señales de vida.
(R.H. Moreno Durán)

En la novela Los derrotados (2012), el 22 de octubre de 1816, Francisco José de Caldas , el Sabio Caldas inventado por Pablo Montoya, mientras espera su ejecución escribe lo siguiente a quien suplica clemencia: “Pero cuando me preparaba para establecer una geografía general de esta parte de América, irrumpió esta época de odios que llamamos revolución […] Yo soy un aprendiz errático de un país que nunca será” (pp. 246, 248). La queja de Caldas es indicativa del malestar del vencido, del derrotado por el “sino trágico” del colombiano. La vista al pasado revela la desolación de un joven intelectual durante las guerras de independencia. Recuérdese que Montoya imagina la faceta “humanista” de Caldas y por ello lo hace poeta de la naturaleza, colma el héroe de una profunda sensibilidad a través de la cual reconocemos el paisaje inmensurable que lo apasiona, su amor por Manuela y una visión mustia del proyecto independentista. El viso poético de Caldas, de hecho, plantea un nuevo sentido de los sucesos concretos o históricos, por ejemplo, en el pasaje del fusilamiento del héroe, la escritura desestabiliza el imaginario guerrerista que del héroe ha legado la historia oficial porque más que un Caldas en confrontación altiva ante quienes le apuntan o en reflexión sobre su vida militar, se ofrece un hombre ensimismado, embebido en el recuerdo dulce y la sensación del sol o el olor del musgo, poco piensa en su fracaso político cuando está ad portas de la muerte:

El agua me moja la levita, los pantalones, las botas. Eso es lo que deseo. Recordar el agua más allá de la muerte. Busco de nuevo el sol […] Escucho que alguien declara: reo por haber sostenido la rebelión […] Hay otro olor mucho más fuerte que hago mío. Quiero definirlo y no soy capaz. Con una claridad inesperada siento que mi corazón es imparable. Dios, asísteme, digo, cuando la descarga suena. (Montoya, 2012, p. 292)

El temple patrio de Caldas se deconstruye en la escritura de Montoya para dar paso a un hombre que apacigua su angustia a causa de la muerte próxima, con la embriaguez idílica que la naturaleza le ofrece. Los pasajes de la novela dedicados a la vida del Sabio se enfocan especialmente en ahondar en su “estado espiritual” ante el deseo de exploración del territorio colombiano, no con las tropas, sino con sus lápices, pergaminos y artilugios de observación y medición. Prevalece su condición naturalista . Con este héroe la narración enfoca uno de los primeros derrotados de la historia política colombiana, denuncia abiertamente la capitulación de un hombre con un “don” para el descubrimiento y el intelecto. La trama también se ocupa de contar la vida nacional de los años setenta como periodo de la consolidación turbulenta de las guerrillas, especialmente del EPL, a partir de la amistad de tres jóvenes intelectuales: un fotógrafo, un escritor y un botánico: proyección contemporánea de Caldas. El dolor y el fracaso hermana a los personajes y crea un vínculo entre el pasado y el presente político del país.
Los derrotados hace parte de las novelas preocupadas en erigir una retrospectiva literaria de lo que ha significado para cada generación la construcción de un ideal de nación. Los personajes derrotados se ofrecen no solo como metáfora del “eterno retorno” de una realidad aciaga, de la pérdida y el fracaso, sino también, como emblemas históricos de un pasado al estar ubicados en tiempos y espacios precisos, en un antes y un después de la realidad de referencia. Estas formas estéticas de tratar los acontecimientos políticos se inscriben a modo de registro memorístico que desenmascara al héroe para ofrecer una imagen más integral de la historia, que la construida por el discurso oficial. La memoria literaria anclada a una verdad del héroe recorre los entresijos traumáticos del pasado de la nación.
Un mapeo de la narrativa colombiana interesada en la realidad nacional puntearía los inicios, consolidación, rupturas y continuidades de los hechos de violencia. La historia patria en el terreno literario, si bien se descifra desde el ángulo de la ficción, posibilita además, el escrutinio de lo narrado en referencia directa con lo real; las tramas fictivas pueden ubicar en tiempo y espacio cada periodo de violencia significativa –las luchas de independencia, la guerra de los Mil días, el Bogotazo, las refriegas guerrilleras, el narcoterrorismo, las masacres de los paramilitares, entre otras–, como también señalar a sus directos responsables. El referente histórico de cada violencia que ha atravesado al país es elemento necesario para la constitución de las memorias histórica y cultural, por lo tanto, cuando la literatura fija los hechos de violencia a sus causas y consecuencias, contribuye a la preservación del pasado con sus matices políticos .
Las letras del país, tienen, por lo menos, dos preocupaciones al momento de pensar la violencia como tema literario: la primera, consiste en revisar la dimensión política de lo narrado y la segunda, se enfoca en explorar las estrategias de escritura para representar dicho fenómeno. Es, por tanto, lo político vinculado con lo estético lo que viene, en principio, a definir las apuestas de escritura en torno a la historia colombiana. La preocupación por la dimensión política de lo narrado se relaciona, por cierto, con el debate que los especialistas de la violencia sostienen para comprender los tipos de lucha armada entre los diversos cuarteles. Ocupémonos a continuación de este aspecto y luego retomamos su representación en la ficción.
De las luchas de las guerrillas se reconoce su carácter político ligado a “ideologías de izquierda”. No obstante, para algunos estudiosos, cuando los insurgentes empiezan a sostener su proyecto social con negocios de la droga y a practicar el secuestro, la extorsión y la amenaza mortal contra la población, la base política se demuele y la violencia que ejercen adquiere otra “categoría”. Sánchez Gómez (2012) deduce que la insurgencia ya no se mueve hacia una cualificación y, pese a tener numerosos códigos guerrilleros, sus actos son producto de una degradación o involución política (pp. 52-57). Es evidente la brecha entre las guerrillas de los cincuenta y las recientes porque se han sacrificado los principios éticos a los beneficios económicos, desmoronándose, a la sazón, los intereses sociales que justificaron en su momento el nacimiento de ese tipo de grupos. De su parte, Pécaut (1997) afirma que los ciudadanos atrapados en medio de las confrontaciones no leen ya en código político la lucha armada. Desde el momento en que la guerrilla se limitó a controlar el territorio y a protegerse de sus enemigos, Colombia sufre una “despolitización de la guerra”, aclara el investigador francés. “No existe ya la pretensión de ganar la lealtad de la población ni se pone en juego un imaginario cualquiera de representación antagónica al Poder” (Pécaut, 1997, p. 27). En este orden, para Sánchez y Pécaut, lo impolítico vendría, entonces, a ser la característica nuclear de las violencias ejercidas por la reconfiguración de las guerrillas; mas no solo por estas, porque en la misma línea se discuten los actos de las fuerzas armadas nacionales: también son duramente cuestionadas por sus vínculos corruptos con el Poder, negocios con el narcotráfico, la primacía de los intereses pecuniarios propios y la criminalidad contra los ciudadanos. Piénsese, por caso, en los Falsos positivos durante el gobierno de Uribe Vélez y su política de Seguridad democrática.
Aun cuando el Gobierno nacional logró un Acuerdo de Paz, en septiembre de 2016, con la guerrilla de las FARC –y con esto se “retiró” un ejército del territorio, además de viabilizar un espacio importante para la reconciliación y la negociación – la población sigue siendo golpeada de manera atroz. La cifra de muertes inermes no ha descendido, inclusive, aumentó con el asesinato sistemático de los líderes sociales en los últimos seis años. Ahora, a la violencia desatada por las guerrillas aún activas (ELN, EPL) se suma la de las bandas criminales –conformadas, en parte, por disidentes de las FARC–, el paramilitarismo y todo tipo de tropas al servicio de las mafias del narcotráfico y la minería, o de la venta ilegal de armas, entre otras. Ante estas circunstancias actuales de la guerra y la pérdida del anclaje ideológico surge la pregunta sobre el tipo de violencia que el ciudadano sigue resistiendo. ¿Acaso solo es posible mesurar las prácticas atroces bajo el término nebuloso de violencia generalizada o violencia prosaica? Porque, ciertamente, las instituciones de poder de todo tipo son agentes activos en las confrontaciones actuales. Frente a esta inquietud, inicialmente, es necesario precisar que el ejercicio de la violencia compromete siempre la imposición o disputa de un poder, rasgo que la convierte desde el principio en un acto político. Toda fuerza brutal ejercida contra el otro, desde la perspectiva de Calveiro (2015), en entrevista con Peris Blanes, no obedece a un “rastro irracional-animal” inmanente en el corazón humano, al contrario, lleva consigo un elemento fundado cuando la lucha se ancla a imponer, usurpar o mantener un poder. De esta manera, la violencia como acto que daña al otro siempre es y será política, y en este marco, entrarían aquellas que son específicamente políticas, esto es, las que “se ejercen para sostener o modificar el control sobre recursos, territorios, poblaciones, es decir, las estructuras sociales de poder” (Calveiro, 2015, p. 889). De tal modo, cuando Sánchez Gómez y Pécaut señalan lo impolítico o la despolitización de la ofensiva guerrillera se entenderían, estos epítetos, en el marco de lo netamente político, porque las violencias que siguen ejerciendo hoy los grupos insurgentes y todas las demás tropas y ejércitos son, por principio, políticas.
Incluso, la articulación de lo legal con lo ilegal y de lo público con lo privado dan cuenta de una reorganización del aparataje social que no puede entenderse más que políticamente; la violencia actual, se ubica, entonces, en la coyuntura de estas coordenadas. Como bien deduce Calveiro (2015), en el ejercicio de las violencias contemporáneas no se está frente a una lucha del Estado contra las redes delictivas sino a una articulación de unos y otros, en nuevas formas de acumulación y concentración de la riqueza; el control de los territorios, fuente principal de la confrontación, no logra entenderse sin acudir a los actores estatales y privados que se apoyan mutuamente (p. 889). En Colombia, el mercado de la droga y las armas, el uso del migrante para actos criminales, la explotación ilegal minera, son flagelos que se han extendido y enraizado gracias al padrinazgo de actores políticos, sectores de la economía legal y a su relación directa con instancias estatales corruptas. En síntesis, las violencias que siguen azotado a la sociedad hasta nuestros días, si bien no se anclan ya a ideologías y han mutado de diversas maneras, no pierden su carácter estrictamente político.
El “estado de violencia política” en que permanece la sociedad colombiana se aprovecha en la novela para dar un poco de orden al caos emanado de ese flagelo, problematizar los patrones de comportamiento que se derivan de ese mismo caos y recuperar, también, la realidad robada. La condición violenta de la política se impone en la literatura nacional. A propósito, afirma Pedro Cadavid, un alter ego del escritor Pablo Montoya, que el “escritor colombiano de verdad” tarde o temprano se da cuenta de que la realidad que nutre la creación literaria propia, ya sea de trazo íntimo o extraterritorial, está urdida por la tragedia del país.

Las mejores obras de nuestra literatura [prosigue Cadavid], o al menos las más representativas, son el recuento de una hecatombe colectiva que sucede en las selvas, la saga sangrienta así haya resplandores mágicos de una familia de frustrados, el nihilismo de alguien que denuncia con irreverencia la sociedad criminal en que ha nacido. (Montoya, 2012, p. 145)

De esta manera, pensar la violencia deviene, por lo menos desde los años cincuenta del siglo XX, en una cuestión central del hacer literario. Para la escritura lo político se convierte en una pauta decisiva, tanto por el esmero al referenciar los sucesos traumáticos simbólicos, y con ello construir una memoria literaria, como por las maneras como la escritura misma se abre hacia el debate y la resignificación de la violencia a partir de unas apuestas estéticas particulares. En 1959, Gabriel García Márquez fue uno de los primeros en hacer notar el vínculo entre violencia, política y estética, cuando la novela decide incorporar los acontecimientos traumáticos. Dice el Nobel que todas las novelas publicadas hasta ese momento son “malas” por su descuido en la representación de las atrocidades desatadas del conflicto partidista. Apoyado en la estética de la peste en Camus, García Márquez llama la atención sobre la condición literaria de la representación de lo horroroso. La novela no puede limitarse a “poner los pelos de punta” (García Márquez, 1959, p. 1) a razón de una escritura meramente descriptiva de cuerpos desmembrados, tampoco su función es la de un panfleto político. El llamado es, entonces, a revisar el tratamiento estético de la violencia. Esta preocupación del Nobel sobre qué contar de los hechos atroces y cómo hacerlo se actualiza en la discusión que Amar Sánchez (2022), apoyada en Rancière, sostiene sobre la “estética política”.
El nexo entre estética y política inicia por reconocer que “el arte no es político a causa de los mensajes y sentimientos que comunica sobre el estado de la sociedad ni por la manera en que representa las estructuras, los conflictos o las identidades sociales” (Amar Sánchez, 2022, p. 15). Por lo tanto, no es el tema, en principio, lo que define la novela como objeto estético político son, más bien, las estrategias artísticas que la constituyen y con ello el sentido diverso que procura sobre la realidad referenciada. La intención de una estética política se fragua desde el instante en que el escritor toma posición frente a la realidad que le preocupa y se propone inventar un lenguaje para dar forma a esa preocupación. Este proceso de creación reclama, según Rancière, citado por Amar Sánchez (2022), “una estructura de racionalidad: un modo de presentación que vuelve perceptibles e inteligibles las cosas […] un modo de vinculación que construye formas de coexistencia, de sucesión y encadenamiento” (Rancière, 2015, p. 16). De esta manera, la novela de la violencia, y específicamente el corpus elegido para este estudio, se caracteriza como estética política no porque fije su atención en la realidad nacional sino por la forma en que opera, esto es, por el acto mismo de creación, que va desde la inclusión o exclusión de los hechos hasta la invención de una serie de estrategias de escritura, que dislocan el imaginario cotidiano sobre lo representado. La obra en su concepción misma se establece como estética política cuando interviene el ordenamiento común y ofrece una comprensión diferente, un desacuerdo con ese ordenamiento (Amar Sánchez, 2022, p. 17). El intento de una “configuración diferente” de lo existente es donde anida el valor político de una expresión estética. De este modo, revisar la novela de la violencia desde el vínculo entre estética y política es detenerse en su “articulación interna”, en su propia retórica y los modos como esta apropia reflexivamente su entorno social y conforma otros sentidos (Richard, 2005, p. 17).
Para retomar la crítica de García Márquez (1959) y su interés en la correspondencia entre estética y política, llama la atención que su estrategia sea enfocar con mayor luz a los vivos que a los muertos dejados por la refriega:

La novela no estaba en los muertos de tripas sacadas, sino en los vivos que debieron sudar hielo en su escondite, sabiendo que a cada latido del corazón corrían el riesgo de que les sacaran las tripas. Así, quienes vieron la violencia y tuvieron vida para contarla, no se dieron cuenta en la carrera de que la novela no quedaba atrás, en la placita arrasada, sino que la llevaban dentro de ellos mismos. El resto —los pobrecitos muertos que ya no servían sino para ser enterrados— no eran más que la justificación documental. (p. 1)

Para el Nobel la estética de la violencia apela a la realidad intangible, al mundo íntimo de quienes logran salir con vida. Es el sobreviviente quien torna en elemento literario cardinal en la intervención literaria. Cotejar esta estrategia de escritura con la intención estética del corpus de novelas que nos ocupan, es estar frente a dos expresiones artísticas diferentes al momento de ingeniar los artilugios de transformación de lo referencial. En efecto, los muertos para las apuestas de escritura reciente no solo sirven “para ser enterrados” o como “justificación documental”, sino que también, y especialmente, se convierten en una apuesta estética valiosa para presentar el desacuerdo ante la barbarie. En la escritura los muertos desplazan a los sobrevivientes de la masacre ¬–que por lo general son los victimarios–, para contar directamente lo que sucedió. Los escritores de los que nos ocupamos han decidido dar forma a una “estética de los vencidos” a partir de la invención metafórica de las víctimas de la guerra. La constitución de un personaje muerto a partir del lenguaje sonoro o de la expresión visual, como veremos, recobra la humanidad de la víctima, le da representación y permite, asimismo, reflexionar sobre la continuidad de la infamia. Los personajes vivos, los activos del conflicto, que nutren las metáforas de los vencedores, han ido, por lo tanto, cediendo su lugar en el espacio literario.
Los lectores, hasta cierto momento, nos acostumbramos a seguir las causas y efectos de la violencia con protagonistas participantes del conflicto: ejércitos, sicarios, militantes, etc. Con estos la novela ha construido, por supuesto, todo un entramado estético político que remueve las certezas del orden social, pero también recae, en cierta medida, en reproducir la negación que el aparataje gubernativo, legal e ilegal, hace de los muertos, especialmente de las víctimas inermes cuando, por caso, son enlistadas como daño colateral. Víctimas inermes, aclaramos, en el sentido que Cavarero (2009) propone, a saber, las personas “comunes y corrientes”, desarmadas e indefensas, que caen en el fuego cruzado o son usadas como botín de guerra (p. 12) . Es necesario, en este sentido, tener presente que la representación literaria de la víctima inerme recobra su dignidad ante el dolor y la pérdida, le devuelve su estatus humano al otorgarle voz para contar lo que le sucedió. De esta manera, la invención del personaje sufriente, exactamente del protagonista que está muerto o desaparecido, es un recurso manifiesto de una estética política que perturba una disposición ideológica sobre las secuelas de la violencia.
El desplazamiento del ángulo narrativo hacia los muertos puede ser, asimismo, indicativo de un cambio en los imaginarios contemporáneos sobre las políticas violentas, se cuestionan hoy, por ejemplo, los discursos acerca de la necesidad de la guerra y el poder militar –de la llamada seguridad democrática de las últimas dos décadas, por caso – en los procesos de construcción de Nación. La militancia conservadora política con propósitos sociales y de justicia, de igual forma han perdido legitimidad por estar anclada a la lucha armada. En otras palabras, la mirada literaria del devenir violento del país, a partir de los muertos y desaparecidos, abren la discusión en torno al alto costo humano que deja la guerra, a la pérdida de la esperanza y la negación de un futuro prometedor.
En correspondencia con las ideas discutidas en esta primera parte, a continuación intentamos revisar algunas de las estrategias de escritura que constituyen al personaje sufriente de una muerte horrorosa o de la desaparición forzada. El nexo entre política y estética puede justamente develarse en las maneras como las apuestas de los escritores recurren al lenguaje visual y sonoro para reinventarlo en función de la representación de quienes no habitan ya el mundo de los vivos. Dar voz a los muertos es recuperar el testimonio del dolor, dimensionar el sufrimiento del otro y confrontar, especialmente, nuestra (in)sensibilidad ante una realidad ahíta de prácticas de poder inhumanas.

Metáforas sonoras y voces del inframundo

¿No habrá ningún peligro en parodiar a un muerto?: es la pregunta enigmática que da inicio a los sucesos en Los ejércitos (2010) de Evelio Rosero. Obsérvese que con este epígrafe de Molière, el escritor enfoca el interés del acto literario en los muertos. Se sugiere desde la primera línea una particular representación, que, advertimos de inmediato, estaría “a cargo” de los vivos. Parodiar, en cuanto verbo, apunta a crear una realidad otra a partir de una realidad previa. Y la creación de esa existencia contigua se carga, generalmente, de sentidos inversos al original . Ahora bien, si en su acepción tradicional la parodia remite al sentido de transposición de lo serio a lo irónico, lo cómico o grotesco (Agamben, 2005, pp. 47-50), en el caso de la novela en cuestión esta alteración tiene que ver con la experiencia abyecta de la muerte. Es la inversión extrema de la existencia paradisiaca en exterminio horrendo. Es la muerte misma por fuera de su propio estado, expulsada de su sentido humano cuando los habitantes de San José son ejecutados como bestias de matadero. Y, en el relato de esta realidad terrible, parodiar es, asimismo, la risa delirante de Ismael ante la inminencia de su muerte; es seguir el recorrido de su voz vicaria que narra como propio el estertor de la muerte del otro.
La capacidad de Los ejércitos en dar espesor a lo intangible derivado de la guerra y en contar lo que se niega a la articulación del verbo ha sido tema de interés para la crítica literaria (Moraña, 2010; Padilla Chasing, 2012; Vanegas, 2016). Nosotros queremos centrar esta vez el análisis en las maneras como el gemido y el llanto adquieren presencia, se vuelven tangibles y persistentes en la escritura. Ciertamente, la apuesta estética de Rosero reside en la potencia que toma el efecto emocional generado del acto atroz; si bien se nombra el hecho concreto de cortar un rostro, desmembrar dedos y orejas o arrancar una cabeza, la palabra da centralidad a las emociones pánicas generadas de estos sucesos. Por ejemplo, para la figuración del cuadro extremo de horror, como es la decapitación de Oye, un alarido invasivo se instala como ambiente agónico en el espacio narrativo, llevando al protagonista, Ismael Pasos, a la impotencia absoluta y al hundimiento de su yo horrorizado en una oquedad pavorosa:
Busqué la esquina donde Oye se paraba eternamente a vender sus empanadas. Escuché el grito. Volvió el escalofrío porque otra vez me pareció que brotaba de todos los sitios, de todas las cosas, incluso de adentro de mí mismo. “Entonces es posible que esté imaginando el grito” dije en voz alta, y oí mi propia voz como si fuera de otro, es tu locura, Ismael, dije, y el viento siguió al grito, un viento frío, distinto, y la esquina de Oye apareció sin buscarla, en mi camino. No lo vi a él: solo la estufa rodante, ante mí, pero el grito se escuchó de nuevo, “Entonces no me imagino el grito”, pensé, “el que grita tiene que encontrarse en algún sitio.” Otro grito, mayor aún, se dejó oír, dentro de la esquina, y se multiplicaba con fuerza ascendente, era un redoble de voz, afilado, que me obligó a taparme los oídos. Vi que la estufa rodante se cubría velozmente de una costra de arena rojiza, una miríada de hormigas que zigzagueaban aquí y allá, y, en la paila, como si antes de verla ya la presintiera, medio hundida en el aceite frío y negro, como petrificada, la cabeza de Oye: en mitad de la frente una cucaracha apareció, brillante, como apareció otra vez, el grito: la locura tiene que ser eso, pensaba, huyendo, saber que en realidad el grito no se escucha, pero se escucha por dentro, real, real; hui del grito, físico, patente, y lo seguí escuchando tendido al fin en mi casa, en mi cama, bocarriba, la almohada en mi cara, cubriendo mi nariz y mis oídos como si pretendiera asfixiarme para no oír más (Rosero, 2010, págs. 199-200).
Se necesita la transcripción completa del pasaje porque nos interesa la ilación y continuidad de varios aspectos. El grito que irrumpe en el espacio narrativo destrozando la diferencia entre dentro y fuera, perturbando el acontecer exterior y la vivencia interior, y desbordándose como un padecimiento insoportable, que reduce al personaje a un cuerpo deseante de la muerte y la desaparición, es símbolo integral de los padecimientos sufridos por los habitantes de San José. El grito de Oye es único y múltiple, condensa el horror no solo del decapitado ante su propio asesinato sino también la agitación emocional del poblado desde la llegada de los ejércitos. Fenómeno siniestro que el lector logra percibir a partir del delirio del viejo profesor. De esta manera, la escena citada se ofrece como epítome y preludio de dos momentos claves del trayecto último de la trama. Como epítome, condensa la enajenación a la que llega el personaje narrador después de ser testigo de la paulatina amenaza, asesinato y huida de sus vecinos, así como del destrozo del pueblo. Y como preludio, nos “dispone” y empuja, junto a Ismael, hacia el último suceso escabroso de la novela: la violación múltiple del cadáver de Geraldina a manos de los soldados. Momento terminal que señala la cancelación del deseo erótico, de la ilusión y de la vida misma del único sobreviviente del pueblo.
La destrucción del mundo íntimo del personaje lo arroja a la desesperación, al punto de “dejarse caer” en manos de los verdugos; la guerra poco a poco va asfixiando cualquier posibilidad de proyección hacia otro momento. “Quien ha perdido toda esperanza se desespera porque ya nada es posible” (Sofsky, 2006, p. 77). Claramente, el padecimiento aterrado que anega al narrador subsume el yo en el instante inmediato a la muerte y por ello poco importa defenderse. La muerte segura del héroe encarna el desamparo y el horror como fuerzas que devoran el tiempo, el espacio, la consciencia; poco vale entonces ayudarse a sí mismo o pensar en la posibilidad del socorro por parte de los otros, pues se está totalmente solo a merced de los asesinos en medio de un pueblo muerto.
En el pasaje del grito confluyen, a su vez, visión y presentimiento: “como si antes de verla ya la presintiera, medio hundida en el aceite frío y negro, como petrificada, la cabeza de Oye”, dice Ismael. El horror de lo “inmirable” se augura en el grito que con anticipación lo acosa. Si al inicio del relato se nos muestra a un personaje voyeur, fascinado ante la visualidad sensual que le ofrece el cuerpo femenino, en los acontecimientos finales la mirada deseante de este voyeur se invierte de modo radical. Ismael, arrebatado por el delirio a causa del horror que lo avasalla, no logra substraerse del acto de ver. Las imágenes de violencia desenfrenada se le imponen en cada movimiento; si bien, el protagonista sigue siendo un ojo lúcido frente a lo que ve y lo que lo mira, está obligado a observar y ser observado, circunstancia que desfigura su mirada deseante de voyeur. El desborde convulso del sí mismo se produce cuando la mirada voluptuosa se pervierte ante la visión de la cabeza desmembrada. A diferencia del acto de ver voluntario que buscaba el cuerpo deseado como placentera proyección de los sentidos, la obligación de mirar y escuchar lo horroroso lanza al héroe a la experiencia trágica de abandonarse a la muerte y rechazar lo que percibe. Ahora bien, este trance de negación conlleva, de modo recíproco y paradójico, un acto de reconciliación. Cuando Ismael se abandona al delirio y la muerte, el espacio narrativo se abre hacia el reconocimiento de los muertos. En el momento de pasar de espectador de la cabeza decapitada a sufrir el horror de esta, Ismael, como figura vicaria, da voz y representación a la persona ultimada. El dolor de Oye adopta la forma del grito que inunda el mundo interior del personaje narrador. Un grito punzante que nos recuerda el sufrimiento de un ser humano asesinado de manera cruel. El grito recuerda quién fue Oye. De tal forma, la imposibilidad narrativa del decapitado supera y excede su estado en la apuesta narrativa de Rosero. Ingeniar un discurso delirante, pero discurso sobre todo: simbólico e inteligible, da voz y representación a quien ha sucumbido bajo la ira de los soldados.
“Quien ante la violencia cierra los ojos, detiene el asalto de las emociones”, razona Sofsky, (2006, p. 105). Mas para Ismael Pasos es irrealizable no abrir los ojos, su mirada queda expuesta a los cuerpos mutilados, los ruidos y silencios de la guerra. La coraza de la indiferencia o del aislamiento de sí mismo, para bloquear la agresión psíquica que el hecho horroroso inspira, se va fracturando a medida que seguimos al viejo profesor. De observar y narrar la agonía de la víctima, Ismael pasa a ser víctima y observado. La agonía que contempla este héroe se convierte en su propio agonía. La decapitación de Oye es su propia decapitación. Una inversión extrema que da respuesta, quizás, a la pregunta inicial de la novela: ¿No habrá ningún peligro en parodiar a un muerto?
Del grito que persigue al personaje de Rosero llama la atención lo improbable de su manifestación física, es decir, la narración deja ver que la presencia del grito no es acústica efectiva, es el personaje el que lo intuye y siente en sí mismo. El grito es entonces una especie de sonido mudo: “no se escucha, pero se escucha por dentro, real, real”. Esta imposibilidad de la acústica física del grito: símbolo de la cabeza decapitada de Oye, actualiza el efecto de resonancia muda que brota de las pinturas de Medusa. Lo que no puede retenerse en el lenguaje articulado, lo “inverbalizable”, se ofrece como efecto sonoro en el gesto facial de la imagen, por antonomasia, de la decapitación y el horror absoluto. Por ejemplo, la Medusa pintada por Caravaggio (1597) debido a la naturaleza misma de la imagen visual, no lleva la capacidad expresiva del sonido, sin embargo, lo sugiere; mirar de frente la cabeza de Medusa es confrontar y presentir el grito que expele su boca abierta en rictus pavoroso, definiendo un gesto agresivo o de total horror. Mirar este monstruo griego es no solo confrontarse con su mirada paralizante –reforzada en el sinnúmero de ojos de las serpientes que hacen de melena–, sino también, escuchar como un eco reprimido el alarido que su gesto expresa. Obsérvese también, desde este mismo ángulo, el grabado Cabeza de Gorgona, de Louis-Pierre Baltard, la imagen, aún más espeluznante que la de Caravaggio, ofrece la imagen de un grito aterrador que, incluso, nos hace pensar en nuestra propia vulnerabilidad ante la violencia desmedida del otro.
Preguntarse por el sonido doloroso a causa de una muerte atroz, es fenómeno que ha inquietado al arte. Y siendo el escritor colombiano un explorador de las formas como la violencia extrema ha sido representada, efectivamente, retoma esa tradición para recomponer en su escritura otras formas de simbolizar la tragedia del país. Así como Rosero inventa un personaje “testigo imposible” de la decapitación del otro y abre para ello un umbral sonoro de la muerte, Pablo Montoya, en su última novela, también ingenia un protagonista inquieto por los sonidos del inframundo. ¿Cómo suena un muerto enterrado?, ¿qué acústica envuelve a quién desaparece bajo la tierra y los escombros? Parecen ser los interrogantes que dan origen a los pasajes que se ocupan de los desaparecidos.
La sombra de Orión (2021), se interesa en explorar el estatus de los desaparecidos dejados por la Operación Orión en la Comuna 13, de Medellín, Colombia. Entre las estrategias de escritura para recuperar la presencia de los desaparecidos está la de ingeniar un universo siniestro sonoro y penetrar en él a través de la curiosidad acústica de un personaje músico. En Montoya no es la primera vez que la música toma espesor en la escritura y se convierte en lenguaje capaz de articular a su ritmo la intensidad de lo contado. Puede hacerse el trazo del “arte organizado de los sonidos” desde los primeros cuentos, pasando por un libro dedicado exclusivamente a la representación de la formación musical del propio escritor: La escuela de música (2018), hasta la última novela. En verdad, como el mismo autor piensa, el llamado estético a la música adquiere vitalidad cuando decide alejarse del realismo mágico y las formas acostumbradas de los artistas de la palabra. La música es un medio para “entender los fenómenos mismos de la creación artística” (Marinone, Foffani y Sancholuz, 2017, pp. 2, 3). El rap, el trap, la salsa, por ejemplo, son géneros que permiten comprender lo que sucede en las comunas, pero también, el horror reclama una composición sonora diferente y un conocedor profesional de los sonidos.
Mateo Piedrahita es quien se encarga de indagar sobre los muertos desaparecidos del lugar que habita, y para ello inventa una mecánica sofisticada capaz de explorar el territorio de La Escombrera . El proyecto de Piedrahita consiste en la construcción de un catálogo sonoro de los ruidos que graba introduciendo unos micrófonos en lo profundo del terreno, donde podrían estar enterrados los desaparecidos dejados por los criminales de la Operación Orión. Lo delirante se asocia de nuevo a la intención de representar lo inenarrable. Las grabaciones van dando forma a un inventario sombrío del horror, es una colección desmesurada de resonancias extravagantes, agónicas o quebradas, que tienen la intención de recuperar “un algo” de los desaparecidos. En este artista se reúne el interés literario de amalgamar horror y sonido, el miedo mezclado con la escucha. Para Teofrasto, citado por Quignard (1998), más que la visión, el olfato o el tacto, el sentido que abre con mayor amplitud la puerta de las pasiones es el oído, la percepción acústica; el alma puede experimentar la más honda perturbación cuando a los oídos llegan el gemido o el grito doloroso (p. 15). No obstante, en la novela, ese ruido perturbador, Mateo lo dimensiona como posibilidad musical para domesticar la muerte, entenderla en su compleja materialidad. La intención es, en definitiva, conformar con sus grabaciones un lenguaje artístico que interpele a quién se deje atravesar por él. Inclusive, es tan claro el propósito estético de un catálogo sonoro , que se aventura una clasificación simbólica de los sonidos en “húmedos”: asociados al barro, lo pantanoso, al elemento primigenio de la vida, y en “secos y despedazados”, expresivos del sufrimiento atroz, del grito de la muerte dejándose sentir como “un enjambre descomunal [que] aturde cuando se oye” (Montoya, 2021, p. 295).

Imagen visual y redención de los muertos


Los derrotados (2019) es otra de las novelas de Montoya en que las alternativas estéticas se amalgaman con su naturaleza política. Se recurre en esta ocasión al lenguaje visual como posibilidad metafórica para mostrar la muerte violenta. El capítulo diecisiete se conforma de la recreación de una serie de fotos de guerra, de Jesús Abad Colorado. La fijación visual-narrativa de una sucesión de detalles que componen la imagen y la alusión a referentes clásicos de la fotografía bélica –Robert Capa, Mathew Brady, Timothy O’Sullivan– dan forma a una trama autorreflexiva sobre la condición de la fotografía para registrar el dolor. Montoya aprovecha la posibilidad existencial y simbólica intuida por fuera del marco de la imagen, para dar sentido y densidad a los personajes y elementos compositivos ; el deseo estético es, precisamente, captar la visibilidad de lo evidente en la imagen para poder acceder a la invisibilidad, a lo que la imagen no muestra (Marinone, Foffani y Sancholuz, 2017, p. 3).

La fotografía de los cuerpos marcados por la violencia viene tomando un papel protagónico en las letras colombianas, piénsese, por ejemplo, en La forma de las ruinas y la imagen de la vértebra de Gaitán: lacerada por una de las balas que lo asesinó, un motivo visual que reclama la necesidad de mirar al pasado; Vásquez recurre igualmente a fotos alegóricas del narcoterrorismo en su novela El ruido de las cosas al caer y de circunstancias familiares ligadas al comienzo de las guerrillas en Colombia en su último libro Volver la vista atrás: ganadora de la Bienal de novela Mario Vargas Llosa 2021. Otro caso es el de Abad Faciolince con su relato autobiográfico Traiciones de la memoria y el libro El olvido que seremos. En La invención del pasado, Miguel Torres, de su parte, apuesta por el diálogo entre pintura y fotografía. Ciertamente, las imágenes amalgamadas a la poética del lenguaje oxigenan las formas literarias acostumbradas para representar lo violento y buscar entender la presencia del trauma, la muerte y la desaparición. Son fotos que leemos y miramos con una verdad acrecentada cuando la palabra las dialoga. La historia visual de la política siniestra sujeta en la ficción, exige una comprensión y empatía ante el dolor y la pérdida del otro. Con estas novelas del ver comprendemos que la fotografía o “la imagen es cosa viva” y el escritor “le concede alma, o lo intenta” (Mutis Durán, 2020, p. 206).
La invención del pasado, de Miguel Torres, recurre a un personaje pintor dedicado a dejar registro gráfico de los muertos desaparecidos durante los años siniestros posteriores al Bogotazo y la Violencia , los sesenta y setenta. Una vez más, el interés de la escritura enfoca la vista al pasado de la nación para narrarlo con otra perspectiva. Son ahora los ciudadanos de aquel momento quienes van dando forma a la trama a partir de sus experiencias y razonamientos del momento político que los constriñe. Las figuras políticas o el caudillo asesinado poco interesan; toman relevancia más bien los efectos traumáticos intangibles de aquella violencia, se actualizan en el presente ficcional a partir de las peripecias de quien vive indefenso frente al embate de la guerra. Recuérdese que La invención del pasado es la última publicación de la trilogía sobre el Bogotazo. Acá aparece de nuevo Ana Barbusse, protagonista de El incendio de abril; esta vez, para reconocer a través de su historia amorosa-personal, las vicisitudes de una serie de personajes y su confrontación con el momento histórico del que el libro se ocupa.
El epicentro temático de la desaparición se ubica entonces en la memoria dolorosa de Ana. Desde los acontecimientos de El incendio de abril nos enteramos que ella ha perdido a su esposo, justamente, el día del terror desencadenado a razón del asesinato de Gaitán. Por las calles incendiadas y en medio de los escombros vemos a Ana deambular en búsqueda de Francisco, pintor, quien había salido a entregar un cuadro a uno de sus clientes y desde tal instante se desconoce su rumbo. Esta historia se retoma en La invención del pasado, y la figura del esposo desaparecido se unirá a otra serie de relatos de mujeres y hombres que van siendo desaparecidos por el orden gubernativo armado. Son dos, por lo menos, las estrategias de escritura para representar y devolver la humanidad a los muertos desconocidos en su paradero , mas por el espacio de este artículo y los intereses del tema, nos concentramos en la que tiene que ver con la estética de lo visual.
Henry, hijo adoptivo de Ana, recibe el legado de Francisco y deviene pintor. Motivado por el vacío y el silencio triste que lo habita a causa de la desaparición de su joven esposa, Henry se propone rastrear a los desaparecidos que ha ido dejando la persecución de la policía; visita a los familiares, se entrevista con ellos y va compilando una serie de fotos de los seres queridos: hijas, madres, padres, hermanos, para concretar un proyecto artístico, veamos:

[…] lápiz en mano, va trazando el boceto de una cara sin apartar los ojos de las fotografías que reposan, una al lado de la otra, sobre su mesa de dibujo.
Sobre la mesa también hay docenas de bocetos de esas mismas y de otras caras […] Tres de esas fotografías corresponden a Amalia Morales, la amiga de Ana desaparecida hace un año […] Su mano oye a Tchaikovski mientras desliza el lápiz bocetando las cejas enarcadas de Amalia, la desaparecida tiene los ojos fijos en él desde la risueña expresión que conserva en la foto (Torres, 2016, pp. 309-310).

Los estudios sobre la fotografía aceptan la presencia indiscernible de “un algo” particular del rostro o persona enmarcada en la foto (Barthes, 1989; Batchen, 2004). Cuando la cita anterior indica que Amalia fija los ojos en Henry y le sonríe, recalca, justamente, en la manera como la imagen remite solo a la mujer que la ha causado, ella, como referente particular, es el origen físico y químico que constituye la foto. La fotografía afecta a Henry porque expresa “un algo” que va más allá de lo que explícitamente muestra; la sonrisa de Amalia y su afectuosa mirada rasgan “con la contundencia de lo espectral la continuidad del tiempo” (Barthes, 1989, p. 23). El instante en que el pintor mira la imagen de Amalia, la foto misma traspasa las condiciones del tiempo y el espacio que la rodean, para atestiguar el ser, la vida vivida, y con ello la probabilidad terrible de la desaparición forzada de la mujer que desde otro momento nos sonríe.
Ahora bien, la intención de Henry de pintar los retratos de los desaparecidos abre la pregunta sobre el propósito que persigue con esta tarea. ¿Cuál es la finalidad del pintor cuando decide “rehacer” las fotos? Quizás sea un tributo personal a aquellos que ya no están, y también a sus familias. Pero, sobre todo, es evidente que la “imitación estética” de las fotografías resguarda el propósito de otorgar nueva visibilidad a los rostros de los desaparecidos. Este hacer concierta una actitud política del arte. Si la fotografía señala ya lo particular de cada rostro y, a su vez, no deja en el olvido una vida, el lápiz y el pincel reactualiza desde la sensibilidad íntima del artista la trascendencia de esa vida robada. El dibujo conmemora entonces al desaparecido, nos recuerda su transcendencia humana porque sigue fijo a los afectos de alguien. La imagen, en estas coordenadas, se ubica como expresión estética política que arrebata del silencio y el olvido al desaparecido. Mirar por tanto, los retratos de Henry es un “acto de ver desobediente” (Butler, 2010) porque nos devela aquello que el régimen gubernativo no quiere mostrar. El rostro del desaparecido toma nueva dimensión cuando se vuelve imagen pública, trazo estético para ser mirado y sentido. La recepción pública de las imágenes intenta devolver el reconocimiento, la presencia y la humanidad a quienes han sufrido el oprobio del poder político. La atención del ojo público ante el rostro del desaparecido que lo escruta, visibiliza a los culpables y puntualiza las causas del horror.
La presencia de los desaparecidos en los retratos pintados posibilita también el duelo tanto individual como colectivo. El espacio público para extrañar y llorar a los desaparecidos nos congrega como comunidad y nos lleva a construir una memoria plural, incluso cultural, en torno a los afectos y la pérdida: “los familiares que se hicieron presentes estallaron en llanto al ver los retratos de sus seres queridos colgados en los paneles” (Torres, 2016, p. 441). La imagen de quien ha sido desaparecido es una constante hoy en las expresiones culturales latinoamericanas, Blanca Gutiérrez (2020), a propósito de los performativos –imagen, escultura, escenificación– alrededor de los cuarenta y tres estudiantes desaparecidos de Ayotzinapa, en México, sostiene que “delinean una nueva forma de recordar que a su vez produce el contenido de lo que se debe recordar” (p. 154), ciertamente, la comprensión de la imagen como lenguaje político en el espacio literario o público, decide no solo cómo sino también qué recordar de las vidas robadas haciendo esguince al discurso amañado del poder que justifica el crimen; además, la imagen reinscribe “el problema de la violencia en una política visual cuyo núcleo es la afirmación de la responsabilidad con los otros como constitutiva de nuestra subjetividad y de nuestra sociedad” (Gutiérrez, 2020, p. 154). De esta manera, la intención del proyecto artístico de Henry es hacer reconocible los rostros, la vida, de los desaparecidos, restituirlos a su familia y ámbito social. En diálogo con Butler (2010), podría decirse que la comunicabilidad del rostro pintado se vuelve vigorosamente amplia cuando reclama de quien lo mira una respuesta afectiva, ya sea de dolor, rabia o indignación (pp. 113-115), una respuesta, en todo caso, ajena a la indiferencia frente a lo inhumano de la desaparición. Es la cara del otro, en síntesis, y recordando a Levinas (1993), la que reclama una respuesta ética de los asistentes a la exposición de Henry. Lo humano les (nos) llega de manera visual en las fotos y retratos que Torres incorpora a su novela.

Conclusiones


En orden a las ideas discutidas a lo largo de este artículo, puede concluirse que la novela colombiana reciente relaciona la violencia, la estética y la política al momento de pensar sus estrategias de escritura en la representación del dolor y la realidad intangible derivada de la guerra en el país. Los escritores de los que nos ocupamos esta vez –Evelio Rosero, Pablo Montoya y Miguel Torres– coinciden en alejarse de las formas acostumbradas por la novelística del país al momento de representar la violencia política; no se ocupan ya de la figuras visibles del poder para dar forma a sus metáforas sino y, especialmente, ponen en el centro de sus apuestas de escritura a la víctima, esto es al sujeto sufriente, al muerto y al desaparecido. En este giro estético, los textos elegidos dan cuenta de un cambio de imaginario sobre las formas políticas para construir un país; se debate, desde las “metáforas de los vencidos”, el alto costo humano que deja la guerra y el impacto que esta tiene sobre nuestra sensibilidad. Ciertamente, la mirada de la violencia como práctica intrínseca al poder político, además de la negación de las víctimas cuando son registradas como una cifra más, un daño colateral, en la confrontación de los ejércitos, edifica sujetos insensibles ante el horror, acostumbra los sentidos a la crueldad de un mundo, cada vez más empeñado en habituarnos a vivir en un estado de emergencia y sus prácticas atroces.
Recurrir al lenguaje visual y sonoro para alentar otras formas expresivas de la palabra literaria dice de una estética que renueva su condición política, no tanto por recrear la realidad nacional, sino por las formas como el acto creativo mismo, esto es la postura del escritor ante la violencia y la forma como esta postura se reconfigura en las estrategias literarias, permite contar de otra manera, desde la sensibilidad del muerto y el desaparecido, la historia del país. Las metáforas visuales y sonoras se establecen como espacio para la reflexión del poder del arte: escritura, imagen, música, desestabilizan imaginarios colectivos, nos confrontan con el horror que se vive en los lugares de la guerra y traen al presente las infamias del pasado con la intención, acaso, de revisar y no repetir el legado violento.


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En conversación con Pablo Montoya. Iluminaciones de la palabra. A propósito de La sombra de Orión

Orfa Kelita Vanegas

Universidad del Tolima

okvanegasv@ut.edu.co

Entrevista publicada en la Revista de Literaturas Modernas Julio-diciembre 2021

La siguiente es una entrevista realizada en el marco de las jornadas “Literatura y actualidad” organizadas por el Instituto de Literaturas Modernas a Pablo Montoya, escritor colombiano, profesor de literatura en la Universidad de Antioquia, Colombia. Ganador en 2015 del Rómulo Gallegos con la novela “Tríptico de la infamia”. Ha sido reconocido también con el José Donoso (2016) y el premio de Casa de las Américas (2017), entre otros merecidos premios y distinciones. Ha publicado numerosos libros de ensayo literario, cuento, novela, poesía y relatos. Entre sus libros más destacados están: Novela histórica en Colombia 1988-2008: entre la pompa y el fracaso, 2009, Un Robinson cercano, diez ensayos sobre literatura francesa del siglo XX, 2013, Cuaderno de París, 2007; Lejos de Roma, 2008; Los derrotados, 2012; La sombra de Orión, 2021.

Kelita: Antes de entrar de pleno en tu libro quisiera que nos hablaras un poco de ti. Tú has planteado que hay quizás hasta el momento cuatro periodos en tu devenir artístico, periodos que además ubicas en lugares y tiempos específicos, Tunja y la música, París: el idioma la cultura, tu crecimiento intelectual y creativo, el retorno a Colombia a inicios del 2000, etc. ¿Quieres hablarnos de estos momentos y de qué manera ha estado la escritura ahí presente?

Pablo: Antes que nada quiero agradecerte por tu comentario sobre esta novela, que sigo pensando que es muy dura, muy difícil, muy oscura, en cierta medida tenebrosa, pero que siempre sentí que había que escribirla; que en mí había caído la dificilísima responsabilidad de escribir un libro sobre los desaparecidos en Colombia. El asunto de los periodos que has mencionado se debe a que las entrevistas son las que me han hecho pensar esos momentos de mi pasado como escritor. No crean que los escritores somos tan ociosos como para ponernos a pensar esas cosas. Aunque, siempre hay entrevistas o preguntas que finalmente lo lanzan a uno a hacer una retrospectiva y a organizar ese itinerario existencial en torno a la escritura. Entonces sí, en efecto creo que es muy importante Tunja, donde fui a estudiar música. Es una ciudad que queda cerca de Bogotá, que en algún momento fue un centro cultural muy importante, en la época de la colonia –es una ciudad pequeña, intermedia como le decimos en mi país-, que luego entró como en una especie de olvido. Allí fue donde yo empecé a estudiar música, allí también estudié Filosofía y Letras, y allí fue donde comencé a escribir y a pensar en esa idea de que algún día podría ser escritor. Sigue luego el periodo de París. Allí hice un doctorado en estudios hispánicos y es donde asumo verdaderamente mi oficio de escritor. Antes había sido músico, y llegué a París con la idea de financiarme mi vida con la música, por lo que tuve un primer periodo muy marginal, muy difícil, en el que fui músico callejero en el metro. Tuve otros oficios para poder sobrevivir, hasta que finalmente obtuve mi diploma. Y es en París donde publiqué mi primer libro de cuentos. Luego regresé a Medellín y me ocupé de asumir la relación entre el trabajo académico, porque comencé a trabajar en la Universidad de Antioquia de Medellín como profesor de literatura, y la escritura. En este momento empecé a publicar con mayor decisión y con mayor frecuencia, pero también me enfrenté a la escritura de la novela, ya que asumo la novela en un periodo tardío, no lo hice a los 20 o a los 30 sino que empecé a escribir novelas a los 40…

Identidad narrativa y “yo escritor” en la obra de Pablo Montoya

La intromisión del “yo escritor” en la narrativa colombiana y su obsesión por el pasado político

Orfa Kelita Vanegas

okvanegasv@ut.edu.co

Universidad del Tolima

https://orcid.org/0000-0002-3455-6563

Artículo publicado en la revista Visitas al patio, Vol. 6, Nº 1, 2022

Resumen

Este artículo indaga la intromisión del “yo escritor” que un conjunto de novelistas colombianos realiza en su propia obra con el propósito de revisar la memoria política colombiana. Las narrativas en cuestión coinciden en proponer un “alter-ego” de escritor, un novelista personaje que se autonarra en sus particularidades íntimas y familiares mientras a su vez va construyendo una especie de “alter-texto”, una historia paralela a la personal, de momentos políticos coyunturales de la historia del país: el Bogotazo, la guerra de guerrillas, el crecimiento del paramilitarismo, la Operación Orión, etc. La narración del autor ficcional anclada a una mirada afectiva se propone como novedosa posibilidad ante el colapso de la imaginación creadora de la novelística colombiana y su tema obligado: la violencia política. Unido a este tipo de lúdica literaria, la narrativa apuesta también a la incorporación metafórica de la fotografía privada y pública, para vitalizar el efecto de veracidad de lo narrado y comprometer, asimismo, la recordación de quien ha sucumbido en el surco atroz de la historia nacional.

Un aspecto que resulta llamativo en el corpus de narrativas que aborda este artículo es la confluencia de los epígrafes en una preocupación común: el sufrimiento íntimo y su relación directa con los avatares políticos. No deja de sorprender que libros disímiles en su particularidad temática y propuesta estética apunten de manera directa, desde las primeras líneas peritextuales, a la pregunta por el pasado, los vacíos de la memoria, el dolor íntimo, la desesperanza y lo explícito de la violencia política. Veamos algunos de ellos: “Jugué mi corazón al azar y me lo ganó la violencia”, es una afirmación decisiva del personaje poeta de José Eustasio Rivera que, junto a la consigna de Piglia: “Hay que contar la historia de las derrotas”, sirven de umbral a Los derrotados. En Plegarias Nocturnas se dejan leer las palabras de Lou Andreas Salomé: “Lo que quedaba al final, cualquier fuera el modo en que cambiaran el mundo o la vida, era el hecho inamovible de un universo abandonado por Dios”. Abad Faciolince, de su parte, recurre al melancólico verso de Yehuda Amijai: “Y por amor a la memoria llevo sobre mi cara la cara de mi padre”. En La forma de las ruinas, Shakespeare es el citado: “Eres las ruinas del hombre más noble…” a propósito de Julio César. Y La sombra de Orión retoma una frase de Sófocles: “Un dios armado de fuego ha envestido la ciudad”. Se sabe que todo epígrafe es consustancial a la trama y anuncia o prepara al lector para los acontecimientos que siguen. De esta manera, los epígrafes citados cobran relevancia cuando los relacionamos entre sí e inferimos en ellos las preocupaciones éticas y estéticas de quien escribe. Cada epígrafe vendría a ser indicio tanto del interés poético por enlazar lo escrito a una tradición literaria anclada al dolor y la desolación, como de la inquietud incesante del escritor colombiano por las realidades nacionales, que se imponen al momento de ubicar en el plano ficcional la memoria personal y la cultural del país.
Ciertamente, cuando se revisa la narrativa colombiana publicada en la primera parte del siglo XXI, además de la de entre décadas del cincuenta y noventa, es patente el interés de las autoras y autores colombianos por la historia política nacional. Cada generación o momento de lo literario realiza “vistas de pasado” con la intención de ordenar y comprender no solo el caos político del presente sino también el que se ha heredado. Incluso, la novelística reciente se interesa por construir una explicación a lo que se es hoy como sujeto individual y social, desandando los entresijos del pasado familiar y de la nación. Así entonces, a continuación, en un primer momento se intenta ubicar el corpus de narrativas de estudio en el campo de la novela colombiana interesada por las realidades históricas nacionales relacionadas con las violencias. Consideramos la necesidad de reconocer –así sea de manera panorámica por las condiciones de este espacio– los intereses estéticos de los escritores, además de su “función social”, al momento de tratar las proporciones entre causas y consecuencias de las violencias. Es innegable que los autores se han visto empujados a reinventar el lenguaje, a acudir a estrategias de escritura capaces de incorporar poéticamente los destrozos derivados de la infelicidad política. De hecho, con miras a indagar las apuestas de escritura, en un segundo momento, revisamos la identidad narrativa de los textos estudiados. Nos interesa rastrear el propósito y los modos literarios que conforman al personaje escritor, especie de alter ego del autor, que la escritura propone como eje que dinamiza la trama al momento de recordar lo íntimo y lo público. No pasa desapercibida la exploración del “yo escritor” como posibilidad de desidentificación de sí mismo y de “reidentificación” del otro, de aquel que ha sido arrebatado por la guerra. La presencia in corpore e in verbis del escritor en su narración conforman una auto(r)ficción; se podría afirmar, que potencia la capacidad expresiva de la escritura frente a la complejidad de reponer la realidad intangible, el silencio y el vacío. En un tercer momento, un elemento más sobre el que reflexionamos por estar en estrecha relación con la intromisión del escritor en su obra, es la incorporación visual o escrita de la fotografía en el desarrollo de los hechos ficcionados. El fotógrafo de guerra y el pintor “comprometido” aparecen como personajes novedosos encargados de desplegar una estética de lo visual en su interés por vivificar el pasado. Con ellos los principios de la imagen visual -la fotografía bélica, la foto forense, los retratos privados o familiares, la foto impresa en medios informativos– conforman una zona intersticial en que lo impreso en la imagen como situación real se nutre del relato ficcional y, a su vez, el relato ficcional genera un efecto de veracidad histórica cuando se sirve de la fotografía a modo de pre-texto. Verdad visual y ficción narrativa se conjugan de manera dinámica cuando el escritor se propone narrar la historia del país con la evidencia –y fuerza– de lo vivido. No sobra indicar que a propósito de los epígrafes de las novelas en cuestión, este artículo titulará su apartados recurriendo a algunos de ellos…

LA ESTÉTICA DE LO IMPOSIBLE: EXHUMACIÓN, IDENTIDAD Y DESBORDE EN LA NOVELA COLOMBIANA

Orfa Kelita Vanegas

Universidad del Tolima

okvanegasv@ut.edu.co

Artículo publicado en Revista Mitologías Hoy, Vol. 26, 2022

Resumen

Este artículo estudia las estrategias de escritura de un corpus de narrativas colombianas recientes, interesadas en recuperar la realidad intangible ocasionada por la guerra. Es evidente que la infelicidad política sigue siendo un tema de interés para las letras del país, situación que reclama a los escritores y escritoras la innovación del lenguaje poético al momento de nombrar el horror. Recurrir a la creación de un espacio intersticial donde confluye lo real e irreal, lo corpóreo intangible y tangible, la identidad propia y la identidad múltiple, dice de un interés en recuperar a los muertos y los desaparecidos, para nombrar con ellos la experiencia traumática del conflicto armado. Consideramos que las novelas en cuestión proponen una “estética de lo imposible”, capaz de permear los límites de lo evidente y lo palpable, para descubrir umbrales etéreos donde habita la verdad agónica de una sociedad marcada por décadas de infortunio político.

  1. “Nuestra tradición es el desamparo”

La frase que sirve de subtítulo a este apartado fue escrita por Reinaldo Arenas (1991) a propósito del legado emocional de las generaciones cubanas de su época. En esta ocasión sugiere el recorrido temático que nos proponemos. Quizás, una de las emociones que hermana a las sociedades latinoamericanas es el desamparo, cada nueva generación actualiza un sentimiento de tribulación ante una realidad que no satisface el sentido de pertenencia ni de identidad. Preguntarse por el clima afectivo que la narrativa incorpora es develar el acontecer político atravesado de feroces luchas por el poder. En el caso colombiano, la novela es portadora de un mundo íntimo traumático y de las consecuencias materiales dejadas por el caos nacional. Se reconoce, inclusive, que la narrativa del país alcanza su independencia estética de los márgenes europeos cuando enfoca la violencia política como motivo poético. En efecto, a partir de los sucesos desencadenados a razón del asesinato del caudillo Jorge Eliécer Gaitán, la violencia comienza a ser tematizada como tal, se convierte en objeto de fabulación y de estudio que domina hasta nuestros días los imaginarios estéticos. Para María Helena Rueda (2011), con las llamadas “novelas de la Violencia” la sociedad colombiana empieza a razonar el drama que trae consigo los enfrentamientos políticos (28). Esta novelística, de hecho, abre una mirada sobre los afectos heredados, los odios y resentimientos que han marcado a generaciones completas. No solo los efectos tangibles son motivo de preocupación de los escritores, también, y cada vez con mayor proporción, las secuelas intangibles, lo afectivo traumático derivado de décadas de sufrimiento y pérdida.
La revisión de la narrativa colombiana deja en claro el interés por la historia política nacional; cada momento de lo literario realiza “vistas de pasado” con la finalidad de ordenar y comprender no solo el desafuero político actual sino también el que se ha heredado. La novelística reciente desanda los entresijos del pasado familiar y de la nación para explicar lo que se es hoy como sujeto individual y social. En este marco surgen nuevas propuestas preocupadas por la realidad no siempre visible que la violencia lega, toman proporción y protagonismo lo emocional y el mundo ominoso habitado por los muertos, y con esto la dislocación de los límites entre la vida y la muerte, lo íntimo y lo público, el “sí mismo” y el “yo otro”. A continuación, en un primer momento, se ubica el corpus de narrativas de estudio en el campo de la novela colombiana interesada por las consecuencias nefastas de la vida política. Resulta necesario presentar un panorama representativo de las propuestas de escritura más sugerentes en el tratamiento de las causas y consecuencias de las violencias, para, desde allí, dimensionar la novedad de las apuestas estéticas de las obras en cuestión. No sobra enfatizar en la importancia de seguir reflexionando sobre la violencia política en el campo de los estudios literarios; si la narrativa sigue interesada en indagarla, es vital revisar las transformaciones que se generan en torno a dicho flagelo. Sin duda, los imaginarios sociales de hoy no son los mismos de la década del setenta cuando se razona, por ejemplo, sobre el terror como práctica inherente a la construcción de país. En todo caso, el concepto de violencia como categoría semántica debe someterse a constante discusión; y, si bien, los estudios literarios no tienen como objeto central de investigación tal fenómeno, sí reclaman una base epistémica sólida cuando se ocupan de estudiar la estética literaria que lo incorpora. En un segundo momento, a partir de la idea de frontera (Heidegger 1994, Szurmuk e Irwin 2009, Moraña 2010 ) revisamos la dinámica simbólica que esta adopta en la escritura. La construcción literaria de un espacio intersticial entre el mundo de los vivos y el mundo de los muertos dice de una literatura que transgrede los límites estético-ontológicos, para recuperar la realidad robada y dar voz y representación a los muertos y los desaparecidos. Consideramos que ante el desgaste de las estéticas canónicas, la apuesta de los escritores por la elaboración poética de un umbral etéreo, por donde transita lo posible y lo imposible, lo inasequible y lo innombrable, funda otro discurso acerca de lo que nos ha pasado como nación, a la vez que recupera lo que el poder criminal ha querido desaparecer sin dejar rastro, es decir, a nuestros muertos…

Expresión estética del resentimiento en narrativas colombianas recientes

Expresión estética del resentimiento en narrativas colombianas recientes

Orfa Kelita Vanegas

okvanegasv@ut.edu.co

Artículo publicado en Cuadernos del CILHA, Vol. 20 Nº 2

https://dialnet.unirioja.es/servlet/articulo?codigo=7769936936

En un conjunto de novelas colombianas de reciente publicación se explora la expresión emocional de los personajes ante la realidad social y política que las tramas configuran. El resentimiento surge en este marco como lenguaje íntimo que hermana a los héroes, para indagar la faceta afectiva de una sociedad sujeta a un estado de precariedad social y vacío de futuro. La queja del personaje resentido se equipara con una suerte de política existencial, un poder expresivo individual que devela los quiebres del orden social y da realidad moral a las complejas situaciones que destrozan las aspiraciones de justicia e igualdad. Las novelas estudiadas se conciben de este modo como estéticas del resentimiento, escrituras que van al lugar de lo íntimo lesionado para luego regresar y contar lo que hay en él. Narrar la realidad de un país, de una generación, desde una sensibilidad resentida constituye un lenguaje renovado que articula y da representación a las realidades no siempre perceptibles de la vida social.

RESEÑA: LA SOMBRA DE ORIÓN. PABLO MONTOYA. RANDOM HOUSE, 2021

LA SOMBRA DE ORIÓN. PABLO MONTOYA. RANDOM HOUSE, 2021

Orfa Kelita Vanegas

Universidad del Tolima

okvanegasv@ut.edu.co

Reseña publica en Visitas al Patio 15(1), 123–125

https://revistas.unicartagena.edu.co/index.php/visitasalpatio/article/view/3597

Con la publicación de La sombra de Orión (2021), Pablo Montoya traza un nuevo ángulo en su espacio narrativo sobre la violencia política y los efectos devastadores en una sociedad hastiada de la circularidad de este flagelo. Desde las primeras publicaciones el autor colombiano nos ha llevado por un recorrido de más de 1600 páginas: cinco novelas y diversos cuentos, en que las apuestas estéticas para representar los imaginarios contemporáneos en torno a la situación ominosa del poder se conforman de una sucesión de personajes particulares, desplazamientos de la Historia, una audaz mixtura de géneros, el tratamiento de lo íntimo doloroso, el lenguaje lírico fusionado a la prosa, la naturaleza como extensión de la sensibilidad, y toda una mirada renovada de la figura del escritor frente a su ejercicio intelectual y el compromiso con su época.

Los muertos anónimos y los desaparecidos dejados por la Operación militar Orión[1] en la Comuna 13, de Medellín, Colombia, son el núcleo temático de los sucesos de la última novela de Montoya. Reconocemos de nuevo en el transcurso narrativo al personaje escritor Pedro Cadavid y sus inquietudes sobre la realidad que le estrecha. La escritura toma proporción en torno a este alter-ego-continuado de escritor. Asimismo, Montoya vuelve a demostrar su lucidez poética en el abordaje de un contexto atroz y la habilidad del oficio para poner al servicio de la trama una serie de juegos literarios: la metaficción, la mise en abyme paradoxal y elementos de rasgo autoficcional. La sombra de Orión se compone de nueve partes interconectadas a través de sus personajes y la simultaneidad de tiempos y espacios, para presentar un panorama de la conformación de la Comuna 13, que va desde su origen histórico y social hasta la arremetida miliciana, guerrillera, militar y paramilitar; deteniéndose en los efectos de toda índole –políticos, sociales, culturales, emocionales– más recientes.

Como en libros anteriores –Réquiem por un fantasma, Los derrotados, Tríptico de la infamia, La escuela de música, etc.– los intereses estéticos del autor hilvanan una vez más el lenguaje visual, lenguaje musical y lenguaje literario, para ofrecer desde diversas perspectivas los sentidos plurales y posibles a la pregunta “¿Qué hacer con la muerte?” o, de manera más precisa “¿qué hacer con los muertos?” (Montoya, 2021: 219). Ciertamente, es la inquietud por los humillados lo que singulariza la propuesta literaria de Montoya, además de examinar las formas como el arte en sus diversas expresiones se ha ocupado de ellos. Las figuras representativas del poder despótico y/o político: colonizadores, narcotraficantes, guerrilleros, policía, sicarios, mujeres de la mafia, entre otros, muy presentes en el primer plano de la literatura colombiana, se ubican en el trasfondo de las tramas literarias de Montoya, únicamente se sugieren para señalar a los responsables de la masacre y dar realidad moral a las políticas siniestras del poder; mientras que prevalecen las metáforas de los vencidos, el dolor de las víctimas, “las gentes humildes que cayeron en el magma de las confrontaciones” (Montoya, 2021: 306).

La escritura, la memoria femenina, la música y la imagen visual son los cuatro núcleos estéticos que La sombra de Orión propone en su intento de recuperar la realidad de los desaparecidos. El proyecto de Pedro Cadavid de escribir la novela que estamos leyendo –una reduplicación aporística–, constituye desde la lógica de la palabra literaria el nacimiento y consolidación de la Comuna 13. La búsqueda de archivos y de todo tipo de registros testimoniales sobre lo ocurrido durante la ocupación militar se va hilando en la trama novelesca bajo el propósito literario de Cadavid. Se entra directamente a los espacios privados y plurales, no solo los físicos, de quienes habitan la Comuna. Asimismo, a partir de la reflexión moral del escritor personaje reconocemos el enfoque político acusador que la narrativa resguarda. Con más de 20 semblanzas que responden a la inquietud sobre la naturaleza de los desaparecidos se da forma al capítulo La Escombrera. “¿Cómo delimitar a un desaparecido? Ni siquiera otorgándole la muerte es posible hacerlo”, es la pregunta que se ensancha ante al proyecto literario de Cadavid (Montoya, 2021: 304).

La memoria femenina juega un papel fundamental en la escritura. Alma es el personaje femenino eje de la trama, su simbología asociada a la sensualidad, al Origen, a la Pachamama, se abre en múltiples sentidos. Con ella se enfoca la vista al pasado de la Comuna para reconocer un grupo de mujeres valientes –comunidad de religiosas, lideresas sociales, madres solidarias, amantes aguerridas, etc.– y su papel civilizatorio y de llamado siempre a la sensatez y el acuerdo en “un territorio de machos” minado de odios, balas y terror. La sanación espiritual y física de Pedro es asimismo resultado de la tradición ancestral que Alma representa. Se accede con los conocimientos de esta heroína a la inmanencia de la memoria de los antepasados indígenas y a la proyección del duelo y posible solución de los problemas sociales. “Alma le había recordado […] que la tierra era la causa de los males en Colombia […] Y que ella, la tierra, terminaba siendo también la forma más eficaz de sanación” (Montoya, 2021: 409). El punto vital de equilibrio para el desarrollo de la escritura y la lucidez de Pedro Cadavid es Alma Agudelo.

El lenguaje visual se fusiona nuevamente en el entramado narrativo. En Los derrotados (2012) y Tríptico de la infamia (2015) el escritor colombiano ya había demostrado el interés estético de dialogar en provecho mutuo lo visual y lo literario, como posibilidad de acceso a lo intangible o inenarrable del mundo funesto dejado por la guerra. La Sombra de Orión incorpora lo visual con un mapa descomunal sobre la muerte, el trazo gráfico de una zona tan grande como la misma comuna. Ovario de Jesús Serna, el cartógrafo, es quien se “echa sobre su espalda” –jorobada y maltrecha– el deber de dibujar un mapa con cada sitio donde han ido cayendo los jóvenes, las adolescentes y demás habitantes de la Comuna 13. Hay acaso en este acto la intención de Serna de reconocer el papel de victimario que jugó en su momento y pedir perdón por las vidas robadas. El mapa es un diseño de la memoria individual y colectiva. Con su desproporción tal cartografía funesta niega la naturaleza abstracta que comprende toda representación visual de un territorio. Lo absurdo de la empresa del jorobado puede leerse, quizás, como alegoría de la violencia irracional, de la bárbara espiral de muertos y desaparecidos de la historia de la nación.

El territorio de la Comuna 13 es, de la misma manera, lugar de exploración para Mateo Piedrahita. Este músico se interesa particularmente por La Escombrera, un lugar donde se tiran los escombros de la ciudad y se abandonan los muertos desaparecidos por los actores de la guerra. Con unos equipos únicos y sofisticados además de todo un conocimiento de la física del sonido, Piedrahita construye una sonoteca con los rastros sonoros que recoge de lo profundo de la tierra. ¿Cómo suena un muerto enterrado? es la pregunta lúgubre que surge a medida que se conoce el método de Piedrahita para recuperar la humanidad de los desaparecidos. Con este personaje la sensibilidad se eriza a medida que se recorre un territorio contaminado por el rencor político y la maquinaria de la muerte. Con Piedrahita la escritura logra penetrar afectivamente un mundo no accesible o por lo menos irrepresentable con la palabra. Reconocemos que Pedro con su escritura da voz a los desaparecidos, la palabra articula de manera coherente la posibilidad de expresión de cada muerto rastreado; empero, confrontarse con el registro sonoro de Piedrahita es hundirse en lo ininteligible, en “un enjambre descomunal [que] aturde cuando se oye” (Montoya, 2021: 295), un sonido sordo, de ahogamiento y depresión, que sugiere con magistral audacia la posibilidad de un inframundo horroroso que acosa a los cuerpos olvidados entre los escombros de la Comuna. Paralelo al lenguaje sonoro de Piedrahita, la novela despliega los ritmos urbanos, aparecen jóvenes cantantes de rap y trap, que como juglares contemporáneos recogen en sus letras y ritmos la vida de la comuna, su desazón y esperanza.

Un aspecto que llama la atención de las apuestas estéticas que la novela propone para responder a la pregunta por los desaparecidos y los muertos, es la constante reflexión sobre la inutilidad potencial de estos proyectos. Sin embargo, en la ficción la escritura fluye, el registro sonoro aumenta y el mapa de la muerte sigue creciendo; estas formas paradójicas sustentadas sobre lo posible y lo imposible, si bien generan recelo en sus creadores frente al objetivo de su empresa, siguen adelante porque íntimamente se reconoce la necesidad de visibilizar lo siniestro, de construir una verdad diferente y posibilitar otros relatos que alimenten la memoria social desde el ángulo de quien sufre en su cuerpo los embates de la fuerza criminal.

En síntesis, La sombra de Orión se construye desde la lógica de la paradoja, mas cada uno de sus elementos compositivos se amalgaman de manera armónica o se disponen como polos opuestos entre los cuales necesariamente se accede a un mundo vedado, para recuperar la realidad de los muertos desconocidos en su paradero, como afirma Pedro Cadavid. La novela se une, de este modo, a la red de sentido que busca entender los diversos matices de la historia violenta de un país que sigue aplastando a quienes habitan en la periferia del Poder.


[1] La Operación Orión fue un operativo militar presidido por Álvaro Uribe Vélez bajo el proyecto de gobierno “Seguridad democrática”. Se desarrolló entre el 16 y el 17 de octubre de 2002 en la Comuna 13 de Medellín con el propósito de exterminar la presencia de las Milicias Urbanas de todo tipo. Bajo la declaratoria de Estado de Excepción la fuerza pública asociada con grupos paramilitares irrumpió en la Comuna y dejó un saldo importante de heridos civiles, homicidios cometidos por la fuerza pública, personas torturadas, desapariciones forzadas y detenciones arbitrarias, según la Corporación Jurídica Libertad.

Nueve preguntas a Pablo Montoya

Nueve preguntas a Pablo Montoya.

Peregrinaciones del artista, el pensador y el personaje literario[1]

Orfa Kelita Vanegas

Universidad del Tolima

okvanegasv@ut.edu.co

Entrevista publicada en Pasavento. Revista De Estudios Hispánicos9(2), 483-492.

https://erevistas.publicaciones.uah.es/ojs/index.php/pasavento/article/view/1469

Pablo Montoya es uno de los escritores e intelectuales más notables en el campo de las letras colombianas actuales. Ha publicado un número importante de cuentos, novelas y ensayos de crítica literaria y estética. Su novela Tríptico de la infamia ganó el Rómulo Gallegos 2015, y le mereció otros premios importantes, aparte de la visibilidad y reconocimiento más allá de las fronteras latinoamericanas. He seguido el recorrido de la escritura de Pablo Montoya por más de una década, cuando publicó su libro de cuentos Réquiem por un fantasma. No obstante, es a partir de 2012, con la publicación de Los derrotados, que inicié un estudio más cercano y académico a las apuestas de escritura que sus publicaciones ofrecen. El diálogo estrecho entre lenguaje visual, lenguaje sonoro-musical y lenguaje literario ha sido el núcleo no solo de mis intereses de investigación sino también de otros estudiosos de la narrativa de Montoya, entre ellos Susana Zanetti, Ana María Amar Sánchez, Mónica Marinone, Carolina Sancholuz, Jingting Zhang. En esta ocasión he querido diseñar un encuentro directo con Pablo para conversar sobre aspectos inherentes a su estilo literario, su mirada ética y política del hacer literario y conocer quizás, sobre sus futuros planes de escritura.

Comencemos con las nueve preguntas a Pablo Montoya:

  1. Dice Borges recordando a Heráclito: “el hombre de ayer no es el hombre de hoy y el de hoy no será el de mañana.” Cuando miras hacia atrás tu devenir escritor ¿cuáles serían para ti los cambios más decisivos en tu proceso literario y en tu perspectiva sobre el rol del escritor en el panorama social contemporáneo?

Creo que ha habido una relación continua entre mi proceso literario y el rol social que he desempeñado como escritor. En este sentido, ubico cuatro períodos en mi “devenir artístico”. El primero se sitúa en Tunja, ciudad donde publiqué mis primeros textos. Es un tiempo, sobre todo, de aprendizaje. Allí están los cuentos musicales de La sinfónica, mis primeros ensayos y poemas en prosa. En Tunja también nació, nítida, la idea de lo que más tarde sería La escuela de música. Durante esos años (1984-1993), leí a autores fundamentales: Dostoievski, Tolstoi, Kafka, Mann, Borges, Carpentier, Rulfo, Cortázar, entre otros. Al lado de este aprendizaje literario, sucede el de la música, el acercamiento a la obra de los grandes compositores, el estudio de la filosofía. Y comencé también a forjar mi proyección social como escritor. Fundé, en compañía de algunos amigos, una revista cultural, fui miembro de un cine club, músico de una orquesta sinfónica y de varios conjuntos de música popular, me vinculé con actividades artísticas y políticas en la UPTC. Recuerdo que cuando la policía asesinó a Tomás Herrera Cantillo, estudiante amigo de esta universidad, escribí un texto de protesta que pegamos en uno de los muros de esta universidad. Conservo ese texto y allí ya se ve con claridad mi posición antimilitarista siguiendo las enseñanzas del viejo Tolstoi. También escribí notas de programa de mano para los conciertos del Festival Internacional de la Cultura. Este primer período culminó con la obtención del Premio Nacional de cuento Germán Vargas, organizado por el periódico El Tiempo, mi obtención de la licenciatura en filosofía y letras de la Universidad a distancia de Santo Tomás de Aquino y mi partida a Francia.

Luego vino el período de París (1993-2002) donde se presentaron el aprendizaje de la lengua francesa y mis estudios de maestría y doctorado en la Sorbona. En esos años comprendí que el viaje y el exilio serían temas fundamentales en mi obra. Asimilé de la mejor manera la literatura francesa, desde Villon hasta Houellebecq. Resultaron esenciales mis lecturas de Montaigne, Baudelaire, Flaubert, Víctor Hugo, Schwob, Céline, Guide, Camus, Yourcenar, Tournier y Quignard. Ayudado por ellos, fui encontrando mi voz en la escritura. Fue en París, por lo demás, donde dejé la interpretación de la música (durante más de diez años fui flautista) para dedicarme completamente a la literatura. Empecé, a su vez, mi carrera académica que es crucial en mi proceso intelectual y creativo. Ahora bien, el puente con lo social en Francia se estableció desde mi condición de asilado político colombiano. Recuerdo, por ejemplo, las lecturas de algunos de mis cuentos y poemas en eventos organizados por Amnistía Internacional, en numerosos eventos de cultura latinoamericana y mi participación en las marchas. Participé en muchas, desde las que protestaban por el genocidio de Ruanda y por la situación de los habitantes sin domicilio fijo, hasta las que rechazaban la xenofobia, las guerras de la OTAN y los proyectos contaminantes de energía nuclear. Fue en París, y desde París, donde publiqué mis primeros libros (Cuentos de Niquía (1996), La sinfónica (1997), Habitantes (1999), Viajeros (1999) y Razia (2001). Y fue allí donde comprendí que debía ser un escritor comprometido con las luchas en cuyo centro está la defensa de la dignidad humana frente a los atropellos de los poderosos del mundo.

El tercer período inició cuando regresé a Medellín, en 2002, y culminó con la obtención del premio Rómulo Gallegos, en 2015. Me vinculé como profesor de literatura de la Universidad de Antioquia y, desde esta trinchera, he escrito la mayor parte de mis libros. En 2004 publiqué mi primera novela, La sed del ojo, que comienza una serie de obras que yo denomino de artista, porque sus personajes principales son fotógrafos, poetas, pintores, músicos que enfrentan desde sus oficios las sociedades turbulentas que les corresponden. Estas novelas son Lejos de Roma (2008), Los derrotados (2012), Tríptico de la infamia (2014), La escuela de música (2018) y La sombra de Orión (2021). Fue un período en que participé en muchos coloquios y congresos y publiqué una buena parte de mi obra ensayística, poética y cuentística. Incluso, desde mi puesto de profesor de literatura, he asumido una determinada proyección social. Todo este movimiento intelectual, de todas maneras, pasó en las coordenadas del mundo académico. A veces, recibía invitaciones para ir a ferias del libro o a festivales literarios. A la sazón era un escritor más o menos invisible, puesto que la mayoría de mis libros habían sido publicados por editoriales pequeñas y universitarias.

Pero esto terminó con la obtención del premio Rómulo Gallegos. Desde ese año, 2015, y hasta hoy, se ha configurado el que me parece es el cuarto período. Me volví un escritor “público”. Mi nombre, mi figura, algunos de mis libros, aparecieron en los periódicos y los espacios culturales del país y América Latina. Ha sido un tiempo de numerosos viajes, de otros premios y condecoraciones y reconocimientos. He seguido escribiendo y publicando otros libros en medio de este intenso vértigo público. Y aunque sigo vinculado a pequeñas editoriales, Penguin Random House se ha encargado de editar una parte de mis libros. He aprovechado, por otro lado, esta visibilidad para manifestar mi descontento frente a la crisis climática. Desde Medellín he levantado una voz en defensa de los derechos de la naturaleza. Me he vuelto, como se dice, un intelectual comprometido con la defensa de la ecología. He manifestado, públicamente, mi rechazo al militarismo, a las fuerzas más reaccionarias de la política colombiana, a sus élites crueles y corruptas, y he criticado a las oposiciones armadas con las que, en algún momento de mi vida, tuve una cierta simpatía. He expresado con claridad mi posición de pacifista radical en medio de un país dominado por toda suerte de guerreros legales e ilegales. Quizás el momento culminante de esta posición la represente La sombra de Orión, en la que hago una radiografía del horror de la desaparición forzada en Colombia.   

  • Tus novelas se alimentan de diversos lenguajes de las artes: la pintura, la fotografía, el grabado, la música. Y, a su vez, cuando leemos tus novelas y cuentos constatamos que tu escritura entra también a nutrir esas manifestaciones estéticas que incorporas. No es posible leer Tríptico de la infamia sin remitirse a mirar, por caso, el cuadro de François Dubois: “La masacre de San Bartolomé”, o en La escuela de música ensayar su lectura sin escuchar de Theodorakis el “Canto General” o el “Réquiem” de Berlioz. ¿Consideras que estas apuestas estéticas de vincular otros lenguajes artísticos llevan a nuevas expresiones, a una oxigenación, de la producción literaria colombiana?

Mi formación académica me ha llevado a tener una idea más o menos completa de la literatura colombiana. Comprender, por ejemplo, cómo han evolucionado nuestras letras desde la colonia hasta nuestros días. Esto, sin duda, ha influido en mi escritura. De hecho, Pedro Cadavid expresa en varios momentos lo que significa escribir en un país como Colombia. En varios pasajes, en los libros donde es protagonista, se pregunta de qué manera se pueden oxigenar esas formas de narrar un proyecto nacional vapuleado por la violencia. Esa ha sido, pues, una de las formulaciones esenciales de mi obra. Plantearle al lector la dimensión de estas preguntas y mostrarle cómo se presenta una posible renovación. Desde mi época de Tunja, tuve consciencia de que una de las formas de escribir era apoyándome en lo artístico y así abordar la violencia, tanto la colombiana como la ecuménica, de un modo distinto. Mis dos primeros libros, Cuentos de Niquía (que son relatos más o menos oníricos con fondo de violencia), y La sinfónica (que son cuentos de artista dedicados a la música) marcan ese rumbo con la claridad de quien ya sabe para donde va. Y luego estos dos temas (el arte y la violencia) se irán imbricando de forma cada vez más compleja en las novelas de la madurez, como sucede en Los derrotados, Tríptico de la infamia y La sombra de Orión.

  • En cuanto al lenguaje musical en tu escritura, recuerdo que la omnipresencia de la música en la existencia de los personajes que recorren tu novela La escuela de música, se insinúa desde el inicio con el epígrafe de Verlaine: De la musique encore et toujours ! Y se sabe también de tu pasión literaria y musical por Carpentier y el papel decisivo que este ha jugado en tus apuestas estéticas. Mas, quizás, se conoce un poco menos de los escritores o artistas que han motivado tu interés por el lenguaje visual y su diálogo directo con la palabra literaria. ¿Hay acaso un escritor tan importante como Carpentier al momento de revisar la tradición literaria que nutre tu interés por el lenguaje visual?

En varias ocasiones he señalado a Carpentier como el escritor que más me acompañó en el tránsito de la música a la literatura. Pero no fue el único. A su lado, hay autores de los que me he nutrido continuamente. Está el caso, por ejemplo, de Thomas Mann. Creo que una novela como La escuela de música le debe mucho más al alemán que al cubano. La mía es una novela de formación más emparentada a La montaña mágica que a Los pasos perdidos. La verdad es que pude resolver los problemas literarios que me planteó La escuela de música acudiendo al magisterio de Mann que, en cierta medida, es un descendiente del Goethe del Wilhelm Meister. Con lo visual hay varios autores que fui conociendo durante mi estancia en París. Está el caso de Baudelaire y de sus textos sobre pintura y fotografía. De hecho, La sed del ojo la escribí como un thriller erótico con un telón de fondo histórico donde las ideas de Baudelaire sobre la fotografía y la pintura son cruciales. La sed del ojo es una respuesta ficcional a los planteamientos con que este escritor repudió la llegada de este arte advenedizo y, según él, de segunda categoría al comparársele con la poesía y la pintura. En realidad, fueron los escritores franceses quienes me ayudaron a entender mejor la interesantísima relación existente entre literatura e imagen. Y ahí están las Piezas artísticas de Paul Valéry; las consideraciones de André Malraux en El museo imaginario; las maneras poéticas en que Élie Faure asume la historia del arte desde el paleolítico hasta la primera mitad del siglo XX; las aproximaciones literarias al mundo de la pintura de Proust, Yourcenar y Quignard; y las que hace Michel Tournier al de la fotografía. Todos ellos me fueron introduciendo a un universo apasionante donde la sensibilidad ante lo visual está apoyada siempre en una especie de erudición histórica y literaria. Pero no podría dejar pasar por alto, para situarnos en el terreno latinoamericano, la presencia de Octavio Paz. La lectura de sus ensayos y poemas dedicados a pintores y pinturas han sido para mí, desde que los conocí en mis años parisinos, como una carta de navegación.     

4. Con el personaje Pedro Cadavid, tu alter ego de escritor, se admite que hay en gran parte de tus novelas una “intromisión” in corpore e in verbis del autor en el mundo narrado, ¿Podríamos decir en tono “flaubertiano” que “Pedro Cadavid c’est moi[2]? en el sentido que hay en la conciencia de Pablo Montoya tal presencia de su propio personaje que llega a sentir su tragedia o felicidad, las que él mismo ha creado.

Durante un tiempo sentí una suerte de pudor de entrometer mi vida directamente en los libros que iba escribiendo. Por tal razón, decidí ocultarme, o disfrazarme, o mimetizarme. Podría decir que, en Viajeros, Trazos (2007) y Programa de mano (2014), me escondo detrás de los personajes de la historia y la imaginación que propongo a través de estas prosas poéticas. Pero en algunos cuentos de Réquiem por un fantasma(2006) empieza a configurarse la presencia de un personaje que, más tarde, será el Pedro Cadavid de las novelas. En Los derrotados es evidente la apuesta metaficcional que tiene como autor principal a este alter ego mío. Es como si al abordar la novela, que para mí ha sido el género de la madurez literaria, se me hubiera dado el permiso de construir un personaje que, a su vez, me ha posibilitado expresarme como persona, artista, intelectual y ciudadano. Por eso el personaje que articula mis libros sobre la violencia en Medellín es Pedro Cadavid. La fórmula flaubertiana me parece plausible en el vínculo entre ambas instancias, una real y otra ficcional. Sobre todo, cuando Cadavid se asume como un escritor que no solo escribe literatura, sino que se pregunta constantemente cómo escribirla. En esto reside el puente con Flaubert, un autor al que he leído y releído hasta llegar a traducir sus Tres cuentos al español. Flaubert es, por lo demás, el escritor que asume la aventura de la escritura como un paraíso y un infierno, como salvación y condena. Esta lucha con la palabra justa, con la búsqueda de un estilo literario que pretende rozar la perfección, son asuntos que me conciernen demasiado. O sea que Flaubert podría servir como un espejo en que parte de mi labor escritural se refleja.  

5. En relación con la pregunta anterior y aceptando que la identidad nominal está íntimamente ligada al ser que señala y contiene por ello una buena dosis simbólica y afectiva, he rastreado en tu narrativa el sentido del nombre de tu personaje y encontré, quizás, un indicio en el cuento “Las formas del silencio”, en que el narrador, un escritor que ha abandonado el mundo de la música y la vida sonora, se identifica con el San Pedro apóstol de una crónica cristiana apócrifa. Como este, el narrador-escritor se siente taciturno y proclive a la soledad. Comparten el deseo del silencio absoluto como estado de reconciliación consigo mismo y acceso a la “verdad” y la plenitud del amor. ¿Hay alguna relación entre Pedro Cadavid y el San Pedro apócrifo, o de dónde surge el nombre Pedro Cadavid?

Cuando era adolescente, y empezó a manifestarse mi rebeldía en el seno de una familia muy conservadora antioqueña, no me gustaba mucho mi nombre. Pablo significa pequeño, persona humilde. Eso me gustaba, por supuesto. Pero la alusión al personaje apóstol no me llamaba mucho la atención. San Pablo para mí ha sido uno de los personajes más polémicos de la Antigüedad. Su publicidad del cristianismo me produce escozor y sus cartas, la verdad sea dicha, no me atraen demasiado. Pedro y su alusión a la piedra, como solidez y resistencia, en cambio, me llamó poderosamente la atención por aquellos años. Tal vez esta fascinación por este nombre griego y posteriormente latinizado y españolizado haya influido en esta mi literaria. El Cadavid, por su parte, es uno de mis apellidos familiares, muy arraigado, como el Montoya y el Campuzano, en Antioquia. Ahora bien, la alusión a San Pedro en el cuento “Las formas del silencio” tiene que ver con una lectura que hice de los ensayos de Pascal Quignard, El odio a la música, otro autor al que he traducido varias veces. Allí hay un ensayo sobre la relación anómala entre San Pedro y los sonidos que me pareció pertinente citar a propósito de esa fobia sonora que padece el personaje de mi cuento. Personaje que trato con cierta amplitud en La sombra de Orión, ya que el protagonista de “Las formas del silencio” es el músico que en la novela registra los rastros sonoros de los desaparecidos de la escombrera.

6. El interés por los muertos inermes y la política criminal de la muerte son un motivo de recurrente preocupación por todos tus personajes artistas: escritor, músico, pintor, fotógrafo. Incluso, en La sombra de Orión, Pedro Cadavid se pregunta por la tradición estética de los novelistas colombianos en la figuración de la violencia a partir del cuestionamiento de García Márquez sobre las formas literarias que venían alimentado una “literatura de urgencia” y la fijación literaria en un punto ajeno a lo explícito de los muertos. ¿Cuál sería para ti el giro moral que ha dado hoy la reflexión sobre la violencia política en el discurso literario, cuando, justamente, el cuerpo deshecho, los muertos y los desaparecidos empiezan a ocupar el primer plano en una parte de las propuestas de escritura colombiana?

García Márquez renovó la literatura de la violencia en Colombia. Fue una labor que hizo en compañía de Cepeda Samudio, Mejía Vallejo, Hernando Téllez y Eduardo Caballero Calderón, entre otros. La postura de García Márquez consistió en escribir una literatura donde lo explícito de la violencia es rechazado. Yo he tomado, de algún modo, un camino diferente. Me apoyo, y en esto estoy de acuerdo con el Nobel, en la necesidad de demostrar oficio, manejo de técnicas narrativas, dominio de un estilo literario en lo que se escribe. García Márquez, a propósito, decía que el gran problema de la literatura de la violencia partidista era la falta de oficio que manifestaban los escritores de entonces. Desde los personajes artistas de mis libros, y distante a la propuesta de García Márquez, yo he elaborado una serie de catálogos del horror. Ahí está el catálogo de las masacres descrito desde una serie de fotografías en Los derrotados. El catálogo del exterminio indígena hecho desde la interpretación de una serie de grabados en Tríptico de la infamia. Y el catálogo de desaparecidos presentado en La sombra de Orión donde poesía y periodismo confluyen. ¿Por qué hacerlo? Una explicación apuntaría, al menos en mi caso, al hecho de que la violencia colombiana se ha desbordado de tal forma que sería difícil desconocer su ubicuidad tenebrosa. Como dejar pasar por alto, en la literatura, que somos un país donde hay más de cien mil desaparecidos, con una guerra permanente que ha dejado cientos de miles de asesinados, con exterminios políticos que no cesan, con miles de falsos positivos, con más de seis millones de desplazados internos y otros tantos que están en el exilio. Estas cifras demuestran el rotundo fracaso del proyecto nacional llamado Colombia. Es verdad que la novela es, entre otras cosas, una recreación poética de la realidad, como decía García Márquez. Pero también es cierto que nuestra realidad está moldeada por la violencia. Pero otra posible explicación sería la de introducir, en estos catálogos de muertes, una necesaria dosis de ética. Este giro moral al que te refieres, me parece esencial. De hecho, uno de los problemas que me suscita una buena parte de la literatura de la violencia colombiana es su poco espesor moral. Algo que termina convirtiéndola en algo banal, espectacular y amarillista.

7. Se reconoce que los estudios sobre la novela colombiana que tematiza la violencia se han apoyado, sobre todo, en conceptos de las ciencias sociales y del discurso histórico, remarcando en las causas políticas y sociales del conflicto. Y cuando se reflexiona sobre los efectos psicosociales se enfocan habitualmente los elementos activos que los desencadenan –sicarios, narcotraficantes, personajes de perfil político, narradores militantes, etc.–. Las metáforas del poder juegan de este modo un rol central en gran parte de la crítica literaria. Tú como estudioso de la literatura colombiana ¿qué mirada tienes sobre las formas como la violencia atroz se ha figurado en las letras colombianas?

Se nos dijo, durante un tiempo, que el gran conocedor de las dinámicas del poder en Colombia era García Márquez. Y nos mostraban, por ejemplo, los militares de su obra que, generalmente, son vencidos. Aureliano Buendía, el coronel al que nadie le escribe son dos personajes que hicieron la guerra de los Mil días, pero terminan siendo vencidos. También nos dijeron que el mayor exponente de ese tipo de poder militar era el dictador de El otoño del patriarca. Lo que me ha preocupado a mí, al respecto, son los vencidos civiles y no los guerreros. Y para hacerlo, repito, me he apoyado en un tipo de víctimas. De hecho, el patriarca de García Márquez siempre me ha parecido un personaje repudiable, no solo porque es un victimario, sino porque carece de espesor moral y ético. En el fondo de ese delirio verbal, que ha subyugado a tantos y con el cual se construye la novela, se agita un espécimen repugnante. Y es que si pasamos revista a una buena parte de la literatura de la violencia en Colombia se constata que lo que prevalecen son asesinos, sicarios, mafiosos, personas, en fin, que carecen de cualquier catadura humana. O si la poseen, esta se oculta detrás de psicologías y anatomías hechas para matar o provocar el mal. La narcoliteratura, la paraliteratura, la sicaresca han caído de hinojos ante estas figuras aciagas. Cuando estaba escribiendo los cuentos de Réquiem por un fantasma me di cuenta de que debía ocuparme del otro lado del fenómeno, es decir, de las víctimas. Y creo que este rumbo lo continúa La sombra de Orión. Mírese, por ejemplo, el catálogo de desaparecidos llamado “La escombrera”. Lo conforman 26 semblanzas cuyos protagonistas son casi anónimos. Todos ellos de origen popular, gente pobre y humilde, personas buenas, pero que han sido embestidas por el flagelo de la desaparición forzada. Considero, en esta perspectiva, que la metáfora de los vencidos colombianos de ahora la conforman los miles de desaparecidos que ha provocado la dinámica política de este país.

8. Y, frente a las metáforas de los vencidos colombianos ¿cuál consideras que es el papel de la crítica literaria?

Hablar de crítica literaria es referirse a historias de la literatura, a aspectos polémicos como el canon y la recepción y difusión de los libros y sus autores. Es sopesar, además, esa movilidad cultural en que aparecen los dueños del poder económico, político y religioso para intervenir en los asuntos de la valoración literaria. En este sentido, desde la Antigüedad hasta nuestros días, la literatura se ha valorado, o criticado, desde esas orillas. Esto no significa, por supuesto, que la literatura asociada al poder de los vencedores sea negativa. Solo basta mirar el caso de la Eneida. Virgilio la escribió para el beneplácito de Augusto, pero quiso destruirla, antes de morir, porque le pareció imperfecta y quizás cuestionable hacer un libro para enaltecer el poder militar de Roma. Pero terminó escribiendo una de las obras más esenciales, y más impresionantes justamente por su altura estética, de la cultura occidental. Sin embargo, en el fondo lo que se nos cuenta en la Eneida está lleno de sufrimientos y pareciera que se estuviera cantando una serie de derrotas humanas. Lo mismo sucede con Homero. Leemos la Ilíada y nos sentimos atraídos por los troyanos, que son los vencidos en la larga guerra. Si hay un pasaje que nos entristece es la muerte de Héctor. Y lloramos esperanzados cuando, por fin, el anciano Príamo puede rescatar el cadáver de su hijo de las manos de un Aquiles estremecido por la rabia y la desolación. Lo que quiero decir es que muchos de los grandes libros de la literatura son narraciones o cantos del fracaso, de la crisis y la conflagración de los hombres. Y son esos libros, extraña paradoja, los celebrados por los vencedores. Incluso, se podría afirmar que una buena parte de la crítica literaria, al oficializarse, se vuelve una suerte de instrumento hermenéutico del poder. Ahora bien, si esto ha sucedido durante siglos, lo que está presentándose en la actualidad, con la crisis de las democracias neoliberales y el cambio climático, las pandemias, los grandes movimientos de protesta planetaria y las nuevas y transgresoras epistemologías de la cultura, es muy sugestivo. Se está poniendo en tela de juicio, desde la antropología, la filosofía, la sociología, la historia y el arte, ese poder que nos tiene como nos tiene, en tanto que civilización y especie. Un poder, es casi una perogrullada decirlo, que ha estado vinculado al sistema patriarcal, que es masculino, misógino, militar y monoteísta en buena parte. Y esto es evidente cuando observamos el caso de la literatura colombiana y su valoración. Las primeras historias de nuestra literatura, por ejemplo, fueron escritas por hombres defensores de las grandes instituciones oficiales de la nación tales como la Iglesia católica, los dos partidos políticos tradicionales y las fuerzas militares del Estado. Todas estas historias surgieron, por lo demás, en uno de los períodos más reaccionarios que como país hemos tenido, el de las últimas décadas del siglo XIX e inicios del XX. La crítica literaria en Colombia nació y se ha desarrollado en estos contextos ideológicos. Lo cual nos permitiría decir que son valoraciones de obras de los vencedores o, en algunos casos, de los vencidos pero que han sido asimiladas por el poder vencedor. De hecho, me atrevería a pensar que el fenómeno de la recepción por parte de la crítica de las novelas de la violencia en Colombia, donde es claro ver la oposición entre vencedor y vencido, entraría en estas coordenadas. Son novelas que narran traumas de derrotados pero que atraen al poder victorioso y éste apuesta por su canonización. Sin embargo, ahora estamos presenciando grandes mutaciones sociales que la crítica literaria asimilará de un modo u otro. Vendrán nuevas lecturas interpretativas de esas obras literarias que han sido enaltecidas por ese poder mencionado (el periodístico, el editorial comercial, el político y hasta el académico), y que, quién sabe, si lo seguirán siendo en el futuro. El panorama entonces está, por fortuna, transformándose, y aparecerán metáforas más eficaces y esclarecedoras de los vencidos.                

9. Y, para finalizar, has comentado que con la reciente publicación de La sombra de Orión cierras el ciclo de escritura sobre la violencia colombiana. Por tanto, ¿cuáles son en este momento tus proyectos literarios cercanos, qué otros intereses creativos podrían motivar más adelante nuevas novelas o cuentos?

La verdad es que, además de cerrar este ciclo, que inició con mi primer libro, Cuentos de Niquía, con la escritura de La sombra de Orión he quedado extenuado. No sé muy bien si es un cansancio ocasionado por la envergadura de la empresa acometida, o si se trata de un agotamiento generado por el mismo tema de la desaparición. Cuando lo abordé, fui consciente de que pisaba terrenos donde casi todo es frustración, desolación, oscuridad, resentimiento, impotencia, maldad. Sé que he llegado, en todo caso, a una especie de punto final. La sombra de Orión es la culminación de un proceso. En sus páginas confluyen temáticas, personajes, pesquisas estilísticas y literarias que he trabajado en otros libros. Por tal razón, lo que sigue apuntará a otros mundos y a otras épocas. Siento, por ejemplo, una profunda atracción por el pasado. Ese pasado se llama la Roma antigua, a la que tanto debe Lejos de Roma y Hombre en ruinas (2018). También es el Renacimiento flamenco, que nutre una buena parte de Tríptico de la infamia. Asimismo, está el pasado colombiano, que moldea Los derrotados y Adiós a los próceres (2010). Y en medio de esas épocas se ha levantado siempre la figura del artista, del pensador, del personaje libertario que tanto me han atraído. Creo que mi próxima narrativa volverá sobre esos tópicos y esos tiempos. Pero está, igualmente, la escritura ensayística. Por lo pronto, y al terminar La sombra de Orión, me he sumergido en una serie de crónicas ensayos que tratan sobre escritores que para mí han sido fundamentales. Hago el viaje a uno de los sitios emblemáticos del escritor seleccionado (una casa natal, algún museo, una tumba), y a partir de esta experiencia escribo lo que podría ser un relato de viaje. Pero, a la vez, hago un balance general de esa obra que me ha enseñado a mirar el mundo, a comprender la condición humana, a gozar de la literatura como si ella fuera lo más importante que a mí, como ser humano, me ha sucedido. Pronto tendré sesenta años y es hora, pienso, de hacer estos balances personales. Por este motivo, este proyecto, que he titulado Peregrinaciones literarias, no es más que un gesto de gratitud a la tradición literaria. Sin ella, sin esos autores admirados, amados, criticados, lo mío sería poca cosa en esta maravillosa aventura de la escritura.   

El Retiro, julio de 2021


[1] Esta entrevista se inscribe en el proyecto de investigación “Tramas emocionales y sociedad percibida en la narrativa colombiana reciente” (2019-2022. CÓD. 30120), adscrito al grupo de investigación Estudios Interdisciplinarios en Literatura, Arte y Cultura (EILAC), de la Universidad del Tolima, Colombia,

[2] Si bien se discute hoy la autoría de la frase Madame Bovary, c’est moi, expresada por Flaubert, esta proposición sigue intacta en su sentido porque conserva aún la idea del “personaje vivo” como efecto de la tensión entre la sensibilidad del autor y el acto mismo de su escritura.

Introducción al libro «Imaginarios políticos del miedo en la narrativa colombiana reciente»

Introducción al libro «Imaginarios políticos del miedo en la narrativa colombiana reciente».

Orfa Kelita Vanegas, Universidad del Tolima, 2020.

http://repository.ut.edu.co/handle/001/3225

¿Qué es el miedo? ¿Cómo se le aprehende?

(pág. 13-32)

Ahora veo, alrededor, rostros de pronto desconocidos –aunque se trate de conocidos– que intercambian miradas de espanto, se apretujan sin saberlo, es un clamor levísimo que parece brotar remoto, desde los pechos, alguien murmura: mierda, volvieron.

(Evelio Rosero: Los ejércitos, 2007: 95).

¿De qué manera abordar la narrativa colombiana preocupada por la realidad caótica nacional de las últimas décadas bajo el ángulo del miedo como categoría que incide propositivamente en la ecuación violencia/literatura? ¿Cuáles son los procedimientos de escritura que visibilizan, procesan y constituyen el “miedo político” como estética alternativa a los modos como habitualmente la narrativa colombiana ha simbolizado la violencia del país? ¿De qué modo la posición ideológica en torno al binomio miedo-poder que las novelas incorporan desestabiliza los imaginarios tradicionales de nación, memoria e identidad? ¿Son las novelas de estudio un constructo epistémico que fortalece los discursos contemporáneos dedicados a explorar las emociones como lenguaje y vía de acceso a la comprensión de la contemporaneidad? Imaginarios políticos del miedo en la narrativa colombiana considera que parte de la narrativa nacional reciente muestra interés por revisitar las violencias que han golpeado con mayor fuerza la vida del país, específicamente, las derivadas o asociadas con el narcotráfico y la violencia política, para narrarlas y simbolizarlas desde el ángulo de las emociones. La fuerte presencia de los afectos en las dinámicas políticas nacionales se configura en la novela como componente esencial que define el carácter de los personajes, los lugares, el tiempo, el tema y los recursos retóricos. Cada aspecto que conforma el texto como producción estético-simbólica se enlaza a la fuerza vital de las emociones. El miedo, en este espacio, toma lugar protagónico, los escritores lo proponen como componente inherente a la mentalidad y sensibilidad del colombiano. Como fenómeno político, el miedo en la ficción interviene los imaginarios de violencia y su impacto en la idea de nación, identidad y cultura, orienta otros ángulos de sentido, que relativizan y cuestionan los discursos que insisten en explicar la historia del país desde categorías anacrónicas.

Las narrativas seleccionadas para este estudio[1] se caracterizan por ser publicadas en la primera parte del siglo XXI, y por abordar las violencias de las últimas décadas, aquellas producto del narcotráfico, de la confrontación entre diversos grupos armados y de la degeneración política, aspectos que aparecen relacionados entre sí en el desencadenamiento de los hechos ficcionales. Sus autores tienen reconocimiento en el ámbito nacional y latinoamericano, incluso, internacional. Han sido traducidos a otros idiomas, y gradualmente comienzan a ser objeto de estudio no solo en la academia latinoamericana[2]. La estructura y contenido de las obras muestran una serie de elementos estéticos comunes que son expresión de otros modos de significación de lo psicosocial originado de la violencia política y del narcotráfico. Son narraciones que, si bien continúan con la tradición de la representación de la “guerra” en Colombia, se desvían de sus causas para enfocar con mayor cuidado los efectos, es decir, que recrean la consecuencia emocional como fuerza protagónica de lo narrado. Esta capacidad expresiva revela los modos como los grandes acontecimientos históricos del país influencian “las vidas minúsculas” de cada persona. La escritura, y su “revolución estética” (Rancière, 2014), da cuenta de los avatares de una nación a partir de la significación de “seres anónimos”, en los detalles íntimos de “las vidas pequeñas” se descubren los síntomas de una época, se explican las capas subterráneas de la cultura y se reconstruyen nuevos mundos con otras verdades. El presente libro plantea entonces la función de la crítica literaria frente a tal tipo de narrativa. La lectura analítica que proponemos incorpora el concepto de “miedo político” a la indagación de un corpus ficcional que pone el foco sobre quien sufre, que ingenia nuevas modulaciones de la palabra y recursos literarios, para iluminar y nombrar la realidad que ha quedado imperceptible entre los pliegues y resquicios de las categorías paradigmáticas y discursos representativos de los agentes activos de la historia y del devenir nacional.

Las reveladoras ilaciones de la escritura entre miedo político y estética literaria, constituyen el clima afectivo que envuelve a la sociedad colombiana de las últimas décadas, visibilizan la significación de lo intangible de la relación afectiva con el otro y lo otro. Entendido como emoción política, el miedo es articulado desde nuevas y diferentes posiciones de sujeto, es el eje en torno al cual la narrativa revela otras verdades sobre el estado de cosas de un país, enfoca a quienes han sido víctimas directas del conflicto, y cuestiona los vocabularios y discursos canónicos que continúan interpretando la contemporaneidad nacional desde conceptos desgastados y muchas veces impensados. Lo político, lo social y lo histórico, aunque se nombran no juegan ya el papel principal que tuvo en la novelística de otro momento, la escritura los instala como “escenario de fondo”. Predomina más bien en los intereses narrativos recientes, la respuesta individual del “sujeto víctima” a una realidad que no satisface el sentido de pertenencia ni de identidad. La lectura de la vida social se hace desde una sensibilidad personal y la sensibilidad personal, a su vez, solo es comprensible desde la realidad nacional. Por esta razón, lo afectivo se desborda de la instancia individual y abarca lo colectivo. Tales aspectos, junto con las innovaciones poéticas del lenguaje, consideramos, constituyen un imaginario emocional de la violencia, que ubica un nuevo punto de mira sobre el espacio literario y epistémico interesado en el pasado y el presente nacional.

Se acepta en el campo literario que la novela colombiana desde sus inicios se preocupa, en especial, por las múltiples manifestaciones de la violencia; los usos poéticos del lenguaje regularmente se han enfocado en dar sentido y representación a este fenómeno, inherente a la cultura política del país. No obstante, hay que notar, la violencia, aunque situación incesante en la historia nacional, tiene sus desvíos, cambios y énfasis específicos según el momento histórico y los actores que la desencadenan; circunstancia que ha demandado del escritor una búsqueda y renovación continua de los recursos estéticos y códigos literarios, para nombrarla y constituirla como realidad ubicada en un tiempo y espacio. Ciertamente, formular literariamente la Violencia, con mayúscula[3], desatada a mediados de siglo XX, toma matices particulares frente a los sucesos del narcoterrorismo que sacudieron al país durante la década del ochenta, por ejemplo.

Los estudios literarios reconocen que desde los años setenta del siglo pasado, la narrativa colombiana enfocó su interés en representar los efectos anímicos individuales y colectivos producidos por la barbarie política. Una primera etapa de la ficción –años cincuenta, sesenta– concentrada en describir los destrozos más crudos y explícitos de la Violencia dio lugar a la narración de su huella psicosocial. A partir de este giro estético el novelista colombiano siempre ha tenido el reto de no sacrificar la poética del lenguaje a la representación meticulosa de actos sangrientos. Las primeras escrituras del Nobel colombiano son ejemplo preciso de la iniciación de otras formas de narrar la realidad del país. De hecho, García Márquez (1959) es el primero en llamar la atención sobre el estado de representación de lo violento en la narrativa nacional, cuando afirmó que la riqueza de lo literario no estaba en “los muertos de tripas sacadas, sino en los vivos que debieron sudar hielo en su escondite” (12), subrayando con esto la necesidad de una estética de lo intangible, del clima afectivo desprendido de la escena de horror.

Ahora bien, aunque la narrativa efectivamente fue consolidando la valorización estética de los efectos íntimos del conflicto bélico, y las escenas descriptivas de escenarios macabros dejaron de ser, relativamente, elemento protagónico, consideramos que el enfoque y tratamiento de la violencia siguió aferrado a sus causas, es decir, a las figuras icónicas de la historia del país, a las metáforas del poder. Estas continuaron siendo –y aún son, en múltiples textos– el principio visible de las tramas literarias. Así entonces, la significación poética del estado anímico colectivo continuaba ignorando a quien no participa de los revuelos políticos, a la persona común que, en muchos casos, no le interesan las inclinaciones ideológicas ni se explica la confrontación por el poder, sin embargo, es quien sufre radicalmente el impacto funesto que estos fenómenos dejan en los espacios que invaden.

El corpus de novelas elegido para esta investigación enfoca de nuevo la violencia. Esta vez la de las últimas décadas, la del narcotráfico, la criminalidad y la corrupción política asociada con este. No obstante, como tratamos de demostrar, en esta ocasión las propuestas ficcionales articulan lo violento desde la particularidad emocional de la víctima o persona inerme. Si bien los novelistas que abordamos fijan la atención en las prácticas estéticas de sus antecesores, la escritura de los efectos de la violencia la entienden desde lo emocional traumático más íntimo: el dolor, la desdicha, el miedo, el horror, etc. Lo afectivo, en este orden, se instala en el relato con fuerza protagónica, los elementos ficcionales –tiempo, lugares, tema, personajes, juegos del lenguaje– toman profundidad dramática gracias a la intimidad perturbada de quien narra. Sin dejar de lado la alusión a elementos socio-históricos, que sugieren al lector las causas del conflicto, los escritores muestran un marcado interés por nombrar la sensibilidad herida, dar forma a la particularidad emocional del ciudadano común, que sin ser parte activa de la guerra, del narcoterrorismo y demás violencias, se ve arrasado por estas. Cada escritor en cuestión pareciera ir al lugar de los afectos lesionados para luego regresar y contar lo que hay en ellos. Lo emocional, puede afirmarse, es el lugar donde la novela logra llegar para descubrir una de las zonas más enigmáticas y ocultas de lo humano sometido a la crueldad atroz del poder.

Los estudios sobre la novela colombiana que tematiza la violencia se han apoyado, sobre todo, en conceptos de las ciencias sociales y del discurso histórico, remarcando en las causas políticas y sociales del conflicto y sus efectos. Cuando reflexionan sobre los estragos psicosociales enfocan habitualmente los elementos activos que los desencadenan –sicarios, narcotraficantes, personajes de perfil político, narradores militantes, etc.– y la historia de la nación, en general. En este sentido, al momento de relacionarse las narrativas con el contexto de referencia, las metáforas del poder juegan, de nuevo, el rol central en gran parte de la crítica literaria (Jaramillo, Osorio y Robledo, 2000; Rodríguez Ruiz, 2011; Escobar, 2002; Pineda Botero, 2006; Figueroa, 2010, 2011; Giraldo, 2008; Gonzáles Ortega, 2013; Osorio, 2006, 2014). Este enfoque ha dado forma a un entramado crítico valiosísimo, productor de múltiples lecturas en torno a la tensión entre los procesos literarios nacionales y las dinámicas de la historia social y política. Aún hoy, sigue abriendo interesantes panoramas de comprensión de la sociedad nacional y motiva cuestionamientos para la exégesis de las novelas. Sin embargo, reconocemos que tal transcurso analítico así como ha propuesto una serie de caminos significativos para ahondar los diversos sentidos que la narrativa propone, paradójicamente, también ha nublado la posibilidad de líneas de indagación desde otras ópticas.

Compartimos el sentir de investigadoras como Juana Suárez (2010), María Elena Rueda (2011) y Andrea Fanta Castro (2015), sobre el estado actual de la crítica literaria colombiana y su escasa validación de las investigaciones que no se alinean a categorías paradigmáticas. Ciertamente, los estudios nacionales sobre literatura, dejan ver que hasta hace poco las pesquisas que no seguían la mirada canónica –el enfoque sociohistórico, especialmente– quedaban al margen o pasaban inadvertidos. La indagación de la violencia en relación con fundamentos conceptuales del campo fenoménico, del psicoanálisis o de las diversas líneas de profundización sobre las emociones, que proponen, por ejemplo, los estudios culturales, la crítica de género, la historia, la filosofía o la psicología, son mínimos en el campo académico-literario en Colombia, en comparación a los de orientación socio-histórica. Ante este paisaje, y considerando que parte de la novelística de reciente publicación viene descifrando los contextos de violencia a partir de una renovada figuración de lo emocional traumático, este libro procura abrir otra ruta de investigación que vindique lo afectivo traumático como vía de acceso a lo real, lo simbólico y lo imaginario de las dinámicas sociopolíticas del país. El miedo, la desesperanza, el dolor, entre otros, son la contracara de la metáfora del poder, y en tanto revelación literaria, necesita de nuevos ángulos de elucidación, de exégesis que los reconozca como lenguaje que articula y da representación a las realidades no siempre perceptibles de la vida social.

Estudiar las novelas en su componente emocional, además de requerir habilidades propias de la crítica literaria para llevar a cabo su exploración en tanto manifestación estética, necesita también reconocer otros aspectos de los afectos: sus condiciones de producción y manipulación, modos de transmisión y circunstancias para su incorporación. Acá, no nos detenemos exclusivamente en el carácter estético- representativo del miedo, tratamos de entender, además, la manera como el discurso literario significa la articulación de tal fenómeno en la sociedad y su incidencia en las prácticas individuales, colectivas e institucionales. En este orden, para concretar conceptualizaciones claves como violencia, emoción, miedo político, memoria traumática, narrativa colombiana, el estudio exigió de una filiación disciplinar que consolidara las herramientas epistémicas y el proceso analítico. El desafío teórico se ancló entonces, no solo a la revisita de un sinnúmero de fuentes críticas de la novela de la violencia, sino también a reflexiones provenientes de los estudios culturales, la filosofía política, la historia de las emociones, la sociología, la psicología cognitiva, entre otros, que han enfocado lo afectivo como objeto de análisis. La indagación de las novelas está sujeta a una red conceptual ecléctica, en la que si bien hay nociones exclusivistas y muchas ideas pueden no ser afines, tampoco resultan totalmente incompatibles ni debatibles, se disponen entonces a modo de polos entre las cuales oscila necesariamente el análisis de los temas en cuestión.

Es necesario precisar, desde estas páginas iniciales, que si bien esta investigación propone el “miedo político” como categoría central de análisis, no ha partido de un andamiaje teórico preestablecido sobre esta emoción para entrar en las obras. Por el contrario, la indagación del miedo en las tramas ha sido dirigida por las novelas mismas, es decir, que las propuestas de escritura y sus modos novedosos de dar forma a una realidad afectiva signada por la violencia son las primeras en motivar los objetivos de este estudio. Las narraciones proponen unas modalidades estéticas específicas en las que el miedo toma forma, y es justamente ahí donde este trabajo se ubica. Si bien, la referencia del vasto entramado teórico ilumina el recorrido de esta investigación, son las ficciones con sus particularidades literarias las que dieron la primera luz a este estudio. Estamos ante un libro de crítica literaria.

LIBRO COMPLETO EN EL REPOSITORIO DE LA UNIVERSIDAD DEL TOLIMA: http://repository.ut.edu.co/handle/001/3225
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Imaginarios políticos del miedo en la narrativa colombiana reciente (libro)

Imaginarios políticos del miedo en la narrativa colombiana reciente

Orfa Kelita Vanegas

Editorial Universidad del Tolima, 2020. ISBN 978-958-5151-53-6

http://repository.ut.edu.co/bitstream/001/3225/2/Imaginarios%20pol%c3%adticos%20del%20miedo%20impresion.pdf

PRÓLOGO
ENTRE LA PARÁLISIS DEL MIEDO Y LA ESPERANZA

La preocupación teórica por las emociones data de mediados de la década de 1990 especialmente en el área de los estudios anglosajones, aunque el interés por ellas es de larga data. El llamado “giro afectivo” está basado en

propuestas epistemológicas tales como las teorías sobre la subjetividad, teorías del cuerpo, la teoría feminista, el psicoanálisis lacaniano vinculado con los estudios de la teoría política. Todo ello ha dado como resultado el resurgimiento de una economía de las emociones. Los nombres en danza para darnos una idea genealógica de las vertientes teóricas van de Baruch Spinoza a Gilles Deleuze y Félix Guattari. El movimiento desafió las oposiciones convencionales entre la emoción y la razón, el discurso y el afecto, poniendo de relieve la compleja relación entre poder, subjetividad y emoción de la teorización política. Como puede apreciarse estamos ante posturas teóricas interdisciplinarias, transdisciplinarias y de alcance extendido.

El “giro afectivo” en las ciencias sociales y humanidades se origina debido a diversas insatisfacciones epistemológicas. Entre las que podríamos nombrar proceden de los estudios de género, la excesiva mirada cientificista del cuerpo y la desatención de que se trata también de un constructo cultural, ya que el cuerpo no puede identificarse con el individuo. El cuerpo, de tal manera, es desplazado hacia otros campos de especialización. Las emociones propias del cuerpo y diferenciadas culturalmente fueron rechazadas por las ciencias sociales, y como consecuencia fueron relegadas hacia la psicología o la medicina. Surge entonces una pregunta de rigor: qué entidad accede a los vínculos sociales, ¿el cuerpo o el individuo? Recuerda Vanegas:

[…] entender lo emocional como “energía nomádica” o impulso que impacta los cuerpos de manera espontánea y que “sigue de largo”, niega la ilación de la persona afectada con su propio cuerpo, contexto y elemento racional; es decir, que el sujeto afectado pareciera sostenerse en la inexperiencia y la inconsciencia, pues si el afecto se entiende como acto automático –por exceso de conciencia– o como algo que no se experimenta conscientemente, así sea de manera mínima, tampoco se relaciona con la experiencia pasada.

El miedo acompaña a la existencia humana y ha encaminado la vida de hombres y mujeres frente a las amenazas y el desconocimiento. La emoción del miedo afecta sin dudas el cuerpo, pero tanto sus causas como sus efectos poseen además una dimensión sociocultural. El miedo suele desplazarse desde una respuesta psico-corporal hacia una cultura que da forma a las subjetividades en la esfera pública. América Latina en reiteradas ocasiones a lo largo de su historia ha sido escenario de culturas del miedo. Desde el plano estrictamente literario la novelística del dictador es un buen ejemplo de la manera como la ficción ha representado estados emocionales amenazantes procedentes del poder político despótico. Tanto la dimensión psíquica como social se conjugan en las estructuras narrativas de esa novelística.

El “giro afectivo” se impuso revisar los dualismos modernos: cuerpo y mente, razón y pasión, naturaleza y cultura. La persistencia de estos dualismos habría que buscarla, por un lado, en el ascenso del individualismo que caracteriza nuestra época y, por otro, en un retorno del positivismo y el racionalismo. En este contexto, las teorías de las emociones como herramienta metodológica en los estudios literarios latinoamericanos se encuentran en desarrollo, aunque parezca paradójico si tenemos en cuenta que la literatura es el campo más propicio para la expresión de las emociones, las pasiones o sentimientos. No importa aquí realizar una debida y necesaria distinción.

De aquí que sea de suma importancia la investigación de la narrativa colombiana reciente desde la perspectiva de una de las emociones de carácter social y político como el miedo. Vanegas ha reunido un corpus de novelas de calidad, premiadas y con proyección internacional para llevar a cabo sus objetivos. Se ocupa de las siguientes obras: Delirio y Hot Sur de Laura Restrepo; El ruido de las cosas al caer de Juan Gabriel Vásquez; Los derrotados y Tríptico de la Infamia de Pablo Montoya; Plegarias Nocturnas de Santiago Gamboa; El olvido que seremos de Héctor Abad Faciolince; y Los ejércitos de Evelio Rosero. Estas novelas comparten tramos temporales comunes (pertenecen a la primera parte del siglo XXI), tratan las violencias de las últimas décadas (las del narcotráfico, enfrentamientos entre diversos grupos armados), no eluden la política (abordan

la degeneración de la política), y las tramas ficcionales se despliegan desde alguno de estos núcleos. El estudio propone que estas propuestas ficcionales conectan la violencia con la emoción experimentada por la víctima. La atención en la víctima permite visualizar otras afecciones traumáticas como el dolor, la infelicidad, la inquietud, el desasosiego.

Los vínculos sociales, nos preguntábamos anteriormente, se establecen entre los cuerpos o los individuos, a la luz del “miedo político” podemos invertir los términos y pensar de qué manera impacta el miedo socialmente establecido tanto en el individuo como en los cuerpos. Vanegas ha introducido un significante crítico denominado “miedo político” socialmente establecido y de incidencia latente o manifiesta en los personajes de las novelas que estudia. Es uno de los aportes más significativos de su ensayo. En el corpus narrativo estudiado el lector accede a atmósferas asfixiantes gracias a la categoría de análisis del miedo. También la emoción del miedo permite percibir cambios en la naturaleza de los personajes: desde aquel con protagonismo público al personaje anónimo, quien padece los efectos de una conflictividad en la que de espectador inicial pasó a ser una víctima. El padecimiento en tales personajes es mayor en tanto no se le reconoce el estado sufriente. Vanegas abandonó el canónico camino de concebir la violencia productora de lo macabro a enfocarse en la escritura que da cuenta de los efectos desde una perspectiva emocional. En otras palabras, pasó de un abordaje de la novelística asentada en el enfoque sociohistórico al estudio del imaginario que se generó a partir de la violencia.

El miedo es una de las emociones más políticas conocidas, como quedó dicho, de ahí que lo emocional es el “lugar -escribe la autora- donde la novela logra llegar para descubrir una de las zonas más enigmáticas y ocultas de lo humano sometido a la crueldad atroz del poder.” El miedo desde la antigüedad ha sido una emoción impropia de los héroes y por lo tanto condenable. Era atribuido a las clases populares, que exentas de hidalguía, no contaban con esa barrera protectora contra el miedo. El miedo es el más antiguo recurso para el ejercicio del poder. Vanegas deja claramente establecido esta dimensión del miedo cuando afirma que una “antropología” del miedo demostraría que “en el plano político y cultural son especialmente importantes los efectos del imaginario colectivo en el desarrollo de los miedos, porque ese imaginario puede crearse, inflarse y manipularse, transmitirse y difundirse hasta convertirlo en pánico o en situaciones desenfrenadas de terror y horror absoluto.”

Desde el punto de vista de la crítica literaria estamos ante un trabajo innovador porque propone una categoría de análisis proveniente de la teoría de las emociones y abre de ese modo otros caminos de indagación de la narrativa colombiana y latinoamericana. Asimismo, la investigación lleva la impronta del compromiso con la sociedad a la que la autora pertenece. Parte de la literatura para recorrer las profundidades de la historia y la política, alumbrando aquellos espacios más oscuros. Finalmente, en el acto mismo de la elección de las novelas la autora se sitúa del lado de las víctimas con una empatía que le posibilita exhibir los sufrimientos de una sociedad hastiada del ejercicio de una historia circular.

Claudio Maíz

La pesadilla de la felicidad en La perra, de Pilar Quintana

La pesadilla de la felicidad en La perra, de Pilar Quintana[1]

Orfa Kelita Vanegas Vásquez

Universidad del Tolima, Colombia

okvanegasv@ut.edu.co

(Artículo publicado en Cuadernos del CILHA, Nº 33, Universidad Nacional de Cuyo, Argentina)

Resumen: Se propone la idea de (in)felicidad como principio estético que define los elementos compositivos de la novela La perra, de Pilar Quintana. Planteamos que a partir de la indagación de un yo entristecido a causa de una “promesa de felicidad” deshecha, la escritura da forma a una estética de la lejanía de lo deseado, que manifiesta en imágenes de la desolación expone lo más íntimo de los personajes y los sucesos. El tono de la narración produce una atmósfera densa: habitada por el alejamiento del deseo y la huida de lo bello. Los lugares, el tiempo, el tema, los giros del lenguaje se constituyen como epicentro simbólico de quien nada tiene, pero que arriesga todo en la búsqueda de aquello que lo extravíe del tormento de lo cotidiano. La estética del deseo frustrado significa la pérdida de la capacidad de producir un futuro y, a su vez, indaga el estado infeliz del sujeto alienado que no deja de soñar, así los sueños muden en horror o pesadilla.

Palabras clave: (in)felicidad, novela colombiana, maternidad, emociones políticas, Pilar Quintana.

Abstract: The idea of (un)happiness is proposed as the aesthetic principle that defines the compositional elements of the novel La perra, by Pilar Quintana. We propose that based upon the exploration of a saddened self because of an undone «promise of happiness», the writing style shapes an aesthetic of the remoteness of what is desired, which expressed through images of desolation, exposes the most intimate aspects of the characters and the events. The tone of the narration produces a dense atmosphere: inhabited by the remoteness of desire and the escape of beauty. The places, the time, the topic, the turns of language are constituted as the symbolic epicenter of who possesses nothing, but risks everything in pursuit of that something that will distance him from the dread of routine. The aesthetics of the frustrated desire means the loss of the ability to produce a future and, at the same time, it explores the unhappy state of the alienated subject who does not stop dreaming, although dreams turn into horror or nightmare.

Keywords: (un)happiness, Colombian novel, maternity, political emotions, Pilar Quintana.

Lo que habita la escritura

Cada mujer tiene sangre para cuatro o cinco hijos y cuando

no los tiene se le vuelve veneno, como me va a pasar a mí

(García Lorca: Yerma [1934])

La voz de Yerma en el epígrafe anterior señala el rumbo temático que este texto busca recorrer. Se percibe en el personaje de García Lorca no solo una advertencia frente al deseo frustrado de ser madre sino también un profundo martirio afectivo, que anticipa y determina el movimiento de la heroína a lo largo del drama. La sangre convertida en veneno es metáfora del estado de desdicha por la imposibilidad de la maternidad, por los hijos que nunca llegaron. Un estado de desdicha manifiesto en la tristeza, la envidia, la vergüenza, la ira y el miedo. Esta situación emocional femenina nos confronta, una vez más, en La Perra (2017), de Pilar Quintana[2]. La lectura de La perra ubica al lector en el yo íntimo de un personaje femenino que proyecta su felicidad en el rol de madre. Con virtuosismo literario la escritora colombiana reinventa a Yerma el personaje de García Lorca, en su novela Damaris es Yerma, una mujer con un cuerpo estéril, recorrido por el veneno.

Si bien no es objetivo de este estudio realizar una lectura comparativa entre el drama de García Lorca y la novela de Quintana, sí resulta necesario dilucidar la estrecha relación de algunos aspectos temáticos relevantes entre las dos obras. El rasgo emocional, en este orden, adquiere capital importancia porque es quizás el elemento que define con cuidadosa precisión el carácter de los personajes femeninos; tanto Yerma como Damaris logran hondura dramática a través de la conciencia de su propio estado de infelicidad. De esta manera, la novela en cuestión posibilita la indagación de los modos como la escritura relaciona el imaginario de felicidad con el deseo de ser madre. Nos interesa descubrir el sentido que consigue en la escritura el hijo como “promesa de felicidad” y las consecuencias nefastas del incumplimiento de tal promesa. La palabra de Quintana habita el mundo de la infelicidad y crea mundo a partir de esa infelicidad. En esta línea, se entiende que nuestro análisis entra en diálogo con los estudios interesados en la exploración de los afectos, especialmente, de las emociones públicas, es decir, del fenómeno emocional que interfiere no solo en los imaginarios y comportamientos socioculturales sino también en la forma como el sujeto actúa y se percibe en su papel individual y colectivo[3].

Antes de centrarnos en el tema eje de estudio es necesario advertir que el ángulo desde donde exploramos los afectos en la escritura literaria, se deriva de las diversas pesquisas que entienden lo emocional como fenómeno inseparable de la conciencia y la razón[4]. Lo emocional se coliga al marco moral, social, histórico, en el que se produce. Martha Nussbaum (2014) correlaciona los afectos con el recuerdo y la memoria. Toda emoción pasa por el tamiz de la tradición y la cultura para habituarse a los intereses individuales y de la comunidad en que se ha crecido. La respuesta emocional pública afecta la lógica del orden social y está mediada por la razón, es condición que fortalece o erosiona los lazos comunitarios y genera la ilusión de una identidad colectiva (164-165). Sara Ahmed (2015), de su parte, explica lo afectivo como fenómeno que solo adquiere sentido en función de la experiencia previa. Si bien hay cierto grado de inconsciencia en las emociones, estas en sí mismas están mediadas por vivencias anteriores que influyen en su reconocimiento. Como gesto racional, lo afectivo, en tanto concepto, relativiza su rasgo natural, preconsciente y biológico, a la vez que reconoce su ambigüedad expresiva, cultural y semántica. De esta manera, el estudio sobre el principio de (in)felicidad que define la estética de La perra entra en abierto diálogo con esta visión de las emociones. Como veremos, la idea de felicidad anclada a la promesa de ser madre no puede desprenderse del contexto social, político y cultural que la circunscribe.

El concepto felicidad es complejo, está sujeto a una larga historia de miradas y enfoques disciplinares así como a diversos momentos históricos y contextos sociales y culturales[5]. No resulta fácil proponer (y no es la idea) una definición única de la felicidad en este artículo. Sin embargo, se hace necesario trazar una perspectiva sobre tal emoción y la manera como toma sentido y consistencia en el imaginario colectivo. Ahmed (2019) inicia reconociendo la felicidad como “algo” que comienza en un lugar distinto del sujeto (61). No solamente entiende la felicidad como un estado emocional o forma de conciencia que evalúa una situación de vida alcanzada en el transcurso del tiempo sino, y sobre todo, como una emoción que se orienta hacia un “objeto” externo deseado, es decir, hacia algo que en principio no hace parte de nuestra “esfera cercana”. Por esta razón, la felicidad emana de la proximidad a los “objetos” que nos afectan de manera positiva. Ver en un “objeto” la razón de la felicidad es revestir de valor subjetivo dicho objeto, además de incorporarlo a nuestro mundo como algo que nos genera placer y, en derivación, percibirlo como un “objeto feliz”. Para la investigadora “la felicidad involucra las dimensiones del afecto (ser feliz es sentirse afectado por algo), la intencionalidad (ser feliz es ser feliz por algo) y la evaluación o el juicio (ser feliz por algo hace que ese algo sea bueno)” (61). Así entonces, la emoción de felicidad compromete siempre un gesto psíquico-corpóreo, deseamos la proximidad y experimentación de aquellas cosas que nos hacen sentir de la mejor manera posible, que despiertan en nosotros afectos de bienestar y hasta de esperanza. En diálogo con esta primera aproximación a la idea de felicidad se intenta descubrir los elementos estéticos que significan la (in)felicidad en la novela de Quintana. A lo largo del estudio se discuten varias categorías del tema desde otras fuentes y perspectivas.

La lejanía de la felicidad: El deseo de ser madre

Te diré, niño mío, que sí,

tronchada y rota soy para ti.

¡Cómo me duele esta cintura

donde tendrás primera cuna!

Cuándo, mi niño, vas a venir.

¡Cuando tu carne huela a jazmín!

(García Lorca: Yerma, [1934])

Un aspecto que no pasa inadvertido en La perra es la falta de compasión de la escritora para con su personaje protagonista. Quintana pareciera ir al núcleo más doloroso del mundo emocional de Damaris para luego regresar y contar lo que hay allí. En La perra lo primero que reconocemos en su heroína es la profunda consciencia que tiene de su propia vulnerabilidad y amargura. Es una mujer pobrísima, que vive en un pueblo costero desfavorecido, quizás en el Pacífico colombiano. Hija de madre soltera: su padre, un soldado de paso por el pueblo, nunca la reconoció; que crece al cuidado de los tíos porque la madre trabaja en Buenaventura y viaja de vez en cuando a visitarla. Queda huérfana cuando iba a cumplir quince años (la madre es asesinada por una bala perdida justo antes de la fiesta de quince[6], que había preparado junto a su hija). Cumple años un primero de enero (“una fecha horrible para un cumpleaños” [Quintana, 2017: 30]). A quién sus vecinos miran como “ave de mal agüero” porque se le señala como responsable del accidente de Nicolasito (el “niño blanco rico”, arrastrado por una ola en el acantilado). Muerte por la que recibió treinta y tres latigazos: los días que el mar demoró en devolver el cuerpo del niño. Este hecho la azota con la culpa y la necesidad de demostrar que es buena. No tiene amigas ni amigos, y la prima-hermana: Luzmila, quien es la persona más cercana a la protagonista, se comporta de manera intrigante y cruel. Damaris es una mujer negra, grande y gorda, a la que no le agrada su propio físico y que, además, tiene un cuerpo estéril, incapaz de gestar hijos. Pero, (y en esto tal vez la autora le da un lenitivo), Damaris se enamora y es amada. Rogelio, su compañero, es un hombre recio, pescador en marea tempestuosa, que si bien no se muestra amoroso con ella y en algunos momentos es insolente, tiene gestos de cariño, la apoya y acompaña en la búsqueda de solución a su estado de infertilidad.

Como se aprecia, los sucesos reclaman un enfoque desapasionado, una presentación directa y cruda de los hechos. Muchas veces se tiende a admitir que frente al dolor ajeno es mejor la discreción, incluso, evitar su divulgación, para no revictimizar a quien sufre. No es fácil exponer las causas del dolor injusto o de la inocencia del necesitado, pero la literatura lo intenta. Y por esto quizás se le juzgue de cruel; descubrir la desdicha y el sufrimiento rechaza el gesto compasivo. Paradójicamente, la literatura juega un doble papel emocional ante la miseria ajena, porque si bien se aleja del afecto compasivo señalando directamente el dolor, asimismo, por su capacidad empática intuye como grave el daño del otro y hace parte de su sufrimiento. Más aún, frente al dilema de mostrar el dolor ajeno el lenguaje artístico, por su riqueza plurisignificativa y capacidad afectiva, lleva el sufrimiento a otro plano, donde la compasión “crítica” se redefine como una emoción necesaria para entender a la persona que sufre, devolverle la identidad y recobrar su dimensión social activa. La compasión no debe prestarse de fundamento acrítico en la indicación de la infelicidad. La escritura de lo cruel ensancha el “nosotros” y afecta a quien se deja “tocar” por ella, haciéndolo partícipe del sufrimiento ajeno. Por esta razón, si Quintana, simuladamente, no se apiada de su personaje, el lector sí (acaso sea este efecto el que persigue el estilo escritural de La perra). A lo largo de las páginas nos conmovemos frente al infortunio de Damaris, reconocemos la gravedad de su sufrimiento, sabemos que ella no es la causa principal de su propio dolor y nos damos cuenta de que su situación “le puede pasar a cualquiera”, en particular a una mujer, por lo tanto, el sufrimiento narrado es una posibilidad real no solo para el personaje sino también para el lector o lectora[7].

La narración comienza in medias res, encontramos a Damaris hablando con doña Elodia sobre una perra negra envenenada, que recién había parido una camada de diez perritos, “tan pequeños que no habían abierto los ojos” (Quintana, 2017: 10). Desde esta primera escena el lector empieza a conocer a Damaris; a partir de unos diálogos directos entre los personajes y la intromisión de un narrador testigo, ajeno a los hechos, se nos va desvelando una mujer sencilla, un poco naïve (piensa que sus vecinos son incapaces de envenenar a los perros) y con un profundo deseo-necesidad de tener “algo” para cuidar o proteger. De esta manera, en las primeras páginas nos enteramos de la adopción de una perrita por parte de Damaris: doña Elodia se la regala. Aparece también el primer indicio que alerta al lector sobre la historia que comienza: “Como no tenía donde meter a la perra, se la puso contra el pecho. Le cabía en las manos, olía a leche y le hacía sentir unas ganas muy grandes de abrazarla fuerte y llorar” (11). Tal como se anunció en párrafos anteriores, Damaris es como Yerma, no puede tener hijos, y sufre terriblemente por ello. Cuando adopta la perrita ya tiene más de 40 años y ha perdido la esperanza de ser madre. De esta situación nos enteramos una vez avanzamos en la narración.

En la cita última despierta interés la fuerte respuesta afectiva del personaje al poner sobre su pecho al animal. El énfasis del narrador en la expresión emocional de Damaris deja al descubierto el placer intenso que le produce tener a la perra cerca y saberla suya. Es evidente que se proyecta sobre la perra un afecto maternal; como sostiene Leonardo-Loayza (2020), Damaris sustituye con la perra el hijo que nunca tuvo, asumiendo así una “maternidad protésica” (162). En efecto, en esa primera escena la perrita aviva en Damaris un estado emocional fronterizo con la felicidad anhelada de ser madre. No es gratuito que se diga que el animal olía a leche y se señale lo pequeña que es. Al inicio de la novela la perra se convierte en un “objeto feliz”, en algo, que como tratamos de indagar más adelante, condensa “la promesa de la felicidad” (Ahmed, 2019) al generar en la protagonista el ensueño de sentirse mamá.

La condición de tristeza y desolación que atraviesa la narración brota de la no aceptación de la protagonista de su estado de infertilidad. Recurre a todo tipo de remedios, tratamientos y “medicina alternativa” (bebedizos, rezos, limpias, etc.), que merman su ya precaria economía, sin lograr quedar embarazada. Su compañero Rogelio no solo paga tales procedimientos sino que hace parte de ellos, la acompaña siempre. Varios son los momentos en que la narración se detiene contando el esfuerzo de la pareja por lograr la gestación:

El jaibaná vio a Damaris durante largo tiempo […] El verdadero tratamiento consistía en una operación que le haría […] sin abrirla por ninguna parte, para limpiar los caminos que debía recorrer su huevo y el esperma de Rogelio y preparar el vientre que recibiría el bebé. Era muy costosa y tuvieron que ahorrar durante un año para poderla pagar […] Cuando estuvieron solos, el jaibaná le dio a beber un líquido oscuro y amargo y le dijo que se acostara en el suelo […] Damaris ni siquiera tuvo un atraso […] se sintió […] derrotada e inútil, una vergüenza como mujer, una piltrafa de la naturaleza (Quintana, 2017: 23-24).

Con casi cuarenta años Damaris acudió al jaibaná, fue el último intento por quedar embarazada. Después no ensayó más, se dijo que había llegado a la edad “en que las mujeres se secan, como le había oído decir una vez a su tío Eliécer […] aunque ella siempre lo estuvo” (Quintana, 2017: 25, 58). Incluso, no vuelve a tener sexo con Rogelio, lo rechaza. Esto deja en claro que los encuentros sexuales se reducían a la idea de la procreación; para Damaris el placer y el disfrute sensual de los cuerpos parecen no hacer parte de la relación de pareja. De cualquier modo, el reconocimiento de la pérdida frente a la naturaleza del cuerpo propio intensifica la tristeza del personaje, y con esto la cancelación de la esperanza de ser madre; durante dos décadas esta esperanza se fue conservando en cada tratamiento proyectado, pero una vez consciente de su edad la esperanza de los hijos, es decir “la promesa de la felicidad”, se quiebra totalmente, y con esto llega la desolación y el “dolor de alma”. Por otra parte, a medida que la historia avanza al lector lo acecha la pregunta sobre la real razón de Damaris por empeñarse en ser mamá. En la misma medida que sucede en Yerma, de García Lorca, vemos en el personaje una lucha constante consigo misma y una especie de obcecación al no consentir una vida sin hijos. Dice Yerma, resentida contra su esposo:

-Pero yo no soy tú. Los hombres tienen otra vida, los ganados, los árboles, las conversaciones; las mujeres no tenemos más que ésta de la cría y el cuidado de la cría.
JUAN.-Todo el mundo no es igual. ¿Por qué no te traes un hijo de tu hermano? Yo no me opongo.
YERMA.-No quiero cuidar hijos de otros. Me figuro que se me van a helar los brazos de tenerlos (García Lorca, [1934]: 17).

En los dos casos narrativos ambas mujeres son queridas y los cónyuges aceptan seguir en pareja (aunque, parecen no dimensionar la tragedia de la esposa). A la sazón, son ellas las que insisten contra toda posibilidad de sus vientres estériles en ser madres. El llamado de atención que hace Yerma sobre la ocupación de los hombres es indicativa del rol de género que cada quien debe jugar en la relación marital y por ende frente al medio social, este aspecto sumado a la “vergüenza como mujer” que expresa Damaris frente a su propia infertilidad, conlleva a entender que tanto la actitud de Yerma como la de Damaris frente al férreo deseo del embarazo, obedece más a la necesidad de cumplir la función social como mujer casada que a una “inclinación maternal”[8].

A la vergüenza de Damaris por no poder dar a luz un hijo se suma la culpa por “dejar morir” al niño de los Reyes. Se podría deducir, incluso, que el tormento de Damaris es sentirse inepta en reponer a Nicolasito, quizás con un hijo propio podría alivianar la culpa que la atraviesa y compensar de alguna manera lo sucedido. La culpa la afana a demostrar a sus vecinos que es una mujer buena y que debería cumplir siempre con su deber. Sin embargo, el deber fundamental se le niega, no logra formar una familia. Su “vergüenza como mujer” responde a este hecho; no ha sido capaz de mostrar a los demás su maternidad. Recuérdese aquí, que la vergüenza como concepto es el (auto)descubrimiento de una debilidad que infringe las características que la sociedad dominante valora como deseables. Esta emoción punzante se dirige al estado presente del yo y está estrechamente relacionada con un rasgo de la persona (Nussbaum, 2014: 434-455). La aflicción vergonzosa de Damaris se deriva, por tanto, de la exigencia de los otros, del mundo de afuera y sus normas sociales y culturales. Los silencios, las preguntas y opiniones incómodas de la familia y los vecinos empujan al personaje a la desesperación. Son casi veinte años de sentimiento de vergüenza, lo que lleva a la protagonista a menospreciarse y sentirse inferior a su prima Luzmila y demás mujeres del pueblo. En una crisis nerviosa, llorando, le confiesa a Rogelio: “de lo horrible que era que todo el mundo pudiera tener hijos y ella no, de las cuchilladas que sentía en el alma cada que veía una mujer preñada, un recién nacido o una pareja con un niño” (Quintana, 2017: 22). Ella cree no responder a la medida del ideal de mujer exigida por la cultura heteropatriarcal que la circunscribe[9]. Incluso, le resulta inconcebible, no lo piensa siquiera, que sea Rogelio el estéril.

Si Damaris no puede procrear entonces no podrá ser feliz. Esta coyuntura trágica define el presente y el futuro del personaje. La vergüenza y la tristeza calan con mayor potencia debido al contexto que las enmarca, sabemos que hombres y mujeres por estar inmersos desde la infancia en un grupo social que defiende y labra un conjunto de emociones públicas, no pueden escindir enteramente sus modos de ser ni sus hábitos de pensamiento de lo aprehendido colectivamente (Nussbaum, 2014: 15-25). De esta manera, para la protagonista de La perra el principio de felicidad que la determina es un principio ideológico inalcanzable, el cuerpo infecundo es incompatible con la felicidad, por lo tanto, el “valor moral” de ser madre actúa con Damaris de manera mezquina, la aplasta con todo su poder cultural. Ciertamente, la felicidad para la heroína no es el deseo de una vida pretérita perdida. La recordación del pasado vivido no es sino una cadena de sucesos trágicos, una vida alimentada por la desgracia: el abandono del padre, el asesinato de la madre, la caída en desgracia del tío que la crió, la muerte de Nicolasito, la pobreza, etc. en estas condiciones es esperable que la felicidad se proyecte en desear la vida de los otros; en envidiar, por ejemplo, a Nicolasito: “porque él vivía con sus papás, el señor Luís Alfredo, que le decía ‘Campeón, vamos a hacer un pulso’ y siempre lo dejaba ganar, y la señora Elvira, que sonreía cuando lo veía llegar y le pasaba la mano por el pelo para organizárselo” (Quintana, 2017: 99). O en querer tener varios hijos como su prima Luzmila. Empero, la felicidad le resulta esquiva, hasta cuando adopta a Chirli, la perrita que doña Elodia le regala.

Chirli es el nombre que Damaris hubiese puesto a su hija. El nombre de una reina de belleza (Quintana, 2017: 19). Llamar a la perra Chirli confirma, una vez más, la proyección amorosa materna del personaje hacia el animal. Líneas atrás decíamos que la perra se convierte en un “objeto feliz” y, en consecuencia, causante de felicidad[10], un “sellador de grietas” (Ahmed, 2019: 77). Si bien la escritura no expresa abiertamente “Damaris se sentía feliz”, es claro que el comportamiento que adopta el personaje para con la perra es el de una mujer afortunada, esto es, el de una mujer mamá. La felicidad está en acto. La primera impresión del cambio emocional de la protagonista la notamos cuando pone a la perra sobre su pecho, la proximidad sensorial con el animalito: su olor a leche y su fragilidad, fija residencia en el horizonte corporal de Damaris. El cuerpo es afectado de manera positiva en la cercanía a “ese algo” que promete bienestar, el contacto íntimo con las cosas deviene de la felicidad (Ahmed, 2019: 63-67). Damaris se revaloriza como mujer en los cuidados que brinda a la perra, incluso, su “cuerpo inútil” lo percibe ahora como “primera cuna” y lugar de refugio para su protegida: “Durante el día […] llevaba a la perra metida en el brasier, entre sus tetas blandas y generosas, para mantenerla calientita. Por las noches la dejaba en la caja de cartón […] con una botella de agua caliente y la camiseta que había usado ese día para que no extrañara su olor” (Quintana, 2017: 16). La satisfacción se produce en los cuidados que ofrece a Chirli. El personaje experimenta en toda su extensión la ilusión de la maternidad a través del tacto, la vista, el olfato, etc. La vivencia corporal del animal no solo le produce felicidad, sino que también define el propio horizonte corporal cuando la vida cotidiana en la pequeña cabaña se reorganiza en función de las necesidades de la perra; el mundo de Damaris empieza a girar en torno a Chirli, la necesita en su esfera familiar porque encuentra en ella un contento para su existencia.

Llama la atención que desde antes de llegar Chirli, la cabaña de Damaris estuviera habitada ya por varios perros: Danger, Mosco y Olivo, y que si bien han sido cuidados desde cachorros, no despierten en la protagonista afectos maternales. Esta situación deja ver la disposición emocional del personaje: en principio, por ser machos ella asocia a los perros con su marido, los ve como una responsabilidad y especie de compañía (casi compañeros) de Rogelio. De igual forma, cuando los perros fueron llegando Damaris no había perdido aún la esperanza de ser madre, por eso su indiferencia hacia ellos. De otra parte, siempre deseó una hija llamada Chirli. Por estas circunstancias, cuando aparece la perrita el personaje desborda sus afectos. Damaris tiene la sensación de que Chirli sale a su encuentro porque existe ya en su mundo íntimo una predisposición emocional. El objeto deseado no es neutral, recuerda Ahmed (2019), pues siempre está investido de valor positivo (80). Así entonces, cuando nos emocionamos por algo lo estamos evaluando, y el valor de este afecto se expresa en la forma como reaccionamos. Si lo que se experimenta es amor, placer o felicidad, deseamos que ese algo, motivo de mi emoción, siga siendo parte de mí. Adquirimos hábitos o cambiamos rutinas como respuesta al deseo de tener en nuestra “esfera personal” aquello que me hace feliz.

Sin perder de vista que la perra no tiene el estatus humano de un hijo, Damaris cuida al animal como si de un infante se tratase, a la rutina de reorganizar los compromisos domésticos y a los difíciles viajes hacia el pueblo (bajo la lluvia, nadando en marea alta) para comprar el alimento para Chirli, se suma la clasificación de los espacios en la cabaña: no “la obligó a vivir debajo de [las estacas de la casa] como a los otros perros. A la perra le dio un sitio en el quiosco, donde estaría protegida de la lluvia y los perros tenían prohibida la entrada” (Quintana, 2017: 41). Chirli así, no solo encarna el anhelo de ser madre sino también, la vida cotidiana deseada. La protagonista disfruta de cada nueva situación que le reclama el cuidado del animal. La percepción del “objeto feliz”, de esta manera, se amplía en todo su sentido hacia el placer de vivir, la felicidad no se reduce a la agradable sensación de tener a la perra, se amplía hacia el logro de la vida anhelada, da base, aún más, a un proyecto vital a largo plazo. Cuando la perra ya había cumplido los seis meses uno de los miedos que acecha a Damaris es que se muera, le angustia el hecho de que sea de las últimas de la misma camada. Sueña con verla crecer y que la acompañe por un buen tiempo.

El futuro fracturado

Yerma. – Marchita. Marchita, pero segura. Ahora sí que lo sé de cierto. Y sola.

[…] Voy a descansar sin despertarme sobresaltada, para ver si la sangre

me anuncia otra sangre nueva. Con el cuerpo seco para siempre.

¿Qué queréis saber? No os acerquéis, porque he matado a mi hijo,

¡yo misma he matado a mi hijo!

 (García Lorca, [1934]: Yerma)

Sugiere Ahmed (2019) que la felicidad no solo es aquello que se desea, sino lo que se obtiene a cambio de desear de manera apropiada. La relación entre Damaris y Chirli va demostrando que para ser feliz es necesario orientar los sentimientos en la dirección favorable. A pesar de los problemas que la perra ocasiona a medida que va creciendo, el afecto hacia ella sigue intacto. Damaris la excusa por las cosas dañadas, el desorden, las pillerías. Con todo y los inconvenientes el personaje sigue proyectando sobre la perra su deseo de cuidarla, de ser obedecida, de sentirse correspondida en sus afectos. Mas el carácter promisorio y de expectativa que incorpora el fenómeno de la felicidad puede hacer que las cosas se tornen decepcionantes. En efecto, en un momento de la narración la percepción de la mujer hacia su perra da un giro radical. Las emociones de Damaris cambian de rumbo. La voz narrativa en la novela nos alerta sobre esta situación: “Damaris siguió mimando a la perra hasta que se perdió en el monte” (Quintana, 2017: 49). A partir de este anuncio asistimos a una especie de deterioro progresivo y acelerado de los afectos positivos hacia Chirli. Cumpliendo con su instinto la perra empieza a irse de la cabaña y a perderse por varios días en la selva con los demás perros. La primera vez que esto sucede Damaris se hunde en una tristeza terrible, “su ausencia le dolía en el pecho como si fuera una piedra. La echaba de menos a todas horas” (Quintana, 2017: 60). Después de varias búsquedas infructuosas adentro del monte la mujer pierde la esperanza de que su perra esté viva, pero, el animal regresa treinta y tres días después. De nuevo, se juega acá con esta cifra aciaga: treinta y tres días aguantó los latigazos del tío, hasta que el mar devolvió el cuerpo de Nicolasito, y treinta y tres días de angustia pasaron hasta que la selva regresó a la perra.

Damaris la limpió, le desinfectó las heridas con alcohol y preparó un caldo de pescado, que le sirvió con una cabeza, lo que la dejó a ella sin comida. Después bajó al pueblo y le pidió a don Jaime, con vergüenza, pues ese mes no habían podido abonar nada a la deuda de lo que él les fiaba, que le prestara plata para comprar el Gusantrex, un ungüento que evitaría que le dieran gusanos […] El Gusantrex llegó en la última lancha, y los días que siguieron Damaris los dedicó a cubrirle las heridas a la perra con el ungüento, alimentarla con caldos y consentirla (Quintana, 2017: 65).

Ahora bien, si con en este primer regreso de Chirli la felicidad retorna a Damaris, no sucede lo mismo con las demás fugas. El animal se escapa de nuevo y Damaris se muestra más enojada que preocupada. En el segundo de los regresos la regaña, le dice “perra mala”, la enlaza y le aconseja que debe ser una perra obediente y no debería escaparse nunca más (69-70). No obstante, no hay nada más vulnerable que cuidar de alguien porque nos obliga, no solo a concentrar todas nuestras energías en algo que no somos nosotros, sino también a cuidarlo de todo aquello que está más allá o fuera de nuestro control (Ahmed, 2017: 373), incluso del control mismo de quien cuidamos; Chirli por condición natural huye una vez más de la atención de Damaris y se pierde por varias semanas. Es evidente que la protagonista no puede gobernar sobre el comportamiento instintivo de la perra y frente a ello se siente absolutamente desilusionada, no acepta la idea de que su Chirli no la obedezca y toma las acciones de esta como una afrenta. El “objeto de la felicidad” se va convirtiendo así en algo extraño que no extiende ya los buenos sentimientos de la mujer, las expectativas puestas en el animal empiezan a alejarse junto con sus constantes fugas y con esto la protagonista deja de sentir la felicidad como la promesa de la maternidad cumplida en el momento en que puso sobre su pecho a la perrita.

La primera desilusión de la protagonista frente a su “objeto de la felicidad” se recrudece hasta el límite del rechazo total cuando siente que la perra la traiciona en uno de sus puntos más vulnerables:

–Tan bella mi perra –dijo para que Rogelio la oyera–: ya se ajuició.

[…]

–Eso es solo porque está preñada –dijo [Rogelio]

Para Damaris fue como un golpe en el estómago: sintió que se quedaba sin aire. No pudo ni siquiera negarse a aceptarlo porque era evidente. La perra tenía las tetas infladas y la barriga redonda y dura (Quintana, 2017: 74).

La preñez de la perra estalla la fantasía de la maternidad lograda con la crianza. Con este golpe emocional no hay manera ya de sostener en el tiempo y reenviar hacia el futuro el deseo de ser madre. La perra no solo confronta a Damaris en su incapacidad de procrear sino que, además, la despoja de sus buenos sentimientos. Por ello se hunde en un estado de parálisis y desamparo:

[…] la cubrió la tristeza y todo –levantarse de la cama, preparar la comida, masticar los alimentos– le costaba un trabajo enorme. Sentía que la vida era como la caleta y que a ella le había tocado atravesarla caminando con los pies enterrados en el barro y el agua hasta la cintura, sola, completamente sola, en un cuerpo que no le daba hijos y solo servía para romper cosas […] la lluvia se derramaba sobre el mundo y la selva, amenazante, la rodeaba sin acompañarla, igual que su marido, que dormía en otro cuarto y no le preguntaba qué le pasaba, su prima, que venía nada más que para criticarla, su mamá, que se había ido para Buenaventura y luego se había muerto, o la perra, a la que había criado solo para que la abandonara (Quintana, 2017: 75).

El estado actual de la relación entre el personaje y el animal deja al descubierto lo efímero de la felicidad, además de constatarse que el bienestar que producen los objetos no reside dentro de ellos, depende de la impresión que causan sobre nosotros. El interés afectivo se ancla siempre a “algo” que se considera importante para el bienestar propio. Como bien precisan Lyons (1980) y Nussbaum (2008), las emociones, indefectiblemente, siempre son acerca de algo, es decir, tienen objeto. La identidad del miedo, por ejemplo, depende de algo, si este algo se elimina, la emoción de miedo desaparece o se transforma en otra cosa. De este modo, si el objeto nos provoca determinadas emociones, se deduce que ese objeto, ese algo, es de carácter intencional, esto es, que está subordinado al juicio o consideración de quien lo percibe. Toda relación con el objeto que motiva la emoción entraña un modo complejo e individual de percibir; está ligado a una manera íntima, subjetiva de ver e interpretar, este factor resulta incluso imprescindible para entender qué tipo de emociones nos están atravesando. De esta manera, con la huida de lo bello se da paso a la tortura de Damaris por tener que soportar la presencia y docilidad de la perra preñada: “’Andate’, le decía, ‘dejame’”. Mientras la perra subsanaba el “dolor de alma” era percibida como algo bueno, que generaba bienestar, mas una vez se siente que ya no cumple con lo anhelado produce irritación tenerla cerca y se le expulsa del horizonte corporal.

El trato humano que Damaris da a la perra, su cuasi humanización, tiende a diluir el sentido de su condición animal, la protagonista pareciera no percatarse de que la perra sigue los dictados de su especie y que, de cierta manera, viene “programada” en su función reproductiva. Así entonces, cuando Damaris verifica lo que “no quería ver” la decepción la lleva, más que a admitir el estado de gravidez del animal, a confrontar, por enésima vez, la desventura propia de saberse infértil. El personaje se compara con la perra y siente rabia, la envidia por su capacidad reproductiva. Incluso, la novela deja ver que frente a la lucha que Damaris establece contra su propia infertilidad ella se ubica al nivel de la perra, esto es, que en su razonamiento sobre la procreación toda mujer-hembra está “programada” para engendrar, entonces ella también debería estarlo. Damaris, rotundamente, no quiere una vida diferente a la de ser madre y se niega la libertad de construir otra forma de existencia. El animal nace programado por los preceptos de su especie, pero el ser humano puede elegir y elige qué hacer con su vida, por deseo propio se autoprograma y desespecializa (Savater citado por Camp, 2011: 250-253). “La praxis del hombre es autopoiética”, afirma Aristóteles. Es cierto que el mundo de Damaris ofrece pocas posibilidades de realización, pero más allá de esta situación insalvable, destaca abiertamente la obstinada búsqueda de la felicidad en algo que no puede ser. Ella renuncia a la reinvención de sí misma, incluso, a la posibilidad de seguir viviendo. Aquí podría hacerse otro paralelo con el infortunio de Yerma:

[…] Yo quiero tener a mi hijo en los brazos para dormir tranquila, y óyelo bien [a la Vieja concejera nº 1] y no te espantes de lo que digo: aunque yo supiera que mi hijo me iba a martirizar después y me iba a odiar y me iba a llevar de los cabellos por las calles, recibiría con gozo su nacimiento, porque es mucho mejor llorar por un hombre vivo que nos apuñala, que llorar por este fantasma sentado año tras año encima de mi corazón (García Lorca, [1934]: Acto III)

En la misma medida que los razonamientos de Damaris, el relato de García Lorca expresa la no querencia de su protagonista de cancelar su desdichado anhelo. La desgracia toma así el camino del deseo equivocado. Ambos personajes no admiten razones y reniegan contra la propia naturaleza; dejan que el tormento coincida con la evasión de sí mismas, ya sea a través de la locura en Yerma o en la búsqueda de la muerte en Damaris, como se verá luego. Ninguna de las dos se reconcilia consigo misma ni con los otros, mucho menos con su propia humanidad, por esta razón es preferible desaparecer, y con esto la posibilidad de la autopoiesis. La pesadilla de la felicidad para estas mujeres no es tanto la naturaleza estéril del cuerpo como sí la negación a desear de manera ventajosa.

Perdidos los buenos sentimientos hacia Chirli el estado de ánimo de Damaris es negativo. La ausencia de la llegada de la felicidad: de sentir un hijo en las entrañas como si se tuviera “un pájaro vivo apretado en la mano” (García Lorca, [1934]: 4) vuelve a punzar el alma de la protagonista. La rabia se dirige ahora contra el objeto que fracturó la promesa de hacerla feliz y, sin dejar de asombrar a Rogelio, la mujer regala a la perra con el afán de deshacerse de ella, de ponerla fuera del espacio familiar. Pero el animal insiste en volver, lo que acrecienta en la protagonista el disgusto, un profundo fastidio que también se dirige hacia la nueva dueña de Chirli. Insulta mentalmente a Ximena por no estar atenta de la perra y dejarla regresar a la cabaña: “‘vieja bruta’ […] ‘el vicio es el que te tiene así, ¿no te dije que la amarraras?” (Quintana, 2017: 88). El rechazo de la proximidad de la perra afecta de “mala manera” todo lo que tiene que ver con ella. Así como algo cercano al objeto feliz puede resultar feliz por asociación, la cosa rechazada igualmente puede generar desprecio por aquello que la rodea. El valor afectivo de una situación u objeto compromete instantáneamente a las personas y circunstancias que están detrás de dicho objeto, es decir, las condiciones de su aparición (Ahmed, 2019: 66-67).

De otro lado, si bien la protagonista se siente aliviada por alejar al animal, en el fondo de su corazón se remueve la tristeza. Torna con mayor insistencia la culpa por la muerte de Nicolasito: “’Maldita la ola que se lo llevó’ […] No, maldita ella que no lo detuvo, que no lo impidió, que se quedó ahí, sin hacer nada, sin ni siquiera gritar” (Quintana, 2017: 97). Ya no hay un “objeto feliz” que evada al personaje de su pasado y le ofrezca un futuro venturoso, los recuerdos por ello regresan lacerantes. Y estos se suman ahora a la frustración de la crianza de la perra. En un vaivén emocional Damaris poco a poco retoma sus quehaceres cotidianos, limpia la casa grande, lava y pone a secar las cortinas del cuarto de Nicolasito. La casa permanece deshabitada hace más de tres décadas. La novela insiste a lo largo de sus páginas en la presencia del niño en cada uno de los objetos que Damaris repara y mantiene limpios. El cuarto de Nicolasito con sus juguetes, la cama, la ropa y, especialmente, las cortinas con motivos de El libro de la selva conforman una especie de santuario de la reconciliación para la protagonista. La culpa se aliviana con el sostenimiento de la casa sin pedir por ello estipendio. Por esta razón, cuando en uno de sus porfiados regresos la perra destroza las cortinas del cuarto del niño, Damaris descarga contra ella toda su furia:

[…] enlazó a la perra por detrás […] Jaló la soga para que el nudo se apretara, pero en vez de detenerse […] siguió apretando y apretando, luchando con toda su fuerza mientras la perra se retorcía ante sus ojos, que parecían no registrar lo que veían, que lo único que registraron fueron las tetas hinchadas del animal.

“Estás preñada otra vez”, se dijo y siguió apretando con más ganas […] hasta mucho después de que la perra cayó extenuada, se hizo un ovillo y dejó de moverse (Quintana, 2017: 100-101).

La ira de la mujer se desprende de la laceración de sus afectos. Las cortinas destrozadas se vuelven epicentro de la hostilidad contra Chirli, el rechazo se reconcentra entonces contra ella hasta extinguirla. Las cortinas rotas giran en alegoría de lo poco que vale ante los otros, y especialmente ante Damaris misma, la redención de la culpa por la muerte de Nicolasito. El pasado que la demuele desde la niñez no logra superarse con las buenas intenciones de sostener la casa grande, habitada por el vacío y el silencio, desde el funesto accidente del pequeño. Asimismo, la brecha que se abre entre la promesa de felicidad confiada en la perra y su cumplimiento efectivo se resuelve en una desmoralización violenta, y a esto se suma con mayor contundencia el reconocimiento adverso de la preñez de la perra, por segunda vez, mientras que el vientre de Damaris sigue seco.

En el epígrafe que da inicio a este apartado, Yerma se lamenta de matar a su posible hijo en el acto propio de estrangular a Juan, su esposo. Esta situación puede leerse en paralelismo simbólico con el asesinato de la perra. Matar al esposo significa para Yerma la cancelación absoluta de la concepción del hijo, no solo por perder a su compañero sino también porque la consecuencia de todo el tormento es la locura y con ello la pérdida del yo. De su parte, la muerte de la perra revoca toda esperanza de maternidad proyectada en ella y, asimismo, arroja a Damaris a un estado de delirio; una vez la acorrala la conciencia del horror de su acto criminal la mujer huye despavorida hacia la selva devoradora, donde le espera una muerte inminente, que ella acepta como castigo y purgación (Quintana, 2017: 108)[11]. Estos finales trágicos confirman la abolición del futuro en los sueños frustrados. La locura y la muerte concentran el rechazo a la existencia sin hijos, son respuesta a la pérdida de la capacidad reproductiva y, por ende, síntoma de la imposibilidad de producir futuro. Mucho antes de ser deseados el mundo social ha conferido a los hijos el valor emocional de la felicidad, ellos guardan de antemano los afectos positivos y el deseo de trascendencia del ser humano; son producidos por la imaginación afectiva de quien los desea como una especie de regalo bienaventurado esperando en alguna parte.

Si los niños cargan con el peso de la fantasía de la felicidad de la vida familiar, la ausencia de ellos para quien los desea conlleva a la desilusión y la pérdida de la esperanza en el mañana. La cancelación del porvenir anclado a la memoria y el pasado se liga al cuerpo infecundo. Como seres finitos nos enfrentamos con angustia a la ausencia de futuro, por esta razón los hijos se convierten en una especie de dispositivo de la posteridad, el horizonte trazado hacia ellos genera la esperanza de sostenernos en el tiempo. Mas frente a esto, siguiendo a Ahmed (2019), podría decirse también que, más allá de pensarse la reproducción con el objetivo de postergar una generación, el ser humano tiende a resistir las luchas en el presente postergando la esperanza de felicidad en algún punto en el futuro, así entonces, cuando no hay hijos, lo que está en juego quizás sea la falta de algo o alguien por quien sufrir (367-369). Bajo esta idea, para Damaris la existencia sin hijos carece de sentido, pero no solamente porque “ningún hijo” represente sencillamente “ningún futuro”, sino porque no hay nadie que pueda compensarla, y en cuyo nombre postergar la esperanza y justificar el actual sufrimiento.

En orden a las reflexiones propuestas podemos concluir que, el arte literario de La perra consiste en la reelaboración de la realidad derivada del deseo frustrado. Con la invención de un personaje como Damaris la escritora concibe un mundo profundamente real, desde la reflexión sobria y desilusionada de las cosas. La perra como un regalo prometido, hábilmente se torna en el relato en un “objeto (in)feliz” a través del cual se percibe la ambivalencia de las emociones y el fracaso violento cuando el ser humano se siente desmoralizado. La maternidad irrealizable traza lo problemático de la idea de felicidad porque esta depende de “algo” ajeno a nuestro dominio, a nuestro cuerpo, e investido al mismo tiempo, de un valor moral y social positivo. La novela, en esta línea, se deja leer como una narración que cuestiona y pone en crisis la idea de felicidad anclada a los hijos como posibilidad máxima de realización de la mujer. Vemos que, si bien el fenómeno de la felicidad se deriva de desear de la manera correcta, que en el caso del personaje de Quintana se entiende como el anhelo de cumplir con el deber social de la mujer casada con la procreación de los hijos, este tipo de deseo puede girar en la experiencia perturbadora de la negación de la existencia propia cuando la naturaleza del cuerpo no está de nuestro lado. Con la promesa del hijo como hecho incumplido y, por esto, desencadenante de la tragedia, la narración exterioriza la angustia íntima de la mujer que no logra ser madre; se expone en toda su complejidad el fenómeno de la (in)felicidad como acto derivado del marco moral de la sociedad heteropatriarcal, que proyecta el bienestar familiar en la capacidad reproductiva. Una problemática ya indagada en el bellísimo drama de García Lorca, Yerma [1934].

La felicidad entendida como emoción pública y política es necesaria para comprender las formas como las sociedades toman representación y carácter a partir de preceptos afectivos, capaces de sostener o desgastar los vínculos comunitarios y generar, incluso, el efecto de una identidad compartida. Si bien los personajes son construidos como sujetos individuales inmersos en el tormento o alegría de sus propias emociones, la causa de su estar afectivo va estrechamente ligado al contexto que los circunscribe[12]. La felicidad, en tal dirección, se deriva de responder no solo a los deseos propios, personales, sino y, sin duda, a aquello que el mundo social ha determinado como beneficioso. Lo emocional es pensado entonces como respuesta psíquica, íntima y personal a la experiencia consigo mismo, con los otros y el contexto. De esta manera, si la propuesta de escritura de Quintana significa los afectos como un fenómeno que determina a sus personajes, necesariamente se constituyen con lo cognitivo y lo corporal. Toda experiencia emocional no solo se corporiza o expresa a través del cuerpo, sino que también obedece a procesos de carácter ético y cultural.

El estudio aquí presentado ha dialogado con la necesidad de entender la respuesta emocional como expresión espontánea y efecto subjetivo, derivado de un trasfondo social y cultural que enmarca al sujeto. Este enfoque abre otras rutas de acceso a la comprensión de las dinámicas del mundo contemporáneo; especialmente, permite problematizar las realidades derivadas de la manipulación de lo emocional colectivo. Seguimos la idea de Bartra (2012) sobre la importancia que toman los afectos para indagar lo real en su expresividad simbólica y vocabularios estéticos, dice el autor que el “estudio de las emociones se impone sobre el análisis de las razones. Las texturas sentimentales parecen más interesantes que los textos, los discursos y los archivos” (19-20). La visibilidad que viene tomando lo emocional se correlaciona con circunstancias socioculturales, procesos trasnacionales y locales enlazados a las dinámicas de la globalización. Los nuevos contextos a causa de la violencia extrema, el hiperconsumismo, la radicalización de lo abyecto, la sobreexposición de muertes atroces, entre otros, reclaman otros vocabularios que los signifiquen en la magnitud de su impacto en la cultura y la sociedad. El lenguaje de las emociones se presta entonces como ruta potencial para entender lo que nos atraviesa y avasalla en los ritmos sociales a los que pertenecemos.

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Vanegas V., Orfa Kelita. Imaginarios políticos del miedo en la narrativa colombiana reciente. Ibagué: Editorial Universidad del Tolima. (en prensa, 2020).


[1] Artículo derivado del proyecto de investigación “Tramas emocionales y sociedad percibida en la narrativa colombiana reciente”, inscrito al plan de trabajo del grupo de investigación “Estudios Interdisciplinarios en Literatura, Arte y Cultura” (EILAC), de la Universidad del Tolima, Colombia.

[2] Pilar Quintana (1972) es escritora colombiana. Ha publicado varias novelas y libros de cuentos, entre estos, Cosquillas en la lengua (2003), Conspiración iguana (2009), Coleccionistas de polvos raros (2010), Caperucita se come al lobo (2012). La perra (2017) fue ganadora del emblemático premio Biblioteca de Narrativa Colombiana, en su versión número IV.

[3] No nos interesa la felicidad personal o privada, aquella fruto de una alegría momentánea por un regalo o situación individual favorable, este afecto es elaboración de la psicología o vivencia individual, y poco impacta más allá del espacio personal. Nos enfocamos entonces en la felicidad como emoción pública y política, la que resulta de los discursos, actos, exigencias, normas, imaginarios y disposiciones socioculturales, y que tiene impacto y consecuencia en la esfera colectiva. La felicidad como emoción política se vuelve unidad de medida de la calidad de vida, del bienestar o frustración de una persona y/o sociedad.

[4] Los enfoques de reflexión sobre las emociones son múltiples y complejos, entre estos han predominado especialmente dos variantes; las comentamos de forma breve: la primera, entiende la emoción como impulso visceral escindida de la conciencia, aunque se manifiesta en el cuerpo. Habitualmente, se explica como especie de “energía nomádica” (Moraña, 2012), desterritorializada e impersonal (Massumi, 2000), que no reconoce fronteras ni se somete a normas (Ticineto Clough y Halley, 2007; Gregg y Seigworth, 2010). Gran parte de los estudios que dan forma al llamado “Giro afectivo” alimentan este enfoque. Sus posturas teóricas tienden a rechazar cualquier elemento cognitivo, racional o histórico en la caracterización de los afectos. Estos son producto de una fuerza instintiva, de una energía abstracta, que circula entre los cuerpos, los atraviesa y sigue su curso. La segunda variante, cuestiona el rasgo presentista y universalista que los teóricos anteriormente citados quieren dar a los afectos. Reconocen entonces el elemento histórico, moral y social que los circunscribe, además de un rasgo racional o consciente. Asimismo, los términos afecto y emoción son utilizados indistintamente, no se precisa diferencia conceptual entre estos (Rosenwein 2002, 2010; Ahmed, 2015; Boquet y Nagy, 2009, 2011; Nussbaum, 2008, 2014; Del Sarto, 2012; Peluffo, 2016).

[5] Para profundizar en el tema de la (in)felicidad, el ennui, la tristeza y emociones relacionadas, desde varios enfoques especializados, remitirse a: Nancy (2003), Bueno (2005), Peluffo (2005, 2016), Bauman (2009), Nussbaum (2008, 2012, 2014), Camp (2011), Russell (2016), Ahmed (2019), entre otros.

[6] La fiesta de quince años es un ritual social y religioso en Colombia (y en otros países latinoamericanos). Cuando la jovencita llega a esta edad la familia realiza una gran celebración como buen presagio para la vida adulta de la joven. Se acepta también que es la edad en que se le reconoce “en sociedad”, y es señal del paso de la pubertad a la vida adulta.

[7] Para la comprensión de la compasión nos hemos basado en el estudio de Nussbaum (2014).

[8] Nótese que Yerma es publicada en 1934, y representa parte de las costumbres de la sociedad española de ese momento. Es llamativo que en La perra haya la intención de reescribir Yerma (Quintana, 2018) y que en tal propósito se recree también, con su matiz particular, un imaginario en torno al rol social que se espera cumpla la mujer casada. Es asimismo característico, que sea la mujer misma quién más se aferra al deber moral de ser madre, para sentirse orgullosa y feliz.

[9] No es nuestro objetivo discutir sobre la mirada heteropatriarcal acerca del rol de la mujer en la sociedad. Pero, de manera abreviada, recordamos que, aún hoy, en diversas sociedades, se espera de ella la gestación de los hijos, el cuidado de estos, la dedicación al hogar y el respeto al esposo. Recae sobre sus espaldas el equilibrio de un hogar feliz.

[10] Para Ahmed (2019) los objetos no son tanto un “medio-de-felicidad”, sino, y especialmente, una “causa-de-felicidad”. El objeto que percibimos como feliz es resultado justamente del hecho de causarnos placer o bienestar por el hecho de tenerlo o lograrlo. Un aspecto que resulta mucho más potente que ver en el objeto “un medio”, muchas veces se hacen o se tienen determinadas cosas que nos acercan a la felicidad sin necesariamente causarla (72, 109).

[11] Valga acá la digresión, mas pensamos que la idea de la (in)felicidad podría esclarecer también el sentido que toma la representación de la naturaleza en La perra. Notoriamente, la selva se vuelve un personaje más en la novela, una entidad que ya no produce el efecto tranquilizador y de solaz que, por ejemplo, el Romántico vio en los paisajes agrestes, sino que genera miedo y conmoción. El lugar que envuelve a Damaris es amenazador, obra en la trama como una presencia siempre opresiva y retadora del diario vivir. Como lugar donde suceden los hechos, la selva, junto al mar tempestuoso o el cielo denso, no solo ambientan el devenir de Damaris, sino que a partir del hábil manejo de la “falacia patética” se convierten en espejo y reflejo de la emocionalidad del personaje. Ante esta relación entre naturaleza y emociones, interesante resulta recordar que la felicidad durante el Romanticismo toma el símbolo de la “flor azul” (Novalis). La “flor azul” significa una felicidad siempre latente y nunca alcanzable, y por esto mismo una promesa luminosa, una lejanía habitada por el deseo de lo bello (Han, 2019). De esta manera, cuando observamos el simbolismo aciago y violento que toma la naturaleza en la novela de Quintana, se torna inquietante que la “flor azul”, como esperanza de un más allá lleno de felicidad se extravíe entre el follaje espeso, verde, oscuro, de una selva que todo lo devora, hasta los sueños y esperanzas de quien se atreve a explorarla.

[12] Este tema lo hemos trabajado en varios estudios, Vanegas (2019a, 2019b, 2019c, 2020).

Imaginario emocional de la violencia en narrativas colombianas recientes

IMAGINARIO EMOCIONAL DE LA VIOLENCIA EN NARRATIVAS COLOMBIANAS RECIENTES

Orfa Kelita Vanegas Vásquez

Universidad del Tolima, Colombia

okvanegasv@ut.edu.co

(Artículo publicado en la Revista Chilena de Literatura, Nº 100, Universidad de Chile)

RESUMEN

 En un conjunto de novelas colombianas de reciente publicación, lo emocional surge con fuerza protagónica para significar la realidad intangible derivada de la violencia política. Los escritores que abordamos retoman preocupaciones recurrentes de la literatura colombiana (la guerra, la humillación, la derrota, etc.), para tratarlas desde el filtro de lo afectivo y presentar otra lógica de lo violento. Lo afectivo, como elemento literario, permite no solo la exploración estética del estado anímico del sujeto que ha vivido en contextos traumáticos, sino también una aproximación a la violencia que vaya más allá de la lógica de sus causas, victimarios y efectos materiales, aspectos que han tenido mayor visibilidad en los textos y discursos. Narrar desde lo afectivo la realidad caótica de un país, da cuenta de un imaginario emocional de la violencia y del impacto que ha surtido en la identidad social.

Palabras claves: Emociones políticas, novela colombiana, violencia, trauma, identidad social.

  1. EMOCIONALIDAD TEXTUAL Y VIOLENCIA

Lo emocional es una respuesta psíquica, íntima, tradicionalmente pensada como especie de “energía nomádica” que atraviesa los cuerpos y que está privada de razón[1]. Sin embargo, ya Baruch Spinoza en Ética demostrada según el orden geométrico (1677), se refiere a las emociones como “ideas confusas” que, dependiendo del marco moral y social en el que se producen, afectan al sujeto en diversos grados de intensidad y de variadas maneras. La respuesta afectiva, entendida como idea, se anuda al estar cultural de la persona. Hablar de emociones como lo hace Spinoza es relativizar su rasgo natural, preconsciente y biológico, y rescatar a la vez su ambigüedad cultural y semántica. Sara Ahmed explica lo emocional como fenómeno que solo toma sentido si se relaciona con la experiencia previa. El dolor íntimo a causa de una experiencia traumática, por caso, es indicativo de impresiones pasadas, así no se esté totalmente consciente de ello. Aunque puede existir cierto grado de inconsciencia en la experiencia de los afectos, estos en sí mismos están mediados por vivencias anteriores que influyen en su reconocimiento (55). Por su parte, Martha Nussbaum correlaciona la emoción con el recuerdo y la memoria. Los afectos pasan por el tamiz de la tradición y la cultura para habituarse a los intereses individuales y de la comunidad en la que se ha crecido. Toda respuesta emocional afecta la lógica del orden social y está mediada por la razón, es condición que fortalece o erosiona los lazos comunitarios y genera la ilusión de una identidad colectiva (379-382). Estas observaciones sobre la complejidad de lo emocional, servirán en este artículo como punto de partida para reflexionar sobre los modos como parte de la narrativa colombiana de reciente publicación, articula desde una vasta red de emociones la violencia sociopolítica, abriendo con ello nuevas rutas de comprensión de la realidad social del país.

En los últimos años numerosos estudios han ido revalorizando lo emocional como elemento notable para entender no solo lo inefable, sino también las estructuras sociales básicas que conforman la vida cotidiana del sujeto contemporáneo. Las texturas sentimentales se muestran más interesantes que los textos, los discursos y los archivos, para indagar la realidad en sus diversos vocabularios y simbolismos. El estudio de las emociones viene imponiéndose sobre el análisis de las razones (Bartra 20). Esta revitalización de lo emocional se ancla a situaciones socioculturales, procesos trasnacionales y locales, enlazados a las dinámicas de la globalización. Las relaciones de fuerza que dan orden al ámbito internacional contemporáneo, delimitan nuevos procesos de construcción de subjetividades e imaginarios colectivos. Circunstancias como la alteración de los modos de vida a causa del desplazamiento, la migración y el exilio, o el incremento de la violencia asociada al terrorismo internacional, el narcotráfico y la trata de personas “ponen sobre el tapete el factor del afecto como un nivel ineludible para el estudio de las formas con frecuencia inorgánicas y discontinuas a partir de las cuales se manifiesta y expresa lo social” (Moraña El lenguaje 314).

En Latinoamérica la escalada de la violencia, en sus múltiples expresiones, genera climas de miedo que envuelven al ciudadano en una sensación de constante amenaza, y motiva sentimientos de fracaso, apatía, resentimiento, entre otros. Esta realidad viene reclamando nuevos vocabularios que nombren lo intangible de su naturaleza, pues el lenguaje que tradicionalmente ha definido lo violento tiende a priorizar las causas concretas, el contexto histórico y sus directos responsables, dejando de lado el impacto afectivo de la víctima (Cavarero, Butler). Sobre esta situación, Sofsky tiene razón al advertir que el lenguaje enfocado en los agentes y el conflicto impide el acceso a la verdad de la violencia, es sordo y ciego para el suplicio de las víctimas (65). Entender lo que nos sucede hoy como sociedad necesita de la exploración de la respuesta psíquico-afectiva de quien sufre el impacto de la violencia. El gesto emocional apunta hacia los modos como se constituyen hoy los imaginarios sociales. De esta manera, parte de la novelística en Colombia, paulatinamente, viene representando los afectos como estrategia para indagar la identidad emocional de una sociedad signada por prácticas atroces de poder. La narrativa, al correr en relativo paralelismo con las dinámicas sociales, “sitúa la mirada de la violencia en un punto de permeabilidad constante entre los sucesos violentos y la forma como éstos van siendo entendidos y narrados” (Rueda 9).

Escribir sobre violencia política no es nada nuevo en la literatura colombiana. Las diversas manifestaciones de violencia, sus causas y efectos, han sido siempre fuente de inspiración para los escritores nacionales. Ubicada en la realidad caótica, la narrativa reinterpreta el pasado, da forma a otras verdades para explicar el presente y recuperar las memorias que han sido opacadas por el discurso oficial. Asimismo, ante la necesidad de indagar las múltiples facetas de la violencia, el campo literario permanece en continua exploración de recursos estéticos e invención de lenguajes. El devenir del país, en este sentido, es detonante poderoso del quehacer del escritor. El narrador de Los derrotados, alter ego del autor, frente a los procesos de lo literario en Colombia, deduce:

Las mejores obras de nuestra literatura, o al menos las más representativas, son el recuento de una hecatombe colectiva que sucede en las selvas, la saga sangrienta así haya resplandores mágicos de una familia de frustrados, el nihilismo de alguien que denuncia con irreverencia la sociedad criminal en que ha nacido […] Y si no es la violencia de lo que se debe escribir, sale al paso su consecuencia inevitable: la humillación, la vergüenza, la derrota (Montoya 145).

Los textos elegidos para este ensayo, nuevamente recurren a la violencia y sus variantes. Pero esta vez, la escritura se articula al lenguaje de las emociones para explorar de renovada manera las consecuencias íntimas de la violencia en el seno social. Desde la afectividad del personaje-sufriente la historia del trauma político adquiere otros sentidos. Se reconoce que a partir de la década de los sesenta del siglo pasado, la narrativa nacional empezó a representar los conflictos bélicos, tomando como eje las consecuencias anímicas que éstos dejan en la sociedad y el sujeto. De un primer momento, que se detuvo en significar la violencia contando los actos materiales más crudos, se pasó a la valorización de su huella psicosocial. Desde esa época, el reto de los escritores colombianos ha sido el de no sacrificar el valor estético en aras de figurar minuciosamente la crueldad con que se cometen los crímenes más atroces. García Márquez, fue uno de los primeros en señalar que “la novela no estaba en los muertos de tripas sacadas, sino en los vivos que debieron sudar hielo en su escondite” (12). Es decir, que la riqueza –estética, cultural, política– del drama literario se centra en la recreación del ambiente emocional, que se desprende del escenario del crimen.

No obstante, ese primer giro de la novela hacia la valorización literaria de los efectos íntimos, pese a que matizó la descripción de escenas dantescas, siguió enfocando con mayor luz las causas del conflicto y a sus directos responsables. Esto es, que la orientación narrativa seguía más interesada en develar la posición crítica –y muchas veces política– de los actores concretos de la violencia, que en visualizar el impacto intangible, el aspecto emocional de quien la sufre directamente, especialmente de aquellos que no participan de las contiendas, que, incluso, permanecen ajenos a inclinaciones ideológicas. La obra de García Márquez es representativa de este enfoque: El coronel no tiene quien le escriba y La mala hora, en concreto.

Suele aceptarse que los escritores más contemporáneos han fijado la atención en las prácticas estéticas de sus antecesores. No obstante, la representación de los efectos de la violencia se configuran ahora a partir de lo emocional traumático más íntimo: el dolor, la desdicha, el horror, entre otros. En novelas de reciente publicación, las emociones emergen con poder protagónico, significan lo puramente afectivo de quien es avasallado por la guerra o el hecho atroz. Los elementos ficcionales –tiempo, lugares, tema, personajes– adquieren densidad gracias a la intimidad perturbada de quien narra. Sin dejar de lado la alusión a elementos socio-históricos, que sugieren al lector las causas del conflicto, varios escritores vienen mostrando un marcado interés por nombrar la sensibilidad herida, por dar forma a la particularidad emocional del ciudadano común, que sin ser parte activa de la guerra y demás violencias, se ve arrasado por estas. Los escritores colombianos elegidos para este estudio, van al lugar de los afectos lesionados para luego regresar y contar lo que hay en ellos. Lo emocional es el lugar donde la novela logra llegar para descubrir una de las zonas más enigmáticas y ocultas de lo humano, en su condición individual y social.

  1. LA REALIDAD EMOCIONAL DE LA VIOLENCIA EN LA FICCIÓN

 Dentro del conjunto de textos que viene explorando el lenguaje de las emociones como espacio para situar otros ángulos de indagación de la violencia, prevalecen aquellos que problematizan el mundo del narcotráfico. La manifestación psíquico-afectiva de quien padece, directa o indirectamente, las prácticas criminales derivadas del negocio de la droga, toma especial simbolismo en narrativas publicadas en años recientes. Estas propuestas se caracterizan por trascender lo anecdótico y no dar ya centralidad a la descripción de actos atroces, ni al papel de sus figuras representativas: narcotraficantes y sicarios. Sobresalen, más bien, las consecuencias psíquicas y emocionales de ese flagelo. El miedo, la desesperanza y el resentimiento son agentes que movilizan la ficción. De hecho, elementos como el impacto cultural y la configuración territorial de la ciudad a raíz de la criminalidad del narcotráfico –que fue en su momento tema central de ficciones icónicas como La virgen de los sicarios y Rosario Tijeras– aparecen ahora como “telón de fondo” o se referencian de manera tangencial.

Delirio, de Laura Restrepo, es una de las primeras ficciones nacionales que indaga el elemento psíquico-afectivo derivado de la violencia del narcotráfico. La escritora inventa una zona de tensión entre personajes de diferente índole, simbólicos de la respuesta emocional de la sociedad colombiana al poder devastador del negocio de la droga. Por su representación explícita de la enfermedad psíquica, el delirio, la novela ha sido objeto de estudio no solo desde el eje histórico y sociológico, sino también en relación con conceptos del campo del psicoanálisis, lo fenoménico y lo axiológico. La propuesta de escritura de Restrepo reordena la red emocional de la sociedad de los años ochenta del siglo pasado, que fue la década en que el narcotráfico golpeó al país con mayor fuerza. El delirio se figura como “síntoma sensitivo que explica el desorden sensorial de la realidad” (Blanco 12). Desde la perspectiva de Jaramillo Morales, la narración de la autora colombiana es un recorrido de la elaboración del dolor íntimo, para remediar en algo el estado melancólico de la sociedad. La escritura, desde esta perspectiva, conduce al recobro de las “memorias sepultadas” (130), para dar forma a un pasado nefasto y conducir con ello a cierta redención.

La figuración del delirio como estado íntimo traumático derivado de la violencia, correlaciona a su vez una gama de emociones de rasgo político, es decir, de afectos que intervienen directamente en la conformación de la sociedad y condicionan los imaginarios culturales (Robin, Nussbaum, Ahmed). Bajo este ángulo, la historia de Midas McLister, narrador central de Delirio, toma importancia porque a través de sus andanzas se registran las emociones públicas derivadas de la confrontación social y económica entre ricos y pobres. Se recordará que tal personaje es el enlace entre los estratos sociales del país: de familia humilde pasa a posicionarse en la clase alta gracias al lavado del dinero del narcotráfico. Para Suárez, uno de los mayores aciertos de la novela de Restrepo es “la tensión que crea McLister y su función acusadora de la inversión de valores resultado del narcotráfico” (115). La narración se sirve de este protagonista para denunciar el anquilosado paradigma social de inclusión/exclusión que la economía del narcotráfico fue incapaz de solventar y de la cual, por el contrario, agudizó sus diferencias y fomentó una cultura de la apariencia y la ostentación. Dice la ensayista, que McLister le recrimina a Agustina, figura representativa de la burguesía, que la “diferencia infranqueable” entre su mundo y el de él es únicamente “la apariencia y el brillo externo”, le reprocha también que su familia lo trate como un “sultán” por su posición de nuevo rico, y le señala, además, la doble moral de sus parientes que han roto todas sus bien cuidadas convenciones para aceptar su lavado de dinero del narcotráfico (115).

Con Suárez estamos de acuerdo en el notable papel que McLister juega en la novela para retratar la doble moral de la sociedad colombiana frente al negocio de la droga, también consideramos acertadas sus reflexiones sobre la capacidad de la escritura de Restrepo, para escenificar los estragos causados por el narcotráfico en el tejido social, no obstante, somos de la opinión que Midas McLister no se ufana de su papel de “nuevo rico” y de su posicionamiento en la burguesía bogotana. En el presente de la narración el héroe con “el dolor [del] alma” acepta que se equivocó (Restrepo 136). Sabe que cometió el error de creer que el contraste entre ricos y pobres era solo “cuestión de empaque”, de “brillo externo” (182). Midas entiende que pese a su riqueza material, nunca fue parte del mundo de la familia de Agustina. Los ricos solo lo reconocen en la medida que facilita los negocios con Pablo Escobar, nunca ven en McLister a alguien de su rango y mucho menos a un amigo. Esta situación le genera al personaje gran desdicha. En una especie de autoconfesión expresa: “ante mi se arrodillan y me la maman porque si no fuera por mí estarían quebrados, con sus haciendas que no producen nada […] Pero eso no quiere decir que me vean. Me la maman pero no me ven” (Restrepo 137). La voz remarca en la profunda desazón íntima que produce saberse menospreciado por carecer de linaje y “verdadero” estatus social.

Con McLister, la escritura de Restrepo propone la formación emocional de un sujeto en un mundo donde el valor de la persona depende del abolengo y el dinero: “¿Alcanzas a entender el malestar de tripas y las debilidades de carácter que a un tipo como yo le impone no tener nada de eso, y saber que esa carencia suya no la olvidan nunca aquéllos, los de ropón almidonado por las monjas Carmelitas?” (Restrepo 137). Remarcar sobre la carencia produce una sensibilidad resentida, que acusa las formas discriminativas del engranaje social. La anulación del otro como persona a causa de su desfavorable origen, se suma a los actos de injusticia y cultiva sentimientos de rencor y frustración. A medida que el lector se va enterando de las estratagemas ilegales de McLister para trepar socialmente, asiste también al develamiento de las hondas disparidades en la calidad de vida de una sociedad fuertemente estratificada. El poder, el dinero y el prestigio social que en determinado momento Midas logra tener, paradójicamente, no hace sino recordarle su condición de desamparo y segregación.

Pese a que “conquista” una posición económica, el personaje sigue sintiéndose excluido, situación que le empuja a una estimación más baja de sí mismo y a sentir un profundo rencor. Por esta razón, cuando al final se queda solo y sin dinero, Midas McLister se siente víctima, pero no tanto de la persecución de los jeques de la droga y de sus propios equívocos, sino más bien de la clase privilegiada del país, que ennoblece a unos cuantos y fija límites más allá de los cuales siempre queda alguien en condición de excluido. La precisión y el tono irónico con el que el héroe cuenta su propia vida, exterioriza una sensibilidad abatida, que reconoce que ha perdido la jugada contra una sociedad esnobista y mentirosa. El desenmascaramiento del rostro falaz de la burguesía bogotana y de sus devaneos con el narcotráfico, se hace a través de la emocionalidad de McLister, del profundo resentimiento que le despiertan aquellos en los que confió y que luego le abandonaron. En este orden de argumentos, podemos decir, que lo afectivo se construye en la ficción como el intersticio en el cual los procesos de subjetivación, derivados del orden social y del impacto íntimo del narcotráfico, se revelan y logran tener representación.

Inequidad, desprecio y desdicha, son términos por los que también transitan los personajes de Plegarias Nocturnas. La novela de Santiago Gamboa representa el panorama de una sociedad sacudida por los revuelos políticos de la primera década del siglo XXI en Colombia. Manuel, joven filósofo, narra su pasado mientras está prisionero en una cárcel de Bangkok, esperando la pena máxima: acusado, sin serlo, de traficante de drogas. Sabemos que este personaje abandona el país con la idea de reunirse en Japón con su hermana, quien había migrado dos años atrás a causa de la amenaza de un grupo criminal asociado con instituciones del Estado. Empero, la otra razón por la que Manuel se va, es el repudio hacia la realidad opresiva que atravesaba tanto a su familia como a la sociedad en general:

éramos parte de algo oscuro, triste, que ninguno […] podría ya cambiar. El aroma de loción barata, el brillador de suelos, el perfume de gabardinas y chaquetas, no lo sé. El intenso olor de una familia humillada, que creía merecer una segunda oportunidad, sin jamás tenerla […] Siempre odié lo que define la vida en ese lugar: el arribismo, el afán de figurar, el odio, la tacañería congénita, la envidia […] ¡la época más horripilante! Un presidente mafioso, un ejército asesino y torturador, medio Congreso en la cárcel por complicidad con los paracos, más desplazados que en Liberia o Zaire, millones de hectáreas robadas a bala […] este país se sostiene a punta de masacres y fosas comunes (Gamboa 20, 65).

El momento histórico que Gamboa escenifica se corresponde con los dos periodos de gobierno de Álvaro Uribe Vélez, 2002-2006 y 2006-2010, años cruentos disfrazados de progreso económico y políticas de seguridad democrática. Desde la perspectiva del politólogo Miguel Herrera Zgaib, durante esa etapa presidencial, Colombia fue dirigida con una especie de fórmula de gobernabilidad legal (no) democrática, un régimen para-presidencial que se concretó en el proyecto regionalizado de la para-república bajo control de las autodefensas desmovilizadas con la “Ley de justicia y paz”, cuyos jefes, no sobra decir, fueron extraditados por narcotráfico. El investigador colombiano caracteriza este periodo como la “(de)generación democrática de Colombia” (253), en la que se validó la política de guerra en la opinión pública.

El modo como las circunstancias más crudas del país entran en Plegarias nocturnas y atraviesan la vida afectiva de los personajes, da consistencia a la realidad impalpable y crea un espacio epistémico para las emociones. El recurso literario consiste en ubicar a los héroes en situaciones históricas precisas, como el caso de los Falsos positivos[2], para narrar emocionalmente los acontecimientos (Gamboa 211). Este artilugio genera en el lector cierta ilusión de veracidad sobre lo que se cuenta, efecto que a su vez da mayor peso a la contestación de la situación social y política que la escritura persigue. El disgusto hacia el estado de cosas en el país, se traza en la novela como gesto emocional que simboliza la desilusión ante el futuro, y el quiebre de la esperanza de proyectos alternativos optimistas. La narración se diseña a modo de queja. Es una descarga de indignación contra un Sistema que frustra las aspiraciones e infunde en la población más joven una sensación de vacío de futuro.

La escritura de Gamboa representa la realidad del país a partir de una violencia no siempre visible y mediatizada. En entrevista con Albinson Linares el autor expresa su preferencia por dejar de lado los factores más conocidos de la violencia en Colombia –el tráfico de drogas, las guerrillas y los paramilitares–, para visibilizar con mayor fuerza los sucesos traumáticos individuales, que se derivan de esa otra “gran violencia” y, asimismo, socaban el equilibrio de la vida social y cotidiana[3]. De esta manera, Plegarias nocturnas, aun cuando relaciona en su trama los desafueros criminales de un Gobierno y sus vínculos con organizaciones ilegales, presta mayor atención a la realidad mustia que empaña la vida de los personajes, conduciéndolos al desamparo y el suicidio. La ubicación en la novela de dos espacios de violencia, uno nacional y otro familiar, aunque coligados entre sí, identifica lo emocional como elemento articulador de la vida social y el universo personal. Manuel, al referir situaciones concretas de confrontación con sus padres y hermana, transforma el conflicto con su entorno familiar y la lucha continua contra sí mismo, en experiencia anímica social. En este sentido, el espacio privado se construye en la escritura a modo de topos-afectivo, simbólico de los grandes estados anímicos de la contemporaneidad nacional e internacional. La narración del lugar personal trasciende en espacio potencialmente emocional para significar el síntoma de la crisis de porvenir y del sentimiento de intrascendencia, que se viene reproduciendo en diversas sociedades desde finales de los setenta, a raíz de la fractura de las utopías modernas y de la degeneración política. Un estado de cosas que tiende a agravarse en contextos tan caóticos como el colombiano y que impacta con mayor brutalidad, en el universo emocional del sujeto y la sociedad.

El malestar hacia una época nacional en la que la vida personal y social parecía invivible, es también motivo de escritura para Juan Gabriel Vásquez. El ruido de las cosas al caer es la exploración de los estragos íntimos causados por el narcotráfico en la sociedad colombiana. A diferencia de Restrepo, que enfoca el delirio como estado psico-afectivo para desenmascarar otras verdades de la realidad del país, Vásquez centra la atención en el miedo. Esta emoción es el elemento en torno al cual la narración rastrea el efecto anímico del narcoterrorismo en la esfera pública. La escritura da forma a la sensibilidad de la generación nacida en la década de los setenta y que vivió su juventud temprana durante los conmocionados años ochenta –periodo al que pertenece tanto el escritor como su narrador protagonista–.

Al inicio de la novela, de manera intempestiva, brota en Antonio Yammara el pasado como un espectro, lo acosan las bruscas invasiones de un episodio de su vida que creía cerrado, pero que resurge a causa de una imagen publicada en una revista. La evocación involuntaria se filtra en el presente del personaje obligándolo a desandar lo vivido, a fusionar el “orden afectivo” con el “orden intelectual” de la memoria, en el sentido que cada retazo de recuerdo, conservado u olvidado a capricho de la emoción íntima, toma forma y densidad cuando el narrador decide reconstruirlo con palabras[4]. En el registro de un pasado, que comprometió la vida social del país, el héroe de Vásquez rehace uno de los momentos más dolorosos de su juventud temprana, cuenta su lucha por salir del estado de horror y desamparo a causa de un atentado homicida dirigido a un amigo, pero en el que él también salió gravemente herido. A partir de este suceso ficcional, la escritura explora la emocionalidad traumática de la sociedad colombiana durante la década de los ochenta, años dominados por un clima de miedo a razón del narcoterrorismo. Este periodo se erige en la narrativa como espacio de confrontación entre la mirada externa de la violencia –los victimarios, las bombas, las estadísticas– y la percepción anímica –el dolor y la turbación–.

El texto cuenta una época en la que los más jóvenes se hicieron “temerosamente adulto[s] mientras a [su] alrededor la ciudad se hundía en el miedo y el ruido de los tiros y las bombas” (Vásquez 254). La inscripción literaria del miedo como elemento fundamental de la memoria compartida por una generación, lo desborda de las fronteras de lo íntimo, de la sensibilidad individual, para transformarlo en fenómeno afectivo social. Como bien deduce Gaitán, la obra del escritor colombiano presenta una “radiografía del miedo”, que hace lectura tanto de las causas del negocio de la droga como de “los desajustes emocionales que habrían de perdurar entre quienes alguna vez fueron víctimas o vieron vulnerada su ciudad” (1). El miedo de Yammara, en consecuencia, solo puede comprenderse en relación con las circunstancias sociales y políticas que cercaron el devenir de una generación. Este modo de contar lo violento, de dar forma estética a lo inefable, recalibra el valor literario de las propuestas de escritura que tematizan la violencia del narcotráfico más allá de la descripción de escenas macabras. No es la escenificación de la expresión visible de la violencia –sicarios, narcotraficantes, destrozos materiales, torturas–, es lo íntimo muy propio lo que toma protagonismo en el relato para significar el elemento psíquico-afectivo de una sociedad en un momento histórico determinado.

Vásquez remarca tanto en el impacto momentáneo del miedo, es decir, en la conmoción que se produce en el instante inmediato de la amenaza, como en las secuelas psíquicas que perduran a lo largo de la vida. Han transcurrido cerca de quince años cuando el narrador se decide a contar el pasado que lo marcó de manera tan aciaga. Pese a que muchas de las impresiones de esos años terribles parecían haberse ido al olvido, la narración, desde el presente ficcional, arroja nueva luz sobre lo ocurrido y descubre que el miedo sigue permeando la realidad actual de Yammara.

La intención nemotécnica del relato no hace otra cosa que evidenciar cómo el miedo no se circunscribe únicamente al momento de la amenaza, sino que extiende sus tentáculos hacia espacios y tiempos insospechados. El miedo, se sabe, sigue latente en la rutina cotidiana de sociedades que ahora viven en relativa calma después de atravesar años de guerra. Es una emoción que socava silenciosamente la intimidad del habitante de las grandes urbes (Rotker, Martín Barbero), que prescribe, incluso, por varias generaciones los imaginarios culturales o de representación de la realidad. Este continuum emocional adverso es el que, paulatinamente, empieza a tomar significación cardinal en la novelística colombiana reciente.

Así como la propuesta de escritura de Juan Gabriel Vásquez explora la emocionalidad de la persona que ha sido blanco de un acto atroz, y el modo como esta experiencia deriva en alegoría de una sensibilidad de época, Evelio Rosero también propone un texto que hace del impacto emocional inmediato de la violencia, el núcleo de su narración. La novela titulada significativamente Los ejércitos, refleja con virtuosismo literario la vivencia cotidiana del terror sin acudir a la explicación de sus referentes políticos –mas dejando latente en el relato que estos son la causa–. El personaje narrador, un viejo profesor jubilado, cuenta los golpes diarios de la guerra a los que se ven sometidos tanto él como sus vecinos. Ismael, protagonista central, experimenta con alucinado terror la devastación de su pueblo a manos de unos “ejércitos anónimos”. Estos ejércitos pueden ser del gobierno, de la guerrilla y de los paramilitares, pero la novela no hace distinción entre ellos porque “nada importan las diferencias entre los tres ejércitos para el anciano narrador y los habitantes de ese poblado, civiles víctimas de la impunidad, hundidos en el mayor de los desamparos” (Castellanos Moya 62-63). Para un sociólogo o especialista quizás sea evidente la confrontación por el poder, pero para un sujeto desamparado en medio del cruce armado resulta imposible e incluso intrascendente entender cómo funciona la dinámica militar que lo arrasa. Por esta razón, en la realidad ficcional los bandidos “son todos [Estado constitucional y Estado de facto] pues afectan del mismo modo al ciudadano, que no reconoce el conflicto como suyo sino en tanto lo padece” (Hoyos 285). Con Rosero, la escritura del miedo, que a momentos se transforma en estado de horror puro, simboliza la insensatez de la guerra en Colombia, la crisis de la razón y la negación de todo discurso que pretende darle una lógica a la historia del conflicto. El lector se ubica ante un paisaje trágico, que le presenta “la intrincada penetración de la guerra en los meandros de la vida ordinaria y su capacidad asombrosa de minar las fronteras del yo” (Moraña La escritura 195).

El tono íntimo y mesurado con el que el narrador cuenta su propio estado emocional, devela una sensibilidad que parece habituada a convivir con el terror. “Rosero configura el estado mental […] la manera como viven los colombianos la guerra” (Padilla Chasing 122). El miedo, en este sentido, es efecto no de una amenaza que surge de manera inesperada, sino de la suma de diversos momentos surcados por actos de violencia; es una especie de ambiente afectivo que se instala a lo largo del tiempo y el espacio. El testimonio personal de Ismael, “más que registrar datos de la realidad, cuenta la experiencia del horror” (Van Der Linde 189). Desde el comienzo de la narración nos enteramos que la percepción del pasado, el presente y el destino del pueblo y sus habitantes está regida por las circunstancias violentas.

La experiencia del miedo abre historias pasadas de asociación cuando el narrador revive conmociones traumáticas de su juventud. De hecho, la novela toma forma a partir de esta lógica asociativa. La historia entre Ismael y Otilia es resultado de tal procedimiento narrativo. Recuérdese que el narrador rememora que cuando ve por primera vez en la terminal de buses a quien será su mujer, un hombre es asesinado, justo en ese momento y lugar. La pareja de esposos es testigo, a lo largo de sus años de convivencia, de la intensificación de la guerra, y en el presente de la realidad ficcional son víctimas directas por la desaparición de Otilia. Con ella desaparece también el pueblo mismo y la existencia propiamente humana del narrador. “El deterioro físico y mental [y emocional] de Ismael progresa al ritmo de la violencia creciente” (Van Der Linde 181). Al final de la novela el narrador no es más que una presencia fantasmal tratando de conservar la memoria del país (Fonseca 163-174), que es justamente la memoria del dolor y el miedo. Lo emocional traumático derivado de la guerra, en consecuencia, deviene fenómeno articulado al recorrido existencial del héroe, es hilo que se teje a sus deseos y desesperanzas:

En la montaña de enfrente, a esta hora del amanecer, se ven como imperecederas las viviendas diseminadas, lejos una de otra, pero unidas en todo caso porque están y estarán siempre en la misma montaña, alta y azul. Hace años […] me imaginaba viviendo en una de ellas el resto de la vida. Nadie las habita, hoy, o son muy pocas las habitadas; no hace más de dos años había cerca de noventa familias, y con la presencia de la guerra […] solo permanecen unas dieciséis. Muchos murieron, los más debieron marcharse por fuerza: de aquí en adelante quién sabe cuántas familias irán a quedar, ¿quedaremos nosotros?, aparto mis ojos del paisaje porque por primera vez no lo soporto (Rosero 61).

La cita deja ver que la conmoción afectiva del personaje no puede entenderse sin relacionar su pasado personal, pero tampoco sin mencionar la historia de su propio pueblo. La angustia del narrador, no es solamente la recordación de proyectos particulares frustrados, es también la negociación con el tiempo histórico de la violencia política del país. Aunque narración de la experiencia individual de la violencia, el estado emocional de Ismael es también revelación de los afectos colectivos, del clima emocional de la sociedad. Rosero, en efecto, no da forma a emociones inocentes y casuales emanadas de la psiquis perturbada de un individuo, sino que ante todo personifica de modo notable, la sensibilidad de una sociedad socavada por décadas de violencia. La tentativa de la narración de dar voz a un estado emocional como el horror[5] –que es junto al dolor uno de los fenómenos que con mayor contundencia se cierra a la posibilidad del lenguaje (Sofsky 65)–, explora de modo sugestivo “las conexiones entre sentimiento y conocimiento, subjetividad, empiria y discurso, realidades materiales y simbólicas, historia y ética” (Moraña La escritura 193). En suma, la vindicación estética de lo afectivo, que no implica la cancelación del elemento racional, logra significar los diversos elementos del conflicto de manera más decisiva que si la novela estuviese atravesada por un discurso de país o manifiesto político.

La narrativa al involucrar las diversas maneras en que funciona la experiencia del miedo, ya sea en la cultura pública o en la vida cotidiana, se dispone como fuente de conocimiento que traduce los efectos derivados de la relación emocional de un colectivo. Tanto Rosero como Vásquez, con la representación del miedo ponen en juego una de las emociones más complejas y determinantes de los imaginarios de la sociedad nacional, y del mundo contemporáneo en general (Beasley-Murray, Robin, Nussbaum). La reconstrucción literaria de determinados momentos de la historia del país evidencia que el miedo ha sido originado y encausado por todo tipo de gobierno –oficial o de facto–, para controlar en su amplia gama existencial al colombiano, como individuo y ser social. La escritura, en este orden, se abre como posible camino para identificar cómo el miedo y sus variantes definen el funcionamiento social y el orden político.

Para cerrar este apartado, no sobra anotar que la narración emocional de la violencia comienza también a revisitar y reinterpretar la Historia nacional para contar desde la óptica del oprimido otra verdad. La propuesta de escritura de Miguel Torres es decisiva en este propósito. En El incendio de abril[6] el enfoque de la violencia política se hace desde el dolor, la angustia y la desesperación de los capitalinos ante las circunstancias históricas que el país imponía. Los sucesos ficcionales giran en torno al miedo y la consternación de personas comunes que huyen del lugar del atentado y de quienes no encuentran a sus seres queridos: desaparecidos durante la reyerta. El asesinato del caudillo aparece solo como escenario de fondo. No prima la idea de reubicar la memoria de Gaitán y valorizarlo como actor destacado de la historia política del país, es la presencia afectiva derivada de ese momento caótico lo que palpita en la palabra. Lo afectivo, en este orden, abre otros horizontes hacia la comprensión de las dinámicas sociales y la historia. Los nuevos contextos surgidos de la violencia extrema, la sobreexposición del dolor, el desencanto político, entre otros, desbordan los lenguajes que hasta el momento se habían construido para significar la realidad. El fuerte valor de las emociones y su rol ineludible en la formación de los imaginarios culturales contemporáneos, se propone como ruta posible para discernir los nuevos contextos. De esta manera, la narrativa colombiana empieza a reconocer y problematizar los discursos y la praxis de la violencia, paulatinamente, incorpora el componente afectivo para fundar un nuevo lenguaje que descifre y visibilice la vida cotidiana en escenarios de guerra, el universo íntimo derivado de esa realidad y su potencial simbólico de la historia nefasta de una nación.

  1. NARRACIÓN DE LO ÍNTIMO Y FORMAS DE LO COLECTIVO

 El lenguaje emocional de la narrativa en cuestión expresa un pensamiento y sensibilidad social contemporánea, que recién comienza a sacar a la luz la otra cara de la guerra. Después de más de seis décadas de conflicto armado en Colombia, que ha dejado miles de civiles muertos y desaparecidos, es tan solo en las últimas décadas que inicia en el país una progresiva valorización de la palabra de quienes lo han sufrido directamente: desplazados, hijos huérfanos, viudas, ex-secuestrados, mujeres víctimas de violación, entre otros. Estas voces, poco a poco han empezado a visibilizar la realidad oculta de la violencia, sus relatos dan forma a la invisible geografía de sentimientos y emociones que surcan a las comunidades más golpeadas por la arremetida de los diversos actores armados.

La consolidación del género testimonial en Colombia, a finales de los ochenta y durante la década de los noventa, es uno de los pasos más decisivos en la reelaboración del pasado –por cercano que sea– a partir de la memoria emocional del sujeto afectado. Idóneo para indagar en temas referentes al conflicto bélico y recurrente en la narrativa de los años noventa, lo testimonial anunció cambios importantes en la concepción de la literatura (Jaramillo, Osorio y Robledo 44). Precisa Rueda, que si bien en Colombia ya se habían publicado testimonios sobre la Violencia[7], estos aparecieron como fundamento de estudios sociológicos o históricos para mostrar las causas generales del conflicto o como ejemplo de sucesos atroces. Es a partir de mediados de la década de los ochenta, que se inicia la publicación de la narrativa testimonial en el formato que prevalece actualmente, y con el objetivo de visibilizar el trauma social desde una voz personal (126-155). Es decir, que se nombraba la violencia para reconocerla como suceso histórico pero no primaba el objetivo de dar visibilidad a la víctima, cuestión que derivaba en la negación de los afectos y del sujeto en sí mismo.

Dos casos de publicaciones testimoniales, con buena recepción por parte de la crítica, son Los años del tropel: relatos de la violencia, de Alfredo Molano y Las mujeres en la guerra, de Patricia Lara. El propósito de Molano fue el de contribuir a la creación de un archivo histórico alterno, que recogiera las experiencias aún indocumentadas de gente que sufrió la Violencia de mediados de siglo XX; mientas que para Lara primó el dar voz a mujeres que sufrieron la violencia sociopolítica: viudas y madres de personas asesinadas, víctimas de secuestro o desplazamiento, excombatientes de la insurgencia armada, entre otras. La construcción de estos relatos, en primera persona, se ofrecen como umbral en el cual el dolor, el rencor, el miedo, y acaso la esperanza, coexisten y perseveran en la búsqueda de su camino hacia el reconocimiento y la representación.

Dentro del género testimonial también aparecen textos que cuentan la experiencia del secuestro, por ejemplo, Cautiva, de Clara Rojas y No hay silencio que no termine, de Ingrid Betancourt. Todos estos testimonios tienen un carácter colectivizante, pues aunque surgen de la necesidad de narrar lo vivido, de llevar a la palabra una experiencia personal, son eco a su vez de muchas voces que se identifican con tal experiencia. La narrativa testimonial en la cual las memorias, la ficción, la entrevista y otros materiales se entrelazan, capturan una verdad –individual y colectiva– que de otra manera sería inaprehensible (Giraldo y Gómez 18-23). De esta manera, la vida emocional derivada de situaciones de violencia toma forma; lo afectivo social se hace palpable en los relatos personales del trauma. Como recuerda Moraña en La escritura del Límite, retomando a Taussing, es en esta clase de textos, en los que aflora lo íntimo, más que en la Historia de la violencia y el miedo, donde puede captarse “la cualidad persistentemente irreal de la realidad” (187).

Una situación más que deseamos resaltar, porque resulta igualmente decisiva en el proceso que ha llevado la narrativa en la recuperación de la memoria emocional de la violencia, es el empoderamiento que se le ha dado a los investigadores del Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH). En la última década, el propósito de esta institución de indagar el impacto social de las secuelas afectivas de la guerra, ha dado prioridad al relato de quienes vienen sufriendo en la propia piel la situación de violencia del país. A partir de las voces de las víctimas, lo “persistentemente irreal” de la violencia va tomando representación y sentido. Este proceso ha ido consolidándose en una serie de informes que, además de situar espacial y temporalmente cada acontecimiento de guerra, narran las vicisitudes, las impresiones y reflexiones de cada entrevistado[8]; particularizan a la víctima devolviéndole su papel social, su capacidad de voz y resistencia. Se testimonia la voluntad de muchos para superar el trauma. Los informes construidos desde la verdad subjetiva, traza una memoria contundente y veraz sobre la historia social y política del país. Publicados a partir de 2008, las voces de las víctimas comienzan a dar forma a lo “fantasmagórico” de la lucha armada. La subjetividad de sus relatos es lenguaje válido para significar una realidad todavía indocumentada de la historia nacional.

Por otra parte, entendemos que las formas como actualmente la realidad caótica del país va siendo entendida y narrada, es además respuesta al colapso de los discursos tradicionales que asocian la guerra y las prácticas de violencia con la construcción de nación. Las lógicas habituales que se usaban hasta hace pocas décadas para entender la praxis de la violencia, han perdido credibilidad y validez (Pécaut, Mbembe). En Colombia, parte del origen de esa problemática puede situarse en la creciente vinculación del Estado en prácticas clandestinas e ilícitas, y en el cambio de estrategias de combate presentadas por los cuadros guerrilleros. Hechos como el secuestro, la extorsión, el tráfico de droga y el asesinato deliberado de civiles, erosionan los principios éticos e institucionales que deben distinguir a todo tipo de gobierno. El impacto social de estas circunstancias, en efecto, se vislumbra en el conjunto de emociones que como espacio epistémico se configuran en la narrativa reciente con el objeto de descifrar el estado de cosas de un país.

Antes de cerrar este texto, queremos hacer un breve comentario sobre la fase actual de parte de la crítica literaria en Colombia. La narrativa de la violencia ha sido estudiada principalmente desde el marco de las ciencias sociales y del discurso histórico, haciéndose especial énfasis en las causas políticas y sociales de la guerra y sus efectos. Si bien se reflexiona sobre las consecuencias psicosociales de tantas décadas de conflicto son los elementos activos que lo desencadenan: los victimarios y la historia de la nación, los que concentran la atención. La metáfora del Poder ha jugado el rol central al momento de relacionar las propuestas de escritura de los autores colombianos con el contexto de referencia[9]. Este enfoque sigue abriendo valiosos panoramas de comprensión de la sociedad nacional y motiva cuestionamientos para la exégesis de las novelas; sin embargo, consideramos que la novelística que viene descifrando los contextos de violencia a partir de lo emocional traumático reclama nuevos ángulos de interpretación. El miedo, el rencor y el sufrimiento íntimo son la contracara de la metáfora del poder, necesitan, por tanto, de una mirada crítica que los reconozca como lenguaje que articula y da representación a las realidades no siempre perceptibles de la vida social en el país.

En relación con el argumento anterior, vale citar aquí algunos estudios recientes que, aunque no se vinculan de manera directa con lo emocional, proponen otras rutas explicativas del simbolismo estético de la escritura que incorpora los conflictos nacionales. Estos estudios no siguen los enfoques tradicionalmente utilizados por la crítica literaria en Colombia. Por ejemplo, Jaramillo Morales en su libro Nación y melancolía: narrativas de la violencia en Colombia (1995-2005), relaciona novela y cine con conceptos del psicoanálisis. Esta investigación explora los modos como lo estético simboliza la sensibilidad melancólica, un estado psíquico-afectivo que, según la académica, definió el comportamiento social de la Colombia de finales del siglo XX. Por su parte, Rueda en La violencia y sus huellas. Una mirada desde la narrativa colombiana, propone una exégesis diferente de los estragos del conflicto armado a partir del elemento ético. La investigadora pone en el centro de la discusión “la ética del lector” para revisitar corpus narrativos de inicios de siglo XX y de textos testimoniales recientes. El debate gira en torno a conceptos como ética y violencia, términos que por su recurrencia misma se han cristalizado en su sentido y se citan en diversas reflexiones de manera impensada. Residuos de la violencia. Producción cultural colombiana, 1990-2010, de Fanta Castro, asocia la literatura con la pintura, la escultura y el cine, para explorar la dinámica simbólica de lo marginal-corpóreo en los contextos de violencia contemporánea y los procesos de subjetivación derivados de tal situación. Este tipo de trabajos son bienvenidos, ya que contribuyen, desde perspectivas, metodologías y disciplinas particulares, a una cuestión tan estimulante como es la estética de la violencia en las letras colombianas. Son pesquisas que trazan nuevas coordenadas de análisis, abren un renovado espacio de indagación, y confrontan paradigmas no solo de rasgo metodológico sino también de carácter conceptual[10].

Para concluir, el enfoque socio-histórico de los estudios literarios en Colombia ha dado forma a un entramado crítico valiosísimo, productor de múltiples lecturas en torno a la tensión entre los procesos literarios nacionales y las dinámicas de la historia social y política. Sin embargo, se reconoce que ese transcurso analítico así como ha propuesto una serie de caminos significativos para ahondar en los diversos sentidos que propone lo literario, paradójicamente, también ha nublado la posibilidad de líneas de indagación desde otras ópticas. El estado actual de la crítica literaria en Colombia deja ver que hasta hace muy poco los estudios que no se alineaban a la mirada canónica quedaban al margen o pasaban inadvertidos (Suárez, Rueda). La indagación de la violencia en relación con fundamentos conceptuales del campo fenoménico, del psicoanálisis o de las diversas líneas de profundización sobre los afectos y las emociones, que proponen, por ejemplo, los estudios culturales, la crítica de género, la historia, la filosofía o la psicología, son relativamente pocos en el campo académico-literario en Colombia, en comparación a los de enfoque socio-histórico. Ante este paisaje, y las nuevas lecturas que la narrativa viene haciendo de la realidad social, es necesario abrir otras rutas de exploración que vindiquen lo emocional como vía de acceso a lo real, lo simbólico y lo imaginario de las dinámicas sociales del país.

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[1] Una de las líneas de reflexión más relevantes en torno a las emociones y el llamado “Giro afectivo”, nombra como afecto toda respuesta sentimental del ser humano a estímulos del mundo real. Esta mirada rechaza cualquier elemento cognitivo, racional o cultural en esa respuesta; la manifestación emocional, o afectiva, es producto de una fuerza instintiva, de una energía abstracta que circula entre los cuerpos, los atraviesa y sigue su curso. Una mera intensificación del cuerpo. Se ignora, en este enfoque, el carácter sobredeterminado de los procesos corporales. Para profundizar en el tema remitirse a Parables for the Virtual: Movement, Affect, Sensation (2000), de Brian Massumi; “El afecto y la poshegemonía” (2008), de Beasley-Murray, y El lenguaje de las emociones. Afecto y cultura en América Latina, de Mabel Moraña e Ignacio M. Sánchez Prado (2012).

[2] Ejecuciones extrajudiciales cometidas por unidades militares de las Fuerzas Armadas de Colombia. Las víctimas eran asesinadas por soldados para obtener ganancias personales, pues el Gobierno reconocía económica y simbólicamente a los comandos que más guerrilleros dieran “de baja”.

[3] Recuérdese, por ejemplo, que Perder es cuestión de método (1997) se articula en torno a la investigación del asesinato de un hombre anónimo. Situación “aislada” que lleva al protagonista por diversas rutas de indagación que van revelando las violencias más visibles, aquellas generadas del contrabando, el crimen y la corrupción política. Por su parte, El síndrome de Ulises (2005), concentra la atención en la lucha por la supervivencia de los exiliados pobres en París. Nuevamente, la trama se ancla a situaciones traumáticas particulares para reflejar a su vez situaciones de índole social y político: los indocumentados, la pobreza y los inmigrantes desamparados en las grandes urbes del “Primer mundo”.

[4] En un estudio anterior de El ruido de las cosas al caer analizamos la incorporación estética de la fotografía en la trama narrativa. La novela se sirve de la imagen visual como recurso narrativo y motivo afectivo, para proyectar una nueva mirada del pasado reciente del país. La imagen en la novela establece un “acto de ver desobediente” que cuestiona la regulación visual y memorativa de los entes de poder –legales y de facto– sobre los modos violentos como se ha construido el país y los imaginarios de nación e identidad.

[5] Son varios los estudios que tratan de descifrar la imposibilidad de la instancia narrativa de Los ejércitos, pues si se tiene en cuenta la realidad ficcional que persigue y aplasta al personaje que cuenta, desde una lógica no ficcional y punto de vista narratológico, es imposible que se pueda articular un discurso con la lucidez expresiva como la que se desarrolla a lo largo de toda la narración (Moraña La escritura). Para entender esa imposibilidad del agente narrativo que Rosero inventa, Buiting actualiza la idea del “narrador imposible” de Agambem. La autora sostiene que la imposibilidad de la narración y la inhumanidad experimentada y confrontada por el personaje narrador de Los ejércitos, están inextricablemente relacionadas, por tanto, las técnicas narrativas utilizadas por el autor colombiano se fusionan de manera estratégica, se logra la verosimilitud en la conjugación de los elementos ficcionales.

[6] Esta es la segunda novela de la Trilogía el 9 de abril, que narra el Bogotazo: la barbarie desencadenada horas después del asesinato de Jorge Eliecer Gaitán, el 9 de abril de 1948. Las otras dos obras son El crimen del siglo (2006) y La invención del pasado (2016).

[7] Recuérdese aquí que la Violencia, con mayúscula, señala el periodo de entre mediados de la década de 1940 y comienzos de la de 1960, cuando desemboca la brutal confrontación entre miembros de los partidos políticos liberal y conservador. Según Sánchez Gómez, fue una guerra entre las clases dominantes y en cuanto tal una versión tardía de las guerras civiles decimonónicas; pero también fue una guerra entre las clases dominantes y el movimiento popular. Cabe destacar también, que el recrudecimiento de esta Violencia se desató a causa del asesinato del líder político popular Jorge Eliécer Gaitán el 9 de abril de 1948.

[8] Los informes del CNMH contienen relatos precisos de muchos ciudadanos colombianos que han sufrido los vejámenes más horrorosos a manos de los combatientes –Estado, guerrilla, narcos, paramilitares–. Se pueden consultar en el sitio web del CNMH: http://www.centrodememoriahistorica.gov.co/informes

[9] El propósito de este ensayo se deslinda de la discusión específica en torno a la tradición de los estudios críticos en Colombia. Para profundizar en este aspecto, recomendamos las pesquisas de Jaime Alejandro Rodríguez Ruíz publicadas en su blog Novela Colombiana. Siglo XX. Novela reciente; asimismo, el monográfico Literatura colombiana entre milenios, de la Revista Literatura: teoría, historia, crítica (2012), de la Universidad Nacional de Colombia; también resulta valioso el libro producto de investigación: Hallazgos en la literatura colombiana. Balance y proyección de una década de investigaciones (2011), de Juan Alberto Blanco, Cristo Rafael Figueroa, Luz Mary Giraldo, Blanca Inés Gómez y Jaime Alejandro Rodríguez. Los libros de Oscar Osorio igualmente son referente clave en este tema: El narcotráfico en la novela colombiana (2014) y La virgen de los sicarios y la novela del sicario en Colombia (2014). Y el ya citado libro Literatura y cultura: narrativa colombiana del siglo XX (2000), de las compiladoras de Jaramillo, Osorio y Robledo.

[10] Los estudios literarios desde la perspectiva de género y queer han aportado una valiosa teoría de los afectos para confrontar el racionalismo heteronormativo y analizar la construcción de masculinidades y femineidades. Hibridez y alteridades, volumen III del estudio Literatura y cultura: narrativa colombiana del siglo XX, (2000). Editado por María Mercedes Jaramillo, Betty Osorio y Ángela Inés Robledo, es una fuente importante sobre este enfoque de análisis.

La ciudad literaria: entre el registro oficial y la experiencia individual

La ciudad literaria: entre el registro oficial y la experiencia individual

Orfa Kelita Vanegas Vásquez

Universidad del Tolima, Colombia

okvanegasv@ut.edu.co

(Artículo publicado en la Revista Visitas al Patio, Nº 13, Universidad de Cartagena)

 Resumen

En un conjunto de narrativas colombianas de reciente publicación, este estudio explora la ciudad literaria a partir de la percepción subjetiva de quien la vive y la nombra. La escritura establece coordenadas espaciales y reubica plazas, calles, monumentos y edificios gubernativos en correlación con el universo anímico de quien los transita y habita. Los lugares urbanos solo existen a través de la conciencia que de ellos tiene quien narra, un gesto decisivo porque ubica el espacio ficcional como elemento vivo, intrínseco a la existencia del personaje, parte del yo narrado, de la vida íntima y la memoria personal. La búsqueda de razones para explicar el inconformismo anímico con el presente va unida al seguimiento de los lugares perdidos. La ciudad y su cambiante nomenclatura es un “estado de ánimo”, que resignifica el pasado de la nación y confronta los paradigmas modernistas de lo urbano, como estancia de orden, seguridad y progreso.

Este estudio deriva de un proyecto de investigación más amplio, que considera lo emocional traumático: el miedo, la desesperanza, el resentimiento, etc., como fuerza protagónica de los elementos ficcionales en una serie de narrativas colombianas de reciente publicación. En esta ocasión, se intenta demostrar que las imágenes simbólicas del pasado nacional van circunscritas a la memoria afectiva que los personajes tienen de la ciudad transitada. Los lugares recordados se establecen en la escritura como núcleos no solo de una historia oficial sino, y especialmente, de una historia individual. La ciudad literaria es, por tanto, resultado de la captación anímica, se levanta del entramado de simbologías, relatos e imágenes que conforman el lado no material del espacio urbano. En la vivencia espiritual y material de la urbe los personajes exteriorizan la realidad intangible, que aqueja al sujeto contemporáneo en ciudades asediadas por la violencia desmesurada.

 Cartografías urbanas de la incertidumbre

El “sentimiento de inseguridad” es quizás uno de los fenómenos que define con cercana exactitud la existencia del sujeto contemporáneo. Para Guglielmo Ferrero (2013), la relación entre dirigentes y ciudadanos está constreñida por el recelo y la desconfianza, situación que produce una sensación de inseguridad y afecta hasta los espacios más íntimos. El temor al poder político vuelve recelosos a hombres y mujeres ante las medidas que el gobernante propone, y, a su vez, el gobernante, al someter a su normativa al pueblo, teme siempre a que este proceda contra él (p. 40). Esta situación, en efecto, no se reduce a la relación de poder entre gobernantes y gobernados, sino que también determina el trato entre los gobernados, es decir, entre los mismos ciudadanos y los espacios que habitan. Si el sentimiento de inseguridad surge de fuerzas enfrentadas, los espacios urbanos, con sus diferentes frentes de poder, son, igualmente, fuente fecunda de emociones de angustia y zozobra. Toda comunidad resguarda en su seno el miedo a un enemigo, que puede materializarse en la figura del sicario, por ejemplo, o en fenómenos como el narcotráfico, la delincuencia, la drogadicción. Las sociedades contemporáneas sienten la amenaza continua de un adversario que toma forma en el orden caprichoso y jerárquico de los sujetos que se desplazan por el espacio urbano. Sentimos pender sobre nuestras cabezas la espada del destrozo. En la ciudad moderna se sufre, según Delumeau (2002), del “Complejo de Damocles”.

Las ciudades no son solo fenómenos físicos, formas de ocupar el territorio o tipos de aglomeración, son, también, espacios donde los fenómenos de expresión entran en contacto con la racionalización y lo emocional con el objeto de sistematizar la vida social (Canclini, 1998). Las prácticas del espacio trazan las condiciones determinantes de la vida comunitaria; el territorio urbano adquiere volumen en la medida en que se va colmando de las experiencias de vida de quien lo habita (Heffes, 2013). De esta manera, la interpelación de lo íntimo a partir de la caracterización de determinados lugares, y viceversa, abre otra posibilidad de indagar los complejos mecanismos que diseñan el arco de tensiones entre ciudad practicada, ciudad memorada y ciudad del discurso oficial.

Se reconoce que la ciudad en la literatura se ha identificado por ser el territorio donde se va tramando la progresiva identificación de los personajes con los sitios que habitan, donde se van localizando los referentes propios y ajenos que fundan el espacio personal (Aínsa, 2006, pp. 166-169). La narrativa es sitio privilegiado para imaginar la ciudad vivida, asimismo, para resemantizarla como lenguaje que traduce los cambios de imaginario de lo urbano y su relación con los ritmos económicos y políticos contemporáneos. Desde finales de la década del setenta, los autores colombianos ofrecen deslindes y rupturas de los modos tradicionales como la generación anterior –García Márquez y novelistas incluidos en el “boom” narrativo–, representó lo citadino en la ficción. La inclinación a lo rural y lo regionalista dio lugar a nuevas formas de expresión literaria de los espacios urbanos (Giraldo, 2011). La proliferación actual de la “literatura urbana”, considera Locane (2016), responde a la lucha por el “derecho a la ciudad”, que, en términos de Lefebvre (1968), es el poder colectivo de dar forma al espacio urbano de acuerdo con necesidades e intereses específicos y diversos. En concordancia, en las últimas décadas, la urbe en la ficción no cumple una función secundaria, de mero escenario, sino que ella misma es figura central de las operaciones de escritura.

Es necesario aclarar desde estas primeras líneas, que las narrativas que abordamos más adelante no son parte de lo que la crítica colombiana ha denominado “literatura urbana” (Pineda Botero, 1990, 1995; Jaramillo, Giraldo, 2001; Mejía Correa, 2010; Valencia, 2010; Figueroa, 2010), es decir, textos que disponen de recursos específicos para dar a la ciudad el papel protagónico, reflexionar sobre ella y reconstruirla. Las narraciones de este artículo, si bien ubican los espacios urbanos como elemento irreductible del relato, no son específicamente urbanas ni “literatura de ciudad”. Los lugares citadinos que analizamos toman significación en función del devenir y la memoria de los narradores. La experiencia del espacio urbano proyecta un retrato polivalente de la ciudad como sitio donde anida el recuerdo traumático y se posiciona una voz crítica, que debate los modos de acción y participación de la sociedad y las fuerzas gubernativas en la construcción de ideales políticos, de identidad, nación e historia.

La visión de mundo y texto, y la idiosincrasia de estilo de los escritores nacionales, según Giraldo (2011), dejan ver que la ciudad ha sido un “verdadero caleidoscopio, un mosaico de territorios y de perspectivas: externos, internos, culturales sociológicos, políticos, históricos” (p. 108). Si esto es así, las consecuencias de la violencia sociopolítica van ligadas a la construcción y ampliación de las ciudades colombianas. Por ejemplo, el desplazamiento y la migración son factores decisivos en la modificación de los espacios urbanos. El paso de provinciana a cosmopolita de la ciudad colombiana, podría leerse en las maneras como la literatura representa los fenómenos migratorios.

Cuando se habla de ciudades recreadas, formuladas o narradas, se encuentran referencias y connotaciones diversificadas: no todos las habitan de la misma manera, ya que no son espacios construidos y poblados, sino cuerpos complejos con diversas posibilidades de experiencia o de vivencia. Cada ciudad es un cuerpo que va más allá de los límites geográficos y demográficos (Giraldo, 2011, p. 110).

Las narrativas en cuestión, coinciden en significar el paisaje urbano como un “cuerpo”, que se constituye no desde el afuera sino desde un adentro subjetivo, desde la naturaleza íntima de los protagonistas. La dimensión ontológica de lo citadino integra la dimensión topológica, como parte de una comunicación y tránsito naturales del exterior al interior y viceversa (Aínsa, 2006, p. 172). Las calles, plazas, edificios, emergen del estado emocional de quien cuenta. Por lo tanto, la “ciudad textual” se constituye en relación con la faceta afectiva del personaje que la narra, es producto del miedo y del sentimiento de desolación.

Si bien las letras colombianas han recreado diversas ciudades del país –Cali, Medellín, Cartagena, Pasto, La Guajira–, Bogotá, como ciudad capital, predomina en el paisaje narrativo. El carácter disímil con que los autores la identifican o definen es indicativo de la complejidad de su realidad. Glosando la idea de Italo Calvino (1985), Bogotá, en la escritura, sería una de esas ciudades diversas que se suceden sobre el mismo suelo y bajo el mismo nombre (p. 18). A tenor de la vertiginosidad como ocurre la vida de la nación, las metáforas de Bogotá “han sido inquietantes y extremas en los últimos años, pues se dan simultáneamente el afán de reconstruirla en determinados momentos históricos, y la afirmación de un inmediato presente caótico, apocalíptico, tenebroso o desencantado” (Giraldo, 2011, p.118).

Para Martín-Barbero (2009), Bogotá es un “laberinto del miedo”; la mutación abrupta de su territorio despierta en el transeúnte recelo e incertidumbre. Esta ciudad se impone con un “orden temerario”, que socava silenciosamente la intimidad del habitante y hace temer de los lugares recorridos cotidianamente. El devenir capitalino se construye con la incertidumbre que produce el otro, con la desconfianza hacia el que pasa a nuestro lado, en la calle. Proyectar a Bogotá como “laberinto del miedo”, consideramos, “espacializa” los afectos, da territorio al cúmulo de emociones asociadas a la sensación de inseguridad y desconfianza. Los espacios urbanos coligados a lo emocional constituye un simbolismo de las emociones, las hace menos ubicuas y abstractas.

La Bogotá de la década de los ochenta y los noventa es motivo de escritura en El ruido de las cosas al caer (2011), de Juan Gabriel Vásquez. La realidad lacerante de una ciudad asediada por el narcoterrorismo se va urdiendo en la tensión entre el acontecer cotidiano del protagonista y los sitios que transita. Recuérdese que la novela de Vásquez narra el estado de miedo y desamparo del narrador, Antonio Yammara, a causa de un tiro recibido en un atentado homicida dirigido a otra persona. La evocación de este suceso, catorce años después, es lo que desencadena los hechos y posibilita un espacio para la representación de la Bogotá de los noventa. Una “ciudad gris”, con un “cielo gris” (Vásquez, 2011, p. 107), que se instala en el relato como recuerdo lacerante del terror desatado contra la población:

Por esos días mi ciudad comenzaba a desprenderse de los años más violentos de su historia reciente. No hablo de la violencia de cuchilladas baratas y tiros perdidos, de cuentas que se saldan entre traficantes de poca monta, sino la que trasciende los pequeños resentimientos y las pequeñas venganzas de la gente pequeña, la violencia cuyos actores son colectivos y se escriben con mayúscula: el Estado, el Cartel, el Ejército, el Frente. Los bogotanos nos habíamos acostumbrado a ella, en parte porque sus imágenes nos llegaban con portentosa regularidad desde los noticieros y los periódicos; ese día, las imágenes del más reciente atentado habían empezado a entrar, en forma de boletín de última hora, por la pantalla del televisor […] vimos, encima de las fechas de su nacimiento y de su muerte todavía fresca, la cara en blanco y negro de la víctima. Era el político conservador Álvaro Gómez […] Nadie preguntó porque lo habrían matado, ni quién, porque esas preguntas habían dejado de tener sentido en mi ciudad, o se hacían de manera retórica, sin esperar respuesta, como única manera de reaccionar ante la nueva cachetada (Vásquez, 2011, p. 18).

En esta escena, la ciudad es “un estado de ánimo” (Bolaños, 1996), que representa la sugestión que Bogotá, como verdad y como motivo, ejerce sobre el tiempo del protagonista. Las palabras del narrador son indicativas no solo de hechos reales, sino, y especialmente, del clima emocional que envuelve a la capital colombiana durante los años en que el narcotráfico mostró su cara más tenebrosa. La escritura recurre a la ubicación del narrador en un momento histórico preciso para relatar la vida de una ciudad más allá de sus edificios y calles. La escenificación de los asesinatos dirigidos por los cabecillas de los carteles de la droga, se abre como pasaje para ingresar a la Bogotá de las últimas dos décadas del siglo XX, y desentrañar la relación de esta con sus habitantes. El drama humano de la sociedad colombiana, particularmente situada en la Bogotá de los noventa, se pone en escena a través de la escritura del territorio citadino: este adquiere un carácter vivo, cambiante, de acuerdo al momento histórico que lo circunscribe y la sensibilidad del personaje que lo transita.

Para Jeftanovic (2007), la ciudad literaria es el despliegue y gravitación de todas las instancias espaciales en el texto, cuya articulación construye una estructura y un nudo semántico que habla, al mismo tiempo que los personajes, de una historia, y enuncia un discurso donde se muestra un estado de circunstancias (p. 82). Bajo este ángulo, Bogotá en El ruido es vista entonces como un proceso en sí misma, que se construye incesantemente de los recorridos y experiencias personales de quien la ocupa y la narra. Los personajes sometidos a la violencia desatada en las calles quedan “atrapados en la espiral de la infamia que se hunde en el corazón de la urbe que habitan” (Aínsa, 2006, p. 161). Optar por la focalización íntima de lo cotidiano, para trazar imágenes de la vida urbana y tematizar el fenómeno del narcotráfico enfrentado a las fuerzas del sistema, ubica a Vásquez en el grupo de escritores que resitúan la relación narrativa/ciudad como red simbólica de los acontecimientos atroces de la historia reciente del país.

El periodo nacional que El ruido escenifica se acepta como uno de los más problemáticos y decisivos en la reconfiguración de los imaginarios de nación, identidad y cultura. Numerosos estudios sobre el impacto del narcotráfico en la sociedad colombiana, reconocen que a partir de los años ochenta este fenómeno modificó considerablemente los imaginarios en torno a lo social, la estética[2], lo económico, lo político, etc. Las maneras simbólicas del narcotráfico, precisa Rincón (2013), se tomaron la sociedad latinoamericana, “habitamos en culturas en que los modos de pensar, actuar, soñar, significar y comunicar adoptan la forma narco” (p. 2). La “narcocultura” es quizás el punto clave “de integración regional en cuanto negocio, estética, ética, experiencia de ascenso social” (p. 1).

El reconocimiento en la novela de Vásquez del miedo, la angustia o la indolencia de los bogotanos ante la magnitud del terrorismo del narcotráfico es indicativa de la imposibilidad del escritor latinoamericano de escapar de la relación tormentosa que la ciudad le propone. Los primeros registros de la relación del novelista latinoamericano con la ciudad –trazada por el orden colonizador– se hizo por los caminos del dolor y el desarraigo nativo, coincidiendo con el modernismo. Esto da a entender que, desde las representaciones iniciales de la ciudad moderna, el narrador latinoamericano difícilmente apuesta al mito civilizador de integración y consolidación del espacio urbano. Las narrativas que abordamos en este ensayo, proyectan, una vez más, tal perspectiva fatalista. “Nada parece detener el progresivo deterioro de las grandes capitales, amenazadas por las dramáticas contradicciones que albergan en su seno desde su propia fundación” (Aínsa, 2013, p. 53). Lo literario, en efecto, inscribe lo urbano en esta complejidad; la ciudad se significa como espacio de barbarie, lucha y supervivencia, faceta contraria a la idea inicial de los planificadores de la urbe como centro de civilización.

Recuérdese que, la ciudad latinoamericana, en tanto idealización, se funda como civitas. La ciudad ideal, imaginada, sinónimo de civilización, no solo ordenaba la población, también buscaba preservar el orden, contener a sus habitantes dentro de un mapa cuyos contornos demarcados a priori pudieran someterlos en todas las formas posibles (Heffes, 2013). El diseño inicial de la ciudad, de corte feudo-burgués, y a manos del orden colonizador, constituyó un ordenamiento espacial y simbólico, que se distinguía de la exuberancia natural. El principio superior del proyecto urbanista del colono fue civilizar un territorio signado por la oscuridad y el salvajismo. En México, por caso, “lo natural incluía también al indio, la zona indígena comenzaba donde terminaba la ciudad” (Dávalos 1991, p. 57). Hacia dentro del límite del territorio citadino valía un orden jurídico que favorecía las quimeras de ascenso social y enriquecimiento acelerado de los colonos. Las ciudades, analiza Rama (1998), surgieron en la inmensa extensión americana regidas por una “razón ordenadora”, que se reveló en un orden jerárquico transpuesto a un orden distributivo geométrico (p. 19).

En los tiempos que corren el principio ideal de la ciudad como civitas resulta anacrónico o quimera pura, o quizás siempre lo fue. El caos inhumano, la sobrepoblación, la desigualdad social, la miseria y las múltiples violencias generadas por el choque de diversos poderes: terrorismo, discriminación, migración ilegal, narcotráfico, etc. son por antonomasia los elementos constitutivos de la ciudad sudamericana, que se agudizan con la globalización. El protagonista de El ruido, Antonio Yammara, al momento de narrar su pasado en las calles capitalinas, recuerda:

Yo tenía catorce años esa tarde de 1984 en que Pablo Escobar mató o mando a matar a su perseguidor más ilustre, el ministro de Justicia Rodrigo Lara Bonilla (dos sicarios en moto, una curva de la calle 27). Tenía dieciséis cuando Escobar mató o mandó a matar a Guillermo Cano, director de El Espectador (a pocos metros de las instalaciones del periódico, el asesino le metió ocho tiros en el pecho). Tenía diecinueve, y ya era adulto […] cuando murió Luis Carlos Galán, candidato a la presidencia del país (Vásquez, 2011, p. 19).

Las vidas ficcionales, bajo estas circunstancias, resultan constituidas por lo que pasa en las plazas y avenidas capitalinas. La guerra desatada entre Estado y Narcotráfico, o entre los mismos carteles de la droga, para hacerse con el control del territorio, tanto a nivel geográfico como político, sucede precisamente en la nomenclatura de la urbe cotidiana. Los asesinatos que recuerda Yammara fueron practicados por sicarios en sitios puntuales de Bogotá, atentados que muchas veces arrasaron con la vida de quienes se encontraban cerca al objetivo del asesino. La memoria de la ciudad de infancia y adolescencia se alimenta de los sucesos violentos, estos se constituyen en unidad de medida del tiempo íntimo y del pasado compartido entre los habitantes de la Bogotá de esa época.

La figura del sicario es habitual en la narrativa colombiana que aborda la violencia del narcotráfico. Las ficciones que se ocupan exclusivamente de estos asesinos y de su actividad violenta Osorio (2015) las denomina “novelas del sicario” o “novelas del sicariato” (p. 15). A través de este protagonista pueden leerse las diversas violencias desencadenadas en las principales ciudades colombianas, especialmente en Medellín; urbe que fue señalada en un momento como “cuna” de sicarios. En textos icónicos como La virgen de los sicarios (1994), de Fernando Vallejo y Rosario Tijeras (1999), de Jorge Franco Ramos, se despliega la vida caótica de una Medellín asediada por la amenaza de los asesinos a sueldo. La ciudad está tan arraigada en estos libros que el escenario real parece perder fuerza frente a la intensidad metafórica como se lo representa. La Medellín de las obras de Vallejo y Franco Ramos, adaptadas también al cine, es la que pervive aún en el imaginario de muchos.

Según investigaciones sobre los miedos sociales urbanos durante las décadas de los ochenta y noventa del siglo XX, el sicario es una de las presencias que más temieron los ciudadanos de Medellín. El estudio Rostros del miedo, de Villa Martínez, Sánchez Medina y Jaramillo Arbeláez (2003), precisa que contrario a lo que sucede con el guerrillero o el paramilitar, para el habitante de la Medellín de los noventa, el sicario se constituyó en amenaza apremiante porque hacía parte del diario vivir de la ciudad. La comunidad de ese periodo percibía en este sujeto “todos los signos de destrucción” (p. 79). Por los índices elevadísimos de homicidios e inseguridad, a causa de las masacres y asesinatos selectivos que ellos ejecutaban, ordenados y pagados por los carteles de la droga, los paramilitares y otros grupos criminales, a principios de los años noventa Medellín fue conocida como una de las “ciudades más violentas del mundo”.

En El olvido que seremos, Abad Faciolince refiere con detalle la realidad de la Medellín de finales de los ochenta. La narración deja ver la transformación de una ciudad relativamente tranquila, familiar, rezandera, en lugar del caos, de la persecución política y de la matanza. Para el autor-narrador contar la vida del padre asesinado por sicarios, es rememorar también el devenir de una ciudad, de un país, que sufría la paulatina alteración de lo cotidiano y la incubación del miedo en el seno de su sociedad:

Permanente y ávido lector de estadísticas […] mi papá contemplaba con terror el avance progresivo de la nueva epidemia que en el año de su muerte registró cifras por homicidios más altas que las de un país en guerra […] Ya no eran las enfermedades contra las que tanto luchó (tifoidea, enteritis, malaria, tuberculosis, polio, fiebre amarilla) las que ocupaban los primeros puestos entre las causas de muerte en el país. Las ciudades y los campos se cubrían cada vez más con la sangre de la peor de las enfermedades producidas por el hombre: la violencia. Y como los médicos de antes, que contraían la peste bubónica, o el cólera, en su desesperado esfuerzo por combatirlas, asimismo, cayó Héctor Abad Gómez, víctima de la peor epidemia, de la peste más aniquiladora que puede padecer una nación: el conflicto armado entre distintos grupos políticos, la delincuencia desquiciada, las explosiones terroristas, los ajustes de cuentas entre mafiosos y narcotraficantes (Abad Faciolince, 2006, p. 205).

La cita hábilmente señala uno de los descarríos más violentos que ha sufrido el país en su historia reciente. “¿Qué tipos de sociedades son estas que han de reconocerse en los espacios interrumpidos por el miedo?” (p. 15), pregunta Susana Rotker (2000). “Ciudadanías del miedo”, responde. La violencia desmesurada provoca cambios radicales en la vida y los imaginarios del sujeto citadino contemporáneo. “El cuadro de vivencias cotidianas apunta al sentimiento urbano de indefensión generalizada y al riesgo de la parálisis” (p. 16). Esta circunstancia, entre otras cosas, modifica los lugares de encuentro público. Los centros comerciales, por caso, sustituyen ahora las plazas y parques, solamente entre sus muros, vigilados por guardias privados, el habitante se siente seguro para deambular e interactuar con el otro. Tales espacios, enfatiza Rotker, proveen lo que las instituciones estatales han dejado de proveer: lugares civiles para el ocio y el encuentro. Las casas, asimismo, se construyen como especie de Bunker, que en su adentro dan la sensación de protección y seguridad. Parte de la identidad ciudadana de las poblaciones latinoamericanas podría definirse a partir de los nuevos espacios arquitectónicos, estos son constitutivos de lo que nos define hoy como sujetos sociales.

El desasosiego psíquico y el sentimiento de inseguridad son rasgos comunes que identifican a los personajes en las novelas en cuestión. Si a principios de siglo XX, “el sentido de vivir juntos en la capital se estructuraba en torno a marcas históricas compartidas y en un espacio abarcable –en los viajes cotidianos– por todos los que la habitaban” (Canclini, 1995, p. 96), hoy son la desprotección, la desconfianza y el miedo lo que lo caracteriza. En este orden, la ciudad literaria rige el devenir de sus habitantes, y aunque lugar propio y familiar, ya no protege. La violencia citadina que alimenta la memoria de los héroes, revela el cambio de conductas y modos de relación del colombiano consigo mismo, con el otro, el Estado y el concepto mismo de ciudadanía.

Como lugar de relación de fuerzas y espacio de manifestación del miedo, sentimientos de inseguridad y angustia, la representación anímica de la ciudad se torna estratégica en la indagación de la narrativa que incorpora las violencias más recientes del país. Los escritores, atentos a los signos vitales de la urbe, retoman la tradición literaria de reinventar los espacios urbanos y nutrirlos de disímiles imaginarios, para proponerlos como figuras simbólicas del orden social de las últimas décadas. La conciencia topográfica de la escritura reescribe los territorios citadinos como “topos del miedo”, o, con más contundencia, como “geografías de la hecatombe” (Montoya, 2013), habitadas por la desolación, el dolor y el olvido.

Imágenes anímicas del espacio histórico

En las novelas de estudio la configuración de sitios urbanos particulares, figuras emblemáticas y hechos históricos, va ligada a la faceta íntima de los protagonistas. Este tratamiento proyecta los lugares como recursos alegóricos, desde donde los significados vinculados a tales sitios pueden ser dialogados y ampliados. Si bien es cierto que la ciudad literaria, determinada por el carácter anímico de quien la narra, se aferra a la existencia de una ciudad empírica que aparece a modo de “preconcepto”, no existe la intención mimética o reproductiva que se encuentra en otro tipo de discursos –documentos históricos, proyectos arquitectónicos, guías de turismo, etc.– La imaginación poética se distancia de la función deíctica a la que estos apuntan. Los textos ficcionales que abordan lo urbano son “producto de la articulación de recursos literarios en función de una imagen simbólica, alternativa y no sujeta al espacio material, al que, no obstante, puede referir de manera más o menos explícita” (Locane, 2016, p. 71). La trama citadina en la narrativa se instala entonces como lenguaje metafórico que corrobora, discute, desplaza o amplía los sentidos de la ciudad empírica, no es resultado de un giro mimético, por más indicativos y realistas que sean los acontecimientos y sitios re-creados.

 En Los derrotados (2012), de Pablo Montoya, la ubicación geográfica de lugares concretos, además de la precisión de las fechas exactas de cuando ocurrieron los sucesos narrados, muestra la clara intención del autor de hacer de su novela no tanto un punto de tensión o confrontación entre los espacios concretos y los textuales, entre realidad real y realidad ficcional, como sí un pasaje donde las fronteras de estas dimensiones se fusionan, complementan o diluyen. La narración literaria de hechos verídicos reconstruye el espacio, en su dimensión temporal, experiencial y simbólica, veamos:

Frontino, Antioquia, noviembre de 2000

Los dos espacios más destruidos en las guerras son la iglesia y el vientre de la mujer. El tercero es la escuela. Los soldados reconocen muy bien qué es lo que deben atacar. Todos los bandos se han ensañado contra las escuelas. Las han bombardeado, las han abaleado, las han incendiado, las han reducido a astillas porque saben el significado de ellas […] En las fotografías de Ramírez sobre las escuelas, el centro principal es el tablero. Sobre él están los agujeros de los proyectiles o las manchas producidas por las granadas […] En esta que veo no hay nadie […] pero el nombre del pueblo que la rotula basta para que mi evocación de Laura Gutiérrez se imponga. Ella creía en los valores de la educación en medio de un país que lo gobiernan los representantes de la infamia. Ella podría estar ahí, en medio del tablero y las sillas, haciendo un gesto de sorpresa que grita auxilio. Pero en la fotografía no hay nadie. Los maestros y los estudiantes han terminado por convertirse en fantasmas sin voz (Montoya, 2012, pp. 226-227).

Recuérdese que, parte de Los derrotados se apoya en fotografías genuinas de Jesús Abad Colorado[3]. “Las fotografías están fechadas […] y se mueven de un rincón a otro de varios departamentos colombianos” (Montoya, 2012, p. 221). La escena anterior se corresponde con una imagen verídica. La precisión de tiempos y espacios son seña común de todas las fotos que la novela incorpora. La recreación literaria de la fotografía conforma una secuencia de imágenes duales, de metáforas anfibias, en las que conviven sin repelerse lo real y lo imaginario, el presente y el pasado, la memoria y el olvido. La contigüidad narrativa entre ficción y realidad habilita a la escritura para devolver a los sucesos su elemento humano: el sufrimiento, lo emocional, que es, en definitiva, lo que lleva al lector a una comprensión íntima, personal, de la historia.

La figuración literaria de hechos históricos, espacial y temporalmente anclados a una geografía concreta, da cuenta de la inquietud de Montoya por contribuir creativamente a la construcción de la realidad del país. La versatilidad estética interviene imaginariamente en los momentos atroces de la vida de los poblados, para narrar desde adentro el miedo y el terror. Este enfoque de los lugares de la guerra los recupera para la memoria y el presente. En Los derrotados, ficción y no-ficción se interconectan para llenar el vacío que dejan los discursos oficiales sobre lo que sucede en los pueblos y campos colombianos.

Si al espacio le faltan narraciones este se pierde para siempre, afirma De Certeau (2010). “Allí donde los relatos desaparecen hay una pérdida del territorio –de la ciudad y el campo, por ejemplo–, el grupo o individuo que lo habita sufre una regresión hacia la experiencia, inquietante, fatalista, de una totalidad sin forma, indistinta, nocturna” (p. 136). Desde esta mirada, cuando las novelas citadas narran el horror de la violencia, por un lado, recobran el lugar perdido, lo proyectan sobre el dominio textual para dar coherencia y dimensión humana a los hechos, por el otro, reconstruyen una memoria nacional más justa, que incluye la vivencia traumática del habitante común. La “espacialización” del pasado y lo emocional en la ficción da cuenta de una memoria que voluntariamente o no se tiende a olvidar, transforma la historia abstracta del registro oficial en “algo que le pasa a alguien en un lugar concreto” (Vásquez, 2018).

En El ruido de las cosas al caer una de las técnicas narrativas es recurrir también a la fotografía como dispositivo nemotécnico de la historia del país. Durante la búsqueda de explicación del pasado que lo marcó, el narrador consulta una serie de archivos: cartas, grabaciones, diarios y, sobre todo, fotos, que aparecen enlazados por la presencia protagónica de sitios simbólicos del poder nacional. Acá, la descripción de fotografías familiares no enfatiza tanto en las personas que aparecen en ellas, como sí en la caracterización de lugares concretos y el punto de vista personal sobre estos, veamos:

Todo bogotano de una cierta edad tiene una foto de calle, la mayoría tomadas en la Séptima, antigua calle Real del Comercio, reina de todas las calles bogotanas; mi generación creció mirando esas fotos en los álbumes familiares, esos hombres de traje de tres piezas, esas mujeres de guantes con paraguas, gente de otra época en que Bogotá era más fría y más lluviosa y más doméstica, pero menos ardua (Vásquez, 2011, p. 24).

En este pasaje, Bogotá, anclada a un tiempo y espacio preciso, toma consistencia entre la percepción subjetiva de quien narra y la estructura material de los sitios. El desplazamiento y la concurrencia de los personajes en lugares públicos son prácticas que constituyen la ciudad, no solo como localidad donde se vive, sino también como lugar razonado e imaginado.

Para el personaje de Vásquez, Bogotá deja de ser algo abstracto para convertirse en una entidad cercana, íntima. A partir de este momento, las calles y demás sitios localizados conforman la materia con la que se componen el sí mismo y la memoria. La capital no es un escenario desde el que se mira transcurrir el tiempo, un objeto distante a observar, sino que forma parte de la exclusiva intimidad del narrador. Esta vivencia, Yammara la enriquece con las fotografías familiares. Son imágenes que dan forma a una red cognitiva sobre la ciudad vivida, en ellas se descifra el andar personal del protagonista por diversas zonas de Bogotá. La ciudad, espiritual y material, toma forma en la consciencia visual y topográfica de quien narra. En la mirada interpretativa de las fotografías, el narrador demuestra que ha pasado de estar maquinalmente “atrapado en las tripas del medio urbano” (Juliá, 2007, p. 95), a establecer una relación de descubrimiento y extrañeza con este. La emotiva descripción de las imágenes indica la consciencia de Yammara de la existencia de la ciudad.

Como recuerda Heffes (2016), desde las ideas de García Canclini (1997), “así como las ciudades están formadas por parques y casas, calles, autopistas y señales de tránsito, se encuentran a su vez formadas por imágenes” (23). Están las imágenes que incluyen los mapas que se inventan y ordenan la ciudad, las que aparecen en las canciones, las películas y en los medios de comunicación. Y en el caso específico de la última cita de El ruido de las cosas al caer, están las sugestivas fotografías de tiempos pasados. “Todas estas imágenes, a su manera, imaginan y significan la vida urbana” (Heffes, 2016, pp. 22-23). A esta dialéctica de negociación, que interviene y nutre las prácticas y discursos orientados a imaginar la trama citadina, se insertan a su vez las imágenes que se producen en el espacio literario. La Bogotá textual, en derivación, funciona como recurso simbólico desde el cual se reconfiguran conocimientos vinculados a lugares de sociabilización. La capital colombiana adquiere volumen en la medida en que se va colmando de relatos, fantasías e imágenes heterogéneas.

En orden a las ideas propuestas a lo largo de este texto, podemos concluir, que las narrativas abordadas representan sitios, arquitecturas y lugares alegóricos de la experiencia particular de aquellos que los habitan, transitan o rehúyen. El rechazo de plazas y calles para la comunicación, la modificación de hábitats en campos de guerra, la estigmatización de ciertas zonas, entre otros, que la escritura significa, son gestos en los que se lee no solo la demanda de seguridad y una angustia colectiva constante, sino también la resistencia a la violencia que en ellos se manifiesta. La ciudad literaria, en este sentido, se constituye como estructura alegórica de la amenaza, su “orden caótico” se impone al personaje haciéndole recelar, temer, huir o resguardarse. Los sentimientos de angustia y miedo son parte de las fuerzas psicológicas que aproximan políticamente a las personas. Y esta aproximación se ubica en lugares y espacios precisos. Lo emocional, de esta manera, se manifiesta como motivo de mutación física y psicológica del territorio. De espacio netamente geográfico, la ciudad se transforma en el espacio literario en lugar político, que dice de la relación psicoafectiva del sujeto citadino contemporáneo con los lugares vividos.

Bibliografía

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[2] Juan Villoro (2009), ubicado en la sociedad mexicana, analiza la “música narco” como uno de los elementos que claramente visibiliza la influencia del narcotráfico en los cambios de los imaginarios sociales, de identidad y cultura contemporáneos. Para este ensayista, la narcocultura amplió su radio de influencia a través de los narcocorridos, muchas veces pagados por los propios protagonistas. Lo extraño, dice Villoro, es que han ganado espacio en las estaciones que transmiten música popular y aun en las antologías de literatura. El autor en su texto comenta que en nombre de un incierto multiculturalismo, hace un par de años un grupo de escritores en México protestó porque dos narcocorridos fueron suprimidos de un libro de texto. En su queja pasaron por alto que esas letras no se estudiaban en una clase sobre problemas de México, sino sobre literatura, sustituyendo a Amado Nervo o Ramón López Velarde. El narco ha contado con la anuencia de las estaciones de radio a las que amenaza o subvenciona (términos rigurosamente intercambiables) y con la empatía antropológica de quienes sobreinterpretan el delito como una forma de la tradición.

[3] Jesús Abad Colorado, es un reconocido fotógrafo documental colombiano. Ha registrado las diversas caras del conflicto armado en Colombia. Su archivo, logrado durante dos décadas, muestra el desplazamiento forzado, el sufrimiento de las comunidades afectadas y sus actos de resistencia. Sus fotos aspiran a recuperar la memoria del pasado, crear memoria histórica como razón de un imperativo ético, que permite enfrentar los retos del presente y construir un futuro digno.

Narración emocional de los lugares de la guerra en narrativas colombianas recientes

Narración emocional de los lugares de la guerra en narrativas colombianas recientes*

Orfa Kelita Vanegas Vásquez

Universidad del Tolima, Colombia

okvanegasv@ut.edu.co

(Artículo publicado en la Revista Estudios de Literatura Colombiana, Nº 45, Universidad de Antioquia)

Resumen: se propone un estudio del espacio ficcional como elemento cardinal de lo narrado, que toma sentido y representación a partir de la memoria emocional de los personajes. Las narrativas en cuestión se caracterizan por representar los lugares: urbanos, familiares, rurales, etc., como focos de memoria del pasado violento. La narración afectiva de sucesos relacionados con la violencia política “espacializa” la historia, e identifica el recorrido del terror en proceso de construcción de sus propios escenarios y arquitecturas. Asimismo, el lugar literario suministra asidero para el recobro del pasado, lo personal y la futura memoria.

El presente estudio se circunscribe a un proyecto de investigación más amplio que incorpora lo emocional como figura política y elemento capaz de esclarecer una nueva poética de la violencia,[1] dilucidar otro imaginario sobre la caótica realidad colombiana y explicar, a su vez, las innovaciones del lenguaje literario que algunos escritores colombianos vienen proponiendo en la primera parte del siglo XXI. Las novelas abordadas en este texto coinciden en enfocar una vez más la violencia del narcotráfico, la guerra y la criminalidad asociada con este. No obstante, como tratamos de demostrar, en esta ocasión las propuestas ficcionales articulan lo violento desde la particularidad emocional de la víctima o persona inerme. Si bien los novelistas elegidos fijan la atención en las prácticas estéticas de sus antecesores, la escritura de los efectos de la violencia la entienden desde lo emocional traumático más íntimo: el dolor, la desdicha, el miedo, el horror, etc. Lo afectivo, en este orden, se instala en el relato con fuerza protagónica; los elementos ficcionales —tiempo, lugares, tema, personajes— toman profundidad dramática gracias a la intimidad perturbada de quien narra. Sin dejar de lado la alusión a elementos sociohistóricos, que sugieren al lector las causas del conflicto armado, los escritores muestran un marcado interés por nombrar la sensibilidad herida, dar forma a la particularidad emocional del ciudadano común, que sin ser parte activa de la guerra, del narcoterrorismo y demás violencias, se ve arrasado por estas. Cada escritor en cuestión pareciera ir al lugar de los afectos lesionados para luego regresar y contar lo que hay en ellos.

Teniendo en cuenta que lo emocional es el lugar donde la novela logra llegar para descubrir una de las zonas más enigmáticas y ocultas de lo humano sometido a la crueldad atroz del poder, en esta ocasión indagamos los modos como las narrativas elegidas representan y significan la relación entre memoria emocional, violencia política y lugares habitados. Como veremos, los espacios públicos y personales funcionan como instancias dialógicas para discursos y contradiscursos, historia oficial y memoria personal. El seguimiento narrativo de los lugares perdidos, de sitios que la violencia destruyó, ofrece explicaciones al inconformismo íntimo con el presente y al rechazo del estado de cosas de un país, Colombia. La casa, la ciudad, los lugares naturales y zonas campesinas representados en las novelas son índice de una interioridad, emergen de los confines íntimos de quien cuenta, para debatir el ideal de ciudad fundada como civitas: sinónimo de civilización, orden y progreso, y, en derivación, confrontar, a su vez, el imaginario de espacio particular como centro de refugio.

¿Qué tipo de ciudad nos devuelve la memoria?

Se acepta en el campo literario que la novela ha sido un sitio privilegiado para reescribir y fundar la ciudad. También, para resemantizarla como lenguaje que traduce los cambios de imaginario de lo urbano y su relación con los ritmos económicos y políticos contemporáneos. El escritor hurga los espacios citadinos para proponerlos como “nudo semántico” de una sociedad, un tiempo y una cultura (Jeftanovic, 2007). La ciudad en la ficción se ha reconocido por ser el territorio donde se va tramando la progresiva identificación de los personajes con los sitios que habitan, donde se van localizando los referentes propios y ajenos que fundan el espacio personal (Aínsa, 2006, pp. 166-169). En las novelas que abordamos a continuación, la arquitectura y el trazado de grandes ciudades colombianas —Bogotá, especialmente— y de pequeñas villas o pueblos se hacen desde la crítica hostil y la experiencia del miedo. Los personajes no logran tener el control del territorio que transitan, por habitual que este sea, y están en constante rechazo de lo que ofrece la urbe.

Bogotá, como ciudad capital, consigue en la narrativa colombiana un valor trascendental en tanto ella misma inaugura una nueva noción de lugar: el de la memoria y la historia. Sus coordenadas la sitúan como sitio estratégico de concentración de poder y de noción cívica. La denominación, por caso, de un edificio icónico como Palacio de Justicia, o Casa de Nariño, consagra el discurso gubernativo que, mal que bien, forma parte de una memoria histórica consciente de sí misma, es decir, significativa de un legado político que se admite como herencia. El carácter disímil con que los autores identifican la capital es indicativo de la complejidad de su realidad. Giraldo (2001), glosando la idea de Italo Calvino, propone que Bogotá, en la escritura, sería una de esas ciudades diversas que se suceden sobre el mismo suelo y bajo el mismo nombre. A tenor de la vertiginosidad con que transcurre la vida de la nación, las metáforas de esta ciudad “han sido inquietantes y extremas en los últimos años, pues se dan simultáneamente el afán de reconstruirla en determinados momentos históricos, y la afirmación de un inmediato presente caótico, apocalíptico, tenebroso o desencantado” (p. 118).

Los lugares emblemáticos de Bogotá, además de ser reconocidos por la ficción como núcleo y parte de una historia y memoria nacional, son foco de innumerables recuerdos personales y de la experiencia emocional del espacio capitalino. Oportuno resulta aclarar aquí que lo emocional lo entendemos como fenómeno coligado al marco moral, social e histórico en el que se produce. Las emociones públicas y personales son decisivas en los hábitos y pensamientos de una cultura. El enfoque de los afectos, bajo este ángulo, es heredero de los postulados spinozianos que proponen las emociones como tipo de ideas que se manifiestan psíquica y corporalmente con disímiles grados de intensidad y de diversos modos.[2] Entendida como gesto racional, la emoción, en tanto concepto, relativiza su rasgo natural, preconsciente y biológico, a la vez que rescata su ambigüedad cultural y semántica. Por esta razón, cuando la novela explora la memoria emocional de los espacios vividos, indaga en el corazón mismo de los procesos socioculturales, en la relación que los afectos establecen con la construcción del cuerpo social, y en la importancia que estos adoptan en los eventos, intercambios y transformaciones.

En El ruido de las cosas al caer (2011), por ejemplo, la figuración de la Plaza de Bolívar como lugar simbólico del poder político colombiano e ícono que conmemora al Libertador, es, asimismo, sitio expresivo de lo íntimo-emocional; un espacio vivido donde Ricardo Laverde se toma su última foto, antes de ser asesinado (Vásquez, 2011, pp. 25-26). Una foto que Yammara, narrador central, utiliza como “pretexto” para contar la experiencia afectiva de la capital; que es aprovechada por la escritura como desencadenante de los sucesos. La memoria particular del protagonista, al enfatizar en el pasado propio, al recorrer los lugares donde sintió amenazada su vida por el narcoterrorismo, altera el registro oficial del pasado de la nación. La escritura recala en lo emocional lacerado para recuperar la realidad intangible derivada de la violencia del narcotráfico.

Vásquez se sirve también del poema “Ciudad de sueño”, de Aurelio Arturo, con la intención de ambientar la ciudad transitada por sus protagonistas. En el epígrafe de El ruido… se lee: “Y ardían desplomándose los muros de mi sueño, ¡Tal como se desploma gritando una ciudad!” (Vásquez, 2011); y en las últimas páginas, cuando el protagonista ha dado orden a su memoria y narrado una versión personal de la Bogotá vivida entre los años ochenta y noventa, cita: “Yo os contaré que un día vi arder entre la noche / una loca ciudad soberbia y populosa […] Yo, sin mover los párpados, la miré desplomarse, / caer, cual bajo un casco un pétalo de rosa” (p. 254). Estos versos, publicados en 1929, son pensados en la narración como imagen profética. El poema referido se articula en la escritura de manera reveladora. Es inevitable advertir que predice las mayores revueltas del siglo XX desatadas en las calles capitalinas: la violencia bipartidista a causa del asesinato de Gaitán; la barbarie política derivada de la confrontación entre guerrillas y gobierno: la toma del Palacio de Justicia, por ejemplo, y la desencadenada por el narcotráfico. De esta manera, la Bogotá de la memoria del personaje se adapta a los versos de Aurelio Arturo, entra en ellos llenando sus resquicios, “como el hierro fundido llena siempre el molde que le ha tocado” (Vásquez, 2011, p. 255). La ciudad que arde deja de ser así una imagen metafórica para imponerse como aplastante realidad sobre los héroes. La novela, en efecto, tiene la particularidad de explorar los modos como los grandes acontecimientos históricos influencian las vidas pequeñas, las vidas minúsculas de cada persona (Vásquez, 2018). Sin liberarse de la historia nacional que lo contextualiza, el recuerdo íntimo de sitios históricos señala otra verdad en la escritura. En continuo paralelismo o de manera entrecruzada a la memoria gubernamental, la vivencia de la ciudad por parte de los personajes funda, a su vez, una memoria emocional que exterioriza otra narración de los sucesos del país.

El centro de la capital colombiana demolido por la violencia política se representa igualmente en El incendio de abril (2012), segunda novela de la Trilogía del 9 de abril, de Miguel Torres. Esta vez, la agresión proviene de la furia de los habitantes ante el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, el 9 de abril de 1948, momento que se conoce como El Bogotazo. Las plazas, calles y edificios oficiales de Bogotá son, por enésima vez, en la narrativa el eje de articulación del pasado violento y de la experiencia individualizada de este. Historia nacional y memoria personal se entrecruzan en la escritura de los espacios citadinos:

Al llegar a la séptima veo arder el hermoso edificio de la Gobernación, vecino a la iglesia de San Francisco. Frente a ese incendio hay dos tranvías quemados y las ruinas de otro en la Séptima, frente al lugar donde fue asesinado Gaitán […] Del otro lado se ven las manzanas que arden del Parque Santander hacia el norte […] Un puñado de hombres empieza a disparar contra el ejército desde el centro de la plaza. Dos de ellos se encaraman al pedestal de la estatua de Nariño y disparan sirviéndose del prócer como escudo […] La plaza es un espanto. San Victorino, un laberinto infernal (Torres, 2012, pp. 204, 214).

Lo referido en la cita anterior no se acomoda a las abstracciones del discurso oficial, se nutre especialmente de los detalles íntimos y de aquellas cosas sensibles que solo parecen tener importancia para quien las vive y narra como parte de la experiencia propia. Enlazado a lugares específicos de Bogotá, donde toma forma, el caos nacional deja de ser una somera representación del pasado, un dato histórico, cuando es transformado por la escritura de Torres en un relato afectivo. La ciudad, enfatizan De Certeau, Giard y Mayol (2010), “solo vive al preservar todas sus memorias”, ella no es exclusivo producto de la historia, se sostiene sobre la experiencia, es resultado del acontecimiento (p. 45). De tal modo, la aparición de la capital en la ficción, como espacio estratégico sobre el cual preguntar por la realidad nacional, se establece en forma de figura semántica que significa la desintegración íntima, el estado emocional de la persona en contextos de violencia extrema. La ciudad textual evidencia la transformación de los lugares cotidianos en indudables sitios del miedo.

Al hilo de estas ideas, no sobra comentar que, frente a la dimensión que Torres da a la capital colombiana, resulta igualmente significativo el simbolismo adoptado por el mapa de Bogotá en la primera página de la novela, pues la ciudad textual lo excede en sus límites. El mapa, como esquema representativo de una Bogotá programada para funcionar, amplifica su dimensión con los acontecimientos vividos por los protagonistas. La “Bogotá textual” se sustrae al lenguaje totalizante, al discurso ordenador y oficial, del que el mapa es fiel índice.

El énfasis narrativo en la memoria personal de los lugares emblemáticos de la urbe intensifica el simbolismo conmemorativo de tales lugares, mientras reescribe para el presente la historia colombiana. Frente a la Historia oficial, entendida como una reconstrucción problemática e incompleta de aquello que ya no es más, una escueta representación del pasado, la memoria individual es un fenómeno siempre actual, está en evolución permanente. Abierta a la dialéctica del recuerdo y de la amnesia, la memoria se nutre de emociones particulares y pertenece al sujeto vivo y a su palabra (Nora, 1984, pp. XVII-XXV). Así, entonces, la recordación íntima de los héroes ficcionales se instituye en la novela como elemento vivificador de la Historia colombiana. A través de la evocación de la ciudad sentida, la Historia nacional entra en la narración como cosa viva, se despoja de su armadura temporal y oficial, y se actualiza como fenómeno susceptible a una continua revitalización y reescritura. El recurso literario de escenificar acontecimientos históricos del país como sucesos experimentados por los protagonistas en lugares citadinos emblemáticos obra en el pasado nacional con una fuerza capaz de transmitir para el presente toda la carga simbólica de la historia política de Colombia. Historia/ciudad/memoria aparecen ligadas por la palabra en un “presente inacabado”, en una continuación viva de los sucesos.

El recorrido de la escritura de los autores colombianos por sitios específicos, que son nomenclaturas reconocidas socialmente, para fusionarlas al testimonio del derrumbe del país, advierte de las condiciones sobre las que se ha construido el imaginario de nación. Llevar a escena la estatua de un prócer que está siendo abaleada o el incendio de edificaciones gubernativas gira en alegoría de los modos como la nación se ha conformado. La naturaleza nemotécnica de los lugares en la ficción traza el recorrido violento que caracteriza a Colombia desde su nacimiento. Los escombros y restos de la guerra parecen ser los elementos fundamentales que moldean lo nacional en el discurso literario. Las ruinas de los lugares representativos de la memoria oficial se resitúan en el entramado narrativo como cruda metáfora de la calamidad política y su repercusión, en el seno social y la vida del ciudadano común.

En las narrativas en cuestión, los recursos retóricos que figuran los espacios urbanos elucidan la faceta íntima de los personajes. Si bien los acontecimientos simbólicos del pasado han sido ampliamente documentados como hechos concretos —número de muertes, análisis económicos, ciudades y pueblos implicados, razones políticas, etc.—, la realidad afectiva derivada de esos acontecimientos poco se reconoce o se reduce a un testimonio abstracto, a una descripción escueta y deshumanizada. La trama urbana que la narrativa construye se anuda entonces al elemento emocional, impalpable, para nombrar lo que se desgasta u oculta tras el registro público. Las cifras cuantitativas y racionalizadas son transformadas por la escritura en experiencia anímica, haciendo de la historia oficial y la ciudad normada un espacio experimental, lugar donde la verdad intangible de la violencia logra mostrarse, nombrarse y, por tanto, adquirir realidad. El rastro invisible que deja la violencia política en la vida social adquiere forma y volumen en las imágenes emocionales de ciudad que las novelas proponen.

El espacio citadino, con todo lo que contiene, como analiza Campra (1989), se levanta con materiales que no solo provienen de canteras, aserraderos y fundiciones, sino también de los archivos de la memoria personal y de la suma de experiencias de quien lo transita y lo narra. “Las ciudades están hechas de ladrillos, de hierro, de cemento. Y de palabras […] ya que es el modo en que han sido nombradas, tanto como los materiales con que se las construyó, lo que dibuja su forma y su significado” (p. 103). De esta manera, para Torres y Vásquez, la urbe literaria no funciona como límite exterior del universo de lo humano; se convierte en índice de la interioridad del personaje. Los lugares van ligados a lo propio, surgen de los confines de lo más íntimo para narrar una memoria afectiva del país.

Quiebres afectivos del espacio personal

Delirio (2004), de Laura Restrepo, de la misma manera que la novela de Vásquez, espacializa el impacto de la violencia del narcotráfico en la Bogotá de los noventa. Aquí, aunque hay constante alusión a los lugares públicos: universidad, restaurantes, bares, avenidas, etc., prevalece la convivencia en el espacio privado, el recinto familiar. La mirada narrativa se desplaza del lugar público hacia la casa, al sitio personal. La propuesta de escritura de Restrepo indaga las relaciones de la burguesía bogotana con Pablo Escobar; la narración devela la faceta más oscura de la élite capitalina, su ambición de dinero y de poder, y sus transacciones con el narcotráfico. La familia de la protagonista central, Agustina, es tropo indicativo de tal situación.

En Delirio es recurrente la referencia a los lugares de infancia, en especial a la casa familiar, y si bien este tipo de espacio tradicionalmente ha sido metáfora del “paraíso material” (Bachelard, 2000, p. 30), la escritora lo representa como cuna de hostilidad y desdicha. Cuando se deja impregnar del clima psíquico-emocional derivado de las problemáticas nacionales, la casa de infancia como “espacio feliz” pierde todo simbolismo de bienestar y protección. En el recuerdo de Agustina priman las imágenes de un hogar donde la figura autoritaria del progenitor invade cada espacio y es fuerza que demuele al más vulnerable. La caracterización de Carlos Vicente Londoño —padre de la heroína; vinculado con el lavado de dinero del narcotráfico— se asocia, en múltiples momentos, con pasajes de violencia desmesurada, como cuando una tarde de domingo familiar, en la sala de la casa, tumba a patadas a Bichi, el hijo menor: situación que deja al descubierto la infidelidad del padre, la traición familiar y el resentimiento entre padres, hijos y hermanos (Restrepo, 2004, p. 220). Inclusive, la escritura coliga el estremecimiento que produce la presencia del progenitor con la conmoción de los personajes ante la ola de terrorismo que sacude a la capital:

[…] la noche de la bomba de Paloquemao […] la radio anunciaba cuarenta y siete muertos más un número impreciso de cadáveres entre las ruinas […] la tía Sofi me contó que por la ventana había visto cómo se levantaba sobre la ciudad un hongo de humo de doscientos metros de alto, y cuando le averigüé si a Agustina la había afectado mucho, me contó que tras despertarse con el cimbronazo, se había levantado muy exaltada diciendo que esa era la señal, ¿la señal de qué, niña? La señal de que debo prepararme para la llegada de mi padre […] Mi padre va a venir a visitarme (p. 174).

Este pasaje deja percibir el cambio que ha sufrido el hogar como cuna para el refugio. Si en determinado momento la casa natal se asoció con el bienestar y el ambiente donde viven los seres protectores (Bachelard, 2000, p. 30), opuesta a “un afuera” amenazante que desintegra el ensueño y hunde al sujeto en la desazón, Delirio se desvía de este tipo de significación para hacer del lugar familiar —acogedor, seguro— una prolongación más del espacio citadino —perturbador, peligroso—, desencadenante de la angustia y el miedo. La casa no funciona como amparo del mundo exterior; ella se convierte asimismo en topos de agresión; de hecho, es el punto inicial de interacción con las realidades violentas que aplastan al país.

En oposición a los sitios públicos y habitaciones familiares, “el techo de la casa era uno de los lugares donde nos sentíamos libres” (Gamboa, 2012, p. 69), expresa Manuel, narrador de Plegarias nocturnas. Aquí la casa se establece igualmente como lugar de contienda, como microcosmos de lo urbano o ciudad a escala, donde se advierte la caótica vida nacional de la primera década del siglo XXI. El techo de la casa familiar, como sitio exterior, elevado, fuera del dominio de los otros, funciona como espacio ideal para aspirar a realidades diferentes; para escapar de la vida mediocre y del caos doméstico, que se recrudece con los nocivos cambios de imaginario de nación e identidad abanderados durante el gobierno de Uribe Vélez (2002-2010). A diferencia del refugio hogareño de la tradición artística y literaria, cuyo acogimiento se garantiza con el amor fraterno y la mirada consentida de los padres, la vida del hogar en la novela de Gamboa está envuelta en un ambiente emocional tenso, derivado de las circunstancias gubernativas del país. El clima familiar se enrarece a razón del choque violento entre las diferentes inclinaciones políticas de padres e hijos:

Respete a nuestro presidente, jovencita, que es el primer colombiano que se levanta a trabajar […] si usted puede dormir tranquila y seguir yendo a estudiar […] es porque él está allá, velándole el sueño […] ¿Ah, sí?, ¿vela mi sueño?, dijo Juana, no fregués, y […] ¿vela por los cuatro millones de desplazados?, ¿por los cadáveres N.N. de las fosas comunes que tiene este puto país? No, papá, no te engañes […] Papá se contuvo para no dar un puñetazo en la mesa o tirar su vaso contra la pared […] los días y las noches eran infernales en ese horrendo manicomio (Gamboa, 2012, pp. 64-67).

El respeto, el apoyo y el amor filial se desintegran en las acaloradas discusiones, amenazas y actos de odio. La casa, como adentro primordial, no ofrece las bases para afirmar la identidad propia. La habitación, la mesa del comedor, la sala de estar, núcleos donde se gestan los afectos por la familia, se origina el pensamiento, se dan los desahogos y se producen los recuerdos, obliteran su condición de refugio cuando la calamidad política del país emponzoña la convivencia. La serie de imágenes de la vida familiar, encadenadas semánticamente y con connotaciones cercanas a la realidad violenta que transcurre en los barrios de Bogotá y el escenario nacional —Falsos positivos,[3] desapariciones, asesinatos políticos, abuso militar para garantizar la “seguridad democrática”—, ubican la casa de infancia como un sitio más en crisis. La escritura de Gamboa, al igual que la de Restrepo, rompen el estereotipo de la morada hogareña como espacio de protección ante la amenaza y de recuperación de un pasado feliz y de la identidad perdida, para proponerla como lugar del rencor y la desesperanza, como sitio en el que se elabora un lenguaje y un simbolismo que verifica el estado anímico y afectivo del sujeto y de la sociedad colombiana de las últimas décadas.

Nos permitimos mencionar en este estudio otros espacios igualmente circunscritos al lugar personal entre ellos el jardín. La novela de Rosero, Los ejércitos (2007), introduce su trama ubicando a los personajes centrales en un amplio jardín, indicativo del regocijo y encuentro. Se entra a la realidad ficcional siguiendo la mirada indiscreta y gozosa de un anciano que espía a su vecina desnuda mientras esta toma el sol en el jardín. El narrador, subido a una escalera apoyada en un naranjo, mientras recoge los frutos, proyecta una visión paradisiaca de su propio jardín, y del jardín contiguo, el de la vecina, quien vitaliza el panorama edénico con su cuerpo desnudo, libre, expuesto voluntariamente a la mirada del protagonista:

La mujer del brasilero, Geraldina, buscaba el calor de su terraza, completamente desnuda, tumbada bocabajo en la roja colcha floreada. A su lado, a la sombra refrescante de la ceiba, las manos enormes del brasilero merodeaban sabias por su guitarra, y su voz se elevaba, plácida y persistente, entre la risa dulce de las guacamayas; así avanzaban las horas en su terraza, de sol y de música (Rosero, 2007, p. 11).

Frente a esta imagen plácida del jardín, es necesario advertir que, si bien tal sitio aparece al inicio de la narración como refugio sensorial y de embeleso, donde la naturaleza colorida y la sensualidad femenina le dan un tono pintoresco, su figuración no llega a corresponderse totalmente con un ambiente paradisiaco. A medida que el narrador descubre el paisaje sinuoso se van anudando, a su vez, una secuencia de imágenes inquietantes: “platos y tazas llameaban en sus manos trigueñas: de vez en cuando un cuchillo dentado asomaba, luminoso y feliz, pero en todo caso como ensangrentado” (Rosero, 2007, p. 12), y de microrrelatos de asesinatos atroces, como el de la bomba en la iglesia que mata a los padres de Gracielita —la empleada-niña de Geraldina—, que desdibujan la idea de estar ubicados en el lugar amoroso o místico que proponen los míticos jardines del imaginario colectivo universal.

Si bien quien observa y cuenta el jardín lo tiñe de sus deseos y emociones, proyectándolo como lugar que protege de la amenaza exterior, no deja de apreciarse la mirada testimonial que descubre la violencia como fenómeno latente, que acecha el ambiente preciado. Este tratamiento del espacio ficcional da, desde el inicio de la novela, un carácter consciente y crítico a la situación real que viven los personajes. La tensión freudiana entre el principio del placer, representado por las ensoñaciones sensuales del protagonista, y el instinto de muerte, incorporado por las fuerzas militares, como desencadenantes de la narración, se exterioriza con lucidez en los modos como el jardín se escenifica de principio a fin en el relato.

El “espacio feliz” del jardín adquiere capital sentido en la escritura de Rosero porque se propone como imagen totalizante de la paulatina degradación que sufren los personajes y los lugares que habitan, a manos de los ejércitos que revientan el pueblo. El jardín de la casa no solo introduce lo narrado, sino que también se ubica como epílogo. Es una entidad ambivalente, que recoge en sí misma las dos caras de la realidad de los pobladores: la primera, al inicio del relato, llena de luz y esperanza, pese a los antecedentes violentos; la segunda, en las páginas finales, invadida de oscuridad y absoluta fatalidad. En efecto, el último lugar de la realidad ficcional, que también recorremos al lado del anciano-narrador, es el mismo jardín de las primeras líneas, pero transformado ahora en topos horrendus. El Jardín de las Delicias, como bien podría nombrarse el espacio que inaugura la novela, muta en los párrafos finales en un Jardín de la Náusea, que provoca la arcada ante el panorama repulsivo de la muerte bestial y de la anulación total del sujeto:

Fui al huerto […] Allí estaba la piscina; allí me asomé como a un foso: en mitad de las hojas marchitas que el viento empujaba, en mitad del estiércol de pájaros, de la basura desparramada, cerca de los cadáveres petrificados de las guacamayas, increíblemente pálido yacía el cadáver de Eusebito […] Pensé en Geraldina y me dirigí a la puerta de vidrio, abierta de par en par […] pude entrever los quietos perfiles de varios hombres, todos de pie […] Entre los brazos de una mecedora de mimbre, estaba abierta a plenitud, desmadejada, Geraldina desnuda, la cabeza sacudiéndose a uno y otro lado, y encima uno de los hombres la abrazaba, uno de los hombres hurgaba a Geraldina, uno de los hombres la violaba: todavía demoré en comprender que se trataba del cadáver de Geraldina (Rosero, 2007, pp. 201-202).

Si el simbolismo de la mujer se identifica con la tierra, la vida y la fertilidad, resulta perfectamente asociable con la representación metafórica del jardín como “auténtica matriz, en cuyo espacio se aprisionan los elementos primordiales: la piedra y el agua, los pájaros y las plantas” (Aínsa, 2006, p. 180). De esta manera, confluye, alegóricamente, en la narrativa de Rosero un jardín/mujer, una mujer/jardín que de refugio para la música, el placer y el anhelo, pasa a convertirse en territorio del caos, de la perturbación, expuesto al salvajismo exterior. La transformación abyecta del jardín intensifica su valor semántico cuando lo coligamos a la humillación que sufre el cuerpo de Geraldina, un refugio cálido que es desgarrado, disociado de su condición ontológica y socavado por la fuerza bestial, aspecto que aumenta la repulsión del lector contra quienes han llegado a tal nivel de depravación.

El cadáver de Eusebito, tirado entre los residuos, y la profanación del cuerpo de Geraldina evidencian el núcleo mismo de la malevolencia gubernativa, de quienes manipulan lo político como máquina de muerte y degradación. La destrucción del pueblo como cuerpo social se asimila en los cadáveres saboteados, humillados: quizás por el ejército nacional, quizás por la guerrilla, quizás por los paramilitares, por todos a la vez. El ensañamiento contra el cuerpo de los personajes es una forma de implantar un clima de horror en el pueblo. Evidentemente, el relato ejemplifica la manipulación del miedo y sus derivados, horror y terror, con intención política. Si bien el miedo es emoción natural que surge espontáneamente ante la percepción de peligro, puede encauzarse y manipularse con fines precisos, relativizando de esta forma su condición primigenia. Se reconoce que como producto del artificio del poder, esta emoción anida en el corazón mismo de las relaciones políticas de los sistemas e ideologías. El miedo ha sido desde siempre elemento capital en el arte de gobernar (Robin, 2009).

En Los ejércitos, el miedo adquiere carácter político porque es usado y desviado hacia circunstancias que alteran nocivamente la vida del pueblo; se enraíza a los temores públicos, y sus efectos comprometen no solo la intimidad del narrador sino también la faceta social de toda la comunidad. La sensación de amenaza, el desamparo, el rencor, el horror, expresado por los personajes son manifestación explícita del miedo político. La escenificación de esta emoción a través de la visualidad de los cuerpos eviscerados demuestra un interés de dominación sobre el otro y de imponer un poder en detrimento del bienestar colectivo. De hecho, puede decirse que el efecto de las escenas de tortura y violación son mucho más poderosas que el de la amenaza directa de un arma, pues aboca al personaje a un estado de locura y hundimiento, a una especie de lento suplicio interior. El horror, en este sentido, no solo nulifica lo humano en los cadáveres avasallados del jardín, sino también en quien los presencia. Esta violencia horrorosa que no se conforma con dar muerte, sino que aniquila al otro en su condición humana misma, contamina el lugar natural y desfigura su poder protector. Aquí el jardín no es más la tentativa de organizar el espacio privado e inventar un mundo a imagen y semejanza de las ensoñaciones propias, como tampoco resguarda contra la amenaza de afuera.

A continuación, por la extensión de este artículo, abordamos brevemente otros topos asociados con el espacio natural: el agua y las oquedades. La escritura los significa como figuras representativas del miedo asociado con la violencia política. Veamos: “Allí me asomé como a un foso”, dice el personaje de Rosero en el último pasaje citado, equiparando la piscina del jardín con un hoyo de muerte, pues en el fondo de esta se encuentra el cadáver de Eusebito. La “pequeña piscina redonda” (Rosero, 2007, p. 16), remedo del simbólico estanque de los jardines clásicos, que al inicio de la novela aparece en medio del huerto, con sus aguas azuladas, armonizando con los colores, la desnudez y las risas, después del paso de “los ejércitos” se disgrega de su imagen húmeda e iridiscente. Como pozo de agua agotada, la piscina del jardín se transforma en una oquedad seca y ominosa, en un depósito de cadáveres animales y humanos que desbarata la simbología poética de la fuente, del agua, como elemento primordial de vida y renovación.

El motivo de la fosa es recurrente en la novelística que aborda la violencia sociopolítica. Pozos, hoyos, abismos, fosas comunes aparecen en la narrativa latinoamericana como honduras sintomáticas del clima de horror que se ha instalado como lógica de vida en sociedades de diferentes países. La escalada de la violencia del narcotráfico en México, por ejemplo, es indagada por Bencomo (2015) a partir del tópico literario del pozo. Para la investigadora, esta hondura de la muerte es signo que define la realidad caótica y la zozobra social mexicana de las últimas dos décadas. La fosa, como interioridad abismal, alimentada por los cuerpos anónimos que se descomponen en ella, es, por antonomasia, el lugar del miedo. La sensación de la persona y de la sociedad de encontrarse al borde de un precipicio, frente a un vacío de sentido, toma fuerte representación en este tipo de oquedades, en los pozos secos y demás abismos aciagos (Bencomo, 2015, p. 49). El estado emocional de las poblaciones constreñidas por la barbarie desmesurada se descifra en la fosa, ícono preciso de los escenarios de muerte, tortura y desaparición.

Acuciosa y hambrienta, la fosa, como especie de hoyo negro, se traga todo rayo de luz que intente aventurarse en ella, agrega Sustaita (2016). La imposibilidad de adentrarse visualmente en un espacio oscuro provoca pavor. “El espanto no es aquello que pueda verse, sino el hecho de que no pueda verse nada” (p. 353). Ciertamente, aquello que ha sido presa de la destrucción más espantosa adquiere el carácter de lo “inmirable”, sacude violentamente lo íntimo de quien lo observa. La opacidad de la fosa, en este orden, es signo del horror; en su profundidad se oculta lo que no quiere que se mire, lo que se busca ocultar a la percepción de los otros. La víctima que es lanzada al pozo seco, o en el caso de la novela de Rosero, el niño que yace en el fondo de la piscina-fosa, señala la condición infame de quien muere en la más absoluta oscuridad, en el desamparo y el anonimato.

La sequía del pozo, las aguas agotadas, evocan el simbolismo que adoptan los afluentes en las novelas que vamos abordando. Los ríos, que surcan el campo y la ciudad, se alejan también de su condición natural, dadora de vida, para convertirse en escenarios privilegiados de fragmentación y muerte. Si en determinado momento, en la narrativa de la selva y en la de tema rural, los ríos colombianos —Cauca, Magdalena, Amazonas, etc.— arrastran plantas, flores, semillas, y su dimensión caótica se asocia al propio poder de sus cauces, en los textos que abordan la violencia política, estos afluentes se han transformado en arterias de sangre estancada que transportan cuerpos muertos y envenenan los espacios que recorren (Jeftanovic, 2007).

El motivo del agua ha sido recurrente en la literatura como medio que matiza la visión horrorosa de la muerte. Morir ahogado en las aguas de un río es circunstancia que tornó en ícono literario desde la Ofelia de Shakespeare. Al respecto, Bachelard (2000) sostiene que “el agua es el elemento de la muerte joven y bella, de la muerte florecida y, en los dramas de la vida y de la literatura, es el elemento de la muerte sin orgullo ni venganza” (p. 128). El suicidio femenino se ha ligado primordialmente con lo acuático. Por caso, en el mito colombiano La laguna de Guatavita, la consorte del Cacique, al sentirse humillada públicamente por este, se ahoga junto con su pequeña hija. Este acto la convierte en una deidad del agua, asociada con el dragoncillo tutelar de la laguna. En el relato, la injusticia y el desamor confieren un valor simbólico a los modos de morir en el agua por mano propia.

La metáfora de la muerte asociada con el agua, lo femenino, lo mítico, ha respondido a un imaginario poético que busca matizar la perturbación que causa el cadáver ahogado. Empero, en una especie de “estética de oposición”, las novelas motivo de estudio, que fijan la atención en los ríos y afluentes como cuna última del cuerpo moribundo, invierten toda imagen idílica que el agua pueda aportar. El río es, escuetamente, un lecho que recibe los cuerpos descuartizados, sus aguas los engullen cual pellejos de bestias muertas. En Los derrotados, si bien la imagen del río Medellín se vincula al elemento femenino y adquiere cierta connotación mítica con la figuración de la Beatriz de Dante, sus aguas son sinónimo de lo pestilente, hacen parte de una geografía de la podredumbre, de un “paisaje anormal”:

[…] surgía una especie de Beatriz que había descendido del Paraíso para deambular por los diversos infiernos de Medellín. Una mujer mestiza, de cabellos crespos y largos, vestida con sedas blancas bajo las cuales se transparentaban dos pezones erguidos y un amplio pubis oscuro […] Beatriz se columpiaba sobre las aguas sucias del río en el puente Colombia, cenaba empelota con parapléjicos viciosos […] entraba al matadero de Acevedo y lloraba ante los terneros descuartizados que se desangraban en sus piernas abiertas (Montoya, 2012, p. 107).

Aquí la habilidad descriptiva da forma a una alegoría de lo repugnante. Los epítetos hábilmente utilizados —sedas blancas, pubis oscuro, parapléjicos viciosos, terneros desangrándose, aguas sucias— no solo ubican el río en medio de un paisaje marginal, sino que, asimismo, producen una atmósfera lúgubre, indicativa de lo horroroso: uno de “los rostros más genuinos de Medellín” (p. 107). Si el río ha sido visto como tránsito de vida, simbolizado por el agua como umbral existencial y elemento de purificación, en la narrativa de los lugares de lo atroz es una veta oscura en la memoria y la historia de una ciudad y del país. Parafraseando a Jeftanovic (2007), en un descarnado uso de la metáfora, la historia colombiana, como el río de Heráclito, es un río que nunca se detiene, caracterizado por la podredumbre y el tránsito permanente de la muerte. Sus aguas son el flujo doliente y mortuorio de quienes han sucumbido desde los inicios del país hasta nuestros días. En su pestilencia y hedor se rastrea el recorrido de la violencia y el crimen como componentes invariables del devenir nacional, de lo que nos condiciona como colombianos.

En orden a las ideas desarrolladas a lo largo de este texto, podemos concluir que las novelas coinciden en hacer de los escombros una memoria alterna a los monolíticos relatos históricos. La escritura aprovecha sitios icónicos de la urbe y los negros recuerdos que tiene la población de territorios sometidos a la barbarie para decantarlos como “topos del miedo”. Contar el pasado consiste en espacializarlo, ubicarlo en las cartografías urbanas que la ficción incorpora. Las metáforas del centro histórico de Bogotá, sometido por las llamas del terror, sitúa la historia en un tiempo y espacio precisos; también desacopla los moldes que han dado forma a registros rígidos, cifras abstractas de muertes y pérdidas materiales, para rehacerlos y rellenarlos del sufrimiento personal: del espanto, la rabia o la impotencia. Ante los escuetos hechos colectivos que componen la Historia, los escritores reconocen que el ser humano no está diseñado para simpatizar con las generalizaciones; una cifra o descripción lacónica del pasado provoca comprensiones frías y distantes (Vásquez, 2018). Por esta razón, las novelas enlazan siempre los sucesos públicos a la ficcionalización de una memoria emocional. Reescribir los lugares icónicos como sitios vividos restituye el carácter individual, íntimo y relativo de la historia colombiana.

Los espacios familiares son, asimismo, metáforas continuativas de la realidad opresiva que se vive más allá de sus puertas y ventanas. La habitación de infancia, por caso, trastoca su tradicional simbolismo de cuna para el refugio por espacio en crisis, donde se desarticulan las relaciones entre padres e hijos, a causa de los acontecimientos políticos y del desafecto por la tradición familiar. En las narrativas, el sitio primigenio es destruido simbólica y materialmente; los personajes, en consecuencia, no encuentran dónde enraizarse como sujetos sociales; por principio moral, ellos rechazan lo que el país y la familia ofrecen como referente de identidad cultural y valor nacional. Igualmente, la perturbación mórbida que en la realidad ficcional sufre el jardín, como sitio personal, lo disocia de su condición protectora y placentera. La confrontación que las novelas proponen de un antes y un después del paso de la violencia por campos y veredas devela el poder aniquilador del sujeto político. La inmersión de la narrativa en los ríos que llevan cuerpos mutilados, en las oquedades que desaparecen lo humano de la víctima descubre sin dificultad que la violencia política es la verdadera arquitecta del paisaje colombiano. La narración dolida de los protagonistas convierte los lugares en un estado de ánimo, en lenguaje que descifra la conciencia de quien lo pierde todo. Los lugares abyectos, se puede sintetizar, son sintomáticos de las sociedades contemporáneas: contaminadas, enfermas, por la violencia extrema que las amenaza hasta sus espacios más íntimos.

Referencias Bibliográficas

  1. Aínsa, F. (2006). Del topos al logos: propuestas de geopoética. Madrid: Gedisa.
  2. Bachelard, G. (2000). La poética del espacio. Buenos Aires: Fondo de cultura económica.
  3. Bencomo, A. (2015). La palabra oblicua. Representación de la violencia en México. En C. López Badano (Comp.). Periferias de la narcocracia. Ensayos sobre narrativas contemporáneas (pp. 35-50). Buenos Aires: Corregidor.
  4. Campra, R. (1989). La selva en el damero: espacio literario y espacio urbano en América Latina. Pisa: Giardini.
  5. De Certeau, M., Giard, L., Mayol, P. (2010). La invención de lo cotidiano 1. Artes de hacer. México: Universidad Iberoamericana.
  6. Gamboa, S. (2012). Plegarias nocturnas. Barcelona: Mondadori.
  7. Giraldo, L. M. (2001). Ciudades escritas. Literatura y ciudad en la narrativa colombiana. Bogotá: Andrés Bello.
  8. Jeftanovic, A. (2007). Mapocho de Nona Fernández: la ciudad entre la colonización y la globalización. Chasqui 36 (2), pp. 73-84.
  9. Montoya, P. (2012). Los derrotados. Medellín: Sílaba.
  10. Nora, P. (1984). Les lieux de mémoire. I. La République. Paris: Gallimard.
  11. Restrepo, L. (2004). Delirio. Bogotá: Alfaguara.
  12. Robin, C. (2009). El miedo. Historia de una idea política. México: Fondo de Cultura Económica.
  13. Rosero, E. (2007). Los ejércitos. Barcelona: Tusquets.
  14. Sustaita, A. (2016). La pantalla y la fosa. Modelos estéticos de la necropolítica en el México actual. Revista del pensamiento sociológico 32, pp. 347-361.
  15. Torres, M. (2012). El incendio de abril. Bogotá: Alfaguara.
  16. Vásquez, J. G. (2011). El ruido de las cosas al caer. Bogotá: Alfaguara.
  17. Vásquez, J. G. (2018). Viajes con un mapa en blanco. Madrid: Alfaguara.

[1]      Utilizamos el término violencia para referirnos a diversos fenómenos traumáticos, de índole social y política, que han marcado con determinación el devenir de la sociedad colombiana. Este estudio enfoca especialmente la violencia derivada del narcotráfico. Procuramos demostrar que el elemento político es inherente a las diversas violencias que siguen sacudiendo la vida nacional, y que los efectos emocionales de estas, en consecuencia, se establecen como expresión política.

[2]      Lo emocional comprendido con sus elementos racional, cognitivo e histórico se desliga de las teorías del “giro afectivo” que defienden la emoción como especie de “energía nomádica” o impulso visceral escindido de la conciencia, aunque manifiesto en el cuerpo. Adoptamos las posturas teóricas de parte de la filosofía política y de la historia de las emociones para debatir el rasgo presentista y universalista que en variados estudios se quiere dar a los afectos.

[3]       Ejecuciones extrajudiciales cometidas por unidades militares de las Fuerzas Armadas de Colombia. Las víctimas eran asesinadas por soldados para obtener ganancias personales, pues el Gobierno de Uribe Vélez reconocía económica y simbólicamente a los comandos que más guerrilleros dieran “de baja”.

*       Artículo derivado de la investigación “Políticas del miedo e imaginario emocional de la violencia en narrativas colombianas recientes”.

Cómo citar este artículo: Vanegas Vásquez, O. K. (2019). Narración emocional de los lugares de la guerra en narrativas colombianas recientes. Estudios de Literatura Colombiana 45, pp. xx-yy. DOI: 10.17533/udea.elc.n45a09

Narrativas ambulantes. Caminar y narrar el lugar perdido en la novela colombiana

NARRATIVAS AMBULANTES. CAMINAR Y NARRAR EL LUGAR PERDIDO EN LA NOVELA COLOMBIANA

Orfa Kelita Vanegas Vásquez

Universidad del Tolima, Colombia

okvanegasv@ut.edu.co

(Artículo Publicado en Cuadernos del Hipogrifo, Nº 10. Centro de Americanistas de Italia, Roma)

Resumen

El principio del desplazamiento se rastrea en una serie de personajes narradores que recorren los espacios ficcionales sometidos a la violencia atroz. Parte de la novela colombiana reciente se interesa en dar forma a un personaje caminante, especie de flâneur contemporáneo, para contar el impacto de la guerra desde adentro, desde el lugar mismo donde se produce. El narrador desanda los pasos de los desplazados, para dar representación al momento preciso en que estos inician su migración hacia territorios desconocidos. En este orden, la narración misma encarna un movimiento migratorio a través de las zonas del miedo, para recobrar la identidad, el pasado y la memoria de aquellos que ya no están. La intención de la escritura es recuperar la existencia humana arrebatada por la guerra. El destierro y la expulsión del ciudadano colombiano se simbolizan en la narración ambulante de los lugares perdidos.

Abstract

The principle of displacement is traced in a series of storytelling characters that travel through fictional spaces subjected to atrocious violence. Part of the recent Colombian narrative is interested in shaping a walking character, a kind of contemporary flâneur, to tell the impact of the war from within, from the very place where it takes place. The narrator retraces the steps of the displaced to represent the precise moment in which they begin their migration to unknown territories. In this order, the narrative itself embodies a migratory movement through the zones of fear, to recover the identity, the past and the memory of those who are no longer there. The intention of writing is to recover human existence taken away by war. The exile and expulsion of the Colombian citizen are symbolized in the itinerant narration of the lost places.

Palabras claves. Novela colombiana, Narrador caminante, Violencia, Memoria, Migración

Keywords. Colombian novel, Walking narrator, Violence, Memory, Migration

Introducción

Colombia es un país que produce «escapados[1]. Las cifras oficiales estiman que 4,7 millones de colombianos residen actualmente en el exterior, esto corresponde aproximadamente a un 10% de la población total, porcentaje que ubica al país con el mayor número de migrantes de Suramérica. El fenómeno migratorio, se sabe, es global y está en ascenso, sin embargo, en Colombia ha sido una constante desde la década de los setenta del siglo pasado. Las cifras de la Cancillería de Colombia (2018) y estudios especializados señalan tres olas o etapas de salida de nacionales hacia otros países: inicios de los setenta, entre mediados de los años ochenta y noventa, y la primera parte del siglo XXI. Y a esta migración hacia el exterior se suma el desplazamiento interno, el destierro y el éxodo de 7,7 millones de personas dentro del territorio nacional a causa de la violencia política[2].

En Colombia la expansión de la modernidad y el acoplamiento a las políticas neoliberales a partir de finales de los setenta, produjo cambios notorios en la configuración de los espacios políticos, económicos y sociales. Entre las problemáticas ligadas a estos hechos, y que continúan en este inicio de siglo XXI, están el carácter patrimonial y hereditario del régimen de poder político y de la violencia; la desarticulación entre políticas agrarias e industriales; el desarrollo urbano y su ambiguo impacto en la vida económica y espiritual de la población; el desplazamiento de la comunidad rural y el robo de sus tierras. Son circunstancias que explican, asimismo, el surgimiento de nuevas violencias y el recrudecimiento de las ya existentes (Melo, J. 1991: 280). Ante tales circunstancias, que se traducen en falta de oportunidades laborales, un elevado costo de los servicios básicos –educación, vivienda, alimentación– y la amenaza directa de la violencia, la población busca otros destinos, nuevos territorios, con la idea de mejorar la calidad de vida. La literatura que incorpora el dilema del exilio, la diáspora y el desplazamiento representa esta realidad. La huida y la lucha consigo mismo ante un estado de cosas que poco o nada satisface el sentido de pertenencia, toman sentido en escrituras que trabajan el tema de la migración en sus diversos matices.

Estudios pormenorizados acerca del desplazamiento y la emigración en la narrativa colombiana (Rueda, M. E. 2004; Giraldo, L. M. 2008, 2011), recorren un amplio panorama de novelas y cuentos que significan la condición de crisis del personaje migrante. La búsqueda desesperada de un lugar donde resguardar la vida y ubicar los sueños, según Luz Mary Giraldo (2008), apunta hacia el profundo sentimiento de pérdida y conflicto frente a la identidad, el hogar perdido o la patria ausente. Mirar a los que se fueron y a los que llegaron, la familia deshecha, la sangre propia y la de otros derramada, la vida sin raíces, el deseo de regresar al paraíso, ha sido preocupación de los escritores colombianos desde fines del siglo XIX hasta nuestros días. Esta tendencia, que aún no concluye, muestra que la historia literaria no puede desprenderse de la historia social y política, y que una situación agobiante no solo reclama un tipo de creaciones, sino formalizaciones específicas que retomen los imaginarios de cada momento, de cada autor y de cada generación (Giraldo, L. M. 2011: 127).

En el presente artículo, si bien se enfoca la problemática de la migración forzada, nos detenemos con especial interés en los lugares que quedan en el silencio, el anonimato y el dolor después del asesinato o escapada de sus pobladores. Las novelas que abordamos proponen un personaje caminante, que desanda los pasos de aquellos que tuvieron que huir de su casa y pueblo a razón de la presión criminal de grupos armados. Quien cuenta, aparece en el escenario ficcional en constante movimiento, es prolongación del fenómeno del desplazamiento, presencia que recorre los espacios donde el terror ha dejado su huella. El desarrollo de la trama se anuda estrechamente a este transitar, pues a medida que el personaje camina surge la realidad que se narra.

 El personaje caminante: registro del terror y el olvido

«La historia comienza al ras del suelo, con los pasos» (De Certeau, 2010)

Se acepta que las diversas manifestaciones de la violencia política han sido siempre fuente de inspiración para los escritores colombianos. Escribir sobre la violencia y sus diversos efectos no es nada nuevo en la literatura nacional. Ubicada en la realidad caótica, la narrativa intenta reinterpretar el pasado, dar forma a otras verdades para explicar el presente y recuperar las memorias que han sido opacadas por el discurso oficial. Igualmente, el campo literario permanece en continua exploración de recursos estéticos e invención de lenguajes que descifren las múltiples facetas de la violencia. El devenir del país, en este sentido, ha sido un detonante poderoso del quehacer del escritor. El narrador de Los derrotados, alter ego del autor, frente a los procesos de lo literario en Colombia deduce:

Las mejores obras de nuestra literatura, o al menos las más representativas, son el recuento de una hecatombe colectiva que sucede en las selvas, la saga sangrienta así haya resplandores mágicos de una familia de frustrados, el nihilismo de alguien que denuncia con irreverencia la sociedad criminal en que ha nacido […] Y si no es la violencia de lo que se debe escribir, sale al paso su consecuencia inevitable: la humillación, la vergüenza, la derrota. (Montoya, P. 2012: 145).    

Las novelas que a continuación exploramos fijan su atención en las violencias de las últimas décadas, aquellas asociadas con el flagelo del narcoterrorismo, la degradación de la lucha armada de las guerrillas, la criminalidad del paramilitarismo y la corrupción de la Fuerza Armada Colombiana. La novedad de estas escrituras reside en el tipo de narrador que articula la historia, ya sea como víctima directa de la reyerta o como testigo documental, es presencia que regresa sobre los pasos de los escapados hasta el lugar donde ocurrieron los hechos desencadenantes del éxodo. Y una vez allí ubicados, enfocan con nueva luz lo sucedido, resitúan en los discursos explicativos del presente nacional la memoria silenciada, la verdad de los pueblos que han quedado sin cabeza ni corazón.

En Los ejércitos (2007), de Evelio Rosero, el narrador principal, Ismael Pasos, va contando el desmoronamiento de su poblado mientras busca en diversos lugares a su esposa, quien ha desaparecido cuando los militares invaden la población –el nombre mismo del personaje es indicativo de su papel en el relato–. El andar de Ismael es fatigoso y terrorífico, su enfermedad y el profundo horror que lo atraviesa guían un relato alucinado de la experiencia inmediata de la violencia inhumana. El registro de la guerra, que todo lo destruye con su voracidad feroz, se encadena al trasegar de este «flâneur de la miseria y la muerte» (Valencia Solanilla, C. 2010: 110). Los derrotados (2012), de Pablo Montoya, por su parte, propone dos personajes nómades: Santiago Hernández, un joven botánico que desilusionado por las injusticias sociales decide alistarse en la guerrilla con la esperanza de cambiar la realidad del país; a partir de las andanzas de este héroe, la escritura de Montoya configura la experiencia de la insurgencia desde su propio seno. Una realidad de pesadumbre y sobrevivencia, que aplasta el «sueño romántico» de quien creyó ver en este tipo de lucha una salvación para el país. Andrés Ramírez, es el otro personaje, caminante también del desastre, su oficio lo lleva a lugares destazados por la violencia. Como fotógrafo de guerra[3], Ramírez hace un registro visual de los «territorios del miedo», transita por poblaciones exterminadas mientras enfoca con su cámara los rostros del horror y el desamparo:

La verdad es que Ramírez lleva varios días sin dormir. Desde que trabaja para El Colombiano, cubriendo las zonas de guerra en Antioquia, el sueño le falta […] Una vez, cuando regresó de Segovia, donde cubría la masacre de Machuca, durmió tres días seguidos en su apartamento […] Su cuerpo, por fortuna respondía bien a esas pruebas físicas. En ocasiones lo sorprendían fatigas depresivas, pero ellas sucedían en los días de asueto. Los ojos vuelven a cerrársele en tanto fotografía a un niño que dormita, arrodillado, sobre las escaleras del atrio. Está descalzo, tiene una pantaloneta que le queda grande y una camisilla estrecha para su estómago inflado. Después se dirige hacia un grupo de campesinos que han montado fogones. (Montoya, P. 2012: 153)

El principio del desplazamiento también lo podemos rastrear en El ruido de las cosas al caer (2011), de Juan Gabriel Vásquez. Recuérdese que Antonio Yammara, protagonista de los hechos, emprende la búsqueda del nefasto pasado que lo marcó recorriendo diversos lugares de Bogotá –específicamente, el sitio donde ocurrió el atentado homicida– y visitando ciudades cercanas, casas, museos y diversos lugares, para ubicar y entender el colapso de la nación a manos del narcotráfico, su propia experiencia de exilio íntimo y de los que se fueron del país en ese periodo «sintiendo que de una u otra manera se salvaban, [pero que] al salvarse traicionaban algo […] se convertían en las ratas del proverbial barco por el hecho de huir de una ciudad incendiada» (255). Delirio (2004), de Laura Restrepo, asimismo, pone en movimiento a su heroína. Agustina logra descubrir la razón de su evasión síquica, el delirio, desandando lo vivido, desplazándose hasta el escondite de Midas McLister, y a través del testimonio de este reconocer no solo su historia personal, sino también la de un país hundido en el dolor y la angustia a causa de la violencia desatada por el negocio de la droga. Con Hot Sur (2012), Restrepo, nuevamente, da forma a un personaje femenino, María Paz, para registrar la condición del migrante «tercermundista». La novela representa el desamparo y la vulnerabilidad que atraviesan al ciudadano forzado a salir de su propio país[4].

El narrador de El olvido que seremos (2006), de Héctor Abad Faciolince, por su parte, sitúa su vista al pasado y también emprende una búsqueda de registros e información sobre un momento histórico preciso. Viajar a diferentes lugares es acto necesario para reconstruir la memoria del padre y, a través de esta, el pasado del país durante la década de los ochenta, especialmente[5]. De otro lado, los personajes de Santiago Gamboa viven en constante huida. Gran parte de lo narrado en Plegarias nocturnas (2012), toma forma en la recta final de un abrupto camino recorrido por sus dos protagonistas, Manuel y Juana. Manuel, a pocas horas de terminar por mano propia con su vida, se traslada al pasado y recorre cada uno de los espacios que lo llevaron hasta una cárcel de Bangkok. Nuevamente, en esta novela, la desaparición de un ser querido empuja la errancia del héroe y con esto la representación de un país de migrantes. En el El síndrome de Ulises (2005), Gamboa también cuenta el desplazamiento hacia países ajenos. La crisis de identidad, la disolución de la esperanza de quien trata de adaptarse a una nueva cultura, a una nueva lengua, y salir de la soledad y el abandono uniéndose a otros inmigrantes, igualmente desamparados. En esta novela los personajes son todos parte de una diáspora de extranjeros en una ciudad cosmopolita, París, semejante a un monstruo, que los devora o los rechaza.

En definitiva, la violencia del país de origen, la huida, la cárcel, la corrupción, el pasado destruido, son elementos que agrupan a los héroes en una especie de fraternidad de la desgracia. Lo narrado se configura como «testimonio ambulante», construido al ritmo del trasegar de los protagonistas por ciudades y pueblos, o lo que queda de ellos. El motivo del personaje-caminante, un tipo de flâneur, aparece en las novelas, para encarnar los síntomas característicos de una sociedad en proceso de descomposición. Quien camina para contar, va articulando un registro coherente de los despojos y restos de la violencia, y en los intersticios de esta práctica, el miedo, la amargura y el rencor de los expulsados logran ubicarse en el espacio ficcional y tener significación.

En la narrativa, el desplazamiento del héroe, tradicionalmente, se unió al deseo utópico, a la necesidad de fundar un espacio nuevo, en el cual encontrar las explicaciones a la pregunta por sí mismo o como lugar para la evasión. El lugar, desde este ángulo, es respuesta a una escisión o disconformidad con lo real. Comala, en la novela de Rulfo, y Macondo, en el universo narrativo de Gabriel García Márquez, son dos ejemplos de esta circunstancia. Graciela Speranza, considera que los narradores latinoamericanos recientes recuperan la tradición del paseante urbano, para crear relatos capaces de albergar los desechos y las diferencias de los espacios citadinos contemporáneos. En la marcha, dice la académica, se compone fábulas «que extrañan o reencantan el paisaje caótico o disciplinado, o simplemente confiesan que ya no hay iluminaciones posibles en las ciudades latinoamericanas» (Speranza, G. 2012: 81).

Caminar, viajar, recorrer, tradicionalmente han sido praxis asociadas con el deseo del ser humano de fundar nuevos mundos y encontrar sentido para su propia existencia. La utopía surge del movimiento incesante. La imaginación de ciudades alternas representan la añoranza de realidades diferentes a la propia. Y el desplazamiento físico y espiritual es la base para la fundación de nuevos lugares. El «flâneur» de Walter Benjamin (2005) y el «caballero andante» que propone Michel Maffesoli (2004), son figuras que miran el horizonte o la ciudad con ojos ilusionados, recorren territorios con la intención de encontrar un algo que alivie la pesadez tóxica de lo instituido.

El caminante también se ha asociado con la figura del migrante, que aparece en la novelística sobre ciudad. La naturaleza del desplazamiento se proyecta como fenómeno para indagar lo urbano como espacio fluido, plural y contingente, aunque agresivo y problemático. Con el migrante citadino lo marginal aparece ahora en el centro, y se visibiliza la lucha para dar al otro un lugar y reconocer la alteridad (Jaramillo, M. et al. 2000: 69).

Ahora bien, no es desconocido en los estudios que indagan la figura del flâneur, del paseante, o algún símil, el cuestionamiento a su uso indiscriminado por parte de la crítica literaria latinoamericana. En el texto Olvidar a Benjamin, Beatriz Sarlo llama la atención sobre la generalización que se le ha dado a tal categoría:

[…] extranjeros, marginales, conspiradores, dandies, coleccionistas, asesinos, panoramas, galerías, escaparates, maniquíes, modernidad y ruinas de la modernidad, shopping-centers y autopistas. Un murmullo donde las palabras flâneur y flânerie se usan como inesperados sinónimos de prácticamente cualquier cosa que tenga lugar en los espacios públicos. Se habla de la flânerie en ciudades donde, por definición, sería imposible la existencia de un flâneur. (2000: 78).

En la representación de las ciudades contemporáneas, es cierto, resulta problemático avocar a la práctica del andar conforme se hizo en la capital decimonónica europea: París, específicamente. El peatón de hoy, no tiene derecho a la velocidad del paseo, marcha al ritmo vertiginoso, en la poco caminable, ciudad contemporánea (Luiselli, V. 2010: 39). La finalidad de transitar el espacio citadino, en este sentido, parece haberse desligado de su función inicial: momento para la evasión y la reflexión. No obstante, a pesar de este aspecto, los procesos literarios que configuran el espacio urbano persisten en la figura del flâneur. Aunque cuestionada por resultar «anacrónica» en el espacio citadino contemporáneo, el paseante sigue transitando las ciudades literarias de hoy. Danilo Santos López, en su estudio sobre la relación de los personajes comunes en la novela negra chilena y el principio del desplazamiento por la urbe, reformula la categoría flâneur. Dice el ensayista, que los detectives literarios para resolver los casos realizan recorridos urbanos, «devaneos callejeros», como parte de cierto proceso de disección visual de la ciudad. Se continúa, por tanto, con las lógicas del flâneur, serían «practicadores de la nueva flânerie en Latinoamérica» (Santos López, D. 2009: 79).

Para Jorge Locane, la idea de flânerie y de flâneur, al abandonar el contexto de su nacimiento, ha devenido ante todo una figura retórica –independientemente de cuál sea el uso específico que se le quiera dar– especialmente fructífera para significar los atributos del espacio urbano y, sobre todo, de la metrópoli sometida a transformaciones abruptas (Locane, J. 2016: 169). Los espacios urbanos tomaron forma y se consolidaron como ciudad moderna a partir de los procesos de modernización. Tanto la ciudad del siglo XIX europeo como la actual de América Latina, son producto del caótico proceso modernizador. Así entonces, como advierte Keith Tester (1994), si el flâneur representa la capacidad de observar y buscar significado a su modernidad, no es contradictorio que siga apareciendo como recurso literario. Las villas, pueblos o urbes de la novelística reciente, se conforman de los procesos absolutistas y agresivos de la modernización y el neoliberalismo, por consiguiente, la función del flâneur se reactualiza, aparece de nuevo en este contexto social e histórico para seguir nombrando lo citadino como proyecto moderno inacabado.

Las particularidades que distinguieron al caminante del siglo XIX se adaptan de manera coherente en la representación de los territorios urbanos de hoy. «La figura del flâneur, como personaje que deambula por la gran ciudad sin dirección ni meta, debe ser vista como un ‘paradigma abierto’» (Neumeyer, H. 1999: 17). Apropiada por la ficción contemporánea, la flânerie y el flâneur, en fin, siguen abriendo caminos para comprender las estructuras sociales y la existencia de los espacios contemporáneos. En correlación con estas ideas, nosotros indagamos las especificidades de los protagonistas de las novelas en cuestión.

La idea de transhumancia utópica que identifica a las figuras del “caballero andante”, el paseante o «flâneur», no se corresponde del todo con los personajes que abordamos. Aunque estos conservan el principio del movimiento y de la búsqueda constante, la finalidad de su divagar es recuperar la existencia arrebatada por la violencia, no comenzar una nueva. Esto es, que si bien la escritura aboga por el desplazamiento para dar forma a una realidad, esta misma no es producto de nuevas experiencias del deseo de ser otro, sino de la recuperación del pasado y la memoria obturada. Además, si la utopía emerge del deseo por configurar la sociedad por medio de una fisonomía específica, distribuyéndola y disponiéndola espacialmente, es decir, creando e imaginando un territorio urbano que la habite (Heffes, G. 2013: 21), la condición nomádica de los personajes que estudiamos fractura toda idea de horizonte utópico. Su caminar decidido diseña una geografía de la hecatombe, da forma a una cartografía de la no pertenencia, donde el sujeto devastado es símbolo del desplazamiento y el terror. En estas circunstancias espaciales y psíquico-emocionales, la utopía entendida como horizonte futurista para situar la realidad deseada es inimaginable.

Ciertamente, la naturaleza de los lugares en la realidad ficcional influye poderosamente en el narrador-caminante. La situación de violencia empuja al movimiento continuo para resguardar la vida propia, o en otros momentos como medio para registrar los acontecimientos y recuperar del olvido a aquellos que ya no están. En los modos como el caminante toma consistencia en la escritura, se reconocen los procesos de des-subjetivación derivados de la des-territorialización. Cuando se pierden los referentes espaciales, se pierden, en efecto, parte de la identidad del sujeto y del reconocimiento de la tradición. El menoscabo abrupto del territorio propio, recuerda Daniel Pécaut (1999), fragmenta las raíces culturales y la herencia del pasado. Situación que influye en los procesos de recordación, pues la memoria individual se emplazaría en el vacío, no tendría lugar concreto donde posicionarse.

Si la conciencia topográfica del escritor ha imaginado ciudades, mundos, villas, calles, parques, etc., como sitios alternativos donde ubicar la experiencia anímica y anclar la memoria, por triste que fuera, en las narrativas en cuestión, la invención del lugar da paso al vacío del mismo. Los caminantes-narradores no fundan nuevos territorios, son testigos de la destrucción de estos; su nomadismo se enfoca en dejar registro de la pérdida:

 Ramírez solo permaneció en la iglesia de Bojayá media hora. El olor era insoportable, lo dejaron entrar con varios hombres. Estos sacaron los cuerpos mutilados y los metieron en bolsas (…) recorrió los vestigios del templo. En algún momento hizo una pausa para mirar dónde pisaba. Vio un perro carbonizado. Vio un manojo de miembros humanos que no logró identificar. Vio el Cristo crucificado (…) Se distanció, enfocó su cámara y disparó. La cabeza, el tórax sin brazos y un pedazo de pierna del Cristo están en primer plano. Bancas, ropas, tablas, libros, cocas, platos destrozados en medio de la tierra y el agua. Al fondo está la puerta y las ventanas derruidas. La luz de afuera entra por ellas con sed descomunal. (Montoya, P. 2012: 220)

La cita es indicativa del tipo de relación entre lugar y sujeto que la escritura propone. El acercamiento a los detalles materiales de la masacre se hace exponiendo el cuerpo del narrador, se experimenta con los sentidos –con la vista, el olfato, las manos, el oído– las minucias de un territorio herido, que los documentos públicos, y mediatizados, poco nombran. Ramírez sabe que, en su oficio, es necesario estar suficientemente cerca para atrapar la esencia de las situaciones, y «estar cerca de los acontecimientos [es] estar cerca de la desgracia» (Montoya, P. 2012: 106). Una visión panorámica de lo sucedido es impensable para el narrador, no solo no captaría aspectos particulares, sino que asignaría al espectador un rol pasivo, impidiéndole reaccionar ante lo que la imagen configura. La mirada detallista a la que se someten los lugares se complementa con el andar, a través de estas prácticas la verdad de los hechos toma realidad. «La historia comienza al ras del suelo, con los pasos», señala Michel De Certeau (2010: 109), y si a ellos se suma la mirada, el corazón del territorio logra expresarse, y con ello la presencia de aquellos que lo habitaron.

El enfoque del narrador en los detalles escabrosos genera una sensación de horror, efecto que toma mayor fuerza cuando se reconoce que, en este caso, la realidad ficcional es una especie de prolongación de la vivencia real de la guerra. La fotografía que alimenta este pasaje es verídica, es registro fehaciente de un suceso histórico en Bojayá, municipio colombiano[6]. Los «marcos de guerra» de Los derrotados, en este orden, fijan un acto de ver insumiso porque muestran lo más tétrico de la guerra, muestran lo que el Estado no quiere que se muestre. Asimismo, las imágenes ubicadas a lo largo del decurso narrativo son rastro del principio nómade que la narración personifica, ellas son el mapa visual de los territorios del horror que el protagonista ha transitado. La contradicción entre el país sufriente y el representado por la retórica oficial, se refleja en el desplazamiento de Andrés Ramírez por los pueblos arrasados. Ciertamente, el señalamiento de la condición infame a la que el gobierno y demás fuerzas de poder ha sometido a miles de colombianos, se hace posible en el movimiento incesante por los lugares del miedo del protagonista fotógrafo.

Es posible establecer una relación directa entre el lugar de la arremetida de la guerra que Ramírez ha fotografiado y el espacio ficcional que Rosero construye en Los ejércitos:

Estas sombras que veo temblar alrededor, igual o peor que yo, me sumergen en un torbellino de voces y caras desquiciadas por el miedo […] otros soldados han hecho su entrada por la esquina de arriba, y se gritan con los de abajo, precipitados; los tiros, los estallidos se recrudecen […] ¿a dónde correr? […] «Guerrilleros» grita de pronto, abarcándonos con un gesto de mano, «ustedes son los guerrilleros» […] apuntó al grupo y disparó una vez; alguien cayó a nuestro lado, pero nadie quiso saber quién, todos hipnotizados en la figura que seguía encañonándonos […] Todos corrimos ahora, en distintas direcciones, y algunos, como yo, iban y volvían al mismo sitio, sin consultarnos, como si no nos conociéramos […] Una tremenda explosión se escuchó al borde de la plaza, el mismo corazón del pueblo: la grisosa nube de humo se esfumó y ya no vi a nadie; detrás de la polvareda emergió únicamente un perro, cojeando y dando aullidos […] otra detonación, un estampido más fuerte aún se remeció en el aire, al otro lado de la plaza, por los lados de la escuela. Entonces me encaminé a la escuela, hundido en el peor presentimiento. (Rosero, E. 2006: 95-97)

Esta escena de espanto y fuga podría ser la masacre que Ramírez enfoca después con su cámara. Las propuestas de escritura de Montoya y Rosero coinciden no solo en la representación del estado de horror a causa de la guerra, sino también en las figuras narrativas que transitan en diferente momento los mismos espacios devastados. Los cuerpos mutilados que la foto de Ramírez muestra podrían ser los despojos de los vecinos de Ismael. Figuradamente, es como si el personaje fotógrafo de Los derrotados se desplazará hasta el espacio ficcional de Los ejércitos para dejar registro visual de la masacre del pueblo. Y, a su vez, en el testimonio ambulante y horrorizado de Ismael pareciera explicarse lo que la foto de Ramírez enmarca.

La destrucción progresiva de los lugares de Los ejércitos gira en alegoría del aniquilamiento mismo del personaje, no solo como cuerpo susceptible a la desaparición sino, y sobre todo, como sujeto con una identidad, una cultura y una memoria. A medida que Ismael Pasos recorre su villa en proceso de destrucción, paradójicamente, también va dejando registro de su lugar en el mundo; un lugar que va cayendo de la manera más atroz y arrastrando en tal dinámica la total existencia de quien lo habita. El derrumbe de los referentes espaciales es liquidación del pasado personal. El andar aterrado de Ismael por el pueblo, buscando a Otilia, su mujer, es signo del trascurso de desterritorialización al que lo han sometido los actores de la guerra, de la pérdida de la identidad de persona. Todo ser humano está sujeto a una trayectoria espacial: a la casa habitada, la plaza, la escuela, el lugar de solaz, entre otros; por lo tanto, cuando no queda nada de estos sitios una conmoción interna desgarra lo propio del sujeto. La «vida vivida» no encuentra sitio concreto donde posicionarse. Los lugares perdidos son también la pérdida de sí mismo.

El principio de desplazamiento, afín al del flâneur, que las novelas incorporan, traza una trayectoria de la violencia en la que voces entrecortadas, escombros y gestos alterados componen un lenguaje, que si bien no logra reintegrar materialmente lo perdido, sí consigue nombrar a quien sufre, dar voz y forma al terror y al trauma, para rescatar del silencio la verdad real de la guerra. Armar un discurso coherente de lo innombrable y fugitivo de la violencia se convierte en un reto para el escritor. En el caso de Los derrotados y Los ejércitos, la ubicación espacio-temporal del narrador en lugares estratégicos es la habilidad retórica que da representación a ese tipo de circunstancias del conflicto. Cada propuesta se ubica en el seno mismo de la masacre, aunque en momentos diferentes: el instante mismo de la arremetida y el después de ese suceso. Si bien, en ambas novelas el desplazamiento es la fuerza propulsora del relato, la narración de Ismael transcurre en el instante mismo de la huida y el terror, mientras que la de Ramírez se hace después de estos hechos. Son circunstancias claves que determinan el tono y la escritura de la violencia.

Se puede decir que en Los derrotados la inflexión del relato obedece más a la percepción razonada de alguien que mira los sucesos sangrientos desde «afuera”; aunque ubicado en el propio lugar de la masacre, la percepción de Ramírez es claramente la de alguien que no ha sido agredido directamente. El héroe, sin dejar de sentirse impactado ante el panorama espelúznate, se toma el tiempo de fijar la atención en detalles precisos a medida que recorre el lugar; su discurso, en este orden, se desarrolla de manera mesurada y explicativa. Del otro lado, Rosero ha optado por dar forma a una narración atravesada por el efecto psíquico y corporal inmediato de lo atroz. Contar la guerra a partir del momento de su desencadenamiento y, desde la impresión instantánea del sujeto que escapa y sufre, da forma a una narración ajena a la explicación de lo representado.

En Los ejércitos, Rosero no retiene a su personaje para analizar o profundizar en las causas y consecuencias de la devastación, tampoco para aclarar una mirada personal del conflicto, ni mucho menos para dejar explícito un discurso sobre la realidad violenta de un país. La narración del terror se registra como una imagen fugaz; la voz y la mirada de Ismael van al ritmo de su trasegar. De esta manera, los hechos conforme se van contando son afines al callejeo escabroso de quien narra, la fijación de una idea explicativa sobre lo que se ve y se siente es innecesaria para significar la profundidad del fenómeno. La suma de los sobresaltos y las impresiones de terror conforman una narración en la que el discurso aclaratorio sería redundante. Ismael no cuenta con un intervalo de tiempo para razonar sobre lo que está padeciendo, por esta razón, a medida que huye de la amenaza, va refiriendo la situación de manera descriptiva y presurosa. El personaje ubicado en el corazón mismo del desastre es la exploración emocional pura del impacto de lo atroz en quienes son forzados a huir de sus propio hogar.

En orden a las ideas desarrolladas a lo largo de este texto, podemos concluir que las propuestas de escritura abordadas recurren a un personaje-caminante, narrador ambulante, que transita por lugares que ya no son. Aunque no es fundador de nuevos territorios, como se simbolizó tradicionalmente en el motivo del flâneur, al narrar los lugares destruidos recupera el pasado y la memoria de quienes los habitaron. La metáfora del vacío y la destrucción que los héroes encarnan, paradójicamente, es también fuerza expresiva de vida y existencia, redención del estado de persona de quienes murieron en el anonimato o escaparon hacia lugares ajenos. Ciertamente, la fuerza expresiva de las novelas abordadas se deriva del constante desplazamiento de los héroes. El principio nómada que la palabra encarna es una práctica tanto estética como política, deja registro de la fragilidad del sujeto en territorios asediados por la violencia.

Bibliografía

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[1] «Los escapados», en este estudio, son los personajes obligados a dejar su lugar de origen a causa de las circunstancias sociales, políticas y personales que los estrechan. El término lo retomamos de la frase «Colombia produce escapados, eso es verdad», que el narrador de El ruido de las cosas al caer pronuncia en un momento de reflexión sobre el destino de muchos jóvenes durante la década del noventa, a razón del narcoterrorismo en Colombia. (Vásquez, J. G. 2011: 254). Frente a la situación actual de migración en el panorama internacional, los conceptos «migrante», «refugiado», «desplazado», «exiliado político», entre otros, empiezan a mostrarse insuficientes y problemáticos, no alcanzan a abarcar la compleja realidad migratoria contemporánea. Así entonces, el personaje escapado lo proponemos como figura literaria que intenta caracterizar los diversos movimientos forzados de población colombiana, que se originan en el territorio nacional e internacional.

[2] La agencia de la ONU para los refugiados (ACNUR), con motivo del Día Mundial de los Refugiados, 20 de junio, difundió el nuevo informe anual, 2017-2018, sobre las cifras de refugiados a nivel internacional. En este informe, Colombia, lamentablemente, aparece en primer lugar, encabezando la lista sobre desplazamiento interno.

[3] Recuérdese que una de las estrategias novedosas de Montoya en esta novela es la incorporación metafórica, escrita, de una serie de fotografías reales sobre la violencia colombiana. Fotografías de Abad Colorado, reconocido fotógrafo del país. Sobre la función de la fotografía en esta novela tenemos un estudio previo: Vanegas (2015).

[4] La condición del inmigrante latino la trabajamos en esta novela en un estudio anterior, incorporando el concepto de miedo y asco político: Vanegas (2017).

[5] Abad Faciolince cuenta su experiencia de escritura de El olvido que seremos en un libro posterior: Traiciones de la memoria. Aquí devela su éxodo por diversos lugares dando forma al pasado del padre y su asesinato.

[6] La masacre de Bojayá se inscribe en el continuo y cruento enfrentamiento que entre el 20 de abril y el 7 de mayo de 2002 sostuvieron la guerrilla de las FARC y un comando paramilitar en las inmediaciones de las cabeceras municipales de Bojayá. La población se vio enlutada tras la explosión de una pipeta de gas llena de metralla que las FARC lanzaron contra los paramilitares, quienes se ocultaban tras el recinto de la iglesia donde se refugiaban más de 300 personas.

Lecturas del “yo escritor” en El olvido que seremos y Traiciones de la memoria de Héctor Abad Faciolince

 

Lecturas del “yo escritor” en El olvido que seremos y Traiciones de la memoria de Héctor Abad Faciolince*

Orfa Kelita Vanegas Vásquez

Universidad del Tolima, Colombia

Universidad Nacional de Cuyo, Argentina.

okvanegasv@ut.edu.co

(Artículo Publicado en la Revista Visitas al patio, No 9, Universidad de Cartagena, Colombia)

Resumen

Esta reflexión se centra en la indagación de la figura del “yo escritor” en El olvido que seremos (2006) y Traiciones de la memoria (2009) de Héctor Abad Faciolince (1958). Teniendo en cuenta un referente teórico sobre el espacio biográfico, específicamente el género autoficcional, se indaga la construcción del “yo escritor” como entidad narrativa desde la que el autor colombiano reflexiona sobre su propio hacer escritural y tradición literaria. La configuración de la presencia del “yo escritor” abre un espacio revelador de los matices del perfil escritural y la tradición lectora que constituyen el “sí mismo” del autor-escritor-narrador. Los dos libros objeto de estudio se relacionan entre sí, ya que el segundo es una especie de documento de “genética narrativa” que recoge, desde un suceso narrado en la primera obra y desde el interrogante del sujeto narrador sobre las tensiones metafóricas de lo ficcionado, el proceso de escritura de ambos textos.

Palabras claves: yo escritor, yo lector, autoficción, memoria, Héctor Abad Faciolince

Abstract

This reflection is focused in the inquiry of the «I, writer» figure in The oblivion (2006) and Traiciones de la memoria (2009) of Héctor Abad Faciolince (1958). Taking in account a theoretical reference about the biographical space, specifically on the autoficcional gender, the construction of the “I, writer” is inquire as an narrative entity from which the Colombian author reflects on its own make scriptural and its own literary tradition. The configuration of the presence of the «I, writer» opens a revealing space of the nuances of the scriptural profile and the reading tradition which constitute the «himself» of the autor-writer. The two books under study are related to each other, since the second is a kind of document of «narrative genetics» that collects, from an event narrated in the first work and from the question of the narrator subject about the metaphoric tensions of the fictionalized , the writing process of both texts.

Keywords: I writer, I reader, autofiction, memory, Abad Faciolince.

Para iniciar esta reflexión consideramos necesario señalar algunos aspectos generales sobre los libros que indagamos. El olvido que seremos (2006) cuenta la historia de un padre y su asesinato durante uno de los momentos más agudos de la violencia sociopolítica en Colombia, a la vez que configura algunas imágenes simbólicas del pasado histórico reciente del país[1]. Reflexionar sobre los artilugios de escritura de este texto conlleva a la comprensión de los modos como el autor refiere el “yo propio” a través de una voz narrativa que cuenta la historia del padre; asimismo, se deduce que en ese transcurso narrativo se abre la posibilidad de valorizar aspectos significativos de casi todo texto autorreferencial: el perfil escritural y la tradición lectora que constituyen al autor como un “yo escritor”; igualmente, se evidencia el uso creativo de los recursos literarios para articular una narración que, aunque de corte autobiográfico, no se circunscribe exclusivamente a este campo narrativo, como tampoco a ningún otro género específico. Como defiende el propio autor, El olvido que seremos es una narración de género incierto. Sobre este asunto volvemos más adelante.[2]

Por otro lado, es necesario tener presente que tres años después de la publicación de El olvido que seremos el autor publica un nuevo texto de carácter autobiográfico titulado Traiciones de la memoria (2009). El escritor manifiesta que este segundo texto surge con la intención de dar claridad a un suceso clave narrado en El olvido: el del poema de Jorge Luís Borges encontrado en el bolsillo del abrigo que el padre llevaba puesto el día que fue asesinado. Poema que Abad Faciolince transcribe fielmente en El olvido que seremos, y del cual toma el primer verso para titular este libro. En su momento, la publicación de este poema en el libro de Abad causó sospecha y malentendidos entre algunos estudiosos de Borges, pues dudaban de que efectivamente esos versos pertenecieran al escritor argentino. Traiciones de la memoria se compone también de otros dos relatos: Un camino equivocado y Exfuturos, sin embargo, es el texto Un poema en el bolsillo el que abarca la mayor parte del libro y el que claramente nos interesa en este estudio. Así entonces, por la particularidad temática de este último relato y por ser Traiciones un libro en el que se reflexiona sobre los laberintos de la memoria, el pasado y los procesos de la escritura narrativa, lo tomamos como apéndice necesario de El olvido que seremos.

El conocimiento de lo literario como espacio para la autofiguración es explícito en los juegos estéticos que Abad Faciolince utiliza para narrar su vida pasada. Como bien propone Sylvia Molloy (2001), el escritor que se aventura a narrar la vida propia reconoce, conscientemente, lo que significa verter el yo en una construcción retórica, el conocimiento de los artificios literarios le hacen prever la complejidad de constituirse como sujeto en la escritura (pp. 11-12). Esta naturaleza de la autoescritura toma forma en varios aspectos temáticos y estilísticos de El olvido que seremos. Uno de ellos, el que más llama nuestra atención, es el de la indeterminación genérica. Sabemos que la edición en español de este libro no presenta marcas paratextuales de género, aunque en la solapa de Traiciones de la memoria, libro publicado tiempo después, El olvido que seremos aparece catalogado como narración de “género incierto” (Abad Faciolince, 2009). Se publicó como roman (novela) en la traducción al francés y en Inglaterra como memoirs (memorias). Tal movimiento de plasticidad genérica puede leerse en dos vías, la primera deja ver el carácter híbrido o transversal del pacto de lectura, y la segunda, da cuenta de las ideas que el autor tiene acerca de lo real, lo ficcional, lo imaginario y lo representado. En entrevista con José Zepeda (2011), Abad expresa complacencia por presentar lo real como imaginario, reflexiona sobre lo difícil y complejo que resulta configurar el pasado como suceso “netamente real” o como algo que se quiere escindido de lo imaginado. la indeterminación de las fronteras entre realidad e imaginación que el autor propone está en sintonía con los argumentos de Alberca (2007): el resultado de la autoescritura “nunca es un espejo fiel, sino un complejo juego de espejos que se reflejan unos a otros, sometidos a las más extrañas deformaciones” (p. 63). Toda autobiografía es entonces una feliz re-interpretación del pasado propio.

El olvido que seremos, de trazo autobiográfico y anclado a sucesos vivenciales está escrito como novela, no solo por el estilo que adopta a través de la flexibilidad expresiva del lenguaje literario, sino también porque, como se reflexiona en Traiciones de la memoria, gran parte de la realidad que el escritor configura en El olvido está sujeta a las improvisaciones de la recordación y la recreación de un imaginario ficcional. “Hay historias reales [dice Abad Faciolince] que tienen tantas simetrías que parecen inventadas. Si no fueran verdad, podrían ser fábulas, aunque siendo verdad, también son fábulas” (2009, p. 15). La dialéctica entre lo ficticio y lo vivido, entre lo real y su simulacro, se sostiene también en su total inversión, es decir, que la invención deviene en lo real y lo ficticio se convierte en expresión de la verdad (Alberca, 2007, pp. 59-60). Para el autor colombiano resulta más interesante que lo contado en El olvido que seremos se confronte como relato de ficción, no como historia autobiográfico o mera biografía. En territorio ficcional, expresa abiertamente Abad, su padre, protagonista de El olvido, sería dimensionado no solo como figura histórica, sino que también adquiriría el “aura” del personaje novelesco; de un “héroe romántico que llevó una vida muy estética (…) con unas simetrías especiales (…) que amaba la belleza (…) y que visto entonces como personaje literario, podría vivir ‘para siempre’ en el recuerdo de la gente” (Abad Faciolince y Zepeda, 2011). El escritor enfatiza en que no pocas veces los personajes literarios tienen más vida que cualquier persona que realmente haya existido (Abad Faciolince, 2010).

La tensión entre ficción y vivencia revela que para Abad Faciolince prevalece la idea de sostener una memoria a lo largo del tiempo; la cuestión de si lo rememorado es ficción o realidad se torna irrelevante, nada garantiza que una «historia real» sea totalmente veraz o falsa; hay sin duda en todo texto que cuenta el pasado una imprecisión entre los límites de lo real y lo imaginado, la memoria no es fiable al momento de diferenciar claramente esos dos factores. A propósito, Traiciones de la memoria (2009) sobre lo problemático de la veracidad de lo autobiográfico sugiere que “la verdad y el recuerdo están siempre salpicados de olvidos o de deformaciones del recuerdo que no se reconocen como tales” (p. 141), es decir, que la verdad del pasado descansa siempre sobre una memoria imperfecta, y para el ejercicio estético lo imperfecto de lo memorado es gesto confiable que dinamiza la escritura. En esta línea de ideas, si el relato autobiográfico se circunscribe a lo ficcional, El olvido que seremos podría explorarse desde el ángulo de la autoficción, su posición liminar entre autobiografía y novela autobiográfica vigoriza la capacidad expresiva de su historia, y enriquece, además, su análisis crítico.

Ahora bien, la inquietud que genera la indeterminación genérica de El olvido que seremos se corresponde con la necesidad del lector de sentirse en “piso firme” frente al tipo de narración que examina. Casi siempre se desea reconocer el régimen de los hechos para aclarar si se esta ante una “realidad inventada” o a una “realidad ocurrida”. El lector tiende siempre a establecer un pacto de lectura, más con obras como El olvido que seremos tal pacto no es posible, por lo menos no en principio, porque Abad Faciolince, como bien se aprecia, lo ha camuflado. Esta situación en la que no hay una definición clara del pacto de lectura Alberca (2003) la explica desde su noción de autoficción y “pacto ambiguo”; una narrativa de carácter autoficcional, dice el autor, provoca un choque de pactos antitéticos y “cuanto más sutil sea la mezcla de ambos pactos, más prolongado será el efecto de ambigüedad del relato y mayor el esfuerzo para resolverlo” (p. 7). Sin embargo, tal vacilación interpretativa no es infinita, ya que al final se resuelve la indeterminación de leerla como novela o como autobiografía, inclusive como una mezcla de los dos. En ese orden, consideramos, El olvido que seremos consentiría la lectura simultánea de dos géneros: el autobiográfico y el novelesco, es decir, sin dejar de ser autobiográfico, se camufla bajo los artificios literarios de la novela sugiriendo una lectura en clave ficcional.

Uno de los recursos autoficcionales más notables de El olvido que seremos quizás sea la construcción de la entidad narrativa. La entidad del autor se recrea en la entidad de un narrador en primera persona, que busca, desde el relato del “propio yo” construir la entidad del padre. La narración se ancla así a una especie de “sí mismo dual”, a un ambiguo proceso de identificación subjetiva que se constituye a partir de un juego de identidades entre “yo es otro” y “otro es yo”. Mas sobre este factor, es necesario precisar que tal entrecruzamiento o hibridez de identidades – el “sí mismo dual”–, no tiene que ver con “la extrañeza del sujeto que se ve como otro de sí mismo” (Amícola, 2007, p. 30) y tampoco con “el descentramiento y la diferencia como marca de inscripción del sujeto en el decurso narrativo” (Arfuch, 2010, p. 95), que se indica, por ejemplo, en la clásica frase de Rimbaud: Je est un autre. La entidad narrativa del “sí mismo dual” que entrevemos en El olvido, se infiere más bien desde la propuesta de Beatriz Sarlo (2009) acerca de la condición del testigo de experiencias traumáticas. La persona que por una experiencia radical: la muerte, el asesinato, la desaparición, etc., toma la palabra de aquel que ya no está para referir lo vivido. Esto es, que la entidad que narra está “en remplazo” de otra, “ella es otra”, pero también “es ella misma”; es “vicaria” de la memoria de sucesos compartidos. Es una voz testigo que ha sido elegida por condiciones extratextuales (psicológicas, éticas, históricas) para contar lo vivido desde una “experiencia impersonal”, desde aquello que sin haber tocado directamente el cuerpo se asume como vivencia propia. Así entonces, de esta manera es como se da forma a la entidad narrativa en El olvido que seremos: la voz del autor-narrador-hijo se “apropia” de la voz del padre para referir las experiencias compartidas. No deja a la desmemoria y el vacío una vida en comunión: marcada por el amor filial pero también por la violencia sociopolítica, que es la causante del asesinato del progenitor. Veinte años después Abad Faciolince reconstruye como momento vivido en el cuerpo propio las emociones lacerantes que quizás el padre sintió en el instante preciso de su asesinato:

Mi papá mira hacia el suelo, a sus pies, como si quisiera ver la sangre del maestro asesinado. No ve rastros de nada, pero oye unos pasos apresurados que se acercan, y una respiración atropellada que parece resoplar contra su cuello. Levanta la vista y ve la cara malévola del asesino, ve los fogonazos que salen del cañón de la pistola, oye al mismo tiempo los tiros y siente que un golpe en el pecho lo derriba. Cae de espaldas, sus anteojos saltan y se quiebran, y desde el suelo, mientras piensa por último, estoy seguro, en todos los que ama, con el costado transido de dolor, alcanza a ver confusamente la boca del revolver que escupe fuego otra vez y lo remata con varios tiros en la cabeza, en el cuello, y de nuevo en el pecho (Abad Faciolince, 2008, p. 243)

Es llamativo que la reminiscencia del asesinato se haga desde la perspectiva exclusiva del padre pero confesada por la voz del hijo. Enfatizamos en que el narrador-hijo no lo acompañaba durante el atentado. De manera imaginada, el narrador se ubica, en tiempo y espacio, como testigo íntimo del papá para experimentar con él ese momento terrible. Es entonces de este modo como los procedimientos de escritura de la narración de Abad Faciolince configuran tanto la presencia del hijo como la del padre, se da cohesión a una esfera identitaria armónica, donde, metafóricamente, se diluyen las fronteras entre dos individualidades para “dar vida” a un solo sujeto narrativo.

La idea de que el narrador es uno con el padre se expresa poéticamente en el epígrafe que abre la obra: “Y por amor a la memoria llevo sobre mi cara la cara de mi padre” (frase del poeta israelí Yehuda Amijai). Es el renacimiento del padre en la mirada del hijo. O, en otras palabras, la vivificación narrativa del progenitor se hace posible en la voz del hijo-narrador que se cuenta a sí mismo. De ese modo, el procedimiento literario diluye los límites entre las dos entidades: la del narrador-hijo y la del personaje-padre, para dar voz a una sola presencia narrativa en el relato. En el campo autoficcional esta coincidencia de “yoes” es plausible, no infringe “el principio ético de no confundirse con el biografiado” (Holroyd, 2011, p. 72), de hecho, enriquece la capacidad expresiva, estilística y ética de la propuesta escritural.

Ahora bien, la coexistencia de dos presencias subjetivas en un mismo vértice de expresión autobiográfica es, asimismo, la que da profundidad ontológica a las escenas de lectura y de escritura que el texto escenifica. Hay una referencia constante de referencias literarias (Tolstoi, Machado, Vallejo, Neruda, Lorca, Aghata Christie, Proust, Borges, etc.) que alimentan la íntima relación afectiva entre padre e hijo. Múltiples lecturas compartidas, que por la forma como aparecen ficcionadas, hacen parte integral de la imagen de sí mismo y del padre que el narrador procura construir. La figura paterna es ciertamente una “presencia importante” que se fusiona a la existencia del narrador. El encuentro del yo con el libro es crucial en el relato de Abad, pues cada escena que dramatiza la lectura parece dar significado a la vida entera (Molloy, 2001); esta circunstancia podemos constatarla en las siguientes citas que expresan diferentes momentos de la vida del autor-narrador:

Y allá [en la finca familiar de Rionegro] yo hacía largas caminatas con mi padre, que mientras caminaba me recitaba poemas de memoria, y después me leía a la sombra de un árbol, el Martín Fierro, La guerra y la paz, o poemas de Barba Jacob (Abad Faciolince, 2006, p. 126).

mi papá empezó a leerle en voz alta a mi hermana el primer cuento de Oscar Wilde que venía en el libro (…) cuando el pájaro muere traspasado por la espina del rosal (…) me acerqué a ellos, humilde y arrepentido. Mi papá terminó de leer con mucha emoción (…) leí una y otra vez los fascinantes cuentos de Wilde, y desde entonces no he hecho otra cosa que leer literatura (Abad Faciolince, 2006, p. 139).

Creo que el único motivo por el que he sido capaz de seguir escribiendo todos estos años, y de entregar mis escritos a la imprenta, es porque sé que mi papá hubiera gozado más que nadie al leer todas estas páginas mías que no alcanzó a leer. Que no leerá nunca. Es una de las paradojas más tristes de mi vida: casi todo lo que he escrito lo he escrito para alguien que no puede leerme, y este mismo libro no es otra cosa que la carta a una sombra (Abad Faciolince, 2006, p. 22).

Las reflexiones del narrador se instalan a modo de faro en la escena de escritura para guiar los posibles recorridos hacia la interpretación de la identidad literaria de Abad Faciolince. La figuración del “yo escritor”, que es quizás una de las facetas fundamentales de todo “yo autobiográfico”, adquiere densidad en torno a la figura del padre; junto a él se experimenta el primer contacto con las letras, con las lecturas que alimentan su ser, con el inicio en la redacción y el acercamiento a las primeras tertulias literarias. En El olvido que seremos se configura el pasado familiar, las experiencias de la niñez, la adolescencia y la vida adulta en estrecho paralelismo con el proceso formativo de lector y escritor, siempre de la mano del padre. Es interesante que a lo largo de todo el relato el narrador-autor configure la presencia del papá, la memoria que guarda de él, como causa y efecto de su devenir en el mundo de las letras. La formulación literaria del padre, de esa manera, es, por supuesto, un homenaje a ese ser querido, pero también se proyecta como instancia de autorreflexión para recordar que detrás de toda la existencia propia hay siempre un libro. La forma como Abad Faciolince organiza el pasado a través de la escritura configura una realidad donde se combina el impacto intelectual de los libros con la experiencia emocional, reconoce que asociada a cada escena de lectura está el padre como mentor y motivador.

Si nos detenemos en la frase que cierra el último pasaje citado de El olvido que seremos: “casi todo lo que he escrito lo he escrito para alguien que no puede leerme, y este mismo libro no es otra cosa que la carta a una sombra” (Abad Faciolince, 2006, p. 22), puede inferirse que, alegóricamente, la sombra para quien Abad escribe es también la suya, la propia. En tanto que en la entidad narrativa de su relato confluyen ambas presencias en una sola voz, la sombra del padre sería también la imagen del hijo. Una sombra luminosa, que lo proyecta hacia la escritura y le hace “escribir cartas” para hacer presente lo ausente, para llenar con palabras la ausencia añorada. Resulta relevante, sin duda, que El olvido que seremos se origine por amor a la memoria del padre, pues en cierta medida esta memoria está impregnada de la vivencia de la literatura, lo contado sin duda registra las imágenes más simbólicas del pasado literario del narrador. De ese modo, las lecturas del papá son también las lecturas del hijo, o lo que lee el hijo se relaciona directamente con la actitud generosa del padre. Aquí, en esta relación filial, leer, gracias a la motivación del padre, es construirse a imagen y semejanza del deseo propio:

Yo estuve en México nueve meses, hasta octubre. Mi papá se quedó hasta diciembre (…) y lo que quiero resaltar es que él me permitió pasar todo ese embarazo sabático [a los 19 años] sin presión alguna, ni académica ni laboral, sin estudiar nada ni entrar a la universidad, solo leyendo, gozándome la vida (…) Recuerdo en especial haber leído, entre otros muchos libros, los siete volúmenes de la Recherche, de Proust, con una pasión y una concentración que quizás nunca he vuelto a sentir en ninguna lectura. Si hay alguna lectura fundamental en mi vida, creo que esos meses, febrero, marzo, abril, leyendo por las tardes la gran saga proustiana de En busca del tiempo perdido (…) fueron algo que marcaría para siempre mi vida como persona. Ahí confirmé que yo quería hacer exactamente lo mismo que Proust: pasar las horas de mi vida leyendo y escribiendo. (Abad Faciolince, 2006, p. 193-194)

La experiencia de lectura descrita al final de esta cita recuerda las reflexiones de Molloy (2001) acerca de la fantasía proyectiva del lector adolescente: “leer al otro no es solo apropiarse de las palabras del otro, es existir a través del otro, ser ese otro” (p. 47). Son varios los pasajes literarios de Abad Faciolince que revelan su aspiración juvenil de ser escritor; leer a Proust, por ejemplo, lo sumergía en una especie de ensoñación en la que se comparaba con el protagonista de En busca del tiempo perdido. Reescribir las aventuras del referente literario francés como si fuesen propias, vividas por un Abad muy joven, desemboca “en un ejercicio literario, notablemente preciso, de autorretrato textual” (Molloy, 2001, p. 49). Leyendo a Proust el escritor colombiano se siente Proust, la experiencia de vida toma intensidad al pasar por el tamiz literario, alimenta el ingenio y la imaginación:

A mis 19 años, con mi aspecto andrógino de adolescente que madura despacio y sigue siendo casi un niño, efebo lánguido y voluptuoso, recuerdo cómo me movía en ese carro inmenso, blanco, por los senderos del parque Chapultepec, camino de la Casa del Lago, donde hacía mis parsimoniosos cursos de literatura. Me sentía como Proust en un lujoso cabriolé último modelo, que va a visitar a la duquesa de Guermantes y en el camino habla de catleyas con Odette de Crécy. (Abad Faciolince, 2006, p. 195)

Abad Faciolince hace del proceso de identificación literaria uno de los motivos importantes que definen su presente como escritor. Su relato muestra que en todo momento se deja llevar por los libros. El actor de leer “antes de ser y siendo lo que lee” (Molloy, 2001, p. 27) proyecta una vida que siempre ha buscado hacerse palabra, palabra para retener no solo la presencia propia, sino, y quizás con mayor fuerza, la presencia del padre. En Traiciones de la memoria (2009) Abad se pregunta “¿qué queda de la vida cuando uno no la recuerda ni la escribe? Nada” (15), responde. Es, quizás, este temor a desaparecer el que acaso lo motive hoy a seguir escribiendo, a dar forma al recuerdo que aún perdura en el tiempo y evitar así que la experiencia al lado del padre se disuelva en el aire, sin dejar rastro.

Para concluir, notamos que las tensiones metafóricas de la narración del “yo” y de la vida íntima en El olvido que seremos y Traiciones de la memoria sugieren un espacio de reflexión en torno a la capacidad expresiva de la autoficción y sus posibles modos de dar cuenta del recorrido literario de quien narra. La figura siempre presente del padre se enlaza a los recuerdos más preciados de devenir escritor. Abad Faciolince recuerda en sus textos que la escritura autorreferencial es una forma de conservarse a sí mismo, de ser en el texto. La autoescritura de esa manera, se convierte en un gesto escritural, que sin duda convoca la voz y la imagen de quien narra, pero sobre todo vivifica a aquellos a través de los cuales el propio escritor se narra y funda su propio ser. La relevancia del acto de lectura, de los momentos de escritura y de la búsqueda constante del saber de los libros, al lado del padre, demuestran que para este autor los libros son acaso la vida real, pues en estos perdura la existencia misma de lo propio, del “yo” que no puede ser borrado por el tiempo inclemente.

Bibliografía

Abad Faciolince, Héctor. (2006). El olvido que seremos. Bogotá: Planeta.

Abad Faciolince, Héctor. (2009). Traiciones de la memoria. Bogotá: Alfaguara.

Abad Faciolince, Héctor. (2010). Ficción o no ficción, ésa es la cuestión. Conferencia en el Festival VivAmérica, Casa de las Américas. Revisado el 24 de octubre de 2012 desde Internet: https://vimeo.com/20291902

Abad Faciolince, Héctor. (2011). Entrevista sobre El olvido que seremos. Radio Nederland. José Zepeda. Revisado el 5 de enero de 2014 desde Internet: https://www.youtube.com/watch?v=zNhUmmwk7jo

Alberca, Manuel. (2003) “La autoficción hispanoamericana actual: disparate y autobiografía en Cómo me hice monja, de César Aira”. Le moi et l’espace: autobiographie et autofiction dans les littératures d’Espagne et d’Amérique latine. Comp. Jacques Soubeyroux. Saint-Étienne: Université de Saint-Étienne.

Alberca, Manuel. (2007). El pacto ambiguo. De la novela autobiográfica a la autoficción. Madrid: Biblioteca nueva.

Amícola, José. (2007). Autobiografía como autofiguración. Estrategias discursivas del Yo y cuestiones de género. Rosario: Beatriz Viterbo.

Arfuch, Leonor. (2010). El espacio biográfico. Dilemas de la subjetividad contemporánea. Buenos Aires: Fondo de cultura económica.

Holroyd, Michael. (2011). Cómo se escribe una vida. Ensayos sobre biografía, autobiografía y otras aficiones literarias. Buenos Aires: La bestia equilátera.

Molloy, Silvia. (2001). Acto de presencia. La escritura autobiográfica en Hispanoamérica. México, D. F.: Fondo de cultura económica.

Vanegas, Orfa Kelita. (2016, junio-diciembre) “Memoria y espacio autoficcional en El olvido que seremos de Héctor Abad Faciolince”. Revista Cuadernos del CILHA, Vol. 17 (25), pp. 21-37.

[1] En el texto se juega una doble respuesta a la realidad del país: por un lado, configura la experiencia individual-íntima del sujeto narrador, pero al mismo tiempo esta presencia narrativa evoca un devenir histórico, por supuesto colectivo, de la violencia sociopolítica colombiana, particularmente el del cruento periodo de los asesinatos de los militantes de la Unión Patriótica (UP): partido político colombiano de izquierda, fundado en 1985 como parte de una propuesta política legal de varios grupos guerrilleros. Fue perseguido brutalmente por las Fuerzas Armadas Colombianas y el paramilitarismo. Y, precisamente, el padre de Héctor Abad Faciolince hacía parte de la UP y por eso fue cruelmente asesinado.

[2] Avisamos que parte del tema sobre el espacio autoficcional en El olvido que seremos fue trabajado en el ensayo “Memoria y espacio autoficcional en El olvido que seremos de Héctor Abad Faciolince”. Publicado en la revista Cuadernos del CILHA. Retomamos apartados de este trabajo para dialogarlos con el tema central del presente texto.

 

Metáforas políticas del asco en «Hot sur» de Laura Restrepo y «Plegarias nocturnas» de Santiago Gamboa

Metáforas políticas del asco en Hot sur de Laura Restrepo y Plegarias nocturnas de Santiago Gamboa

Orfa Kelita Vanegas

okvanegasv@ut.edu.co

Universidad del Tolima, Colombia

Universidad Nacional de Cuyo, Argentina

(Artículo publicado en la Revista Literatura y Lingüística, No 35, Universidad Católica Silvia Henríquez, Chile)

Resumen

Este artículo reflexiona sobre la proyección del asco y su relación con los límites del cuerpo como efecto que traduce el orden sociopolítico contemporáneo. Desde dos novelas colombianas y un fundamento teórico sobre emociones políticas, se indaga la tensión simbólica entre cuerpos repudiados y organización social. La irrupción del asco como sentimiento público en la narrativa rastrea los modos en que la dimensión ontológica de lo humano se circunscribe a jerarquías meramente políticas.

Palabras clave: Novela colombiana, cuerpo, proyección del asco, identidad, orden sociopolítico.

Abstract

This article reflects about the projection of the repulsion and its relation to the limits of the body as effect that translates the contemporary socio-political order. From two Colombian novels and a theoretic foundation about political emotions, it’s investigated the symbolic tension between repudiated bodies and social organization. The irruption of the disgust as a public feeling in the narrative traces the manners in which the ontological dimension of the human it circumscribe to hierarchies merely policies.

Keywords: Colombian narrative, body, projection of the repulsion, identity, socio-political orders.

  1. Introducción

Las novelas colombianas Hot Sur (2012) de Laura Restrepo (1950) y Plegarias Nocturnas (2012) de Santiago Gamboa (1965), se ubican en el contexto de la tradición literaria que indaga lo emocional como efecto político del orden social. La irrupción de las emociones públicas en el espacio literario desafía los límites del campo sociopolítico que las domestica y acomoda a su interés; anima la capacidad creativa del autor para proponer otros acentos de las tensiones culturales –de género, “raza”, clase social– que han agobiado el devenir del ser humano; y problematiza la conciencia ética del lector frente al acto propio y su sistema de valores. En relación con estos aspectos el presente estudio pretende elucidar, desde el tema del asco como emoción política, la analogía simbólica entre bordes corporales y fronteras del orden social en las dos novelas elegidas. El asco como sentimiento público se configura a modo de vértice donde coinciden los trazos simbólicos de los lindes corporales con las líneas normativas que definen los límites de la organización social contemporánea. Las fronteras del cuerpo: los orificios y las sustancias que eyectan, emergen como metáfora del desprecio y la repugnancia que los sistemas gubernativos hegemónicos proyectan sobre la comunidad de los “países en desarrollo” por considerarla “elemento contaminante” de los valores institucionales.

Los textos de Laura Restrepo y Santiago Gamboa interrogan los modos como los estados emocionales impactan directamente en la estructuración de una nación y el sostenimiento de una cultura política. Significan en torno a la red de sucesos y relaciones entre los personajes, las maneras como las emociones públicas se redirigen y cultivan hacia la conservación de los valores de la sociedad y se vuelven mecanismo fundamental en la deliberación de las conductas individuales y colectivas. Nussbaum [1], sobre estos procesos cognitivo-emocionales públicos [2], afirma que todos “los principios políticos, tanto los buenos como los malos, precisan para su materialización y su supervivencia de un apoyo emocional que les procure estabilidad a lo largo del tiempo” (Nussbaum 2014: 15).

Así entonces, la formulación literaria de los sentimientos colectivos ilumina no sólo el panorama de normas y paradigmas sobre el que se afirma el comportamiento social, sino, y, lo que es más importante, posibilita la evaluación de las coordenadas políticas que recurren a la manipulación de las emociones para infundir imaginarios colectivos sobre quien es considerado como “persona” y quien se queda por fuera de ese “estatus”. En el movimiento de las emociones, las obras de Restrepo y Gamboa ingenian un espacio de contestaciones donde se levanta un faro de miradas capaz de proyectar otras formas de sensibilidad y comprensión de los hombres y mujeres como sujetos sociales. Aunque predeterminados como persona por un esquema de valores, las subjetividades presentes en las narrativas logran exceder tal esquema para constituir su yo propio, y, a su vez, confrontar el orden gubernativo que fija límites más allá de los cuales siempre queda alguien, en condición de excluido.

La manifestación de las emociones sin duda se hace palpable en los gestos y fronteras del cuerpo. En Hot Sur y Plegarias Nocturnas la fuerza vital de los personajes se coliga a lo corpóreo, es decir, la trama narrativa toma consistencia y profundidad en el “sentimiento y conciencia de cuerpo” que tienen los protagonistas. Éstos se hacen tangibles en la forma como el lenguaje estético mapea el cuerpo, ya sea para significar la subjetividad que lo constituye o para negarla en su identidad. En la novela de Gamboa, por ejemplo, La Tongolele, personaje transexual que aparece en uno de los apartados de Monólogos de Inter-neta, recobra su identidad cuando logra tener, a través de intervenciones quirúrgicas, un cuerpo como el de Pamela Anderson, a quien ve como referente de “mujer bonita”, que, según la protagonista, es la única que “importa en este mundo” (Gamboa 2012: 84), veamos:

hablo del cuerpo y no del alma […] primero fueron las siliconas, el bótox, las costuras y remiendos, y luego, cuando me repuse de todo, empecé el trabajo físico. Tres horas de gimnasio al día. El bronceado me lo hago con productos PA […] Yo cuido cada cosa, cada detalle, porque el cuerpo es una pintura. Digamos, para las que sean cultas, como La ronda noche de Rembrandt. Cada matica, cada orla del vestido, cada sombra, todo es perfecto. Así debe ser una si el objetivo es ser la más hermosa del mundo, o por lo menos de mi propio mundo, no seamos tan presuntuosas. (84)

En este pasaje la fijación de la apariencia física para proyectar “el espíritu” del personaje, evoca el cuerpo en el flujo de la realidad contemporánea. La línea de visibilidad y subjetivación de lo corpóreo se enfila con nuevas figuraciones en las que el sujeto se define no en lo que es, sino en lo que está dejando de ser. “La Tongolele” franquea categorías corporales como masculino, femenino, natural, único, etc., para abrir camino a la “materialización” del yo a imagen y semejanza del deseo propio. En este personaje se logra leer un imaginario colectivo de lo corpóreo, en el que el ser humano no opone ya alma y cuerpo, sino que de manera sutil se opone a su propio cuerpo en un efecto de desdoblamiento (Le Breton 2002a: 91). Y, así, una vez desdoblado en cuerpo, toda modificación anatómica gira en metáfora del sí mismo.

Si el cuerpo es el “lugar geométrico de la reconquista propia” (Le Breton 2002b: 45), el énfasis que los escritores hacen en él se relaciona con la emergencia de las fuerzas discursivas, políticamente articuladas, que definen qué individuos se reconocen como humanos y quiénes se quedan por fuera de ese “rango” y porqué (Butler 2010: 45). La anatomía circunscrita a un simbolismo excluyente define el valor del individuo en cuanto persona. Las características físicas: color de piel, talla, rasgos faciales, sexo, etc., ciertamente, se han constituido como indicativo para determinar qué individuo es aceptado o susceptible de rechazo. En contestación entonces a esta realidad, Hot Sur y Plegarias Nocturnas codifican las fronteras corporales como lugar indeterminado y ambiguo que no sólo remueve los paradigmas sociales, sino que también reubica al individuo en calidad de persona con una historia propia y un sello social. Trazas conceptuales como identidad, dignidad, legalidad, etc. son debatidas desde una reelaboración transgresora del cuerpo. Las excrecencias y “marcas” corporales ­–la cirugía estética, el tatuaje, la cicatriz de tortura, la deformación, las secuelas de la enfermedad–, se constituyen en las novelas como símbolo y lenguaje de reconocimiento que el sujeto excluido apropia para habitar su espacio íntimo y la “zona invivible” de la vida social.

  1. Sustancias viles y proyección del asco

La temática que en Hot sur y Plegarias nocturnas canaliza la tensión simbólica entre corporalidad repudiada y orden social hegemónico, es el éxodo del colombiano a países del “primer mundo” por causas económicas, sociales o políticas. María Paz, heroína de Hot Sur, se establece en Estados Unidos con la ilusión de reencontrar a su madre y dar por cumplido su “sueño americano”; mientras que Juana, personaje de Plegarias nocturnas, huye a Japón para resguardar su vida de la barbarie política del país. Con estas protagonistas se entra de lleno a escenarios donde la precariedad, la intimidación y la “animalización del otro” data las circunstancias degradantes de quienes son valorados desde un marco de asco político; de aquellos que no son reconocidos como persona en la esfera sociocultural de países “modelo” de desarrollo humano, calidad de vida y democracia vigorosa.

Es necesario precisar aquí el concepto de asco para comprender su relación con lo político y la formulación que de él hace la narrativa. A saber, el asco o repugnancia, es una emoción especialmente visceral, que implica siempre “reacciones corporales intensas a estímulos que a menudo tienen características corporales muy marcadas” (Nussbaum 2008: 234). Su contenido cognitivo [3] retiene el sentido del contacto con un residuo contaminante: casi siempre de carácter corpóreo, en el que la repugnancia se ancla a la concepción que el sujeto tiene de tal residuo. Por lo tanto, toda emoción de asco está motivada “principalmente por factores vinculados a las ideas: la naturaleza o el origen del elemento y su historia social” (Nussbaum 2008: 235). Para ilustrar un poco más la complejidad del simbolismo del asco, Nussbaum en su libro Paisajes del pensamiento precisa que la excrecencia producto del cuerpo propio no es vista como inmunda cuando aun permanece dentro del cuerpo, sin embargo, se vuelve repulsiva y ominosa una vez que lo abandona. En orden entonces a este aspecto, se puede deducir que el punto de toque entre la emoción de asco y el sentimiento político se sitúa justamente, en la idea de expulsión del residuo, que, una vez fuera, vira en sucio y ajeno, en un elemento extraño y contaminado. Esta derivación del objeto íntimo en sucio, en analogía simbólica, se reproduce en el plano social; esto es, que así como el cuerpo humano contiene elementos que una vez excretados se les reduce a cosa repugnante, el cuerpo sociopolítico de la nación, por causa de sus leyes y normativas, también expele y repudia a muchas de las personas que lo conforman. De hecho, aunque parte de esas personas logran el respaldo jurídico de sus derechos como ciudadanos, el cuerpo nacional sigue considerándolas como “intrusas” y negándolas en su humanidad. En resumidas cuentas, el humano “otro”, aquel que está por fuera de una especie de “traza cultural-genética” del colectivo dominante, se alza como ícono del asco, como excreción que el cuerpo de la nación, políticamente definido, desecha.

Los sucesos en Hot Sur se desencadenan cuando María Paz es encarcelada por asesinato. En torno a este personaje se estructura un discurso que denuncia las condiciones discriminativas, violentas y de acoso político que viven los inmigrantes en Estados Unidos. En este contexto, el cuerpo es convertido en blanco de violencia por quien se arroga el derecho de “normativizar el proceder” del otro. María Paz, por ejemplo, imputada por el FBI de delincuente peligrosa –sin haber cometido crimen–, recibe una paliza brutal por parte de los agentes. Paliza que le provoca un aborto (Restrepo, 2013: 253-56). El abuso de la agresión y el control desmedido en este pasaje ficcional se escuda tras un discurso eufemístico que justifica el ultraje a la heroína como acto necesario para garantizar la seguridad colectiva. Cuando, realmente, la reclusión de María Paz ha sido más bien estratagema para desviar la atención de los organismos periodísticos y judiciales ante la corrupción del Departamento de Justicia Norteamericano: recuérdese que un grupo de agentes de esta institución, traficantes de armas, son quienes asesinan a Greg: expolicía traficante, y esposo de María Paz. Es así, en consecuencia, como la protagonista termina en la cárcel con una hemorragia vaginal crónica. El cuerpo en este caso gira en alegoría de lo atroz, en metáfora del asco político y en acusación explícita de la invisibilización de lo humano:

Según todo indica, deshacerme en sangre es un hecho que se va cumpliendo. Es como si me hubieran quitado un tapón y por ahí me fuera vaciando. Como si al no poder salir de estos muros, hubiera decidido salirme de mí misma […] Empecé con este drama recién llegada a Manninpox […] Mi piel ya no es mía, yo me quedé sin piel, yo soy una que anda en carne viva. (Restrepo 2013: 180, 253)

En esta escena llama la atención el borramiento [4] que la protagonista hace de sí misma al subsumir su existencia a un residuo sangrante, a una sustancia abyecta. Es un pasaje que apunta directamente a los orificios corporales: “puntos de referencia que cortan y constituyen el cuerpo” (Kristeva 1989: 74). Toda materia expelida a través de ellos se considera marginal, con un potencial simbólico de contaminación, siendo la sangre una de las excreciones que causa mayor repulsa: “en la sangre está la plaga [afirma María Paz] todo se tolera menos la sangre, que marca el límite del aguante [….] una sola gota es suficiente para el contagio, una sola (Restrepo 2013: 190-1). La sangre, en efecto, y especialmente la vaginal, es sustancia desagradable que causa repugnancia por estar asociada con lo sucio; ella siempre motiva asco porque el imaginario cultural la relaciona con las “cosas manchadas o impuras”. En el pasaje citado se carga de mayor resonancia semántica por tratarse de un aborto, una particularidad en la que rastreamos el simbolismo aciago de la sangre que no llega a convertirse en persona, de “aquello” que se expulsa hacia el exterior del linde humano.

Mary Douglas, retomando a Levy-Bruhl, sostiene que en algunas culturas la sangre menstrual y el aborto se consideran como una especie de ser humano manqué; es decir, que si la sangre no hubiese fluido se habría convertido en persona. El sangrado vaginal, por ciclo menstrual o aborto, “posee el rango imposible de una persona muerta que nunca ha vivido” (Douglas 2007: 115). Siendo así, y atendiendo a esa creencia, es inevitable comparar el significado del sujeto manqué con la impresión de borramiento del yo que acosa a la heroína de Restrepo, es como si al “deshacerse en sangre” ella quedara del lado de esas personas muertas que nunca han vivido, como si su desecho sanguinolento la convirtiera en un ser humano manqué, en una vida humana excluida de la “categoría de persona”, de aquel que, aunque vivo, está muerto.

De manera significativa el simbolismo de la hemorragia de María Paz se establece como punto de tangencia en el que el concepto de no-persona se cruza con el de asco político. Cuando la heroína se compara con la sangre del aborto alegoriza su condición de inmigrante, de ser vil expelido por el sistema sociopolítico norteamericano. La narración, de esa forma, configura sus personajes como no-personas, como cosas abyectas desencadenantes del asco: “excretados” del cuerpo social dominante. La jerarquización de la vidas humanas a la postre, degenera en imaginarios y conductas segregacionistas, pues aunque humanos todos, hay quienes son valorados como persona y quienes se quedan por fuera de esa categoría [5]. En tales condiciones, es indiscutible que la dimensión ontológica de lo humano se reduce a lo meramente político, pues no por el hecho de ser humano se tiene el estatus de persona.

Sobre ese complejo orden de lo social, Esposito (2011) aclara que “si la categoría de persona coincidiese con la de ser humano, no habría necesidad de ella” (22). En una sociedad donde prima la facultad de incluir por medio de la exclusión, siempre existirán hombres y mujeres que no sean consideradas del todo como personas, pues “la categoría de quienes gozan de determinado derecho es definida sólo por contraste con quienes, al no ingresar en ella, resultan excluidos” (22), sujetos manque. La novela de Restrepo, leída desde ese razonamiento de lo humano, demuestra que aunque el cuerpo social norteamericano está conformado por seres humanos: “nativos” e “inmigrantes”, estos últimos son negados en su humanidad. Simbólica y materialmente, en esa sociedad, hay vidas humanas que son reducidas a cosa, a algo que provoca repulsa y, por tanto, no entran en la esfera política de persona, y mucho menos en el horizonte valorativo de sujetos con libertad de pensamiento y acción.

La manifestación discursiva y estética de Hot Sur sobre la proyección del asco, surge de la tensión entre “los de arriba” y “los de abajo”, “los del norte” y “los de sur”, “los limpios” y “los sucios”. Una organización vertical de la sociedad que se reproduce en todos los escenarios sociales de la realidad ficcional: hogares, hospitales, cárceles, empresas, etc., donde lo nauseabundo y lo abyecto se asocia siempre con las personas de la periferia, con los de raza negra, los latinos y todo tipo de forastero que no reúna las características culturales y físicas “del civilizado norteamericano” (Restrepo 2013: 124). Estas manifestaciones de desprecio, desde el lente del psicoanálisis, se motivan debido a un aprendizaje adquirido a partir de la niñez: el reconocimiento de nuestro cuerpo como organismo productor de “sustancias viles”, que implica la confesión de sabernos corruptibles y viscosos, confrontándonos así, de manera ambigua, con el yo propio. Una situación ante la que se reacciona de modo evasivo proyectando la inmundicia propia, el asco de sí mismo, hacia fuera, “de tal manera que en realidad no sea uno mismo el que suscite asco, sino otro grupo humano que, en su villanía y perversión, es una fuente de contagio que hay que mantener a raya” (Nussbaum 2008: 239). La discriminación étnica y racial que se cuestiona en Hot Sur, parece derivarse pues de la respuesta evasiva del asco por sí mismo, que alimentada por normas y paradigmas culturales excluyentes llega a desembocar en la negación absoluta del otro al considerarlo elemento contaminante:

No había defensa posible, a la civilización occidental se le estaba viniendo encima todo el Sur, el explosivo y atrasado Sur, el desmadrado y temible Sur, con sus miles de odiadores de gringos que venían subiendo en horda […] avanzaba por Panamá, atravesaba Nicaragua, se dejaba venir como tsunami por Guatemala y México y era incontenible cuando se colaba por los huecos de la vulnerable frontera americana. Los del Norte ya tenían encima a la marea negra del Sur, la tenían adentro. (Restrepo 2013: 124)

La escena resulta interesante por el efecto de invasión que insinúa, por la sugerencia de que algo problemático está irrumpiendo en el cuerpo social norteamericano. La reacción de repulsión del narrador hacia la comunidad latina lo lleva a asociarla con una especie de virus o cosa contaminante que penetra el organismo social infectándolo [6]. En esa proyección del asco político la novela actualiza la idea de corrupción en la que “el yo se envilecerá o se contaminará por la ingestión de una sustancia que se considera desagradable” (Nussbaum 2008: 236). De ahí que, Ian Rose, narrador de la escena anterior, suponga que esa “marea negra del Sur”, de “pésimo acento y sonrisa taimada” (Restrepo 2013: 125), está al acecho, “escondiendo Blackhawks Garra II entre el bolsillo” (125), dispuesta a rasgar el equilibrio de su sistema democrático y a abusar de sus bienes. Unido a esto, si se tiene en cuenta que todo orden político está estrechamente relacionado con un orden corporal (Le Breton 2002b: 40-42), y que el asco está ligado a los límites corporales y a la perspectiva de la ingestión o contacto con un elemento vil (Nussbaum 2006: 114-15), resulta claro que las jerarquías sociales y sus fines políticos: el cuerpo sociopolítico de la nación, se figuran en Hot Sur como alegoría de la problemática relación que el ser humano tiene con el cuerpo y sus excrecencias. Como ya se señalaba líneas arriba, el hombre asimila desde pequeño la forma de expeler la repulsión de sí mismo volcándola hacia los otros, especialmente hacia aquellos que piensa están “por debajo” del “estatus de persona”; actitud que señala a “ese otro” como amenaza latente para el círculo social, como cosa que infecta el cuerpo nacional que se supone “inmaculado”.

Si nos detenemos en el efecto de invasión del último pasaje citado de Hot Sur, es indudable que evoca el comportamiento animal en la forma como muestra a la comunidad latina ingresando a territorio norteamericano: “se le estaba viniendo encima (…) venían subiendo en horda (…) se dejaba venir como tsunami (…) era incontenible cuando se colaba por los huecos (…) ya [la] tenían encima (…) la tenían adentro (Restrepo 2013: 124). “Los del Sur”, así representados, traspasan la frontera como especie de alimaña microbiana dispuesta a inocular el corazón de la nación estadunidense. Ciertamente, el esquema de valores que niega con fastidio al otro excluyéndolo de la esfera personal, empareja lo humano con la naturaleza del animal. La imagen de contaminación sujeta a la emoción de asco, corporiza un rechazo al contagio, que responde en gran medida al deseo de ser “no animal”. Investigaciones de corte psicológico cognitivo [7], han puesto de manifiesto que las ideas que motivan el asco se desprenden del interés por custodiar los límites entre el ser humano y los animales o por refrenar la animalidad propia. Por ejemplo, toda secreción corporal, considerada como sucia, se asocia con lo animal, con lo que se tiene de común con ello, de ahí la repulsa y el rechazo a su contacto por estimarse contaminante –a estas excreciones se añaden los despojos y las cosas infectas que recuerdan la mortalidad y la corrupción si se ingirieran- (Nussbaum 2006: 106-20). Entonces, al hilo de esos razonamientos, la novela de Restrepo metaforiza los miedos y prevenciones del estadunidense frente al latino. Asociar a “la comunidad del Sur” con la naturaleza del animal es suponerla como un dispositivo de contagio. El asco político que agita a Ian Rose en realidad lo que muestra es la latencia del imaginario de conjuración, tanto de la animalidad como de la mortalidad, de la condición animal que tanto impresiona al ser humano.

Si la proyección del asco se manifiesta cuando el otro es representado como “animal abyecto”, como cosa que se opone decisivamente a lo humano propio, en palabras de María Paz, es porque “para ellos [la institucionalidad dominante] es importante convencerte de que has dejado de ser humano” (Restrepo 2013: 56). Manipulado políticamente, el asco niega “la realidad misma del cuerpo de los miembros del grupo dominante, que proyectan así su propia vulnerabilidad corporal en los miembros del grupo subordinando, y luego usan esa proyección como excusa para ahondar en la subordinación” (Nussbaum 2014: 317). De esa manera, la categoría biopolítica de no-persona en la que se circunscriben los protagonistas de Hot Sur, corre en coherente paralelismo con la de animal vil que el asco político proyecta en el sujeto inmigrante. En la realidad ficcional, en suma, la distribución que el orden gubernativo estadounidense realiza de las subjetividades representadas entre persona y no-persona, entre vidas reconocibles y legibles socialmente, y vidas opacas al orden jurídico de la comunidad, guarda estrecha relación con la oposición ontológica entre humano y animal, “que fue una matriz de muchos sueños civilizatorios del humanismo” (Giordi 2014: 30).

Resumiendo, en orden a lo discutido en este apartado, se reconoce que lo literario, paradójicamente, penetra en lo inhumano para devolvernos a lo humano. La ficción que ofrece una nueva inflexión del engranaje sociopolítico no sólo lo deconstruye, sino que también, y ante todo, esclarece otras formas de pensamiento y actitud más inclusivas de las divergencias culturales. Hot Sur en la escenificación de los avatares del inmigrante, advierte lo fantasmal [8] del tipo de pensamiento que excluye al “otro” como medida para sostener un imaginario de “nación decente”. Asimismo, de manera paralela a los vejámenes de los personajes, en la novela de Restrepo se escenifican relaciones afectivas entre personajes de culturas heterogéneas en las que prima la empatía: María Paz y Cleve, Mandra X y las reclusas, Ian Rose y Empera; se reconoce positivamente en varios momentos la figura del inmigrante; y se cuestiona el carácter ético y legal de las instituciones norteamericanas al ser foco de conductas corruptas por parte de los propios miembros. Un conjunto de situaciones que abren otras rutas para indagar la tensión entre cultura y política. En síntesis, Hot Sur significa la proyección del asco como una mala guía para los fines organizativos de carácter público, ya que, como se ha argumentado desde los estudios de Nussbaum, la repugnancia es altamente maleable en términos sociales, y, casi siempre, utilizada para negar y atacar la humanidad de las personas y grupos más vulnerables.

  1. La piel como mapa de lo íntimo

 A continuación se discute la relación del cuerpo, específicamente de la piel, que lo recubre y contiene, con la proyección del asco. Dado que la literatura retoma las formas y sentidos de la superficie corpórea, ilumina otros modos en que lo humano se hace reconocible política y socialmente. La piel transformada en mapa de lo íntimo interviene en la recuperación de lo personal, de la dignidad y la memoria: tanto individual como colectiva, del sujeto y la sociedad.

Se argumentó líneas arriba que la distribución desigual del valor de lo humano y de la consideración de algunos como persona mientras que otros quedan por fuera de esa “jerarquía”, patentiza un ordenamiento político de los cuerpos. Una biopolítica, que, como expresó Foucault, determina la vida humana, donde el poder de “hacer vivir” [9] que se atribuye el sistema organizativo hegemónico, traza o mutila las perspectivas del sujeto. Lo humano, en esas condiciones, se instituye no en el espacio de lo ontológico, sino en el de lo político, donde el cuerpo como materia subsume la trascendencia del ser. No obstante, en esta “cosificación del cuerpo” a causa del “instinto” de politización de la vida humana (Esposito 2011: 73-78), el hombre, en la circunstancia de lo corpóreo como “cosa”, de manera paradójica, ingenia nuevas inflexiones para cohabitarlo y recuperar su valor ontológico. Frente al poder biopolítico que (des)posee el cuerpo, se moviliza un “giro subjetivo de lo corpóreo” que impulsa “otros usos” personales del cuerpo para ser en tanto cuerpo, y con ello recuperar la identidad. La posesión voluntaria del cuerpo por su “legítimo propietario” se abre así como perspectiva de emancipación del sujeto, que proyecta a su vez nuevos lenguajes para la lectura de lo humano en la realidad actual.

Así como los orificios corporales se establecen como pasaje entre el universo íntimo y la zona social, la piel también “representa un elemento sustancial de conexión y, desde ese lugar, se impone como instrumento cultural y simbólico; un estatus que la proyecta simultáneamente al espacio de la ritualidad y la sociabilidad” (Martínez Rossi 2014: 18). Es quizás el órgano humano más visible y, por ello, erigida como lugar de exhibición de lo abyecto y lo vergonzoso: las marcas deshonrosas del esclavo, del criminal o de la mujer infiel, son sólo algunos casos. Por su potencial simbólico, es esperable que la piel sea intervenida y reificada como espacio de contestaciones por la imaginación estética y cultural. En Plegarias Nocturnas se configura a modo de “diario privado”. Juana, personaje central de la novela, tiene imágenes tatuadas por todo el cuerpo, que registran, de forma alegórica, su vida: signada por la violencia política colombiana, la migración, la prostitución y el hastío. La piel se reconoce en esta narrativa como archivo de “sí mismo”, donde los tatuajes y las marcas que la recubren retienen el pasado de la heroína, son metáfora sugerente de lo íntimo y de la asunción del yo. Veamos:

Estaba desnuda y se miraba al espejo […] Nunca había visto un cuerpo así, con extraños y enormes tatuajes: ideogramas japoneses, soles, ojos budistas, yins y yangs, y en su vientre un verdadero cuadro, ¿qué era?, dios santo, pude reconocerlo: ¡La gran ola de Kanagawa, de Hokusai! […] Más abajo, en el muslo derecho, tenía una versión de La balsa de Medusa, de Géricault, y en el izquierdo […] La novena ola, del ruso Iván Aivazovsky […] Tres naufragios más una cantidad increíble de signos religiosos o místicos. A eso se sumaban cicatrices y quemaduras circulares que parecían transmitir algún mensaje […] La miré sin mover un músculo, sin respirar para que no notara mi presencia […] Me pareció la mujer más hermosa del mundo, y sentí que la amaba. […] Luego me retiré sin hacer ruido y me fui a dormir, excitado, culpable, triste. (Gamboa 2012: 274-75).

En principio, hay que notar que la descripción del cuerpo de Juana está referida por alguien que la observa en secreto. La intención lúdica narrativa de un personaje testigo instaurado en la trama, acerca al lector a la vida íntima de la protagonista. Los sucesos toman densidad al pasar por el lente y la voz de esa tercera presencia, que decide, desde sus juicios subjetivos, lo que se muestra o no del personaje. Un “truco formal” que emplean las dos novelas de estudio para entrar en la vida de los héroes: en Hot Sur se adivina un(a) periodista, cronista o investigador(a), que entrevista a los personajes, consulta documentos privados: diarios, cartas, fotos, archivos, que luego organiza, redacta y refiere de forma coherente. En Plegarias nocturnas es un cónsul, especie de alter ego del autor, que se asume vicario de la memoria de aquellos que conoció años atrás para referir lo sucedido. Ahora bien, aunque la constante de los dos libros es la vida de los personajes traducida en forma de narración por un tercero, esta voz testigo también “cede la palabra” a quienes son el eje de su relato, ya sea transcribiendo sus textos íntimos –redactados en primera persona– o dándoles voz independiente para que se cuenten a sí mismos: “Empezaré por lo peor, señor cónsul. Lo peor de lo peor, que fue mi infancia” (Gamboa 2012: 15). Un conjunto de artilugios estéticos que generan cierto efecto de credibilidad y confianza sobre lo acaecido, de los que se deriva la ilusión de verdad de la experiencia de vida de ese yo –ficcional– referido narrativamente.

Concedido que hay un yo, una vida íntima, que se produce en el acto narrativo que articula las novelas, quien relata se apoya en todo tipo de elementos personales de “grafía biográfica” que ayuden a desentrañarlo, no sólo en aquellos archivos que se configuran como palabra, sino también en los que interviene la imagen plástica. Es por esa razón que el narrador que observa a Juana desnuda, en el último pasaje que se citó, se detiene en la descripción de los tatuajes, pues en ellos la historia particular y la memoria también se hacen presente. Hay un yo manifiesto en el tatuaje cuando la imagen grabada representa el “sí mismo” de la protagonista; que, de alguna manera, tiene el mismo efecto del yo gramatical de los textos biográficos utilizados por el narrador testigo en la realidad ficcional: diarios, entrevistas, blogs. Se trata de grabados que construyen a Juana como persona y terminan situando su intimidad en un afuera, expuesta a la mirada de otros. Ciertamente, los tatuajes de la heroína, en su variabilidad simbólica, en el cruce de líneas y colores, narra diferentes pasajes de vida; se constituyen en lenguaje figurativo de su yo, en “narración autopictográfica” –ella decide qué imágenes y símbolos surcan su piel– que expresa los matices del tiempo vivido, los secretos, los sueños y las pesadillas.

Un aspecto sugestivo de los tatuajes de Juana es la recurrencia de imágenes marinas. El narrador destaca, con gran admiración, las pinturas tatuadas donde el mar es la figura central. De hecho, si se observa –en un escenario extratextual– cada uno de los cuadros que la heroína “lleva” en su piel, es ineludible notar que todos son alegoría de la fuerza amenazante del mar y de la confrontación del hombre con ese elemento. El ruido del oleaje, el gesto desesperado del náufrago, la alusión a la muerte, el viento encumbrando la ola, entre otras, son escenas comunes en las pinturas, que fijadas en el cuerpo del personaje expresan el movimiento de una vida. El mar, para Juana, no es un mar quieto, ni abstracto, es el mar de Hokusai, de Géricault, de Aivazovsky, una fuerza precipitada, frenética, que exige resistencia al humano que lo encara. Es el mar, en analogía simbólica, que la habita y la desborda, un piélago alegórico de su conciencia, de su devenir, del jadeo con el que ha atravesado cada palmo de la existencia: sus andanzas como prostituta, la persecución del miedo a causa de la violencia sociopolítica, la humillación en su relación marital y durante su episodio como inmigrante ilegal, la devastación emocional por la muerte del hermano, etc. Así entonces, la potencia de la imagen marina convoca la intimidad de la protagonista, se instala como pasaje por donde transita su historia. En su cuerpo la inscripción del oleaje embravecido transmuta en lenguaje propio, en una narración del yo que preserva y exterioriza la verdad de una vida.

Por concordancia con lo anterior, vale hacer un pequeño paréntesis en el tema principal de este texto para citar aquí el interesante trabajo Signos cardinales (2008) de la artista colombiana Libia Posada, en el que dibuja minuciosamente una serie de mapas sobre los pies y las piernas de un grupo representativo de personas desplazadas por la violencia sociopolítica de Colombia. Cada figura es testimonio de los caminos transitados por la persona para proteger la vida propia y la de la familia. Esos mapas, con sus convenciones particulares, más que íconos que representan la violencia, son presencia directa de ésta, pues los caminos mapeados en el cuerpo de las víctimas producen el espacio y la vivencia desde y en la misma persona expuesta al desplazamiento. De igual modo, las rutas pintadas en la piel de los desplazados se extienden como lugar alternativo para repensar los ordenamientos políticos y cuestionar el poder gubernamental colombiano que, en su precariedad e indolencia, no garantiza la vida y el bienestar de todos los ciudadanos. Como trazos narrativos, tales mapas inscriben nuevamente en la esfera social las vidas de los desplazados; imágenes, que, en el mismo sentido que el tatuaje en la novela de Gamboa, recalan en la vivencia de un momento traumático, registran parte de una vida y se erigen como memoria, tanto personal como colectiva, de la realidad abrumadora del país.

Aunque el tatuaje y las marcas corporales en la tradición de algunas culturas resguardan el valor ritual de lo comunitario y actúan como sello social, sobretodo en las comunidades indígenas [10], no pocas veces emergen como lenguaje impugnador del discurso sociocultural establecido, especialmente en las poblaciones contemporáneas industrializadas. Como aclara Martínez Rossi (2011), quien retoma a su vez los argumentos que Susan Benson expone en su artículo Inscriptions of the Self: Reflections on Tattooing and Piercing in Contemporary Euro-America, las marcas y tatuajes corporales tienden a identificarse con “lo auténtico, lo incómodo, lo puro, en oposición con las corrupciones de la sociedad dominante” (197). Inscribir sobre la piel ciertas marcas o imágenes es una forma de reivindicar la “autenticidad corporal ocluida por las disciplinas de la conformidad contemporánea” (197). El tatuaje así, se sostiene como ícono de lo “anti-represivo”, como emblema que frena o confronta el dominio del otro. Una actitud constante en las tribus urbanas actuales, sin embargo, donde más emerge es en el espacio carcelario; se sabe que la persona recluida encuentra en las intervenciones de la piel una forma de liberación e identificación, que implica igualmente el desafío al sistema que la excluye de la esfera social y que la ubica, casi siempre, al margen de lo humano.

Entre los escenarios ficcionales que Hot Sur construye está la cárcel de mujeres Manninpox, lugar por antonomasia de la proyección del asco y de negación de la particularidad humana. A través de ese espacio la novela denuncia abiertamente el sistema carcelario norteamericano por su tendencia a cercenar la humanidad de las personas. Las mujeres de Manninpox “pierden” su nombre una vez apresadas: son identificadas con un número serial, soslayando así su identidad de sujetos [11]; también, a las hispanas se les prohíbe hablar en su lengua materna: la comunicación debe hacerse en inglés, incluso durante la visita de los familiares; y, asimismo, las reclusas latinas o negras son obligadas a realizar los oficios que se asocian con lo sucio, como limpiar letrinas o lavar las inmundicias de las celdas, mientras que “las blancas” gozan del privilegio del trabajo manual o de otras actividades menos humillantes (Restrepo 2013: 85-91). En consecuencia entonces a esas condiciones de la vida carcelaria, las internas ingenian formas y lenguajes para resguardar, recuperar o traducir su intimidad humana; entre esas formas representacionales, por supuesto, la manipulación intencional del cuerpo y la piel es la más notable. El cuerpo marcado, tatuado y perforado aparece en la ficción como especie de “tótem de la provocación” (Martínez Rossi 2011: 24) o altar de la diferenciación y el autoengendramiento. De esa manera lo edifica Mandra X, reclusa líder de Manninpox, vocera y defensora de los derechos humanos:

Se había metamorfoseado a sí misma mediante todas las modalidades de lo que llaman intervención voluntaria sobre el propio cuerpo, y los tatuajes la rayaban de arriba abajo sin perdonar un palmo de piel, como si un niño armado de crayola azul se hubiera ensañado contra ella. Tenía los lóbulos de las orejas alargados y desprendidos de la cara. Las pestañas ausentes y las cejas borradas que le daban el aspecto inhumano de un Mazinger Z. Y luego estaba el pelo cortado al cepillo y cruzado por líneas de máquinas de afeitar, como un Nazca en miniatura. Más las narices agujereadas; el labio superior bífido y la lengua bifurcada; las mejillas, el cuello y las manos marcadas con escarificaciones (…) se había hecho inyectar los pezones con tinta y tatuar una corona de rayos alrededor de cada uno, como dos soles negros en medio del pecho (Restrepo 2013: 308).

Desde la perspectiva psicoanalítica, la transformación corporal de Mandra X es símbolo de renacimiento de lo íntimo y savia identitaria que vitaliza su humanidad. Su cuerpo transfigurado es efecto del proceso propio de autoafirmación e individualización que toda persona privada de libertad necesita concretar. Las imágenes que la envuelven de arriba abajo, así como la modificación de algunos órganos, depara la “gradual anulación del ser anterior y [la] asunción de una identidad original en cuyo trasfondo subyacen fantasías de resurrección o autoengendramiento” (Reisfeld 2004: 121). Es decir, las escisiones, desprendimientos, escarificaciones y demás “roturas”, deshacen la forma natural del cuerpo de Mandra X para dar paso a una nueva realidad, a la expresión de un ser diferente no abarcable en el cuerpo original. Un fenómeno de renovación vital anclado a la idea de cuerpo como principio de individuación, que “funciona social y políticamente como sede del yo y como ontología del individuo: la sede de lo propio, de lo propio del yo y de la propiedad como principio humanizador, como norma de lo humano” (Giorgi 2014: 115). Por eso la protagonista una vez recluida, con un “pasado cancelado” y expuesta a la anulación de su humanidad por parte del sistema carcelario, aniquila su forma corporal original: inteligible, normada, y atada a un tiempo ido, para engendrar “un nuevo cuerpo”, y con ello la exteriorización de “otra vida”, la producción de una persona-sujeto que es en tanto posee un cuerpo cómplice de sus nuevos deseos y expectativas.

De hecho, la aniquilación de la forma natural del cuerpo de Mandra X, en perspectiva metafórica, inicia cuando comete filicidio. Recuérdese que ella está condenada a tres cadenas perpetuas por dar muerte a sus hijos trillizos, que “padecían una conjunción apabullante de malformaciones de nacimiento, como ceguera, sordera y retraso mental. La mujer se consagró a ellos hasta que cumplieron los trece años de edad, y en ese momento tomó la decisión de eliminarlos con sobredosis de narcóticos” (Restrepo 2013: 295). Esta decisión se funda cuando la protagonista es diagnosticada con un cáncer de vejiga, que le hace temer la indefensión en que quedarían sus niños al ella morir, “ante todo no quería morir dejándolos solos” (Restrepo 2013: 296). Así pues, con la latencia del cáncer en su cuerpo y la muerte de los hijos, esta Medea también sucumbe. Magdalena Krueger, nombre original de Mandra X, “muere en sus hijos”, la enfermedad y el asesinato inhuman lo que fue; por esa razón su renacida forma corpórea alegoriza la muerte del cuerpo anterior, del nombre anterior, que es por tanto la suspensión de una individualidad, de una vida y lo que hubo en ella. Situación paradójica, en el sentido que, si bien el engendramiento de un “cuerpo nuevo” aniquila una vida pasada, también deviene vida, que en el caso de la protagonista, se concreta en la acción social y política, en su militancia defensora de los derechos humanos de las reclusas de Manninpox.

Restrepo produce una obra que se abre en diversas trayectorias de representación de lo humano en la sociedad contemporánea para debatir la vigencia política del orden social. Hot Sur, claramente, desdibuja las “formas correctas” del cuerpo de la nación cuando obliga a mirarlas desde el matiz corporal de sus personajes. El cuerpo “monstruoso” y “desviado” de Mandra X evoca la malformación de los hijos asesinados, que son, a su vez, presencia simbólica de todos aquellos “humanos otros”: persona potencial, semi-persona, anti-persona, no-persona [12], entregados al silencio y la sumisión de las personas integrales que el “organismo sociopolítico sano” elige, de manera injusta, como referencia de “vida humana digna”. En definitiva, Hot Sur al igual que Plegarias Nocturnas, muestran que allí donde la violencia biopolítica o de orden social despersonaliza y deshumaniza, “la resistencia tiene que pasar por la restitución de la persona, la identidad, el nombre, la biografía” (Giorgi 2014: 211). El cuerpo tatuado o modificado intencionalmente, dentro de ese marco social represivo, es contestación al poder aplastante que ha adoptado como punto de partida la agresión y la vulnerabilidad del otro; es presencia simbólica que apuesta a la reposición del sujeto y su perspectiva vital.

  1. A modo de conclusión

En relación con los aspectos argumentados a lo largo de este estudio, concluimos que tanto Plegarias nocturnas como Hot Sur hacen especial énfasis en el cuerpo humano, específicamente en sus fronteras, para figurarlo como umbral calidoscópico donde se cruzan diferentes perspectivas del ordenamiento político y social de la vida humana. La formulación literaria del cuerpo se compone, recompone y descompone en un sinnúmero de imágenes alegóricas de lenguajes o discursos contestatarios, que llevan al lector a salirse de su horizonte habitual para atravesar nuevas coordenadas conceptuales sobre la categorización de los cuerpos y su consecuente sentido de lo humano o inhumano.

La literatura, afirma Ovejero (2012), contiene una savia ética que pone en tela de juicio todo tipo de verdades en las que la persona cree “ciegamente». La proyección sociopolítica de la narrativa y su diálogo con otros discursos, hila nudos imaginativos y epistémicos que desmitifican explicaciones de la realidad trincadas a “ideas naturalizadas” o al rechazo de criterios más esclarecedores. Se sabe que el poder simbólico de lo literario interroga las diferentes “figuras de verdad” que estructuran la vida social; sobre todo la obra que se ubica en la encrucijada de las problemáticas que oprimen la sensibilidad del ser humano: caso concreto, la presencia del inmigrante y su fuerte sustrato de segregación al señalársele como persona de “tercera categoría”, tal como lo constituyen los libros elegidos para este estudio. Con certeza, la ficción que resguarda un contenido que linda con lo ético “ataca el núcleo de nuestros hábitos intelectuales, la rutina de nuestros corazones y cerebros. Nos persigue hasta nuestras estancias más privadas y descubre aquello que se encuentra oculto bajo las sábanas y que preferimos no ver” (Ovejero 2012: 65). De esa forma, las novelas de Laura Restrepo y Santiago Gamboa expulsan una fuerza que destruye las certidumbres, clausuran todo espacio para la evasión y obligan al lector a confrontar la abrumadora realidad. Toda ficción que desborda en preguntas sobre las estructuras que determinan el devenir de los hombres y las mujeres, conserva una ética implacable que remueve lo íntimo, que nos retira el velo que suaviza la mirada ante el panorama social atroz, donde el valor de lo humano depende de criterios arbitrarios y violentos.

La incursión de las emociones políticas en el ámbito literario, particularmente la del asco, da origen a una voz acusadora de la distribución injusta que el orden social y la administración biopolítica, hace de la vida humana al categorizar a hombres y mujeres entre persona y no-persona. La capacidad ética del artilugio narrativo apunta especialmente a reconstruir la “realidad perdida”; a recuperar la vida humana que ha quedado por fuera del límite de lo inteligible del “marco legal”, para devolverle su legitimidad simbólica y reubicarla como ángulo alternativo desde el que se vislumbran otras formas, más inclusivas, de lo humano. Las novelas de los escritores colombianos, en síntesis, exigen al ordenamiento sociopolítico contemporáneo que ser humano no esté sujeto a un “derecho a ser humano”, pues este criterio implica siempre la fijación –innegablemente abyecta- de alguien más allá de lo personal y, en efecto, del linde del cuerpo social dominante.

  1. Bibliografía

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Reisfeld, Silvia. Tatuajes. Una mirada psicoanalítica. Buenos Aires: Paidós, 2004.

Restrepo, Laura. Hot Sur. Buenos Aires: Planeta, 2013.

 

[1] Para conceptualizar sobre emociones políticas se recurre, especialmente, a los reconocidos estudios de Martha Nussbaum. Consideramos su enfoque teórico porque sistematiza y reflexiona en sus libros el tema de las emociones desde diferentes pensadores y campos de estudio: psicología cognitiva, antropología, psicoanálisis, creando un cuerpo teórico y crítico sólido de profundas explicaciones filosóficas.

[2] Un aspecto importante a tener en cuenta sobre las emociones es que implican siempre un acto cognitivo o razonado. Contraria a la creencia de que lo emocional surge espontáneamente como especie de impulso incontrolado o energía natural privada de pensamiento, es la certeza de que hay un contenido cognitivo-evaluativo en todo sentimiento que revela la percepción de un suceso o realidad concreta. Cuando reaccionamos frente a determinadas circunstancias, las emociones “responden al recuerdo y la memoria” (Nussbaum 2014: 164), pues el estar inmersos desde la infancia en un grupo social que defiende y labra un conjunto de emociones públicas, prefija, en gran medida, la personalidad individual y la relación con los otros. Siendo así, los juicios implícitos en las expresiones emocionales se relacionan de manera directa con la “formación humana” que se hereda.

[3] El sentido cognitivo de las emociones se explica como reacción asociada al pensamiento. La emoción siempre es acerca de algo, es decir, tiene objeto: la identidad de un temor, por ejemplo, depende de algo, si este algo se elimina, esa emoción de temor desaparece. Asimismo, todo objeto de la emoción implica la apreciación de quien lo percibe, su carácter, por ende, es intencional. La relación emocional con el objeto entraña siempre una forma íntima de percibir e interpretar, una particularidad que resulta importante en la identidad de la emoción, ya que reconocer la diferencia entre miedo y aflicción, amor y odio, por ejemplo, no es tanto por el carácter del objeto, que puede no cambiar, cuanto por la forma de verlo. De esa manera, si las emociones se conectan con la percepción propia de aquello que las causa, es evidente que esa percepción, personal y deliberada, está cargada de creencias sobre ese objeto, lo que lleva, a su vez, a atribuirle valor o importancia significativa (Nussbaum 2008: 49-54).

[4] Tomamos este término del campo de la medicina, donde se explica como la desaparición gradual del cuello uterino durante el proceso de parto para dar paso al bebé. Lo tenemos en cuenta porque si “el borramiento” hace alusión a la desaparición de una entidad anatómica, sin dejar de ser parte del cuerpo, puede, en analogía simbólica, equipararse con la invisibilización del sujeto en el organismo social.

[5] Roberto Esposito en su libro El dispositivo de persona, indaga el recorrido genealógico del concepto de persona. Teniendo en cuenta razones de orden jurídico y religioso, el filósofo explica porqué algunos seres humanos son considerados como personas: plenas en derechos civiles, mientras que a otros se les deja del lado de las no-personas. Una distribución desigual que determina la vida de los hombres y las mujeres bajo la red de sujeción y dominio de los estrados políticos “más poderosos”.

[6] La relación entre sentimiento y pensamiento, en el que interfiere el esquema de objetivos y deseos personales en la estimación del objeto que suscita la emoción, es inseparable del yo, por eso ante situaciones negativas se siente que lo emocional lo vulnera, pues tiene que ver con lo íntimo y con lo que se valora como importante para el bienestar personal. Es esa faceta sentimental la que evidencia tanto la necesidad que el ser humano tiene de ciertas cosas y personas externas como la incapacidad de controlar esos “objetos bienes” importantes para la ventura particular. Así entonces, las emociones cuestionan nuestra autosuficiencia y nos hacen reconocer las necesidades propias y la potencial vulnerabilidad frente al otro (Nussbaum 2008: 49-54).

[7] Paul Rozin y April Fallon, desde la perspectiva de Nussbaum, son parte de los investigadores más reconocidos sobre el tema de las emociones, especialmente la del asco.

[8] Fantasmal en el sentido que todo orden social con suelo jurídico es contingente, lo que es legal en un tiempo y sociedad determinada –el apartheid, por ejemplo- muchas veces se desintegra con las actitudes morales y éticas de las nuevas generaciones o rezuma otros efectos en contextos sociales de otro tipo.

[9] Para Foucault (1998), el “hacer vivir” se centra en el “establecimiento de la tecnología de doble faz –anatómica y biológica, individualizante y especificante, vuelta hacia las realizaciones del cuerpo y atenta a los procesos de la vida– [que] caracteriza un poder cuya más alta función no es ya matar sino invadir la vida enteramente” (83).

[10] Martínez Rossi (2011) precisa en su libro que entre los Cubeo-Tucano a la criatura recién nacida y trasladada de la choza del parto a la maloca comunal, se le pintaba la cara con manchas rojas con Bixa Orellana a manera de “jaguar”, protector mítico de la casa comunal, adquiriendo así el “status humano” y la entrada al grupo social (200).

[11] Explica Nussbaum (2014), que cuando las personas son designadas con un número en vez de llamarlas por su nombre, quienes tienen el poder sobre ellas se comportan peor porque se las representan como unidades deshumanizadas, no individuales (239).

[12] Roberto Esposito (2011) en su disertación sobre la jerarquización de los hombres, especifica que dentro de la categoría de persona hay una serie de grados diferentes, caracterizados por una cuantía de personalidad, que iría “del adulto saludable, el único al que le pertenece el título de verdadera y propia persona, al infante, considerado una persona potencial; al viejo, definitivamente inválido, entonces reducido a semi-persona; al enfermo terminal, al que se le atribuye el estatus de no-persona, y al loco, a quien corresponde el rol de anti-persona (77).

Estética visual del miedo en la narrativa de Pablo Montoya

Estética visual del miedo en la narrativa de Pablo Montoya

Orfa Kelita Vanegas

okvanegasv@ut.edu.co

Universidad del Tolima, Colombia

Universidad Nacional de Cuyo, Argentina

(Artículo publicado en el monográfico sobre Pablo Montoya de la Revista Estudios de Literatura Colombiana, No 41, Universidad de Antioquia, Colombia)

Resumen: En las narraciones de Pablo Montoya la pintura, fotografía, grabado, entre otros, se prestan no solo como vivificadores de la palabra literaria sino que también alimentan el ingenio del escritor para significar el miedo como efecto psicosocial. Los principios de la imagen visual se ofrecen como posibilidad estética para dinamizar en el espacio narrativo la representación del pasado, el presente y el futuro de la historia traumática de las sociedades. Desde la perspectiva visual de los personajes, las imágenes del pasado se acoplan en un entramado iconopoético que registra el devenir humano como retrato del miedo en constante formación.

Palabras claves: memoria, imagen, historia, miedo político, narrativa colombiana.

Esthétique visuelle de la peur dans la narrative de Pablo Montoya

Résumé : Dans les narrations de Pablo Montoya la peinture, photographie, gravure, entre autres, se prêtent non seulement comme vivificatrices du mot littéraire mais aussi alimentent l’ingéniosité de l’écrivain pour signifier la peur comme effet psycho-social. Les principes de l’image visuelle s’offrent comme possibilité esthétique pour dynamiser dans l’espace narratif le passé, le présent et l’avenir de l’histoire traumatique des sociétés. Depuis la perspective visuelle des personnages, les images de l’histoire se rencontrent dans un montage iconopoétique qui enregistre le devenir humain comme image de la peur en incessante formation.

Palabras claves: mémoire, image, histoire, peur politique, narrative colombienne.

Introducción

En las ficciones de Pablo Montoya el acercamiento a la historia política de las naciones se configura a partir de elementos, personajes históricos, recursos artísticos, etc. que se relacionan con el campo de la pintura y la fotografía. Tríptico de la infamia (2014) se estructura a partir de un cúmulo de lienzos y grabados antiguos, desde el nombre mismo del libro se sugiere su relación con el campo de la pintura. La imagen visual como recurso aparece también en La sed del ojo (2004), Los derrotados (2012) y en relatos de Cuaderno de París (2006) y Terceto (2016). Junto a la constante de la recreación literaria de la imagen gráfica se da asimismo un enfoque estético de la violencia política y sus efectos psicosociales. La selección de cuadros, pinturas, fotografías, grabados, etc. que aparecen en las narraciones tiene en común la representación de sucesos traumáticos de la historia de las sociedades. Así, por ejemplo, parte de los acontecimientos de Tríptico de la infamia giran en torno al cuadro La masacre de San Bartolomé de François Dubois, que representa las guerras de religión en Francia, como también a los grabados de Théodore de Bry, que ilustran la Brevísima relación de la destrucción de las Indias de Bartolomé de las Casas. La novela Los derrotados igualmente tiene un capítulo que se estructura a partir de un conjunto de fotos sobre las secuelas de la guerra en Colombia.

La correlación particular entre estética visual y palabra literaria, nos motiva a indagar el tema bajo el cual las imágenes visuales son escenificadas y la forma como algunos de los principios compositivos de la pintura y la fotografía se recrean en el plano narrativo. Así entonces, la primera parte de este texto reflexiona sobre el modo como la escritura del autor colombiano descubre en la imagen visual la presencia del artista y su historia para proponer otra mirada del pasado. Además, explicamos cómo el recurso visual de profundidad de campo se recrea en las novelas para simular una especie de imagen tridimensional que, simbólicamente, abarca en un espacio temporal único la co-presencia de diferentes momentos de la historia. La segunda parte, se centra en la indagación de la representación del miedo como emoción política. A partir de la identificación de algunos detalles visuales que se vuelven foco de reflexión por parte del narrador, proponemos que las novelas significan el miedo como estrategia del poder político y como emoción que define el devenir de los protagonistas.

¿Qué hay del artista y de la historia en una imagen?

L’image rend visible ce qui se dérobe sous l’usure des mots.[1]

(Boucheron, 2015, p. 31)

Los personajes en las novelas de Montoya establecen con la imagen una conexión vital, la indagación por sí mismos, los otros y la realidad está casi siempre mediada por la riqueza simbólica de la imagen. Por ejemplo, la caracterización de Andrés Ramírez, personaje de Los derrotados, se ancla a las reflexiones que éste ofrece sobre la razón de la fotografía de guerra, el protagonista adquiere consistencia en torno a la indagación del impacto de la fotografía en sí mismo y en la sociedad que configura: “poseía el don de saber desde dónde la fotografía se volvía reveladora […] quería probar con sus fotografías el camino de la representación de una sociedad desde la exacerbación de sus males” (Montoya, 2012, p. 108). Tríptico de la infamia se estructura también desde esa constante estética, las cavilaciones de François Dubois, personaje pintor y voz principal que da forma a la segunda parte de la novela, justamente se centran en la pregunta sobre cómo lo representado en sus lienzos podría significar la devastación y el sufrimiento sin desvirtuar o falsear la naturaleza de estos fenómenos:

qué hacer con [los] fantasmas insepultos. ¿Cómo introducirlos en la pintura que debo ejecutar? ¿De qué manera lograr que con unos cuantos rasgos se exprese la dimensión de un mundo despiadado? ¿Cómo unir en los ojos de quien mira dos fenómenos diferentes pero que deben complementarse?, pues sé que jamás es lo mismo una masacre que su representación (Montoya, 2014, pp. 184-185).

La escritura de Montoya sugiere desde los interrogantes de Dubois que hay formas estéticas que retienen el gesto vivo de lo figurado. La imagen visual conforme es recreada en las novelas está interpretada como expresión emocional e intelectual del artista, no es solo representación de una realidad –real o imaginada­–, es, sobre todo, presencia de una existencia. Esta caracterización ficcional de la imagen está en sintonía con la perspectiva de lo visual que sugiere Barthes (1989), para este autor la fotografía indefectiblemente indica que ha mantenido en algún momento una relación de conexión directa, real, con aquello que representa (p. 57-58), en verdad, lo fotografiado resguarda la presencia inmutable de las cosas y las personas. Las imágenes que confluyen en las narraciones de Montoya, sean fotos o no, se caracterizan precisamente por retener el halo de aquello que les dio forma; en efecto, el modo como la imagen se escenifica, sugiere que los personajes al observar los lienzos y fotos reconocen ese algo vital que permanece en ellos. El narrador-espectador es tocado por el punctum de lo visualizado.

La imagen, visual y literaria, se erige en los textos del escritor colombiano como interface en la que converge la realidad del artista, el mundo representado y la mirada del espectador-lector. El proceso de construcción de Tríptico de la infamia, de cierta manera, requirió imaginar las sensaciones, recuerdos, emociones y pensamientos que perviven en el cuadro La masacre de San Bartolomé de François Dubois. Un ejercicio de interés estético que reconoce que algo del artista francés habita en su pintura, que el espíritu del pintor permanece en los detalles del cuadro. El tratamiento de la imagen en la escritura de Montoya se aleja de la imitación simple de situar, de forma instantánea, ante el ojo del lector la imagen narrada. Los personajes al entrar en contacto con los sucesos que perviven en la imagen cobran profundidad dramática, el héroe se consolida en el relato en función de la estrecha relación que establece con determinada imagen, y, a su vez, la imagen logra conservar su vitalidad en el devenir que el autor ha ingeniado para sus héroes.

Líneas arriba señalábamos que los efectos de la violencia sociopolítica son una constante temática de las imágenes que los personajes pintan, recrean o miran. Las pinturas, fotografías y grabados se configuran en las narraciones como espacios en los que subsiste la percepción individual de los sucesos violentos de la historia: aspecto que insinúa a su vez la indagación de cómo se observa aquello que se escenifica. Si Dubois, en el pasaje citado, se pregunta “¿Cómo unir en los ojos de quien mira dos fenómenos diferentes pero que deben complementarse?”, muestra preocupación no solo por la forma justa como debe fijar en el lienzo los horrores de la violencia, sino también por la posición más pertinente del espectador ante su cuadro. El pintor indaga el modo adecuado de ubicar a quien mira en la realidad traumática que la obra representa. El artista, se sabe, sitúa al espectador en el espacio de su obra cuando dispone sus figuras para él en ese espacio de modo convincente (Arasse 2008, pp. 231-232; Panofsky, 2003, pp. 40-43). En consecuencia, entonces, la inquietud de Dubois por el lugar del espectador ante el lienzo sugiere la idea de que cuando miramos una pintura o fotografía, de cierto modo, nos introducimos en la parcela de realidad que ésta configura.

Ahora bien, si la ubicación del espectador frente a un cuadro reproduce un movimiento espacial que el pintor ha imaginado previamente, deducimos que, de manera figurada, se da una unión del espacio de quien mira con el espacio de la pintura. Desde este enfoque, entonces, toda imagen vendría a ser símbolo de la estrecha relación entre dos espacios irreconciliables. La explicación técnica de este fenómeno se centra en la configuración de la profundidad de campo, pues la ilusión de la imagen visual con diferentes planos espaciales se deriva precisamente de la forma como el lienzo reproduce la mirada en perspectiva, es por esto que un lienzo tridimensional sugiere la idea de concentración de varios niveles de realidad. En ese sentido, si nos detenemos en la preocupación de Dubois sobre la ubicación del espectador ante la realidad representada en La masacre de San Bartolomé, se prevé que quien mira es proyectado por el pintor no tanto frente al cuadro, sino dentro de la espacialidad del mismo cuadro. Esta intención artística es, en definitiva, el deseo de que el “mundo despiadado” (Montoya, 2014, p. 184) que la imagen, visual y literaria, configura sea mirado, dimensionado, por el espectador-lector con la intensidad de lo real.

La decisión de Dubois de ubicar a quien mira en la dimensión espacial de su pintura apunta también al recobro de la temporalidad creadora, es decir, que el cuadro contiene además el tiempo y el contexto del pintor:

Al preguntarme qué estoy haciendo y qué soy ahora para esa posteridad [reflexiona Dubois] […] surge una respuesta que me retumba en el alma y me marca el cuerpo. Soy solo un presente que es angustiada sobrevivencia, un pasado que se asume como herida interminable, y un futuro cuyo olvido es la única circunstancia que anhelo (Montoya, 2014, p. 186).

Las reflexiones de Dubois mientras pinta su impresionante cuadro son dicientes del rastro de tiempo del artista en su obra. De cierto modo, la temporalidad del pintor y su época permanecen en su pintura (Arasse, 2008, p. 8-10), particularmente, en aquellas que representan sucesos históricos, como es el caso de La masacre de San Bartolomé. Entonces, si la pintura resguarda el tiempo del artista, en el momento en que la miramos recuperamos ese tiempo, una mirada cuidadosa de la obra implica preguntarse por su origen. Mirar La masacre de San Bartolomé es actualizar el tiempo del acto creador. Frente al cuadro de Dubois el espectador-lector no solo se ubica dentro del espacio de la realidad figurada sino que también recobra el tiempo del pintor y su historia. En definitiva, en la escritura de Montoya el espacio y el tiempo de la imagen visual abarca al espectador-lector y su contexto; el acto de leer y mirar sugiere la disolución de las fronteras espaciales y altera la relación entre pasado, presente y futuro. Parafraseando un verso de Baudelaire (1961), la estética visual del escritor colombiano proyecta una “profundidad del espacio, [que es a su vez] alegoría de la profundidad del tiempo” (376).

Difuminar los límites de espacio y tiempo es justamente uno de los principios de la imagen visual que Pablo Montoya reconfigura en su narrativa. Hay escenas literarias en  que los personajes se desplazan fluidamente entre mundos de épocas diferentes:

Estoy mirando el río. Siento el toque en el hombro. Nos reconocemos sin dificultad […] Su Kronenbourg pasa a mis manos. Oigo el ruido del trago en su garganta. Luego el mío […] descendemos a los muelles del Sena […] Él me dice [Van Gogh] […] que el verde del árbol y el poema tienen el mismo secreto que buscan sus cuadros […] el frío nos lanza a su taller. Y son los cuartos de paredes amarillas. Los soles frenéticos. Las noches alucinadas pero impenetrables […] Al abrir los ojos estoy otra vez frente al río. Él me hace signos desde la otra orilla. Más allá van y vienen las filas del asombro. Llenas de sánduches, cámaras y chicles en la boca (Montoya, 2006, p. 18).

En este pasaje los personajes van y vienen entre dos tiempos aparentemente disímiles: el narrador, personaje contemporáneo, se ubica en los espacios del siglo XIX, mientras que el pintor decimonónico se pasea por las calles de la París actual, mas por el modo como se desplazan de una época a otra con total fluidez, el pasado y el presente parecen proyectarse como un tiempo único. Esta unificación de tiempos y espacios es un recurso estilístico que igual puede rastrearse en los relatos “Alonso Quijano” y “Gulliver” del libro Terceto, o en diferentes situaciones de Los derrotados: una de ellas es la confluencia de pasajes de inicios del siglo XIX sobre la vida del Sabio Caldas mientras el narrador conversa con un compañero acerca de la posible toma del Palacio de Justicia —década de los ochenta del siglo XX— (Montoya, 2012, pp. 145-148). Y en Tríptico de la infamia el narrador encuentra a De Bry en las actuales calles de Fráncfort:

no me ha costado reconocerlo. Y no me refiero a su indumentaria, como sacada de una pieza de teatro o de un filme de época, sino al brillo de sus ojos, a ese mohín que delinean sus labios cuando se aprietan entre sí […] no estoy confundido de ninguna manera, porque este afuera sigue siendo el mío y no es el de él. Veo sombrillas marcadas con la palabra Esprit y personas vestidas como yo. Pero De Bry se enrumba, cojeando y un poco encorvado, hacia el Römerberg (Montoya, 2014, p. 269).

El tratamiento que hace el escritor de los planos temporales y espaciales se relaciona, evidentemente, con las anacronías literarias clásicas: analepsis y prolepsis; no obstante, el esquematismo de estos recursos formales se supera con la recreación de los principios compositivos de la imagen tridimensional. En los textos el dominio de las propias distancias de tiempo y espacio sugieren no un estado horizontal del tiempo –fundamento de la anacronía clásica–, sino más bien un tiempo en orden vertical (Didi Huberman, 2009); un tiempo único que se erige en el preciso momento en que personajes de épocas distintas se encuentran. En la escritura de Montoya parece entonces que las relaciones del tiempo son producto de la experiencia subjetiva del protagonista frente a una imagen visual. Tanto el héroe del relato de Cuaderno de París como el de Tríptico de la infamia al observar los cuadros del pintor, con el que luego comparten, dan forma a una construcción temporal propia que se deriva de la relación versátil entre pasado, presente y futuro que la misma pintura propone. La experiencia de observar una imagen, en ese sentido, suscita en el personaje la vivencia de un tiempo único, en el que confluye súbitamente el tiempo del artista y el tiempo de quien mira, un pasado-presente que borra fronteras temporales y espaciales definidas. En suma, en los pasajes citados, Van Gogh y el narrador se identifican en un tiempo único, en orden vertical; lo mismo sucede en la escena de De Bry, las tramas se dinamizan en el instante en que el pasado y el presente simulan un solo tiempo, de ahí la impresión de que cada personaje se desplaza con naturalidad hacia el mundo del otro.

La idea de un tiempo unificado se relaciona también con el tratamiento literario de las imágenes visuales que escenifican los efectos psicosociales de la violencia. Si, figuradamente, miramos en perspectiva los pasajes narrativos que metaforizan el sufrimiento y el dolor de las sociedades en diferentes momentos de la historia, los límites espaciales y temporales también se disuelven para dar lugar a una realidad única, a una especie de imagen tridimensional del dolor y el miedo en continua formación. Una imagen de diversos planos temporales y espaciales que se erige como única e inmutable mostrando los horrores de las guerras y las confrontaciones por el poder.

Del miedo y su proyección estético-política

Para saber es preciso imaginar, es nuestra obligación imaginar el infierno.

(Didi-Huberman, 2007, p. 31)

El modo en que las ficciones de Montoya piensan y narran determinados detalles de la imagen visual pone en escena las emociones que se originan de la amenaza de la guerra y la violencia sociopolítica. Las fotografías, pinturas y grabados aluden estéticamente la vivencia individual del ultraje en conflictos originados por la confrontación entre culturas diferentes y estrategias de gobierno abusivas:

En la parte de atrás de la imagen hay una multitud de indios que va entrando, en fila y vigilados por los guardias y sus largas alabardas, a un recinto en llamas […] aquí está la mujer, en medio del tumulto asustado, que carga un niño y cae en el hoyo de las estacas (Montoya, 2014, p. 287, 290).

Lo que la escritura deja al descubierto en estos pasajes es justamente el impacto del poder político sobre una cultura; el horror de los indígenas por la proximidad de una muerte atroz tiene su origen en la fuerza criminal de los conquistadores que buscaban imponer su dominio en territorio americano.

En las novelas de Montoya las emociones se representan indefectiblemente bajo el ángulo de los acontecimientos políticos. En Lejos de Roma, el poeta Ovidio, personaje narrador, piensa y cuestiona las jornadas expansivas de Roma. “Donde intenta imponerse un imperio [dice el poeta] las regiones se transforman en un enorme estremecimiento de huidas […] Nuestra paz no es más que espanto y fuga” (Montoya, 2008, p. 74). Los derrotados también es rico en pasajes en los que el dolor y el horror son los emblemas de “un país que lo gobiernan los representantes de la infamia” (Montoya, 2012, p. 227). Las historias de Tríptico de la infamia asimismo son explícitas de la desolación y la desesperanza a causa de las masacres lideradas por los gobiernos: “no ignoro que, [dice Dubois,] por las ordenanzas de sus dirigentes, Ginebra se ha convertido en un lugar parecido a Roma. Aquí como allá terminamos por instaurar otras inquisiciones, otras torturas, otras muertes en hogueras” (Montoya, 2014, p. 184). Estas formas de contar el devenir sangriento de las naciones representan, claramente, el desafío de la escritura de Montoya por situar en estos acontecimientos la respuesta emocional de los oprimidos, la vivencia íntima del horror de la guerra. Se trata, por supuesto, de una impugnación al poder político y sus maniobras de gobierno, en las que la manipulación del miedo de los ciudadanos se ha convertido en instrumento para presidir.

La noción de miedo como emoción política tiene un vasto recorrido en vocabularios filosóficos y estéticos (Hobbes, Tocqueville, Arendt, Delumeau, Nussbaum, Robin, Boucheron, etc.), a su alrededor se da cuenta del funcionamiento de las sociedades, pues en los modos como el miedo es provocado y gestionado se identifica la lógica del poder: ya sea para sostener un equilibrio de fuerzas entre gobernantes y gobernados o para avasallar a estos últimos. La idea de miedo político define así una emoción traumática que emana de una comunidad debido a la agresión del bienestar común a manos de otros grupos sociales o por figuras de poder. Dicho de otra forma, el miedo se enraíza a los temores y angustias de la sociedad y tiene consecuencias para ésta, en su provocación y manipulación hay siempre intereses de gobierno y dominio en detrimento del bienestar de la población. Desde esta perspectiva, se deduce que no hablamos únicamente de un miedo social: en el que la fuente de amenaza parece una entidad abstracta, como tampoco de un miedo privado o personal: el miedo a las arañas, por ejemplo, que es más bien una elaboración de la propia psicología y experiencia íntima, y poco incide más allá de uno mismo. El miedo político, por el contrario, surge siempre de conflictos entre sociedades, su fuente explícita de amenaza es el poder abusivo que provoca la confrontación entre ciudadanos y gobernantes o, en casos de represión total, la aniquilación del otro (Robin, 2009, pp. 13-56).

La escritura de Montoya demuestra esta lógica del poder político haciendo del miedo la emoción que atraviesa la historia traumática de las sociedades. Los detalles de las pinturas, grabados o fotos que confluyen en las novelas son decisivamente aquellos que simbolizan los horrores de la guerra, a estos se anclan las reflexiones de los personajes y su respuesta emocional. En Tríptico de la infamia el narrador describe la conmoción de Théodore de Bry frente al cuadro La masacre de San Bartolomé:

Su corazón inmediatamente dio un vuelco y se aceleró con premura […] La violencia, diseminada con calculada simetría en sus numerosas escenas, se le hundió en la mirada con una fuerza parecida a la del puño que golpea un rostro desprevenido (Montoya, 2014, p. 274).

Esta reacción del personaje que mira cada detalle del lienzo actualiza la temporalidad del acto creador; en su turbación reconocemos el dolor, el miedo y la desolación que Dubois sintió durante el proceso de creación del cuadro (Montoya, 2014, pp. 169-191). Ciertamente, en la tensión entre la realidad representada y la emoción que suscita los personajes vivencian lo representado en la imagen, los detalles visuales parecen actuar sobre ellos obligando una respuesta íntima. La escritura literaria misma, es preciso señalar, responde a la capacidad de la imagen visual de estructurar pensamiento y emoción.

En las novelas destaca el modo como el narrador describe con meticuloso cuidado las figuras que componen las pinturas, fotografías y grabados. La mirada del personaje que cuenta se detiene sobre todo en los trazos que dan forma a cuerpos desmembrados, cabezas decapitadas, fosas comunes, hornos crematorios, etcétera. Esta intención estética de destacar narrativamente de la imagen una figura particular, recuerda la reflexión de Arasse (2008, p. 234) acerca del detalle pictórico como resultado de un descubrimiento o alumbramiento personal: “un éxtasis”, esto es, que la fijación del espectador en determinada escena o figura de un cuadro es justamente lo que da significación a ese cuadro; cuando quien mira logra identificar “su detalle” entre las demás figuras compositivas de la imagen se produce un alumbramiento interior, la obra se abre al espectador y desde ella se origina otra mirada de la realidad. El descubrimiento del detalle que hacen los personajes, surge sin duda de las escenas de terror más crudo. La mirada se fija en las figuras que eternizan la realidad atroz:

El grabado como era usual hacerlo en ese tiempo, cuenta la historia en dos planos. Al fondo, en los hoyos disfrazados caen los caballos de los españoles. En el primero se observa la dimensión de la represalia. Ahora el hueco se ha desplazado de la periferia del villorrio a su mismo centro. Es una abertura con trazas de cloaca […] Esas trampas tumbas se comunican con las de ahora. La fosa común, con su carga de anonimato, su evidente ofensa y el lazo que establece con el detrito, adquiere en la historia de América una prolongación sórdida (Montoya, 2014, p. 289).

El hueco es aquí una interioridad abismal, que sigue ahondándose con las violencias contemporáneas. La escritura de Montoya configura esta oquedad como símbolo del miedo político porque su representación aparece siempre asociada con las prácticas criminales de quienes detentan el poder. La fosa, por supuesto, despierta el terror en aquellos que están sometidos porque ven ella un lugar de muerte, tortura y desaparición. Por esta razón, la representación literaria de este tipo de oquedades se proyecta como ícono de la violencia extrema que atraviesa a las sociedades contemporáneas, ellas “hablan de un clima de zozobra, de esa sensación del individuo y de la sociedad de encontrarse al borde de un precipicio, frente a un hueco vacío de sentido, una oquedad muda” (Bencomo, 2015, p. 47).

En otros momentos la escritura de Montoya proyecta el detalle visual como metáfora poética que aliviana la opresión de la realidad escenificada. En Los derrotados a partir de una foto de los efectos de la guerra se cuenta la historia de Anacleto, un campesino colombiano que pierde a su esposa durante un enfrentamiento armado entre guerrilleros y ejército nacional; en el momento del entierro, a este hombre lo avasalla el dolor y la desolación, “cuando se arrodilla frente a la caja construida con tablas de abarco, se tapa la cara y llora” (Montoya, 2012, p. 231). Frente a esta escena de llanto y dolor el narrador advierte un detalle en la imagen y lo recrea poéticamente, quizás, para dulcificar la tristeza de lo representado: “En la fotografía la escena está enmarcada por la maleza que rodea la trocha. Hacia el lado izquierdo, detrás de Anacleto, hay una flor blanca. Es un lirio que algún dios de la selva, repentinamente conmovido, ofrece al deudo” (Montoya, 2012, p. 231). En este caso, el tratamiento literario del detalle pareciera separarlo de su conjunto para imprimir en él el sentimiento de tristeza que se escenifica. En las particularidades de la figuración del detalle visual, la escritura de Montoya significa la fuerza de la imagen para motivar pensamientos y emociones en el individuo y la sociedad. El simbolismo que el narrador otorga a la fosa común o al lirio blanco se construye a partir de la experiencia íntima frente a la pintura y la fotografía, es como si el personaje se dejara absorber hasta lo más profundo de lo representado para resurgir luego con un conocimiento nuevo sobre esa realidad pintada o fotografiada. Según Didi-Huberman (2007), “las imágenes nos abrazan: se abren a nosotros y se cierran sobre nosotros en la medida en que nos suscitan algo que podría llamarse ‘experiencia interior’” (p. 25). Si esto es así, los narradores del escritor colombiano más que reproducir el pensamiento o la emoción que el detalle visual suscita, producen pensamiento y motivan emoción: explícitamente, construyen una realidad que va más allá de lo representado por la imagen.

Precisamente, por la fuerza simbólica de la imagen sobre el espectador, el poder político se ha acompañado siempre de iconografías alegóricas de las virtudes o vilezas de los actos de gobierno. La forma como la imagen es dispuesta frente a una sociedad contribuye al ethos, encausa la ley y el comportamiento del individuo. Por ejemplo, gran parte de la pictórica religiosa fue siempre recurso ideal de las políticas de la Iglesia para producir y manipular el miedo en el seno de los feligreses. La creación pictórica, en ese orden, ha sido un asunto político (Boucheron, 2013, pp. 19-38; Rancière, 2014, pp. 31-45). Las emociones de sufrimiento y horror a causa del pecado se presentan con detalle en los cuadros de Brueghel y El Bosco, pinturas que iban estratégicamente ubicadas en lugares públicos: iglesias o salones comunales. También en diversos imperios era acto recurrente fijar murales que ilustraban los efectos de un buen o mal gobierno, para muestra baste recordar el extraordinario Mural del Buen Gobierno de Ambrogio Lorenzetti, pintado en 1338 en el Palacio Público de Siena, en Italia, que ilustra con precisión todos los actos de gobierno que siguen siendo hasta nuestros días motivo de discusión: la justicia, la inequidad, la tiranía, el terrorismo, por ejemplo. Justamente, las imágenes de este fresco eran recreadas en los discursos del pastor Bernardin de Sienne para que el pueblo recordara más fácilmente sus enseñanzas (Boucheron, 2013, pp. 25-35).

En la selección estratégica de las pinturas, fotografías y grabados que escenifican diversas épocas del miedo político y en la fijación narrativa de detalles visuales específicos, las novelas que estudiamos remiten metafóricamente las relaciones de la política con la imagen. En este orden, entonces, la escritura de Montoya guarda un enfoque político, tanto por el tema explícito figurado en las imágenes como por las reflexiones que impugnan los modos como las instituciones gubernativas se han impuesto sobre las civilizaciones y diferentes sociedades: “Y el mal, eso lo pienso yo y no De Bry, por supuesto, es la historia. Y la historia es la herida irreversible provocada por la propiedad privada, el Estado y la religión” (Montoya, 2014, p. 214). A la sazón, Tríptico de la infamia sería también una contestación a las maneras criminales de la Iglesia para imponer sus doctrinas. Y Los derrotados, por su parte, igualmente podría leerse como una crítica de las dinámicas violentas de la política en Colombia, que han aplastado los sueños de muchas generaciones.

En la escritura de Montoya la imagen visual y la palabra literaria parecen sustraerse de sus campos estéticos habituales y dar forma a una expresión iconopoética que proyecta con sentido renovado las relaciones entre la imagen visual, la literatura y la esfera política. La configuración estética de imagen visual y palabra proyecta otros modos de entender cómo el mundo se estructura desde el poder gubernativo; además visibiliza la realidad atroz que continúa oprimiendo a los más desposeídos. Una realidad, no sobra decir, que por su recurrencia misma se instala en la sociedad como dinámica natural del orden social. La escenificación de los grabados de Théodore de Bry sobre las atrocidades de la colonización toman nueva significación en las reflexiones que el narrador hace sobre ellos, un gesto narrativo que reaviva el interés por la historia que nos precede. El lienzo La masacre de San Bartolomé, explicado por su propio creador: François Dubois, nos hace dimensionar los estragos personales y sociales de las contiendas criminales a causa de las ortodoxias religiosas, que siguen azotando a las sociedades contemporáneas. Las trece fotografías que se transfiguran en palabra, en palabra-imagen, en uno de los apartados de Los derrotados, nos ubican en el centro del horror y el desamparo de una sociedad arrasada por la guerra durante muchas décadas. Lo que se establece en todo este entramado narrativo, en fin, es una disputa –formal, estética y epistemológica- sobre las políticas del miedo: su marco inmoral, la muerte violenta y la degradación del sujeto.

Acorde con el recorrido temático trazado, se concluye que en la escritura de Pablo Montoya palabra e imagen son gesto de supervivencia, es decir, expresión que reaviva el pasado y da voz a aquellos que fueron silenciados con la violencia extrema. La confluencia de imagen visual y palabra literaria da forma a un escenario narrativo, donde, figuradamente, el tiempo y el espacio diluyen sus límites sugiriendo una dimensión temporal única, un plano espacial que simula extenderse indefinidamente y abarcar la co-presencia de múltiples momentos traumáticos de la historia. Para Rancière (1991) la verdad de un mundo suele reavivarse en la mirada del extranjero, ciertamente, cuando se mira con extrañeza, es decir, con el deseo de descubrir algo nuevo en la realidad cotidiana, se genera pensamiento, impresiones novedosas sobre esa realidad. Así, entonces, vemos en la escritura de Montoya la metáfora de esa figura de extranjero que Rancière propone; sin duda, las novelas se erigen como una mirada nueva a un mundo que nos es ajeno y propio a la vez, y en esta mirada produce conocimiento y ubica al lector en otros ángulos de la realidad para que mire con nuevo matiz las imágenes del pasado. Imagen visual y escritura literaria, en fin, confluyen en las narraciones del escritor colombiano como pasajes para revalorizar el pasado traumático de las naciones y recuperar a su vez las otras memorias: las de los desposeídos. Por la forma como el autor incorpora en su obra el lenguaje visual, puede decirse que su escritura hace parte de la narrativa que reconoce que los avatares sociopolíticos reclaman la búsqueda constante de nuevas expresiones y juegos formales para reanimar el ejercicio literario, pero sobre todo para presentar de manera significativa otras lecturas del pasado doloroso.

Bibliografía

  1. Arasse, D. (2008). El detalle. Para una historia cercana de la pintura. Madrid: Abada.
  2. Barthes, R. (1989). La cámara lúcida. Barcelona: Paidós.
  3. Baudelaire, Ch. (1961). “Le poème du haschisch”. Œuvres complètes. Paris: Gallimard-La Pléiade.
  4. Bencomo, A. (2015). “La palabra oblicua. Representación de la violencia en México”. En C. López (Comp.). Periferias de la narcocracia. Ensayos sobre narrativas contemporáneas (pp. 33-48). Buenos Aires: Corregidor.
  5. Boucheron, P. (2013). Conjurer la peur. Sienne, 1338. Essai sur la forcé politique des images. Paris: Seuil.
  6. Didi-Huberman, G. (2007). L’image ouverte. Motif de l’incarnation dans les arts visuels. Paris: Gallimard.
  7. Didi-Huberman, G. (2009). Quand les images prennent position. L’œil de l’histoire 1. Paris: Minuit.
  8. Montoya, P. (2006). Cuaderno de París. Medellín: Eafit.
  9. Montoya, P. (2008). Lejos de Roma. Bogotá: Alfaguara.
  10. Montoya, P. (2012). Los derrotados. Medellín: Sílaba.
  11. Montoya, P. (2014). Tríptico de la infamia. Barcelona: Penguin Random House.
  12. Panofsky, E. (2003). La perspectiva como forma simbólica. Barcelona: Tusquets.
  13. Rancière, J. (1991). Breves viajes al país del pueblo. Buenos Aires: Nueva Visión.
  14. Robin, C. (2009). El miedo. Historia de una idea política. México, D.F.: Fondo de Cultura Económica.

[1]       La imagen hace visible lo que se desvanece bajo el desgaste de las palabras. Traducción propia.

 

Memoria y espacio autoficcional en “El olvido que seremos” de Héctor Abad Faciolince

Memoria y espacio autoficcional en “El olvido que seremos” de Héctor Abad Faciolince

Orfa Kelita Vanegas Vásquez

Universidad del Tolima, Colombia

Universidad Nacional de Cuyo, Argentina

(Artículo publicado en la Revista Cuadernos del CILHA, Vol. 17, No. 25, Universidad Nacional de Cuyo, Argentina)

Resumen

Desde la revisión de los conceptos de memoria, autobiografía y autoficción se reflexiona sobre los procedimientos de escritura de “El olvido que seremos” (2006) del escritor colombiano Héctor Abad Faciolince (1958). La dimensión subjetiva de la realidad que se configura, problematiza los límites entre los géneros narrativos. Aunque se sostiene la contradicción entre memoria-olvido y realidad-ficción, se trasciende a su vez esa dicotomía simple. En la verbalización de una memoria individual y el recuerdo colectivo de un pasado reciente, se evidencia el dilema de construir una memoria pública y de dar cuenta de una ética de la responsabilidad.

Palabras claves: Autoficción; Abad Faciolince; Memoria pública; Ética; Responsabilidad.

Memory and autoficcional space on “The Oblivionby Hector Abad Faciolince

Abstract

From the review of the concepts of memory, autobiography and autofiction we reflect on writing procedures of “The Oblivion” (2006) by Colombian writer Héctor Abad Faciolince (1958). The subjective dimension about the reality that is formed, problematise the limits between the narrative genres. Although the contradicción between memory-oblivion and reality–fiction are supported, it trascends at the same time this simple dichotomy. In the verbalization of an individual memory and the remembrance collective of a recent past, is evident the dilemma of building a public memory and to give an account of an ethic of responsibility.
Keywords: Autofiction; Abad Faciolince; Public memory; Ethics; Responsibility.

1. Consideraciones generales sobre lo íntimo

A partir de la segunda mitad de la década de los ochenta se habilitó un escenario decisivo para el “retorno del sujeto”. La consolidación del debate sobre modernidad/posmodernidad, que reflexiona sobre el fracaso de los ideales de la ilustración y de las utopías del universalismo, la necesidad de negociar las fronteras disciplinarias, la problematización de los conceptos de nación y cultura, o la pregunta por el locus de la representación y la interpretación cultural, entre otros[1], abrió un espacio iluminador de nuevos modos de la representación de lo íntimo. Un clima de época que desplazó “el punto de mira omnisciente y ordenador en beneficio de la pluralidad de voces, la hibridación, la mezcla irreverente de cánones, retóricas, paradigmas y estilos” (Arfuch, 2010: 18). El reconocimiento cultural y estético de las petites histoires de la vida cotidiana y de la experiencia propia dejaban en claro un sugerente ritmo de la asunción del “yo”. Perspectiva novedosa que comprometió plenamente el campo de la subjetividad.

“En el horizonte de la cultura (…) las tendencias de subjetivación y autorreferencia (…) impregnaban tanto los hábitos, costumbres y consumos como la producción mediática, artística y literaria” (Arfuch, 2010: 20). Un “giro subjetivo”, que, como bien expresa Beatriz Sarlo (2005: 17), se tornó inherente a todo relato, oral o escrito, encargado de reconstruir la textura de la vida y la verdad albergada en la rememoración de la experiencia. La confianza devuelta a la primera persona, y con ello su dimensión subjetiva, motivó otras formas de encarar el pasado en función de necesidades presentes: intelectuales, afectivas, morales o políticas (Sarlo, 2005: 21-22).

En el marco de esas deducciones teórico-críticas, pueden apreciarse las narraciones del “sí mismo” que se han publicado en Colombia en los últimos años. Textos del “sí mismo”, que, desde la perspectiva de Paul Ricoeur (2009), corresponden a la “identidad narrativa”: siempre contingente y determinada por la temporalidad del relato. Dice el filósofo francés que “La ipseidad [sí mismo] puede sustraerse al dilema de lo Mismo [idem] y de lo Otro en la medida en que su identidad descansa en una estructura
temporal conforme al modelo de identidad dinámica fruto de la composición poética de un texto narrativo” (998). Por esa razón, las ediciones colombianas que conforman el espacio biográfico[2], enlazadas a posiciones de sujeto y a los derechos de verdad de la subjetividad (Sarlo, 2005), construyen su propio ordenamiento ideológico y conceptual, del pasado reciente del país.

La inclinación a reestructurar las imágenes simbólicas del pasado y a poner en palabras propias lo vivido, desde un decreto intelectual y emocional presente, tomó vuelo con la renovación temática y metodológica que la sociología de la cultura y los estudios culturales realizaron sobre la contemporaneidad. Actualmente, “se ha restaurado la razón del sujeto, que fue, hace décadas, mera ‘ideología’ o ‘falsa conciencia’, es decir, discurso que encubría ese depósito oscuro de impulsos o mandatos que el sujeto necesariamente ignoraba” (Sarlo, 2005: 22). En efecto, las narrativas testimoniales o anudadas a la experiencia acreditan la expansión subjetiva; exaltan la voz personal que reelabora la vida propia para retener la memoria, conservar el recuerdo y proteger una identidad tanto particular como plural.

2. Desarticulaciones del “sí mismo” y la memoria

 La memoria es un espejo opaco y vuelto añicos,

o, mejor dicho, está hecha

de intemporales conchas de recuerdos

desperdigadas sobre una playa de olvidos.

Abad Faciolince, El olvido que seremos

Dentro del tipo de narrativas colombianas que valorizan la voz personal y la mirada subjetiva del pasado, se circunscriben “El olvido que seremos” (2008) y “Traiciones de la memoria” (2009) de Héctor Abad Faciolince (1958). Dos libros que se relacionan entre sí, pues el último, con el relato intitulado “Un poema en el bolsillo”[3], se constituye a modo de manuscrito de “genética narrativa” postextual que recoge, desde un suceso narrado en el primer libro[4], el proceso de escritura de las dos narraciones. “Traiciones de la memoria” surge a modo de apéndice de “El olvido que seremos”, y se centra en una serie de reflexiones del autor acerca de los laberintos de la memoria y del hacer escritural. En ese sentido, el segundo libro ubica al lector en una nueva perspectiva de lectura de “El olvido que seremos”, sobre todo en el tema que atañe a la memoria y el poder de la narrativa para fijar los hechos vividos, que el tiempo inclemente tiende ha deshacer. Admitida esta “copresencia de lectura” entre los dos libros, y conscientes de la necesidad de asimilación de ambos para un estudio juicioso, precisamos que nuestra exégesis, aunque retoma pasajes de “Traiciones de la memoria”, se centra en “El olvido que seremos”. Esta narración se apropia de la primera persona para contar la historia de un padre y el pasado reciente de la violencia sociopolítica colombiana. Consideramos importante reflexionar sobre los artilugios de escritura de este texto para comprender cómo el sujeto-autor se cuenta a sí mismo, y en ese transcurso construye un relato que no se circunscribe a un género narrativo específico, además de articular su trama, paradójicamente, entre la idea de una responsabilidad de la “memoria fiel” –individual y social– y la lúdica imaginativa de “crear memoria”.

Es llamativo encontrar en algunos estudios publicados sobre “El olvido que seremos”, las diferentes formas genéricas que los ensayistas utilizan para enmarcarlo; por ejemplo, Fanta Castro (2009), lo denomina, escuetamente, a lo largo de todo su escrito como “texto”, y, aunque la autora explicita, a pie de página, que el libro de Abad Faciolince es “una especie de autobiografía mezclada con la biografía de su padre” (30), no se decide a nombrarlo desde esas categorías en el cuerpo del ensayo; de hecho, aparece asociado más bien, al género novela cuando la autora lo sitúa junto a las producciones ficcionales que metaforizan la injusticia y la impunidad (32); Reigana de Lima (2010), lo reconoce como “libro autobiográfico” (7); Pérez Sepúlveda (2013), lo analiza como biografía; Vélez Restrepo (2013), lo registra como novela autobiográfica, empero, en algunos apartados, parece indagarlo solamente como novela; y Escobar Mesa (2011), lo ubica entre biografía y autobiografía, no obstante, aventura que “es un texto polimorfo que puede leerse como novela, crónica testimonial o confesión” (178). Toda esta indeterminación genérica presentada por los ensayistas, con seguridad, obedece a la posición liminar de la narración entre autobiografía y novela autobiográfica; un aspecto formal que provoca cierta perplejidad y ambigüedad en el lector al no saber, en principio, a qué pacto de lectura atender.

Se conoce que “El olvido que seremos” en su edición en español no tiene marcas paratextuales de género; que es presentado como roman en la traducción al francés y que en Inglaterra fue editado como memoirs. Movimiento de plasticidad genérica que obedece a su carácter trasversal de pactos de lectura, y que sigue reproduciéndose en sus múltiples ediciones y demás traducciones. La dimensión que Abad Faciolince tiene sobre lo real y lo imaginario: categorías que definen el pacto de lectura, influye claramente en la recepción de su libro. En entrevista con José Zepeda (2011), el escritor expresa cierta complacencia por presentar lo real como imaginario. Afirma que su texto, aunque configura un pasado real, lo escribió como una novela; incluso, considera más interesante que sea leído como ficción, no tanto como relato autobiográfico o mera biografía. Ya que, de esa manera, su padre, personaje central de la trama, no sólo sería una figura histórica, sino que también tendría el “aura” de un personaje ficcional; de un “héroe romántico que llevó una vida muy estética (…) con unas simetrías especiales (…) que amaba la belleza (…) que visto como personaje literario, podrá vivir ‘para siempre’ en el recuerdo de la gente” (Abad Faciolince; Zepeda, 2011). Al hilo de esas reflexiones, el escritor destaca que no pocas veces los personajes literarios tienen más vida que cualquier persona que realmente haya existido (Abad Faciolince, 2010). Así entonces, es evidente que para Abad Faciolince importa ante todo la idea de sostener una memoria en el tiempo que la cuestión de si lo rememorado es ficción o realidad. Reconoce los límites difusos entre esas dos categorías. En “Traiciones de la memoria” (2009) el autor argumenta que “la verdad y el recuerdo están siempre salpicados de olvidos o de deformaciones del recuerdo que no se reconocen como tales” (141), esto es, que la verdad del pasado descansa siempre sobre una memoria imperfecta, que desde la mirada escritural del autor es la más confiable. Tema éste que retomaremos líneas adelante.

Volviendo a la idea de indeterminación genérica de “El olvido que seremos”, consideramos que la búsqueda puntual del género narrativo refleja el afán o la necesidad del lector de sentirse en “piso firme” frente al tipo de narración que examina. Es preciso reconocer el régimen de los hechos para aclarar si se está ante una “realidad inventada” o a una “realidad ocurrida”. El lector demanda siempre un pacto de lectura explícito, que, en este caso, Abad Faciolince, como bien se aprecia, ha decidido camuflar. La intención estética del escritor de no revelar claramente un pacto de lectura, puede explicarse desde el concepto de “pacto ambiguo” propuesto por Manuel Alberca (2003), en el que la narración de carácter autoficcional soporta tanto una lectura autobiográfica como una lectura novelesca. Toda autoficción provoca un choque de pactos antitéticos, sin embargo, la vacilación interpretativa no es infinita, ya que el lector resuelve finalmente la indeterminación de leerla como novela o como autobiografía. A esto vale añadir que, “cuanto más sutil sea la mezcla de ambos pactos, más prolongado será el efecto de ambigüedad del relato y mayor el esfuerzo para resolverlo” (7). En vista entonces de estos planteamientos y de las diversas interpretaciones genéricas que hacen los ensayistas citados, además de reconocer que el punto coyuntural para establecer un “pacto de lectura” se ubica en el tipo de realidad que el texto incorpora, indagamos “El olvido que seremos” como narración autoficcional. El libro consiente la lectura simultánea de dos géneros: el autobiográfico y el novelesco, es decir, sin dejar de ser autobiográfico, se camufla bajo los artificios literarios de la novela sugiriendo una lectura en clave ficcional.

En relación con la imprecisión genérica de “El olvido que seremos”, surge la duda sobre el perfil de lector que esta narración precisa. Lejeune (1991), en su teoría sobre “el pacto autobiográfico” explica que todo lector es invitado a leer novelas no sólo como ficciones que remiten a una verdad sobre la “naturaleza humana”, sino también como fantasmas reveladores de la individualidad del autor. Una presencia indirecta de autor que, según el teórico francés, da forma a un “pacto fantasmático” (59). En orden a esas apreciaciones y retomando las premisas de Alberca sobre el “pacto ambiguo”, intuimos que el “El olvido que seremos”, podría resguardar también una especie de pacto fantasmático, que toma forma no en el carácter de autor sino en la naturaleza del lector. A saber, si el pacto fantasmático propuesto por Lejeune, evoca el autor particular que reside en el texto, de manera similar, debido al pacto ambiguo que caracteriza “El olvido que seremos”, se sugiere no sólo el interés estético de Abad Faciolince para narrar su experiencia, sino que también se insinúan ciertos fantasmas reveladores de las especificidades del lector que la obra requiere. La narración del escritor colombiano alude así a un lector “etéreo”, “volátil”, capaz de filtrar lo narrado desde diversos y simultáneos puntos de realidad. Un lector que desplaza, a su amaño, el linde de género del relato para reinterpretar la verdad que ofrece; que para interrogar y contestar lo figurado no limita el ingreso al relato por un solo umbral genérico. Desde la mirada barthesiana[5], sería un lector “sin historia, sin biografía, sin psicología (…) [pero, sin duda,] alguien que mantiene reunidas en un mismo campo todas las huellas que constituyen el escrito” (82).

Ahora bien, como hemos elegido estudiar la narración de Abad Faciolince desde el espacio autoficcional, consideramos importante describir algunas de las características principales de este género para iluminar el recorrido que quiere llevar adelante este escrito. Los reconocidos estudios de Manuel Alberca (2003), relacionan la autoficción con el texto autobiográfico que evade su nominación genérica y además se escribe como si fuese novela (331). El interés por dar coherencia narrativa y riqueza literaria a lo contado, lleva al escritor a explorar la multiplicidad expresiva de otros géneros, por ejemplo el de la novela, lo que tiende a difuminar los límites genéricos y a reafirmar su contenido fictivo. En relación con esto, Leonor Arfuch (2010; 2013) afirma que, a diferencia de la biografía y la autobiografía clásica, la narración autoficcional propone equívocos al lector y juega con las huellas referenciales. Es un relato del “sí mismo” que franquea la línea de “la autenticidad”, desvanece de manera reflexiva los límites entre acontecimientos reales o ficticios y acentúa la divergencia constitutiva entre vida y escritura. Características que conciernen a la posición de autor ante la veracidad del relato propio. El escritor[6] que se aventura a narrarse a sí mismo, según Silvia Molloy (2001), tiene plena conciencia de que lo contado, al estar sujeto a la memoria y la imaginación, comprende un alto grado de ficción así se respete cierta autenticidad de la historia. Por consiguiente, el relato autoficcional debe comprenderse siempre desde el concepto de ficción; no obstante, hay que indicar aquí que el término ficción “no es sinónimo de falsedad, sino un modo de narrar que no contrasta necesariamente con la verdad” (Jozami, 2014: 11). Lo ficcional en los “textos autofigurativos” es efecto del discurso literario, muy diferente a “lo ficticio” que sería una categoría de lo falso (Amícola, 2007: 29). A la sazón, en la obra autoficcional la búsqueda de la verdad no es la verdad misma, “que el lector en el acto de lectura, intente leer una verdad en el texto, no quiere decir que esa verdad exista” (Amícola, 2007: 30).

En “El olvido que seremos” se distingue la estructura original de la entidad narrativa. La subjetividad del autor se posiciona de una voz narrativa en primera persona, que busca, a través del relato del “propio yo” construir el “yo” del padre. La narración se ancla así a una especie de “sí mismo dual”, a un ambiguo proceso de identificación subjetiva que se constituye a partir de un juego de identidades entre “yo es otro” y “otro es yo”. Mas, hay que aclarar que tal entrecruzamiento o hibridez de identidades –ese “sí mismo dual”–, nada tiene que ver con “la extrañeza del sujeto que se ve como otro de sí mismo” (Amícola, 2007: 30), tampoco con “el descentramiento y la diferencia como marca de inscripción del sujeto en el decurso narrativo” (Arfuch, 2010: 95), que se indica, por ejemplo, en la clásica frase de Rimbaud: Je est un autre. El “sí mismo dual” que advertimos en el texto de Abad Faciolince, la deducimos más bien desde las ideas que Sarlo (2009) expone acerca de la condición del testigo de experiencias traumáticas. La persona que por una experiencia radical: la muerte, el asesinato, la desaparición, etc., toma la palabra de aquel que ya no está para referir lo vivido. Esto es, que la voz que narra está “en remplazo” de otra, “ella es otra”, es “vicaria” de la memoria de sucesos compartidos. Una voz testigo que ha sido elegida por condiciones extratextuales (psicológicas, éticas, históricas) para contar lo vivido desde una “experiencia impersonal”, desde aquello que, sin haber tocado directamente el cuerpo y lo íntimo, se asume como vivencia propia. Es de esa manera que, ciertamente, se da forma a la entidad narrativa en “El olvido que seremos”; la voz de Abad Faciolince se apodera de la voz de su padre para referir las experiencias compartidas, una vida en comunión marcada por el amor filial, pero también por la violencia sociopolítica, que es la causante del asesinato del progenitor.

Los procedimientos de escritura de la narración de Abad Faciolince, configuran tanto la presencia del hijo como la del padre, dan forma a una esfera identitaria armónica, donde, metafóricamente, se diluyen las dos individualidades para “dar vida” a un solo sujeto narrativo. El narrador es uno con el padre. Situación que incluso se expresa de forma poética en el epígrafe que abre la obra: “Y por amor a la memoria llevo sobre mi cara la cara de mi padre” (frase del poeta israelí Yehuda Amijai). Se trata del renacimiento del padre en la mirada del hijo. O, en otras palabras, la vivificación narrativa del progenitor se hace posible en la voz del hijo que se cuenta a sí mismo. Abad Faciolince parece “diluir” los límites entre las dos identidades: la de él mismo y la de su padre, para dar paso a una sola presencia narrativa en el relato. Esta coincidencia de “yoes” en el espacio biográfico clásico infringe el principio ético de no confundirse con el biografiado (Holroyd, 2011: 72), en cambio en el campo autoficcional es totalmente plausible, de hecho, enriquece la capacidad expresiva, estilística y ética de la entidad narrativa. Unido a estas interpretaciones, cuando el escritor expresa: “casi todo lo que he escrito lo he escrito para alguien que no puede leerme [su padre], y este mismo libro no es otra cosa que la carta a una sombra” (22), se rastrea también la coexistencia de los dos personajes en el mismo vértice de expresión. En tanto que en la identidad narrativa confluyen ambos sujetos en una sola voz, la sombra del padre sería la imagen del hijo. Alegóricamente la sombra para quien Abad escribe es la suya, la propia. Una sombra, que, como la memoria, lo prosigue siempre y le hace “escribir cartas” para hacer presente lo ausente, para llenar con palabras la ausencia añorada.

Es sin duda significativo que “por amor a la memoria” se origine “El olvido que seremos”. El texto lleva a concluir que Abad Faciolince desvió su mirada hacia el tiempo ido para orientar el transcurso de su narración. La construcción autoficcional tuvo que demandar al autor “vistas de pasado” [7] para proyectar la vida del padre en el presente del relato. En muchas narraciones, mirar al pasado toma forma en el recuerdo que guarda versiones esquematizadas de la “memoria original”, “pues el recuerdo funciona de modo encubridor a través de desplazamientos, condensaciones, inversiones, etc.” (Amícola, 2007: 37). Por lo tanto, ningún recuerdo autobiográfico es copia literal de lo vivido, sino sólo una interpretación de ello. En relación con la complejidad de este proceso, Paolo Rossi (2003) da a la memoria una función y al recuerdo otra. La memoria, para el filósofo italiano, es la persistencia de una realidad que en cierta medida continúa fiel e intacta, mientras que el recuerdo gana densidad en el esfuerzo deliberado de la mente para recuperar el conocimiento y las sensaciones vividas (21). Al hilo de esos argumentos, en “El olvido que seremos”, la presencia del padre estaría modulada entonces desde la memoria y los recuerdos del hijo narrador. La imagen nítida del papá, en diferentes momentos y espacios, es conservada en la memoria del narrador como un hecho concreto, que asociada a la exploración del pasado, a la rememoración deliberada de “recuerdos olvidados”, abre un pasaje para vivificar nuevas experiencias y para la total libertad estética. Abad no sólo rememora a su padre, sino que también lo dota de profundidad existencial al pasar su vida por las palabras:

Recuerdo cuando mi papá volvía después de lo que para mí eran viajes de años a Indonesia o Filipinas (después supe que en total habrían sido quince o veinte meses de orfandad, repartida en varias etapas), la honda sensación que tenía, en el aeropuerto, antes de volverlo a ver. Era una sensación de miedo mezclada con euforia. Era como la agitación que se siente antes de ver el mar, cuando uno huele en el aire que está cerca, y hasta oye los rugidos de las olas a lo lejos, pero no lo vislumbra todavía, sólo lo intuye, lo presiente, y lo imagina. Me veo en el balcón del aeropuerto Olaya Herrera, una gran terraza con mirador sobre la pista, mis rodillas metidas entre los barrotes, mis brazos casi tocando las alas de los aviones (…) Al fin aterrizaba el Superconstellation que traía a mi papá, ballena formidable que se llevaba toda la pista para al fin frenar en los últimos metros, y lentamente giraba y se acercaba a la plataforma, lento como un transatlántico a punto de atracar, demasiado despacio para mis ansias (yo tenía que brincar en el sitio para contenerlas) (…) La respiración se agitaba (…) hasta que al fin, en lo más alto de la escalerilla, aparecía él, inconfundible, con su traje oscuro, de corbata, con su calva brillante, sus gafas gruesas de marco cuadrado y su mirada feliz, saludándonos con la mano desde lejos, sonriendo desde lo alto, un héroe para nosotros, el papá que volvía de una misión en lo más hondo de Asia, cargado de regalos (…) de carcajadas, de historias, de alegría, a rescatarme… (Abad Faciolince, 2008: 111-112).

En este pasaje lo que se escenifica es la dinámica entre memoria y recuerdo. La memoria es entonces la figuración concreta de los viajes del padre, mientras que el recuerdo va tomando consistencia en la descripción de las sensaciones y sentimientos del niño. La conciencia del hijo-narrador-adulto revive ávidamente una emoción de la niñez; el padre-héroe del imaginario infantil es recuperado en la eficacia narrativa de la reminiscencia, no en la mera memoria de los viajes. La mezcla de emociones que circulan por la escena dotan de espesor la imagen de la llegada del papá. Por consiguiente, la solidez y veracidad del suceso se sostienen en la recuperación de las sensaciones, en la sensibilidad recobrada o imaginada de lo acaecido. La experiencia de la narración es así la verdad real de lo memorado[8]. Sobre este movimiento entre memoria, vivencia y verdad, en “Traiciones de la memoria” el propio autor puntualiza que la experiencia vivida no se recuerda tal como ocurrió, sino tal como se la relata en el último recuerdo (149), de ahí que la verdad de los hechos esté sujeta, indefectiblemente, a lo narrado. Con seguridad los recuerdos figurados en la obra del escritor colombiano son reconstrucciones sinceras, aunque no coincidan con lo que debe considerarse la verdad (Amícola, 2007).

Ciertamente, toda narración que implique la autofiguración del sujeto está condicionada por una reconstrucción posible. La memoria y la reminiscencia organizan lo vivido “sobre la base de las concepciones y las emociones del presente” (Rossi, 2003: 87). En la sobreposición y entrecruce de emociones e imágenes que pertenecen a tiempos distintos, adquiere cohesión el proceso de identificación subjetiva[9], el “sí mismo dual”, que opera en “El olvido que seremos”. Veinte años después del asesinato del padre, la rememoración creadora de Abad Faciolince recompone como momento vivido en el cuerpo propio ese doloroso pasado:

Mi papá mira hacia el suelo, a sus pies, como si quisiera ver la sangre del maestro asesinado. No ve rastros de nada, pero oye unos pasos apresurados que se acercan, y una respiración atropellada que parece resoplar contra su cuello. Levanta la vista y ve la cara malévola del asesino, ve los fogonazos que salen del cañón de la pistola, oye al mismo tiempo los tiros y siente que un golpe en el pecho lo derriba. Cae de espaldas, sus anteojos saltan y se quiebran, y desde el suelo, mientras piensa por último, estoy seguro, en todos los que ama, con el costado transido de dolor, alcanza a ver confusamente la boca del revolver que escupe fuego otra vez y lo remata con varios tiros en la cabeza, en el cuello, y de nuevo en el pecho (Abad Faciolince, 2008: 243)

Resulta sugestivo que la reminiscencia del homicidio se haga desde la perspectiva exclusiva del padre pero confesada por la voz del hijo. De manera virtual, el narrador se ubica, en tiempo y espacio, como testigo íntimo del papá para experimentar con él ese momento aterrador. Enfatizamos en que Abad Faciolince no lo acompañaba durante el atentado. La posibilidad de revelar el instante del asesinato como experiencia que tocó el cuerpo sin ser testigo presencial, Fanta Castro (2009) lo explica desde la habilidad lingüística y escritural del autor de conjugar en su descripción dos tiempos verbales. La yuxtaposición de las temporalidades, donde el pasado y el presente coinciden, permiten a lo imposible ser posible: saber algo que es desconocido. Teniendo en cuenta esta reflexión, mas desde nuestra perspectiva de lectura, consideramos que el artilugio literario de la conjunción temporal simboliza la memoria involuntaria, mantiene la conservación del suceso traumático en un eterno presente. Se trata de una alegoría de “lo inolvidadizo” [10]. Una metáfora de la emoción lacerante que no ha dejado de surgir de modo intempestivo a través de los años. En efecto, en la imaginación de cada detalle del instante cuando el padre está siendo asesinado, la vivencia narrada por el hijo es ficticia, cada impresión descrita desde el yo del padre es una conmovedora suposición, sin embargo, la experiencia de dolor que actualiza es auténtica, recoge la emoción punzante que se ha resistido al tiempo. La fabricación atemporal[11] del momento preciso en que el padre es sorprendido por los sicarios, encarna, en la representación ingeniada por el narrador-hijo, una sensación veraz de terrible tristeza y desamparo, restablece la experiencia íntima del dolor innombrable de morirse también con ese ser idolatrado.

Muchas veces la invención o el recuerdo fabricado trasmite mejor que el verdadero la experiencia de las emociones. El proceso de escritura de la autoficción recobra los sentimientos originales a través de sucesos imaginados (Giordano, 2011, 49-50). Es por eso que la escena del asesinato del padre memorada por el autor como vivencia que ha tocado el cuerpo propio, remite a una experiencia íntima de dolor, encarna en las palabras la realidad de sensación. Puede tildarse de confesión engañosa por insinuar que estuvo junto al padre en ese momento fatídico, pero no por ello deja de ser confesión, “una práctica de la verdad con potencia de transformación” (Giordano, 2011: 48). El recurso retórico reconstruye la dimensión real del homicidio cuando rezuma el sufrimiento experimentado por el autor. Es en la representación de los sentimientos del hijo donde se advierte la veracidad de lo narrado.

3. La memoria como bien común

Lo encontramos en un charco de sangre. Lo besé y aún estaba caliente.

Pero quieto, quieto. La rabia casi no me dejaba salir las lágrimas.

La tristeza no me permitía sentir toda la rabia.

Mi mamá le quitó la argolla de matrimonio.

Yo busqué en los bolsillos y encontré un poema.

Abad Faciolince, Traiciones de la memoria

“El olvido que seremos” da cuenta de la memoria individual y pública. En el texto se juega una doble respuesta a la realidad del país: por un lado, configura la experiencia individual-íntima de un sujeto narrador, pero al mismo tiempo esta presencia narrativa, evoca un devenir histórico, por supuesto colectivo, de la violencia sociopolítica colombiana, particularmente el del cruento periodo de los asesinatos de los militantes de la UP[12] (Abad Faciolince, 2008: 267). Esta narración entraña el valor simbólico del poder de la subjetividad en la construcción de la memoria pública. En la “difícil sintonía entre lo emocional y lo político” (Arfuch, 2013: 114) la autoficción de Abad Faciolince abre interrogantes sobre el tipo de memoria plural que está moldeando el pasado reciente de la nación; indaga si existe acaso un género narrativo capaz de legar la vivencia traumática de la violencia asesina, o si Colombia está actualmente preparada para decir, pero también para escuchar[13] la experiencia punzante desde un espacio donde prime una ética de la responsabilidad. En gran medida la obra cuestiona nuestra posición ante la memoria compartida, nos empuja a sentirnos responsables por la pervivencia del pasado histórico, a entender que hacer memoria es un deber ético, que no supone meramente una actitud teorética sino un compromiso irrestricto con todos, una ineludible obligación pública, que compromete nuestras acciones más allá de los avatares de la historia (Arfuch, 2013).

Quiero que se sepa otra cosa, otra historia. Volvamos de nuevo al 25 de agosto de 1987. Ese año, tan cercano para mi historia personal, parece ya muy viejo para la historia del mundo: Internet no había sido inventada aún, no se había caído el muro de Berlín, estábamos todavía en los estertores de la Guerra Fría, la resistencia palestina era comunista y no islámica, en Afganistán los talibanes eran aliados de Estados Unidos contra los invasores soviéticos. En Colombia, por esa época, se había desatado una terrible cacería de brujas: el Ejército y los paramilitares asesinaban a los militantes de la UP, también a los guerrilleros desmovilizados y, en general, a todo aquello que les oliera a izquierda o comunismo (Abad Faciolince, 2008: 267).

Por este tipo de gesto escritural, que enlaza a la historia individual un pasado que concierne a todo un país, la mayor parte de las reseñas y estudios publicados hasta el momento sobre “El olvido que seremos” analizan el tema de la memoria como posición ética del autor. La intensidad del tono subjetivo del relato restaura no sólo la experiencia del escritor, sino también la percepción social de los acontecimientos. Con certeza, “el involucramiento personal (…) y el hecho de escribir para ser leído tanto en soledad como en un ruedo mediático o de conversación” (Arfuch, 2013: 110), ha derivado en un relato que se orienta en función del imaginario social contemporáneo. Su gran efecto en la esfera pública es inseparable de los modos como lo descrito se apropia de la sensibilidad política de la sociedad colombiana. Por ser narración autorreferencial, “El olvido que seremos” es, en un punto, colectiva, expresión de una época y de una sociedad. La afirmación de la subjetividad del escritor –su yo, lo individual- es posible, en todo momento, por la intersubjetividad comunitaria –el nosotros, lo social-. La voz del autor es resonancia plural donde también se identifican acentos de identidad común.

La cualidad colectiva del texto de Abad Faciolince avizora la urgente necesidad de reflexionar acerca del enfoque político de “memoria cultural”[14] (Assman, 1995) y de comprensión del pasado reciente, que las narraciones autorreferenciales significan. En Colombia el auge mediático y publicitario de personajes criminales ha desbordado en una serie de publicaciones biográficas o autorreferenciales donde éstos son honrados como figuras heroicas. La circulación indiscriminada de sus relatos han ido convirtiendo a estos delincuentes en un tipo de símbolo social y cultural del país. Caso concreto de esta situación es la amplia edición de textos –escritos y audiovisuales- referentes a la vida de Pablo Escobar. Publicaciones que, desde un interés profesional o familiar, han deformado la identidad criminal de este hombre hasta transformarlo para muchos en una figura épica de gloriosa leyenda[15]. Diana Palaversich (2015), justamente sobre Pablo Escobar, sostiene que por la representación atractiva que han hecho de su figura diferentes “narcotelenovelas” (209) se convirtió en un mito en vida; de hecho, se suele decir que es “el hombre muerto más vivo de Colombia” (211), mientras que sus víctimas, aun las más ilustres, han sido relegadas al olvido. Las narrativas que toman como protagonista a personajes tan polémicos, son consumidas por un grupo masivo de lectores o espectadores, gran parte de éstos con una mirada “ingenua” o acrítica, pero que por ser “masa pública” responden también públicamente sobre lo visto o leído; asientan en ello su conocimiento y opinión colectiva sobre la memoria social y el pasado reciente del país.

Si la memoria, como afirma Sarlo (2005), “es un bien común, un deber y una necesidad jurídica, moral y política” (62), debe estar sujeta al debate sobre el tipo de discurso que la ubica en el espacio público: su forma de producción y las circunstancias del marco cultural y político. El momento de fuerte subjetividad que vive el mundo contemporáneo facilita la edición y el consumo indistinto de relatos que se fundan en la experiencia y la voz personal. Estamos ante una época de revelación de lo íntimo que se establece como punto focal para proyectar lo público. Y, aunque este fenómeno ha favorecido la construcción de la memoria histórica, sobre todo la traumática, y ha redimido del olvido a las víctimas al posibilitar procesos jurídicos y la mirada alerta de la sociedad: tal como ocurre con los juicios del terrorismo de Estado en el Cono Sur, o el desarrollo de proyectos museográficos relacionados con el rescate de las memorias dolorosas, es necesario examinarlo para esclarecer los intereses morales que lo generan. No hay que correr el riesgo de pensar que todo discurso literario o artístico que construya una memoria alterna a la ofrecida por la voz gubernativa, es una forma válida de acercarse al pasado[16], ya que, con toda seguridad muchas de las narraciones autorreferenciales se anclan a intereses egoístas, que niegan o tergiversan los sucesos sociales para justificar abusos de poder o comportamientos delictivos. Son varias las publicaciones en Colombia de jefes guerrilleros, paramilitares y narcotraficantes que explican sus actos terroristas como necesarios y justos. No son narraciones sostenidas sobre el principio fundamental de las producciones estéticas que abogan por la construcción de una memoria alterna. Se trata más bien de relatos mezquinos, que arrasan con el principio ético del relato que presenta otra mirada del pasado con la idea de reformular las identidades culturales y sociales que han dado forma a la sociedad colombiana. Entre los aspectos que el texto de Abad Faciolince debate acerca del pasado reciente de Colombia, precisamente se inscribe su visión crítica de ese tipo de publicaciones que buscan acomodarse en el imaginario social como referente ético válido de los procesos de construcción del país:

Carlos Castaño, el jefe de las AUC, ese asesino que escribió una parte de la historia de Colombia con tinta de sangre y con pluma de plomo, ese asesino a quien al parecer mataron por orden de su propio hermano, dijo algo macabro sobre esa época. Él, como todos sus megalómanos, tiene la desvergüenza de sentir orgullo por sus crímenes, y confiesa sin pena en un libro sucio: “Me dediqué a anularles el cerebro a los que en verdad actuaban como subversivos de ciudad (…) Para mí esa determinación fue sabia (…) La guerra la hubiera prolongado más. Ahora estoy convencido de que soy quien lleva la guerra a su final. Si para algo me ha iluminado Dios es para entender esto” (…) No voy a citar más a este patriota, se me ensucian los dedos (Abad Faciolince, 2008: 267-268).

La reinscripción de un periodo sociopolítico violento en la obra de Abad Faciolince proyecta otras coordenadas para mapear lo sucedido, pero sobre todo visibilizan la función de lo literario como medio de producción, transmisión y consolidación de la memoria histórica. En rigor, la voz individual de la autoficción hace posible la existencia de un recuerdo común, traza las múltiples formas en que las imágenes del pasado se comunican y se comparten entre las personas de una sociedad (Quijano, 2013). Es, entonces, el estatuto de la memoria pública entre la voz personal y la relación ética lo que se conjuga en torno a “El olvido que seremos”; narración que, evidentemente, exige la mirada cautelosa del lector frente a testimonios fulleros como el de Carlos Castaño[17]. La publicación de este terrorista, desde el título mismo: “Mi confesión” (2005), busca asentarse como verdad para justificar su participación asesina en “la construcción de una Colombia mejor” (Aranguren, 2005: 67). Este texto despreciable se sostiene en el eufemismo de un lenguaje que pretende negar la muerte, el secuestro y la extorsión como hechos opresivos y criminales: “nosotros no secuestramos, sólo extorsionamos con cariño y casi concertado” (Aranguren, 2005: 119).

Publicaciones como la de Castaño llevan a reflexionar no sólo sobre el abuso de la capacidad expresiva del relato autobiográfico para enmascarar un discurso desvergonzado, sino también respecto del tema de los límites de la representación de los géneros que se mueven en el espacio biográfico. “¿Hay un límite de lo decible –según el género- y, por ende de la escucha? ¿Y se dice lo mismo en cualquier género o cada uno configura ese decir, le ofrece una modulación, un cobijo diferente?” (Arfuch, 2013: 112). Son preguntas explícitas, que implican respuestas en torno a las ventajas y desventajas de la narración autorreferencial como espacio privilegiado desde el que se interroga la memoria de hechos que han tocado la sensibilidad común. En ese sentido, se admite que todo discurso individual siempre es influido por lenguajes sociales, exactamente como lo argumentó Bajtín. La articulación del discurso propio, aunque producto de la subjetividad individual, está en estrecha relación con el discurso social heredado. Esa es quizá una de las lecciones claves de la narración de Abad Faciolince: la primacía de lo subjetivo y su rol en la esfera pública funciona como vector de memoria, que es a su vez reconocimiento de una identidad –propia y compartida–. Por eso el valor ético de un género que da cuenta de acontecimientos vividos debe aferrarse, así sea ambiguamente, a una promesa de verdad. La capacidad expresiva para articular un discurso autorreferencial de acuerdo a ciertas regularidades temáticas, compositivas y estilísticas, debe responder a un compromiso moral cuando sus efectos de sentido implican la memoria social y modulan la opinión pública. (Arfuch, 2010, 2013; Sarlo, 2005).

4. Conclusiones

Ante los recorridos temáticos trazados, concluimos que estudiar “El olvido que seremos” como narración autoficcional permite establecer relaciones significativas entre conceptos como ficción-verdad y memoria-olvido. En la interrelación de estas categorías se consolida un discurso estético que discute en torno a ideas como la memoria plural, la responsabilidad ética de los relatos del sí mismo y la representación de la experiencia traumática. El texto de Abad Faciolince se propone como espacio para animar el debate alrededor de la capacidad expresiva de las narraciones autorreferenciales y su compromiso con la memoria cultural. La perspectiva de lo relatado hace ver que la construcción narrativa de un yo es “tan revelador de una psique como de una cultura” (Molloy, 2001: 19), que cada imagen recuperada del pasado modula la opinión pública e influye de manera decisiva en el imaginario social y la identidad comunitaria. Son, pues, circunstancias que invitan al lector a ubicarse con cautela en el plano escritural que pretende representar la memoria de todos.

Por último, consideramos que el campo de la teoría y la crítica literaria en Colombia, necesita fortalecer el terreno conceptual para reflexionar acerca del papel de las narrativas autorreferenciales en la conformación de la memoria plural y su impacto en la esfera pública. Hace falta un horizonte interpretativo sólido, capaz de articular los efectos psicosociales que generan los relatos del espacio biográfico asociados a la violencia sociopolítica y del narcotráfico.

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* Artículo de reflexión derivado de la investigación “Memoria narrativa del miedo político y la representación de sus efectos psicosociales en la literatura colombiana”, en el marco de los estudios de Doctorado en Letras de la Universidad Nacional de Cuyo, Argentina.

[1] Entre los textos que presentan el debate modernidad/posmodernidad están: Jürgen Habermas: La modernidad un proyecto incompleto; Marshall Berman: Todo lo sólido se desvanece en el aire; Gianni Vattimo: El fin de la modernidad; Antonio Cornejo Polar: Escribir en el aire; Mabel Moraña: Crítica impura; Omar Calabrese: La era neobarroca; Beatriz Sarlo: Escenas de la vida posmoderna e Instantáneas. Medios, ciudad y costumbres en el fin de siglo; Carlos Rincón: La no simultaneidad de lo simultáneo. Posmodernidad, globalización y culturas en América Latina.

[2] El espacio biográfico se explica como la coexistencia intertextual de diversos géneros discursivos en torno del “yo”, e incluye géneros mas o menos canónicos, y aun, “fuera de género”: biografías, autobiografías, confesiones, memorias, diarios íntimos, entrevistas, historias de vida, variantes del show, etc. (Arfuch, 2010: 17-22)

[3] “Un poema en el bolsillo” es el relato más largo del libro (186 páginas de 265), los otros dos textos son “Un camino equivocado” y “Exfuturos”, todas narraciones del “sí mismo”.

[4] El suceso es el del poema de Jorge Luís Borges encontrado en el bolsillo del padre muerto de Héctor Abad Faciolince, el cual es transcrito fielmente en “El olvido que seremos”, y del que el escritor toma parte del primer verso para titular su libro. En su momento, una vez publicado el texto, causó sospecha y malentendidos en algunos expertos, la originalidad de los versos del escritor argentino.

[5] Roland Barthes, en su reconocido texto “La muerte del autor”, argumenta que la unidad del texto no está en su origen, sino en su destino; un destino impersonal que toma forma en la figura del lector. Por tanto, el lugar donde se recoge toda la multiplicidad de la escritura es el lector, él “es el espacio mismo en que se inscriben, sin que se pierda ni una, todas las citas que constituyen una escritura” (2009: 82).

[6] Silvya Molloy (2001) afirma que la lucidez literaria del escritor profesional que se decide a escribir su propia vida –aplicable para el escritor autoficcional– le lleva a reconocer, conscientemente, lo que significa verter el “yo” en una construcción retórica; su conocimiento de los artificios literarios le hacen prever la complejidad de constituirse como sujeto en la escritura (22).

[7] Sintagma utilizado por Benveniste (1971: 78) para explicar la relación entre lengua y tiempo. Afirma que el único tiempo inherente a la lengua es el presente, es éste el eje de referencia del discurso y del sujeto. Toda evocación o proyección depende del presente, es decir, que el pasado y el futuro son construcciones de tiempos a partir del momento presente.

[8] Para profundización de la relación entre emociones, memoria y escrituras del “yo”, se puede consultar a Paolo Rossi: El pasado, la memoria, el olvido, especialmente el capítulo 3 y su apartado “El tiempo interior y el fin del ars memorativa”; José Luís Pardo: La intimidad; Daniel Link: La imaginación intimista y Alberto Giordano: El giro autobiográfico de la literatura argentina actual.

[9] El proceso de identificación subjetiva ambigua o “sí mismo dual”, fue explicado líneas arriba.

[10] Esta expresión de Nicole Loraux (1989: 32), connota la emoción activa e hiriente que conforma el relato de hechos traumáticos. Un sentimiento inoportuno que se insinúa en todo acto cotidiano, siempre soterrado, formando parte de la vida personal o del imaginario colectivo.

[11] Sugerimos con este sintagma el proceso de “eterno presente” que define el asesinato del padre. Un suceso memorado, que en el plano subjetivo del narrador, no obedece a una línea temporal definida. Su representación narrativa funda una nueva temporalidad que se actualiza en cada nueva dicción o lectura.

[12] La Unión Patriótica (UP) es un partido político colombiano de izquierda, fundado en 1985 como parte de una propuesta política legal de varios grupos guerrilleros. Fue perseguido brutalmente por las Fuerzas Armadas Colombianas y el paramilitarismo.

[13] Afirma Arfuch (2013) que la narración de la memoria por estar sujeta a una temporalidad desplazada necesita preguntarse si hay tiempos para poder decir y tiempos para poder escuchar.

[14] El concepto de “memoria cultural”, desde los argumentos de Jan Assman (1995), hace referencia al conjunto de discursos, imágenes, rituales reutilizables y específicos de sociedades determinadas, cuyo “cultivo” sirve para estabilizar y transmitir una imagen continua y coherente de cada comunidad y con ello sentar las bases de la unidad y consciencia del grupo (Quijano, 2013: 172).

[15] Algunos textos son: El patrón: vida y muerte de Pablo Escobar, Luís Cañón; Mi hermano Pablo, Roberto Escobar; La parábola de Pablo, Alonso Salazar; El verdadero Pablo: Sangre, traición y muerte, Astrid Legarda; Amando a Pablo, odiando a Escobar, Virginia Vallejo.

[16] Retomamos la idea que expone Quijano (2013) desde las posturas teóricas de Rigney y su libro Literature, Cultural Memory, and the Case of Jeanie Deans, para quien algunos de los discursos literarios que construyen una memoria alterna en oposición a una memoria oficial, tienden a formular la idea de una relación casi mística con el pasado, ya que se esmeran por defender y construir identidades étnicas fijas y cerradas que se pretenden verdaderas o auténticas.

[17] Carlos Castaño Gil fue líder paramilitar de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC); es acusado, junto a sus hermanos, de la planeación y ejecución de decenas de masacres colectivas y asesinatos de numerosas personalidades del mundo político colombiano (entre ellas la de Héctor Abad Gómez, padre del escritor Héctor Abad Faciolince). Su libro tiene más de una docena de ediciones con la editorial Oveja Negra.

La estética del suicidio femenino en la narrativa de Ana María Jaramillo

La estética del suicidio femenino en la narrativa de Ana María Jaramillo

Orfa Kelita Vanegas

Universidad del Tolima, Colombia

Universidad Nacional de Cuyo, Argentina

(Artículo publicado en la Revista Trama y Fondo, No 41, Universidad Complutense de Madrid)

Resumen

Este estudio indaga el simbolismo tanático de la representación estética del suicido en la narrativa de la escritora colombiana Ana María Jaramillo (1956). Para profundizar en los diversos sentidos del concepto de muerte y sus variantes, acudimos de modo ecléctico a varios filósofos y teóricos críticos. Aunque la representación del suicidio no es algo nuevo en la literatura, se reconoce en el estilo escritural de Jaramillo una forma original en el tratamiento de este tema y una dinámica imaginativa sugerente en el uso de los recursos literarios que utiliza para configurarlo. Como presencia poética, la muerte por mano propia recobra el lugar vital que reivindica el “yo” de los personajes femeninos; el juego del lenguaje la enaltece como “espacio sagrado” a la vez que vitaliza un discurso demoledor del sentido banal al que el imaginario contemporáneo ha reducido la finitud del ser humano.

Palabras clave: Ana María Jaramillo. Narrativa Colombiana. Suicidio. Transgresión. Feminismo.

The aesthetics of the feminine suicide in Ana María Jaramillo’s narrative

Abstract

This study explores the thanatic symbolism of aesthetic representation of the suicide in the narrative of the Colombian writer Ana María Jaramillo (1956). To go more deeply into the diverse senses of the concept of death and its variants, we’re turning in an eclectic way to several philosophers and critical theorists. Although the representation of suicide is not something new in literature, an original form is recognized in the writing style of Jaramillo in the treatment of this topic and an imaginative suggestive dynamics in the use of the literary resources that it uses to form it. As poetic presence, the death for own hand recovers the vital place that claimed the «I» of the female characters; the game of the language exalts it as » sacred space » at the same time that vitalizes a devastating speech of the banal sense to which the contemporary imaginary has reduced the finitude of human being.

Keywords: Ana María Jaramillo. Colombian narrative. Suicide. Transgression. Feminism.

  1. Inventar la muerte 

El ritual fúnebre y la representación estética de la muerte son quizás, las manifestaciones más dicientes de la desazón y el miedo que causa en el hombre la conciencia de su finitud. El enigma que hay en el hecho de morir se traduce en actos alegóricos que generan en el imaginario humano la idea de que se le conoce y se le domina, lo que apacigua el temor de sabernos seres para la muerte. La literatura como escenario que configura la angustia tanática permite al ser humano un acercamiento “amable” al fin de la vida. En la poetización del no ser, de lo pútrido y de aquello que provoca turbación, la muerte adquiere cierta “dignidad literaria”, es decir, que en la “estetización de lo horroroso” el lector penetra en ese espacio siniestro para reconocerse en él y reclamar su individualidad frente a un fenómeno universal, que lanza todo a un vacío infinito y que se dilata sobre todos los planos del cosmos (Morin 1974: 303). La producción literaria contemporánea revisita asiduamente el fenómeno tanático, lo que, en efecto, desborda en reflexiones críticas, que desde diversos enfoques dilucidan los matices simbólicos o los sentidos latentes que el escritor le imprime al concepto de muerte en relación con el imaginario sociocultural actual. Es indudable que, aunque la muerte ha sido desde siempre uno de los temas más abordados por la crítica literaria o estética, mientras siga produciéndose obra sobre ella, no puede quedar ajena a los estudios que buscan indagarla como constante ontológica que explica parte del universo humano.

Teniendo presente las ideas anteriores, el presente estudio reflexiona sobre la caracterización del simbolismo de la muerte y sus variantes en la producción ficcional de Ana María Jaramillo, especialmente la de la muerte por mano propia: el suicidio. Para iniciar, es preciso recordar que la muerte es ante todo el tema sobre el que se afirma la narrativa de la escritora colombiana. Algunas de las obras más notables donde es evidente esa constante son: Las horas secretas (1992), que nuclea su argumento bajo la dinámica del eros y el tánatos, donde una mujer no encuentra sosiego debido a la desaparición de su amante en medio de un combate bélico. Novela corta ésta que ha sido objeto de estudio por buena parte de la critica colombiana, porque ella figura el penoso episodio de la toma del Palacio de Justicia de Colombia por un comando guerrillero del M19 en mil novecientos ochenta y cinco (Ortiz 1995, Calvo 2005, Gaitán 2010); Crímenes domésticos (1993), una colección de cuentos que desde el título mismo hace visible la configuración de la muerte en escenarios íntimos; La curiosidad mató al gato (1996), donde la trama se articula en torno a la investigación del asesinato de una mujer, especie de nouvelle que linda con el género policiaco; Eclipses (2009), libro de cuentos, en el que se centra este artículo, representa múltiples modos del desamparo y la soledad de la mujer en el contexto contemporáneo. Las subjetividades femeninas a las que se ancla el argumento de cada cuento recobran su libertad o plenitud vital en la planeación meticulosa de la muerte por mano propia. Cada relato es ícono de un pequeño cronotopo del suicidio femenino preparado en el silencio del corazón[1].

Eclipses fue ganador del premio de cuento de la Secretaría de Cultura de Pereira 2007 en Colombia. Fue escrito en México donde Ana María Jaramillo vive hace más de dos décadas. Los cuentos se ubican en tiempo y espacio en el contexto mexicano, figuran diversas costumbres: las comidas, los pasatiempos, los giros lingüísticos del dialecto propio, las costumbres religiosas, los festejos, etc., mas por como estos aspectos se articulan en la trama y dan hondura dramática a los personajes, su “color local” trasciende fronteras para revelar el devenir problemático del universo femenino.

Ahora bien, como ya precisamos líneas arriba, nos interesa indagar sobre la configuración del suicidio en varios de los cuentos que conforman Eclipses. Para iniciar, hay que anotar que, desde la perspectiva de Jankélévitch (2006), la conciencia de morir genera en el ser humano un estado de desasosiego, pues la muerte es siempre ausencia de futuro, “la destrucción de todo porvenir, cualquiera que sea, por poco probable que sea.” (25). Empero, cuando hablamos del suicidio que plácidamente planean las protagonistas de los textos que estudiamos, se infiere que ellas problematizan y transgreden las ideas del filósofo francés; son mujeres que no temen a la muerte, más bien se encomiendan a ella; paradójicamente, la hacen su “proyecto de vida”, el acto absoluto que las emancipa de una existencia vacua. Cada cuento recoge el acto de morir como un fin en sí mismo, es para ese momento y lugar planeado, no hay anhelos de una “sobrevida”, ni se sugiere la idea de alcanzar El Paraíso. El acto suicida es individuación y reivindicación del ser exclusivamente para ese instante.

En orden a los argumentos anteriores, vemos que en el cuento El zapote, en efecto, se problematiza la idea de suicidio como momento de desesperación o de atrofio de la conciencia. La narradora articula un monólogo lúcido; en perfecta calma cuenta lo que piensa y lo que hace en el instante mismo en que narra. Su voz sostiene al lector en la plenitud contemplativa de un árbol y sus frutos; junto a la heroína se presiente el placer de comer zapote, de tocar su textura, de saborear su jugo. Cada frase, con marcado tono sensual, donde la sinestesia es hábilmente utilizada, sugiere “la serenidad” de la vida de quien relata, insinúa la satisfacción sacra de descubrir la figuración del espíritu propio en las grandes ramas del totémico árbol, veamos:

la recompensa es una pulpa blanda, de un color naranja fosforescente, viva, llena de jugo y fibras que huelen a dulce almizclado que invita al mordisco. Queda uno todo untado y entre los dientes se adhieren fibras de la fruta delatora. Más adentro hay una semilla café tornasolada del tamaño de un dedo gordo de la mano, que brilla con el sol (…) Comer zapotes arriba de un zapote no es lo mismo que comer zapotes en la banca de un parque o en la sala de una casa. Si uno sube a un árbol de zapote con una cuerda fuerte, si uno ya está decidido, si ya sabe lo que quiere (…) Entonces uno se trepa con la soga bien amarrada al cinto para que no se le vaya a caer, busca la última rama más fuerte (…) y ahí cuelga la soga. Amarra bien el nudo, verifica que no exista apoyo para los pies, no vaya a ser que uno se arrepienta en el momento definitivo. Hay que asegurar bien el nudo y saltar al vacío. Es tan alto el árbol del zapote que nadie encontrará el cadáver, pero antes de que a uno se le paralicen los pies, los gallinazos, mejor conocidos como zopilotes por aquí, ya rondarán el majestuoso árbol de los deseos cumplidos. (Jaramillo 2009: 45)

En esta escena es interesante advertir que no es un pasaje sobre el suicidio, sino que más bien es el suicidio, éste toma forma dentro del acto mismo, define el estado de ánimo de la suicida a la vez que transmite cómo es pensar en esa situación, de cierta forma, la heroína se adelanta a su tiempo para presenciar su propia muerte (Alvarez 1999: 218); un efecto literario recurrente en varios cuentos de Eclipses. Ahora bien, el tratamiento del tema lleva al lector a estar más atento a las virtudes del árbol y a las reflexiones de la narradora sobre la vida de su pueblo, que a lo que realmente está sucediendo entre las ramas, suerte de artilugio retórico que desvía la atención del suceso central para garantizar el final inesperado, que impacta cuando vemos al personaje lanzarse al vacío con la soga al cuello, causando en nosotros ese dejo doloroso de la muerte insospechada.

Por otra parte, en el plano sagrado del mito, la imagen de la protagonista con la soga al cuello suspendida entre los brazos del glorioso árbol, emerge significativamente como alegoría del ahorcamiento ritual, que fue acto honorable entre los ancestros mesoamericanos[2]. El simbolismo de la soga se relaciona con la sacralización de la serpiente: cuyo representante es Kukulkán, y de los hilos del humo que comunican con las alturas, vistos éstos como suerte de caminos verticales que guían al hombre hacia los “trece cielos”. El suicidio en las culturas mesoamericanas se comprendió como punto de fuga y resistencia frente a situaciones extremas (Morley 1947: 218), de hecho, los Mayas rendían culto a Ixtab: “la de la cuerda”, diosa protectora de la muerte victoriosa. Los suicidas, los guerreros caídos en batalla, las mujeres parturientas, los chamanes, eran acogidos en el más allá por esta deidad. Ella aparece en el Códice Dresde representada con un lazo al cuello que la une al cielo; los ojos cerrados connotando el sueño eterno; los pómulos negros que dicen de su cuerpo en descomposición y grandes senos de los que fluyen leche y miel para regocijo de los habitantes del inframundo. En ese sentido entonces, se infiere que El zapote configura la muerte ritual, su poder simbólico se afirma en el heroísmo de la mujer por su muerte elaborada. Ella “muere bien, muere con decoro” (Blanchot 1995: 94). Colgada en las ramas del majestuoso árbol se funde con este; muta en apetitoso fruto y saborea el placer del deseo cumplido.

Dentro de la esfera sacra, otro de los cuentos que adquiere resonancias rituales es Hipólita, donde la aventura de la heroína transmuta en suicidio, un acto de muerte voluntaria que la eleva al plano de los dioses y de los mitos. En este caso el suicidio adquiere significado desde dos concepciones de mundo: la primera, que interpretamos como “superficial”, banalizada, donde predomina el asedio de una sociedad hambrienta de espectáculo; y la segunda, valorada desde una postura sagrada, desde la experiencia advertida en el terreno religioso. Empero, aunque son dos dimensiones disímiles, su dinamismo antagónico da consistencia a una compleja relación que empuja el desencadenamiento de la trama, cargando de sentido místico el acto suicida:

Hipólita se quita el kimono, repite el aria, sube el volumen. Prende la cámara y frente a la ventana, -que ya se encuentra repleta de vecinos, de periodistas, de fotógrafos y de policías- da comienzo a su acto final. Nadie tocará sus cosas mientras viva. Nadie profanará su santuario. Nadie ultrajará su cuerpo ni su nombre (…) Excita sus pezones y su coño (…) Un orgasmo contrae el vientre y las piernas de la supuesta delincuente (…) La televisión transmite en directo, pero censuran la señal (…) los helicópteros vuelan en círculo, (…) el ruido es insoportable. Ya no hay vuelta atrás.

Con el escalpelo se hace pequeños cortes superficiales en las muñecas, le gritan que no lo haga. Ella sigue ajena al público y se hace otras heridas en forma de estrella en los pezones. La sangre corre en ligeros hilos, no parece dolerle, su rostro se muestra impávido (…) Ahora la gente aterrada calla (…) Hipólita rompe con el bisturí su labio inferior por la mitad y en línea recta se dirige a la garganta, pasa por el esternón y baja hasta el ombligo (…) Está infinitamente sola. La música se apaga. Han derribado la puerta (…) Hipólita entierra el escalpelo con fuerza en su corazón. Cae al piso. Los hombres entran. La cinta de la cámara se termina. Su coño deja de latir. Fin. (Jaramillo 2009: 97-98)

El acto de Hipólita conmueve por su denuncia del imaginario social punitivo del cuerpo femenino. Ciertamente, la cuentística de Jaramillo hace eco de un discurso de tinte feminista que reclama la igualdad de género. Cada texto puede leerse como una alegoría de las relaciones de género, donde la mujer, indefectiblemente, ha sido utilizada para el empoderamiento y legitimación del sujeto masculino, son ellas las que facilitan las relaciones intrafamiliares, la continuidad de los intereses productivos hereditarios y la consolidación de ciertos papeles que los hombres deben representar: el de padre, esposo o amante. Al respecto, plantea Butler (2007), que el mundo social se ha construido bajo unos principios de visión y de división sexuantes, donde arbitrariamente, y desde una serie de justificaciones míticas y biológicas asumidas como condiciones esencialistas, el hombre se arrogó el derecho de establecer la organización de la vida en detrimento de la mujer, estableciendo una diferencia profunda e inequitativa en la conformación de lo sociocultural. A la sazón, dentro de ese orden patriarcal el cuerpo femenino es el núcleo perturbador de la Ley, por lo tanto se le niega y silencia. Sin embargo, ante esa situación y de manera paradójica, la mujer, consciente del poder de su cuerpo, lo ha tomado como arma y escudo para demandar su libertad. Es por ello que Hipólita convierte su cuerpo en “compañero de ruta íntimo” (Le Breton 1992: 91) para explorar el límite de lo extremo y defender su individualidad[3].

En el último pasaje citado de Eclipses, puede apreciarse cómo la protagonista afirma su intimidad a través de su cuerpo frente al sentido sancionador que los otros le dan. En el plano ritual, la inmolación del cuerpo destruye el valor de “cosa útil” (Bataille 2007: 47), cada corte hecho por Hipólita sobre su piel aniquila la acepción utilitaria de su corporeidad para traspasar a la intimidad inmanente. El cuerpo es entonces, “el lugar geométrico de la reconquista propia” (Le Breton 1992: 92), un territorio que la heroína explora y marca con los puntos precisos para el sacrificio redentor; que toma, además, mayor valor trascendental cuando al goce tanático se une la plétora erótica: en la fusión de los excesos del dolor y el placer sexual Hipólita penetra el absoluto, reafirma su identidad y se eterniza como símbolo del deber ser femenino: la libertad. En concordancia, en ese marco sacrificial, no sobra elucidar que en el suicidio de Hipólita se coliga el principio constitutivo del ritual: ser a la vez sacrificadora y “objeto de sacrificio”, una acción consciente que desprovee al personaje “de su carácter limitado y le otorga el carácter de lo ilimitado y de lo infinito pertenecientes a la esfera sagrada” (Bataille 2007: 95). En síntesis, Hipólita-suicida, en analogía simbólica, subsume el fundamento esencial del sacrificio religioso que consiste en el acto de abandonar y dar, su inmolación la hace abandonar su estado profano para darse a la libertad trascendente en el plano sagrado.

Conviene distinguir, antes de cerrar esta primera parte, que, a pesar de la muerte deseada y la “calma espiritual” de las heroínas de Jaramillo, Eclipses tiene un tono sombrío, su ambiente anegado de nostalgia presenta una visión desesperanzada de la vida. La orfandad de los personajes adquiere relieve a través del lenguaje de la sugerencia; con una prosa alusiva y rica en metáforas, la escritora representa la angustia, el desamparo y el estado último de la vida. El lector es atravesado así por cierto halo melancólico que emana de cada escena, donde la potencia evocadora del lenguaje lo arrastra hacia un plano silencioso que lo “debilita” y lo hace “llorar sin lágrimas” (Blanchot 1990: 25). Conmocionados ante la estética de la desolación sentimos también “la intensidad del desfallecimiento” (Blanchot 1990: 14).

  1. Ofelización de la muerte

El agua, que es la patria de las ninfas vivas,

es también la patria de las ninfas muertas.

Es la verdadera materia de la muerte

muy femenina.

(Bachelard, El agua y los sueños)

El epígrafe que abre este apartado recoge la idea central de los argumentos que a continuación presentamos. Como bien afirma Sanabria (2015), el tema de la mujer, cuya fragilidad emocional o psíquica la conduce hasta el delirio y la muerte por amor a las aguas del río, es una situación que giró en ícono desde la Ofelia de Shakespeare, que a su vez es recreación de “la tradición clásica que liga a jóvenes deidades menores, las ninfas, primordialmente con lo acuático” (184). Indudablemente, el suicidio femenino por ahogamiento es leivmotiv en el espacio literario; la persistencia del poder poético y dramático de la mujer que se hunde ensoñadamente en las aguas procura matizar la visión horrorosa de la muerte. Sobre este aspecto Bachelard (2003) sostiene que “el agua es el elemento de la muerte joven y bella, de la muerte florecida y, en los dramas de la vida y de la literatura, es el elemento de la muerte sin orgullo ni venganza, del suicidio masoquista” (128). La literatura entonces, por su capacidad de acercar al lector a una imaginación susceptible y profunda de la muerte, resguarda la metáfora del agua asociada al suicidio para simbolizar el destino íntimo de la mujer que huye nostálgica de su vida aciaga.

La metaforización del suicidio femenino y su relación con el agua es una constante en diversas culturas; el imaginario humano parece idear esa forma poética para sublimar el ahogamiento simbólico de la injusticia social o cultural. Recuérdese por ejemplo, el mito colombiano de la Laguna de Guatavita, en el que el Cacique excede el castigo por infidelidad de su consorte preferida y ella como retaliación se ahoga junto con su pequeña hija. Este actuar termina por convertir a la esposa infiel en una suerte de deidad del agua, asociada al dragoncillo tutelar de la laguna. Otro relato prehispánico, es el de la doncella Cahuillaca que se petrificó en el mar con su hijo en brazos, tras sentirse humillada porque el padre de su hijo era una especie de mendigo, quien realmente era el héroe civilizador Cuniraya Huiracocha, que tenía el poder de cambiar de apariencia. (Rocha Vivas 2010: 411).

Regresando a la narrativa de Ana María Jaramillo, en concordancia con la relación del suicidio femenino con el agua fluyente, destaca en Eclipses el cuento De bellas ahogadas. Es quizás el relato que en el libro concentra mayor fuerza poética y diversidad expresiva respecto de la muerte. Hay en sus pasajes un fluir incesante de metáforas que representan el cuerpo desnudo femenino como belleza tanática; una imagen que arrastra al lector hacia la visión magnificada de los secretos que encierra la muerte, que lo abstrae del mundo ordinario para sumirlo en la contemplación de un desnudo abandonado a las orillas del complacido mar:

El ruido del agua y el aleteo de los cuervos cesaron, un silencio profundo detuvo el tiempo, el sol se quedó fijo en el cenit. Un murmullo suave y lento parecía salir de sus labios azulosos, pero era tan solo el gemido de su pelo contra el agua.

Tembloroso por la emoción, me agaché para tener un mejor ángulo. Era un regalo poder espiar en soledad este cuerpo calmo, casi transparente, con esos ojos abiertos que parecían preguntar: ¿Dónde estabas tú que ahora me contemplas sin vergüenza? (Jaramillo 2009: 9)

Este pasaje impacta por la reacción del narrador frente al cadáver femenino, ajeno a la perturbación que causa “la muerte que infesta la vida” (Kristeva 1989: 11), se embelesa más bien con la bella ahogada. Quien cuenta, especie de voyeur, por el gozo con que explora cada parte del cuerpo desnudo, se mantiene en estado contemplativo, en éxtasis frente al ofrecimiento del mar: “Imploré y fui escuchado, el mar me regaló una bella visión: ella estaba quieta, fría, desprovista de deseos, de añoranzas” (Jaramillo 2009: 10). El tono íntimo que asume el relato acerca al lector a la exploración transgresora del narrador, poco a poco los dos descubren la intimidad de la mujer abandonada en la playa. En esta escena la riqueza de la metáfora poetiza la observación. Se desencadena un disfrute sensual de los sentidos a medida que se examina cada parte de ese cuerpo: “delgado y simétrico”, “de dorados vellos púbicos”, de “vientre suave”, con su “melena acariciante en el agua” (Jaramillo 2009: 10). Un deleite visual que abstrae de la realidad a quien mira, haciéndole olvidar que está frente a la espantosa muerte.

Por supuesto, la fuerza de la imagen estética de la bella ahogada emerge del simple contexto mortuorio y se proyecta como un “cuadro natural” de “belleza sincera” (Jaramillo 2009: 11). La escritora logra en este cuento un equilibrio descriptivo entre el ritmo y la metáfora, a través de epítetos hábilmente utilizados, no sólo detalla el cuerpo de la ahogada y del paisaje que lo contiene, sino que también produce un efecto de blancura, de humedad, de movimiento sosegado. La descripción del “tesoro náutico” (Jaramillo 2009: 10) colinda con una especie de impresionismo estético, donde la tranquila quietud del cuerpo abandonado en la playa y la serie de metáforas sinestésicas que lo enmarcan: “ruido de olas”, “aleteo de gaviotas”, “reflejos de luz sobre la arena” (Jaramillo 2009: 9-11), motivan en el espectador una mirada fascinada, atenta a cada trazo que forma el lienzo. El desfile ininterrumpido de sonidos, visiones y movimientos, conforme se filtran a través de los órganos sensorios del narrador están dados íntegramente por la palabra-imagen. Se está frente a un cuadro fugaz que la naturaleza marina “ha pintado” para dejar una estela luminosa en la sensibilidad de quien lo mire.

La suicida devuelta por el mar a la playa se aprecia como una imagen plástica, visual, lograda por el filtro de lo lírico y el enfoque narrativo que describe la escena. Prevalece la imagen silenciosa del desnudo como una interrogación siempre abierta, ajena a las palabras y a los sonidos. Es un juego estético que ubica sugestivamente al lector en dos niveles paralelos de recepción: el de escuchar la experiencia del personaje narrador mientras éste describe a la bella ahogada, y el de desligarse a su vez de tal voz para ubicarse en la playa, frente a la voluptuosa desnudez y observar directamente la muerte serena. Es decir, que el tratamiento literario del tema, la fuerza expresiva de la imagen poética, permite al lector oscilar entre los gestos exaltados del narrador y la total quietud del cuerpo en la playa; donde más que atender a la experiencia personal de quien cuenta, la atención gira potentemente hacia la imagen de la ahogada; pareciera así, “no necesitarse” de la voz narrativa para retener la experiencia visual del fulgente desnudo. De ahí que se juegue con la idea de estar frente a un lienzo, en silencio, atento a la profundidad de lo observado, sin dejar de estremecerse, mientras la obra sigue incólume en su perfecto equilibrio.

Otro de los cuentos donde “el agua humaniza a la muerte y mezcla algunos sonidos claros a los más sordos gemidos” (Bachelard 2009: 136) es El reciclaje; la muerte elaborada en este caso la “diseña” una anciana, aparentemente loca, que abandonada al vaivén de los días frente a un mar cristalino, se lamenta de la soledad y nutre su imaginación de deseos sombríos como posibilidad única para retornar a un pasado añorado. La melancolía del tiempo ido desencadena la urgencia del suicidio en esta mujer. El deseo de tener cerca a la hija, una bióloga marina que ya no la visita, motiva a la madre a hacerle un conjuro al manglar: deja hundir su cuerpo en lo profundo de las aguas para fusionarse con la vida marina, sabe que el agua diluirá las fronteras entre vida y muerte, pues su piel hará parte del “festín del reciclaje” (Jaramillo 2009: 18) al alimentar a las criaturas acuáticas, que a su vez la llevarán hasta los mares lejanos al rencuentro con su hija:

(…) Tomé mi cuerpo como si fuera una vieja canoa y después de atar cada una de mis extremidades con las lianas rematadas por las anclas (…) decidí esperar a que terminara la tarde. Me desnudé y ubiqué el kayak en esa curva que Tere y yo tantas veces vimos cómo el sol se lo tragaban las hojas de mangle. Me lancé completamente recta al agua. (…) Los últimos rayos de luz se filtraron a través de algunas ramas no tan espesas (…) Me fui quedando sin aire. Pequeñas burbujas se escapaban por la nariz y la boca. No intenté zafarme (…) Tere, me encontrarás en todo lo que toques, en todo lo que pruebes, en todo lo que mires (…) el agua está serena, el último rayo de sol se apaga. (Jaramillo 2009: 50)

El agua es para la protagonista el umbral que la une a otra existencia; es evidente que la movilidad del cuento se alimenta de las tradiciones ancestrales que toman los elementos (agua, aire, fuego, tierra) como portadores de los designios vitales humanos. Debido a ello, las palabras del personaje son resonancia de un lenguaje místico, ella exalta los signos de la naturaleza y el firmamento para abandonarle las riendas de su vida. “Lanzarse al agua (…) [para esta mujer] consiste en dejarse llevar, en conocer cómo la muerte se puede mirar y no es una vasta inquietud sino una posibilidad de encuentro que llega cuando la vida se va yendo de las manos” (Ayram 2015: 50). Sabe que su ahogamiento la dispersará en la naturaleza, y la llevará “a vivir la vida” metamorfoseada en otras criaturas que la unirán para siempre con sus seres queridos.

Para concluir este apartado, la metaforización del suicidio femenino en el agua permite al hombre habitar poéticamente[4] la tierra, desligarse del miedo a la implacable finitud y considerar otros valores del acto de morir. El lenguaje estético resignifica la muerte como fenómeno trascendental, la aleja de una visión pánica y angustiante para que, poéticamente, puede ser reconocida en su sentido profundo.

Conclusiones

Acorde con el recorrido temático trazado a lo largo de este texto, se infiere que el suicidio femenino en Eclipses es el umbral inmanente para la reivindicación de la libertad de los personajes. Las subjetividades femeninas presentes en los cuentos establecen con la muerte una relación lúdica y de emancipación; ellas deciden dónde, cómo y cuándo morir. Cada una, asimismo, domina su corporalidad. El cuerpo es el medio, el “instrumento artístico o ritual” para demandar un cosmos más propio.

Claramente, los cuentos de Jaramillo recogen en gran medida la marcas históricas, culturales y sociales de lo que ha significado ser mujer en sociedades androcéntricas. El enfoque temático remarca en la orfandad femenina al presentar una mirada bondadosa por aquellas que sufren. Inclusive, puede jugarse con la idea de que hay una especie de identificación espiritual de la autora con sus personajes, donde comprende no sólo sus sufrimientos sino, y sobre todo, interioriza la desazón de su existencia y hasta el placer de morirse en ellos. En palabras de Kafka (1995) sería algo así como “el regocijo de morir la muerte del que se muere” (243), de sentir el final como una queja que “se apaga hermosa y puramente” (243). Se trata de la habilidad del artista de “morir en el moribundo” (Blanchot 1995: 83), en el sentido de que “hay que ser capaz de satisfacerse en la muerte, de encontrar en la suprema insatisfacción la suprema satisfacción” (Blanchot 1995: 83); indudablemente, de esa manera el tema del suicidio toma fuerza, fortaleza dramática y se hace verosímil.

Ya para cerrar, es justo decir que Eclipses también deconstruye la representación trivial que la cultura massmediática ha dado a la muerte, donde la fascinación por los cadáveres desfigurados y sanguinolentos, despiertan una sensibilidad morbosa, una fascinación pornográfica, en la cual lo tanático se ha limitado semánticamente a “una orgía de imágenes sin sentido” (Mejía 2008: 52) incapaces de llevar al diálogo y a la pregunta por sí mismo.

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Notas

[1] Parafraseamos en este final de párrafo la frase de Camus: “El suicidio se prepara en el silencio del corazón, lo mismo que una gran obra de arte” (1985: 8).

[2] Recordamos que Eclipses recoge en gran medida constantes culturales mexicanas.

[3] Para profundizar sobre el simbolismo del cuerpo en la obra de Ana María Jaramillo remitirse a la lúcida investigación de Carlos Julio Ayram “Suicidantes, enamoradas y subversivas: La escritura de los cuerpos en la narrativa de Ana María Jaramillo”.

[4] Retomamos uno de los motivos poéticos expresados por Hölderlin y que Heidegger (1992) comenta: “poéticamente, habita el hombre en esta tierra” (246).